El Tiempo de la Cosecha se Acerca
El sol de la mañana acababa de despuntar sobre las montañas, y sus brillantes rayos, que iluminaban las colinas occidentales, bañaban las llanuras de luz dorada. Las cabras, que pastaban tranquilamente en las altas cumbres, proyectaban sombras alargadas sobre la hierba húmeda de rocío. El joven y desgarbado cabrero notó en la espalda la cálida caricia del sol y levantó su cayado por encima de la cabeza; su sombra se alargó hasta alcanzar las espejeantes aguas del río que corría más abajo. Paralela al curso de ese río, por un camino, avanzaba una caravana de carros tirados por bueyes, diminutos como juguetes infantiles, pero perfectamente nítidos. Las carretas eran tres, cada una de ellas tirada por dos bueyes, que avanzaban despacio hacia el oeste. El cabrero oyó el golpeteo sordo de las pezuñas y el chirrido de las ruedas en el aire limpio. Luego apareció una barcaza desplazándose río abajo paralela a la caravana, acompañada por una brisa perezosa, con la vela arriada, e incluso oyó las voces de los barqueros dando los buenos días a los carreteros. El joven cabrero movió el cayado para lograr que su alargada sombra tocase la vela de la barcaza. Era un juego al que se entregaba todas las mañanas durante esos escasos minutos en los que el ángulo de la luz era exactamente recto. Pronto el sol se elevaría en el cielo y haría demasiado calor para jugar. Luego se resguardaría a la sombra de un pino sombrilla y, les gustara o no, las cabras se reunirían allí con él.
—Vamos, viejecita. Apúrate un poco.
Una de sus cabras era coja de una pata trasera y se quedaba rezagada. Siempre se daba la vuelta para mirarlo cuando hablaba y parecía entender lo que decía. Él pasaba los largos días del verano completamente solo y le gustaba oír alguna voz de vez en cuando, aunque solo fuera la suya propia.
Luego le llegó otra voz, que las cabras no podían oír.
¡Cabrero!
Bajó su cayado enseguida y se hincó de rodillas. Inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente.
—Aquí estoy, Señora.
Necesitamos tus ojos.
—Disponed de mí, Señora.
Se estremeció mientras se arrodillaba al oír la amada voz en su cabeza, previendo ya su recompensa.
Contempla sin tardanza las tierras que se extienden a tus pies.
El cabrero se detuvo, temblando todavía, y abarcó con la mirada la llanura. Sentía en la cabeza el suave zumbido que siempre lo invadía en tales ocasiones. La primera vez se había asustado: fue por la voz y el zumbido, y por la sensación de que algo que no podía controlar entraba en él. Pero había comprobado que nada tenía que temer. Y cuando se acababa, entonces lo embargaba la dulzura.
Ellos están mirando.
* * *
A través de los ojos del joven cabrero ven el resplandor del sol sobre la tierra. Ven el río reluciente con la barcaza que desaparece despacio tras un recodo. Ven los carros de bueyes que avanzan paso a paso por el polvoriento camino. En las profundidades de la tierra, las silenciosas paredes se estremecen con las imágenes de los lugares que se vislumbran en la lejanía.
Todos ellos son viejos. Tan viejos que cuando hablan sus labios ni siquiera se mueven, y el sonido de sus palabras apenas hace vibrar el aire.
—Mirad allí, allí. La ciudad del lago.
Todos miran atentamente, con avidez, el distante resplandor de los tejados dorados que circundan las riberas del gran lago. La ciudad de Radiancia.
—La gente está gobernada por sacerdotes. Todos creen lo que les dicen que deben creer.
—¿Son muchos? Porque nosotros necesitamos muchos.
—Sí. Y nos darán lo que necesitemos.
Las voces se van sucediendo unas a otras después de largos silencios. Aquí, en la oscuridad y la quietud de las profundas cuevas, el tiempo no tiene ningún valor.
—Es preferible que unos cuantos vivan eternamente jóvenes a que todos mueran.
—¡Jóvenes para siempre!
Las ancianas gargantas repiten estas palabras, que pasan de boca en boca como una plegaria.
—¡Jóvenes para siempre!
Es su sueño, su anhelo, la única esperanza que los mantiene con vida. Ha sido la obra de toda su vida y la de toda la vida de quienes los han precedido. Conservados aquí, en las profundidades de la tierra, apenas sin moverse, a salvo del frío y del calor extremos, siguen viviendo. Aunque sus poderosos cerebros ya no trabajan tan deprisa, van acercándose cada vez más. Ahora pueden olerlo, estas criaturas marchitas cuyas fosas nasales no han percibido ninguna sensación de frescura en décadas; pueden oler la proximidad de una nueva vida.
A eso lo llaman «la cosecha».
Ahora sus ancianos ojos recorren lentamente el resplandeciente panorama que se abre ante ellos, siguiendo al anchuroso río en su recorrido hacia el mar. Allí donde se encuentran río y mar hay una isla, poco más grande que una roca en la boca del río. Es Anacrea, la patria de los nomanos, a los que también se conoce como los Guerreros Místicos.
—¿Y qué hay de los nomanos?
Los nomanos son lo único que se interpone en su camino. Sólo los Guerreros Místicos tienen suficiente poder como para oponerse a la voluntad de los ancianos.
—Los nomanos serán destruidos.
—¡Ah!
Los leves suspiros equivalen a una aprobación.
—Bajo nuestra supervisión se construirá un arma que destruirá la isla de Anacrea. Y cuando ya no exista Anacrea, se habrá acabado el poder de los nomanos.
—¡Ah!
—En ese momento empezará la cosecha.
—Pronto —responden los murmullos—. Pronto, pronto, será pronto.
Será pronto. El tiempo de la cosecha se acerca.
En los pastos de la montaña, el joven cabrero sintió que había desaparecido el zumbido de su cabeza y supo que todo había terminado.
—¿Me lo he ganado, Señora? —preguntó.
Te lo has ganado.
Luego lo invadió aquella dulzura. Se quedó dormido en el suelo y allí permaneció, tumbado y abandonado, entregado por completo a la cálida borrachera del éxtasis.