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El Amanecer

Buscador se despertó más temprano de lo habitual, mucho antes de que amaneciera, y se quedó a oscuras pensando en la jornada que tenía por delante. Faltaba menos de una semana para el día más largo del año y en la escuela era el día de los exámenes mensuales.

Y él cumplía dieciséis años.

Incapaz de volver a dormirse, se levantó y se vistió tratando de no hacer ruido para no despertar a sus padres; luego salió a la calle, que aún estaba en silencio. A la luz de las estrellas encaminó sus pasos hacia los escalones que zigzagueaban por la falda de la colina y empezó a subirlos. Mientras lo hacía, dirigió la mirada a los cielos de levante y divisó en el horizonte los primeros resplandores pálidos y plateados que anunciaban la aurora.

Había decidido contemplar la salida del sol.

En lo alto de las escaleras, el sendero se allanaba y conducía a la plaza empedrada del Nom. A su derecha se alzaba la enorme mole oscura del Nom, monasterio fortificado que dominaba la isla. A su izquierda corría la avenida, flanqueada por viejos pinos doblados por la fuerza de las tormentas, que llevaba al mirador. Conocía muy bien esos árboles; eran sus amigos. Visitaba este lugar a menudo, para estar solo y dejar vagar la mirada sobre el inconmensurable océano, hasta los más remotos confines del mundo.

Una barandilla de madera, al final de la avenida, impedía que los caminantes fueran más lejos. Al otro lado de la valla el terreno descendía formando al principio una pendiente pronunciada, y más tarde, un escarpado precipicio vertical. Cientos de metros más abajo, más allá de los halcones y sus nidos y de las gaviotas que volaban en círculo, las olas rompían contra las oscuras rocas. Esa era la costa más septentrional de la isla. A partir de ahí, sólo había mar y cielo.

Buscador se quedó de pie junto a la barandilla observando la luz que se derramaba desde el cielo, y sintió un escalofrío. La línea dorada que ya resplandecía desde el horizonte auguraba cambios: un futuro en el que todo sería distinto. Con este amanecer cumplía dieciséis años; ya no era un niño. Su verdadera vida, la vida que había estado esperando durante tanto tiempo, estaba a punto de comenzar.

* * *

La luz dorada cobraba un tinte rojizo. En todo el cielo de levante las estrellas se desvanecían en la luz solar y las bandas de leves nubes se teñían poco a poco de púrpura. En cualquier momento el sol saldría por el horizonte.

«¿Cómo es posible que un nuevo día comience así y no cambie nada?», pensó.

De repente, allí estaba la cegadora bola roja quebrando abruptamente la línea en que confluyen mar y cielo, lanzando brillantes rayos de luz sobre las aguas. El joven desvió la mirada, deslumbrado, y contempló el reflejo de la luz rojiza en los troncos de los pinos y los elevados muros de piedra del Nom. También su mano, que había levantado para protegerse los ojos, estaba bañada por los rayos del sol naciente, tan familiar y transformada a la vez. Lentamente levantó los brazos por encima de la cabeza y dirigió los índices hacia el cielo para luego juntarlos. Este era el saludo nomano.

Los que deseaban convertirse en Guerreros Místicos ingresaban en el Nom a los dieciséis años.

Oyó un ligero ruido a sus espaldas y al darse la vuelta, sobresaltado, se encontró con una figura que estaba de pie en la avenida. El joven se ruborizó y bajó los brazos. Luego inclinó respetuosamente la cabeza, porque el observador era un nomano.

—Te has levantado temprano.

Era una mujer. Su voz resultaba cálida y amistosa.

—Quería ver la salida del sol.

Buscador se sentía incómodo por el hecho de que ella lo hubiese visto haciendo un saludo para el que no estaba autorizado, pero la mujer no hizo alusión alguna al asunto. Él volvió a inclinar la cabeza y emprendió el camino por la avenida, ahora inundada por la brillante luz del sol naciente. Al pasar al lado de la nomana, oyó que esta decía:

—No hay por qué sentirse desgraciado.

Se detuvo en seco y se volvió para mirarla. Como todos los nomanos, la mujer se cubría la cabeza con un badán que ensombrecía su rostro. Sin embargo, Buscador tuvo la sensación de que ella esbozaba una leve sonrisa cuando sus miradas se encontraron.

—Yo soy desgraciado.

La nomana avanzó sin dejar de mirarlo con aquella amable sonrisa suya.

—¿Quién eres?

Él le dio su nombre completo, el que su padre le había elegido, el nombre que odiaba.

—Buscador de la Verdad.

—Ah, sí. Eres el hijo del profesor.

Su padre era el director de la única escuela que había en la isla. Estaba formando a Buscador para que fuese profesor como él.

—Tu vida te pertenece —añadió la nomana—. Si no es la vida que quieres, sólo tú puedes cambiarla.

* * *

Buscador recorrió despacio el camino hasta las escaleras, y del pie de estas hasta su casa, sin dejar de pensar en las palabras de la nomana. Durante toda su vida siempre había obedecido a su padre. Había sido siempre el primero de su clase y ahora era el primero del colegio. Sabía que su padre se sentía orgulloso de él. Sin embargo, no quería vivir la vida de su padre. Buscador quería ser un Guerrero Místico.