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Una Pequeña Rebelión

Buscador se sentó en el pupitre que ocupaba en el aula, mirando por la ventana la pared encalada y la lejana línea del horizonte en la que se unían el cielo y el mar. Pensó en lo que estaba a punto de hacer y se estremeció.

Era el inicio de un día de clase y estaba solo en el aula. Por la puerta entreabierta a sus espaldas oía los gritos de sus compañeros que se perseguían por entre los plátanos del patio, retrasando hasta el último instante el momento de entrar en la escuela. Por delante de la ventana pasó veloz un pájaro. Por el color del plumaje inferior de sus alas, el pico ganchudo, la cabeza negra y el blanco cuello se veía que era un halcón peregrino persiguiendo una presa. Buscador los conocía todos; había aprendido sus nombres. Le gustaba saber los nombres.

Desde lo alto, la campana del monasterio dio la hora con profundos y lentos tañidos, que él sintió más que oyó. Lo siguiente fueron las enérgicas pisadas de su profesor-padre. El chirrido del pomo de la puerta cuando entró en el aula. El crujido de los papeles que traía en la mano. Su padre recorrió arriba y abajo las filas de pupitres, dejando en cada uno de ellos una hoja de examen boca abajo: flop, flop, flop. Luego se sentó a la mesa situada frente a los alumnos, que aún no estaban en sus lugares, y se concentró en sus propios papeles, sin dirigir ni una palabra ni una sola mirada a su hijo, la otra criatura viva que respiraba en aquella habitación.

Buscador lo contempló en silencio. Su padre era un hombre alto de frente despejada y suave en una cara alargada también, de rasgos suaves. Su expresión habitual era de impaciencia disimulada. Aquellos ojos azules tenían una forma de mirar fijamente a su interlocutor que daba a entender que ya sabía todo lo que iba a decirle, y tenía la respuesta preparada antes de que uno abriera la boca.

El sonido de la campana marcó el inicio de la jornada escolar, y los gritos del exterior fueron acallándose a medida que los estudiantes iban entrando en las aulas. El padre de Buscador no levantó la vista de sus papeles hasta que la última silla hubo rasgado el silencio. Luego dejó la pluma sobre la mesa, levantó sus fríos ojos azules y habló con su aterciopelada e implacable voz.

—Sobre la mesa tienen sus hojas de examen. Escriban su nombre en la parte superior de la hoja. Recuerden que no basta con una respuesta correcta. También puntúan la gramática, la ortografía, la puntuación, la legibilidad y la limpieza. Pueden empezar.

Un murmullo recorrió la clase cuando todos dieron vuelta a las hojas de examen. Diez preguntas; una hora para responderlas. Buscador escribió su nombre en la hoja en blanco que tenía delante: Buscador de la Verdad. Luego leyó la primera pregunta: «Un hombre quiere medir la altura de un árbol cercano a su casa y le pide ayuda para hacerlo. Su método consiste en medir la sombra del árbol justo en el momento en que es idéntica a la altura del mismo. Como sabrá, el sol sale a las 5.08 horas y se pone a las 18.40. ¿A qué hora deberá decirle que haga la medición?».

Buscador se quedó mirando fijamente el papel un buen rato. Era muy hábil resolviendo problemas y encontró enseguida la respuesta a la pregunta.

Se dio cuenta de que la mano le temblaba demasiado al escribir. Se metió el pulgar izquierdo en la boca y se lo mordió para que el dolor le ayudara a calmarse. Luego escribió con rapidez: «No es un buen hombre el que corta árboles diferentes entre sí para hacer tablas iguales. No pienso ayudarlo».

Soltó un hondo suspiro. Ya estaba hecho: ahora no había vuelta atrás. El resto era mucho más fácil.

La segunda pregunta decía: «Describa, mediante un esquema, el ciclo del agua».

En esta ocasión Buscador puso más atención a la escritura para asegurarse de cometer errores ortográficos: «Primerio la lluvia cae de las nuves y forma charkos, luego sube de los charkos y forma muves».

Dibujó un pequeño esquema cuyas flechas apuntaban en direcciones aleatorias. La mano ya no le temblaba.

Esta era la tercera pregunta: «Describa con sus propias palabras la sagrada misión de los nomanos».

Buscador escribió: «Los nomanos encima desierto oneroso obstina insuflafa seriva darevo tururú».

Estaba empezando a delirar. Miró de reojo a sus compañeros, pero todos estaban inclinados sobre las hojas del examen. Miró a su padre, que también estaba atento a su trabajo. Mojó el plumín en el tintero y luego lo sostuvo en alto sobre la hoja para que cayeran manchas de tinta sobre los espacios en blanco. Cada gota se desparramaba con el impacto y le crecían pequeñas patas como de araña. Al lado de los borrones escribió «papá araña», «mamá araña» y «bebé araña».

Y ya no contestó a más preguntas. Se pasó el resto de la hora escribiendo con la mano izquierda, para que la letra le saliera lo peor posible. Escribió: «Lo e olvidao todo. Mi cabeza esta bacía. Nose nada. Soi un estupido».

Cada pregunta valía diez puntos, por tanto la nota más alta posible era cien. Buscador nunca había sacado una nota inferior a ochenta. Después de este examen, con los puntos que le restarían por las faltas de ortografía y la mala presentación, sin duda quedaría en números negativos. En un solo examen pasaría de ser el primero al último de la clase. Y tal vez entonces, por fin, su padre accediera a escucharlo.

Cuando terminó el examen, entregó su hoja como lo había hecho siempre, pero interiormente se sintió extraño y atolondrado, como si no le pesara el cuerpo y estuviese flotando a cierta altura del suelo. No sabía cómo reaccionaría su padre. Todo lo que sabía era que sin duda se iba a producir un cambio.

—Las notas después del recreo —anunció su padre con la misma serenidad de siempre.

Al salir del aula, Buscador oyó al pasar lo que Bendición Hermosa le decía a Luchador.

—¿Cómo te ha ido?

—Como siempre, para variar —respondió Luchador, tomándola del brazo—. Vamos a hacer tonterías a la sombra.

Se marcharon del brazo y Buscador fue tras ellos, solo. Era un día caluroso, demasiado para quedarse al sol. Los demás se sentaron en el suelo polvoriento a la sombra de los plátanos. En la terraza inferior, un grupo de niños más pequeños jugaba a perseguirse dando vueltas al estanque ornamental del patio adoquinado, soltando agudos gritos y llamándose unos a otros por sus nombres. Buscador apoyó la espalda en la tibia pared encalada, la misma que veía desde su lugar en el aula, y recordó que de pequeño también él había dado vueltas y más vueltas al estanque, cuando su hermano iba a la escuela. Mientras Resplandor estuvo allí todo fue muy bien. Resplandor era alto y fuerte, y siempre cuidaba de su hermano pequeño. Lo hizo desde el primer día que este acudió a la escuela y hasta el día en que el propio Resplandor la abandonó. Después Resplandor se marchó para formarse como nomano.

Buscador observó las calles colgantes que surcaban las escalonadas laderas de la isla hasta el gran monasterio fortificado del Nom, que se erguía en la cima. Hacía tres años que había aceptado a Resplandor como novicio, y Buscador no lo había vuelto a ver desde entonces. Lo echaba mucho de menos. Pensaba en él todos los días. Y no era porque su hermano lo protegiese. En cierto modo, cuando Resplandor estaba con ellos, su padre no se ocupaba de Buscador. Después de todo, Resplandor era el mayor, el orgullo de su padre, el hijo que había prometido al Nom el mismo día de su nacimiento. Resplandor siempre había estado destinado a ser un Guerrero Místico y había recibido un nombre acorde con ese destino: Resplandor de la Justicia.

Buscador recorrió con la mirada la extensa pared de granito del monasterio, que parecía suspendido sobre los abruptos acantilados del frente oceánico de la isla. Esa parte del Nom estaba abierta sólo a los miembros de la Comunidad. Algunas veces saludaba con la mano en dirección a sus altos ventanales, con la esperanza de que Resplandor estuviera mirando hacia el exterior y se acordara de él cuando viera su saludo. Cuando movía el brazo, casi podía ver a su hermano mirándolo con sus facciones sinceras y su sonrisa siempre a punto. Casi podía oír su voz familiar diciendo: «Ya es hora de volver a casa, hermanito». Casi podía sentir su fuerte brazo rodeándole los hombros.

Un halcón pasó volando sobre su cabeza, tal vez el mismo peregrino que había visto desde su pupitre antes del examen. El vuelo del pájaro atrajo su mirada hacia los ventanales del aula.

Allí estaba su padre, sentado a su escritorio, solo en la clase, evaluando los exámenes.

«Las notas después del recreo».

Su padre opinaba que había que evaluar los exámenes enseguida, mientras el recuerdo de las preguntas estaba aún fresco, y era siempre escrupulosamente ecuánime. Buscador sintió que se ruborizaba al imaginarse a su padre leyendo su hoja de examen. Estaría enfadado, sin duda. Probablemente desconcertado. A lo mejor incluso dolido. Pero ya estaba hecho.

El toque de la campana indicó el final del recreo. Esta vez, Buscador fue uno de los últimos en entrar en la clase. Evitó cruzar la mirada con la de su padre mientras se dirigía a su sitio. Se sentó con la mirada gacha, metiendo bajo la uña del pulgar izquierdo las uñas de los dedos de la mano derecha, una tras otra. La aguda sensación que le producía esto no era ni placentera ni dolorosa, pero bastaba para contener los escalofríos.

Su padre avanzó despacio entre los pupitres, con las hojas de examen en la mano, anunciando en voz alta la nota de cada uno.

—Bendición Hermosa, cincuenta y ocho. Falta de precisión en las operaciones, Bendición. Hay que repasar siempre la respuesta.

—Sí, señor.

—Rosal, setenta y uno. Ha mejorado mucho, Rosal. Ya ocupa el tercer lugar.

—Gracias, señor.

—Luchador, treinta y ocho. Sólo ha respondido a seis preguntas, Luchador. ¿Está satisfecho?

—No, señor.

—Yo tampoco. Esmérese más en el próximo examen, por favor.

Buscador sentía la presencia de su padre a medida que este se aproximaba. Vio caer su propio examen sobre el pupitre, boca abajo. Siguió sin atreverse a levantar la mirada.

—Buscador —dijo su padre, con la voz de siempre—. Noventa y seis. El mejor de la clase.

Buscador levantó la cabeza bruscamente, buscando con los ojos la mirada de su padre, pero este ya había cambiado de lugar. Detrás de él, oyó que luchador le decía algo en voz baja a Bendición Hermosa, y seguidamente oyó reír a Bendición. Con una sensación de vacío en el estómago, se centró en su hoja de examen. No había nota en ninguna de las respuestas. En el margen superior de la primera página su padre había escrito: «Ven a verme después de clase».

* * *

—Esto es lo que voy a hacer con tu hoja de examen. —Su padre la sostuvo en alto ante sus ojos y, lenta y metódicamente, la fue reduciendo a trocitos—. Ese no era el examen del mejor alumno de la escuela. No era el examen de mi hijo. Sería injusto que lo hubiese evaluado como si se tratara de una serie responsable de respuestas. En vez de eso, he hecho el promedio de tus cinco últimos exámenes y te he puesto la nota que refleja tu verdadera capacidad.

Buscador bajó la cabeza y permaneció en silencio. ¿Qué podía decir? Su padre no lo entendería nunca. Estaba ante él en el salón de reuniones de la escuela, rodeado por los trofeos y los cuadros de honor del pasado, y esperaba que le impusiese un castigo.

—¿He sido sincero contigo?

Buscador asintió.

—Bueno, pues ahora te toca a ti ser sincero conmigo. ¿Por qué has hecho esto?

Buscador se encogió de hombros. Sentía la lengua torpe y pesada. Tenía la mente en blanco.

—¿Y bien? —insistió su padre—. Creo que merezco una respuesta.

—No lo sé —respondió Buscador.

—¿No lo sabes? —inquirió su padre, cortante. Estaba empezando a enfadarse—. Me temo que no puedo creerte.

Buscador siguió sin decir nada. Odiaba estar ante su padre en esas circunstancias. No tenía sentido para ninguno de los dos. Sólo quería acabar con aquello.

—¿Querías tener una nota baja? —Buscador asintió levemente con la cabeza—. ¿Por qué? ¿Para estar más a la altura de los otros?

Eso le resultó sorprendente. Buscador no esperaba que su padre comprendiese en absoluto sus sentimientos.

Asintió de nuevo.

—Eso pensaba. —Su padre se sentó en uno de los bancos del salón e hizo seña a Buscador de que hiciese lo mismo—. Ahora, dime la verdad. ¿Te están acosando?

—No…

—¿Te dicen cosas desagradables?

—No exactamente.

—¿Qué te dicen?

—Que soy más inteligente que ellos.

—¿Nada más que eso?

—No.

—Tú eres más inteligente que ellos, ¿no lo ves?

—No quiero serlo.

—¿Quieres ser igual que ellos?

Buscador no respondió.

—Muy bien —concluyó el padre—. Me parece que ya lo entiendo todo.

Se puso en pie y juntó las palmas de las manos al tiempo que dirigía su mirada hacia la lejanía. Eso era lo que hacía siempre antes de iniciar un sermón. Buscador odiaba los sermones de su padre.

—No tengo pensado castigarte —dijo—. Lo que has hecho es un acto deliberado de desobediencia. Sin embargo, yo no quiero sólo obediencia. Deseo comprensión. Tú no eres como el resto de tus compañeros de clase, Buscador. Del mismo modo que tampoco yo era como los demás de mi clase cuando estudiaba en esta misma escuela. Tienes una mente privilegiada. Tal como la tengo yo. —Se acercó al cuadro de honor y señaló el lugar en que su propio nombre estaba pintado con letras doradas como mejor alumno de su curso—. Un día tu nombre figurará aquí como figura el mío. Un día, al menos esa es mi esperanza, ocuparás el cargo que yo ocupo ahora. Un día serás el director de esta respetada institución. Por eso no permitiré que tu expediente refleje que has fallado alguna vez y que los resultados de tus exámenes no han alcanzado el nivel más alto. Tú y yo, Buscador, no fallamos. Ambos tenemos una capacidad natural excepcional. Nos esforzamos en nuestro trabajo. Por eso somos los mejores. Este deseo tuyo de ser igual que los demás es una negación de tu auténtico yo. Tú no eres como los demás. Eres superior a ellos y eso, te lo prometo, tendrá su recompensa.

—Yo sólo quiero ser…

—¿Qué estás diciendo? Articula bien cuando hables. No oigo nada de lo que dices.

Buscador sabía que estaba murmurando. Siempre que trataba de decirle algo importante a su padre balbuceaba.

—Quiero ser… Quiero unirme… al Nom…

—¿Al Nom? ¿Qué estás diciendo? ¿Quieres decirme que deseas ser un nomano, como Resplandor?

Buscador asintió.

—Pero tú no eres como Resplandor. Querido hijo, no es cuestión de que uno desee ser lo que no es. Eso es lo que hacen los soñadores. Y los soñadores nunca llegan a ninguna parte. Además, no te aceptarían, aunque presentases la solicitud.

Buscador quería contestarle: «¿Qué sabes tú?». Pero no venía al caso.

—Tú tienes otras capacidades. —Ahora su padre le estaba hablando con más amabilidad—. Un talento exquisito. Un talento del que estoy tan orgulloso como del mío propio. Resplandor luchará por la justicia. Tú, en cambio, debes buscar la verdad. ¿Puede haber alguna misión más noble que esa en la vida?

«Esa es tu misión, no la mía —pensó Buscador—. Ese es el nombre que me has dado, no el mío». Pero se mantuvo callado.

—Mañana es tu cumpleaños. Tu decimosexto cumpleaños. Un día apropiado, creo yo, para pensar en ir asumiendo las responsabilidades de un adulto. Estoy contento de que hayamos mantenido esta pequeña charla.

Alguien golpeó la puerta. Era el bedel de la escuela, un encantador anciano llamado Don.

—Tiene una visita, director.

—Voy enseguida. —Se volvió hacia Buscador y le tendió la mano para que se la estrechase—. De modo que este pequeño incidente quedará entre nosotros, ¿de acuerdo? No es necesario decirle nada a tu madre. Será como si nunca hubiese ocurrido.

—Sí, padre.

Su padre abrió la mano y los trozos de papel cayeron a la papelera en cascada. La rebelión de Buscador estaba en un callejón sin salida. Fuera, lo esperaba una silenciosa nomana.