9

—Alto.

Perplejos, Gareth y John se detuvieron a ambos lados de Jenny, montada sobre Luna en medio del sendero lleno de hojas. Alrededor de ellos, las colinas de la Pared de Nast estaban silenciosas, como muertas, salvo por el hilo de viento que recorría a ambos lados del camino, los troncos chamuscados de lo que alguna vez había sido un bosque; y por el leve tañido del cobre cuando Osprey mordía el freno y Clivy comía, prosaica, en los bordes de la zanja. Más abajo en las colinas los bosques estaban todavía enteros, enmudecidos por la llegada del invierno más que por el fuego; bajo los troncos gris plateados de los abedules, había muchos arbustos color óxido. Donde se habían detenido, sólo había un grupo de brotes frágiles, a punto de caer con sólo un roce de las manos. Medio escondidos en la maleza cerca de los adoquines quemados del camino se veían los huesos de fugitivos del primer ataque del dragón, mezclados con vasijas rotas y las monedas de plata abandonadas en la fuga. Las monedas yacían en el barro. Nadie había llegado tan cerca de la ciudad en ruinas como para recogerlas.

Adelante, en la luz débil del invierno, se veía lo que quedaba de las primeras casas de Grutas. Según Gareth, la ciudad nunca había tenido muros protectores. El camino entraba en la aldea bajo la torre rota del reloj.

Durante un largo rato, Jenny se quedó sentada en silencio. Giraba la cabeza a un lado y a otro. Ninguno de los hombres le habló…, en realidad, desde que habían escapado del palacio en las horas previas a la aurora, Jenny había notado cada vez más el silencio creciente de John. Ahora lo miró, sentado y recogido en sí mismo sobre su caballo Vaca y recordó una vez más las palabras de Zyerne cuando decía que sin su ayuda ni él ni Jenny podrían enfrentarse a Morkeleb.

Sin duda, John también las recordaba.

—Gareth —dijo Jenny por fin, en un murmullo—, ¿hay otro camino para entrar a la ciudad? ¿Algún lugar que esté más lejos de las Puertas de la Gruta?

Gareth frunció el ceño.

—¿Por qué?

Jenny meneó la cabeza, no muy segura de la razón por la que había hablado. Pero algo le susurraba, como esa otra vez, hacía ya varias semanas, en las ruinas de esa ciudad sin nombre en las Tierras de Invierno…, una sensación de peligro inminente que le hacía buscar los signos de la amenaza. Bajo la tutela de Mab, Jenny se había dado cuenta de que debía confiar en su instinto y algo en ella odiaba acercarse a ese reloj en ruinas para entrar en la luz del sol, que bajaba sobre el valle de Grutas.

Después de pensarlo un momento, Gareth dijo:

—El lugar más alejado de las Puertas Grandes en Grutas es la Ladera de los Curtidores. Está al final de ese montón de arbustos que cierra la ciudad al oeste, allá. Creo que está más o menos a un kilómetro de las Puertas. La ciudad no tiene más de…, de medio kilómetro de ancho.

—¿Te parece que podemos ver bien las Puertas desde allí?

Confundido por esa pregunta extraña, Gareth asintió.

—El suelo es alto y la mayoría de los edificios cayeron después del ataque. Pero si queremos tener una buena vista de las Puertas, queda bastante de la torre del reloj, como podéis ver…

—No —murmuró Jenny—. No creo que podamos acercarnos tanto.

La cabeza de John giró con violencia al oírla. Gareth tartamudeó.

—No puede…, no puede oírnos, ¿verdad?

—Sí —dijo Jenny, sin saber por qué lo decía—. No…, no es oído exactamente. No sé. Pero siento algo, en los bordes de mi mente. No creo que sepa que estamos aquí, no todavía. Pero si nos acercamos más, tal vez… Es un dragón viejo, Gareth; debe serlo si su nombre está en las Líneas. En uno de esos viejos libros de la biblioteca del palacio dice que los dragones cambian su piel y su alma, que los jóvenes tienen colores simples y brillantes; los maduros, más complejos en el dibujo y los viejos se hacen más y más simples de nuevo a medida que su poder crece y se profundiza. Morkeleb es negro. No sé lo que significa, pero no me gusta lo que creo que implica…, mucho poder, muchos años…; sus sentidos deben de llenar el valle de Grutas como el agua estancada, sensibles a la menor onda.

—Es obvio que oyó venir a los caballeros de tu padre, ¿no? —agregó John con cinismo.

Gareth parecía muy desdichado. Jenny impulsó a su yegua suavemente y dio un paso o dos más hacia la torre del reloj mientras extendía sus sentidos sobre todo el valle. A través de las redes de ramas rotas por encima de su cabeza se veía la oscuridad maciza de los acantilados de la Pared de Nast que miraban al oeste. Su altura infinita se alzaba como metal oxidado, manchada de púrpura donde la golpeaban las sombras; las grandes piedras brillaban, blancas, sobre ellos como cosechas de huesos rotos. Sobre la línea del incendio que había causado el dragón crecía la maleza en los flancos de la montaña, alrededor de los acantilados, hacia arriba por las rocas cubiertas de musgo de las depresiones dejadas por los glaciares y los campos de nieve. Los cuernos tocados de hielo de las cimas desnudas y partidas de la Pared estaban ahora velados por las nubes, pero más allá de los hombros doblados de la cadena, hacia el este, se veía un leve hilito de humo que marcaba la ciudadela de Halnath y los campos de los sitiadores a su alrededor.

Debajo de esa enorme pared de piedra y árboles yacían los espacios abiertos del valle: un gran pozo de aire, un golfo lleno de luz solar pálida, brillante…, y algo más. La mente de Jenny lo tocó brevemente y luego se alejó asustada de esa conciencia viva que sentía allá lejos, enroscada como una serpiente en su nido oscuro.

Detrás de ella, oía hablar a Gareth.

—Pero el dragón que matasteis en la hondonada en Wyr no sabía que veníais. —Hablaba tan alto que los nervios de Jenny se retorcían y deseaba hacerlo callar—. Pudisteis llegar por detrás y atacarlo por sorpresa. No veo cómo…

—Yo tampoco, héroe —cortó John con suavidad mientras reunía las riendas de Vaca en una mano y las del caballo de batalla, Osprey, en la otra—. Pero si tú estás dispuesto a apostar tu vida a que Jenny se equivoca, yo no. Llévanos a la famosa Ladera.

En la noche del dragón muchos se habían refugiado en los edificios de la Ladera de los Curtidores; sus huesos yacían por todas partes entre las ruinas chamuscadas de piedras en ruinas. Desde el espacio abierto frente al lugar que habían ocupado los depósitos, se había podido ver toda la pequeña aldea de Grutas, llena de vida y movimiento bajo el velo constante del humo de las fraguas y las fundiciones de más abajo. Ese velo había desaparecido ahora, quemado hasta el fondo por el fuego del dragón; toda la aldea estaba abierta al brillo leve, sin calor del sol de invierno, un cuadriculado de ruinas y huesos.

Jenny miró a su alrededor, a los edificios de la Ladera con terror, como si le hubieran dado un golpe en el estómago; luego, cuando se dio cuenta de la razón por la que reconocía el lugar, la impresión dejó paso al horror y la desesperación.

Era el lugar donde había visto a John moribundo en la imagen del cuenco de agua en el norte.

Había hecho adivinación antes pero nunca con tanta exactitud. La precisión de lo que había visto la destrozaba…, cada piedra, charco y pared derruida era la misma; recordaba la forma en que se veía la línea amenazante de los acantilados oscuros contra el cielo y hasta los dibujos de los huesos de la aldea, allá abajo. Se sentía inundada por una necesidad urgente de cambiar algo…, de derrumbar una pared, cavar un agujero, limpiar los arbustos en el labio de la Ladera donde se inclinaba hacia la aldea, cualquier cosa que hiciera que el lugar no fuera como lo había visto. Y sin embargo, en su corazón, sabía que hacer eso no cambiaría nada y tenía miedo de que si cambiaba algo, eso hiciera al lugar más y no menos parecido al que había visto.

Los labios se le paralizaron al decir:

—¿Éste es el único lugar de la ciudad a esta distancia de las Puertas? —Ya sabía lo que le contestaría Gareth.

—Tiene que serlo, por el olor de las curtidurías. Ya veis que no se construyó nada por aquí cerca. Hasta los tanques y depósitos de agua se pusieron en esas rocas al norte y no aquí donde están las mejores vertientes.

Jenny asintió con apatía, mirando hacia las grandes rocas al norte de la aldea, las rocas que él estaba señalando. Toda su alma gritaba: «¡No, no!».

De pronto se sintió tonta y desesperada, poco preparada, vencida desde el comienzo e increíblemente ingenua. Hemos sido unos tontos, pensó con amargura. Matar al primer gusano fue una tontería, un fraude. Nunca debimos haber presumido de eso, nunca debimos pensar que podíamos hacerlo de nuevo. Zyerne tenía razón. Zyerne tenía razón.

Miró a John, que había desmontado de Vaca y estaba de pie sobre el labio rocoso de la Ladera en el lugar en que el suelo caía bruscamente hacia el valle, más abajo y miraba al otro lado, la otra ladera del lado de las Puertas. El frío cubrió los huesos de Jenny como una sombra vasta, alada, sobre el sol y ella acercó suavemente su yegua a John. Él habló sin mirarla.

—Supongo que puedo hacerlo. El Templo de Sarmendes está a medio kilómetro por el Gran Pasaje, si Dromar me decía la verdad. Si Osprey y yo vamos a toda velocidad, deberíamos poder atrapar al dragón en la Sala del Mercado, justo detrás de las Puertas. Y si es capaz de oírme en el momento en que empiece a galopar por la Ladera, todavía puedo atraparlo antes de que salga al aire. Tendré sitio para pelear con él en la Sala del Mercado. Es mi única posibilidad.

—No —dijo Jenny con calma. Él la miró con las cejas arqueadas—. Tienes otra oportunidad si volvemos a Bel. Zyerne puede ayudarte a atacarlo por detrás, por las cuevas. Sus hechizos te protegerán y los míos no pueden hacerlo.

—Jen. —Un mudo recelo en la expresión del rostro de John se abrió de pronto en el brillo blanco de los dientes. Levantó las manos para ayudarla a bajar mientras meneaba la cabeza con desaprobación. Ella no se movió.

—Al menos, le conviene mantenerte a salvo si quiere al dragón muerto. Lo demás no es asunto tuyo.

La sonrisa de John se hizo más amplia.

—Ahí tienes un buen argumento, amor —aceptó—. Pero no me parece que esa chica sepa cocinar bien unas judías. —Y la ayudó a bajar del caballo.

El mal presentimiento que pesaba sobre el corazón de Jenny no disminuyó; más bien creció en la corta tarde. Se dijo a sí misma una y otra vez, mientras caminaba por los círculos mágicos y encendía el fuego en el centro para elaborar sus venenos, que el agua era mentirosa; que adivinaba el futuro mejor que el cristal pero que sus imágenes eran menos fiables que las del fuego. Pero una sensación de algo trágico e inminente pesaba sobre su corazón y, cuando la luz del día disminuyó, le pareció que veía en el fuego bajo la olla que hervía a fuego lento la misma imagen del agua: la camisa de cota de malla de John desgarrada en una docena de sitios, los eslabones rotos brillantes de sangre oscura.

Había hecho el fuego en el extremo de la Ladera, donde el viento llevaría el humo y los vapores lejos del campamento y del valle, y trabajó toda la tarde hechizando los ingredientes y el acero de los arpones. La señora Mab le había aconsejado sobre los venenos más poderosos que podían afectar a los dragones y como eran ingredientes que la maga no tenía en su limitado depósito, Jenny los había comprado en la calle de los Farmacéuticos en el Mercado de Bel. Mientras ella trabajaba, los dos hombres exploraron la Ladera, sacaron agua del pequeño pozo que había a cierta distancia en los bosques para los caballos —la casa fuente que había servido a las curtidurías había quedado aplastada como una cáscara de huevo— y luego montaron el campamento. John tenía muy poco que decir desde que Jenny le había hablado al borde de la Ladera; Gareth parecía temblar con una mezcla de excitación y terror.

Jenny había quedado algo sorprendida de que John invitara a Gareth a unírseles, aunque había planeado pedirle que lo hiciera. Tenía sus propias razones para desear que el muchacho estuviera con ellos y esas razones tenían muy poco que ver con el deseo de Gareth de ver cómo se mataba a un dragón, deseo que había expresado al comienzo del viaje desde el norte, pero no últimamente. Jenny…, y sin duda también John, sabían que la partida de los dos habría dejado sin protección a Gareth en la ciudad de Bel.

Tal vez Mab tenía razón, pensó Jenny, mientras apartaba la cara del olor horrible del humo y se la secaba con una mano enguantada. Había males peores que el dragón en esa tierra…, morir a manos de esa bestia tal vez podía verse como un mal menor en ciertas circunstancias.

Las voces de los hombres llegaron a ella desde el otro lado del campamento. Se movían, preparando la cena. Jenny había notado que ninguno de los dos hablaba en voz muy alta cuando estaba cerca del borde de la Ladera.

—Voy a conseguirlo —decía John mientras arrojaba una torta sobre la sartén y miraba a Gareth—. ¿Cómo es la Sala del Mercado? ¿Puedo tropezar con algo?

—No creo, si el dragón ha estado entrando y saliendo —dijo Gareth después de un momento—. Es un salón muy grande, como dijo Dromar; unos trescientos metros de profundidad y todavía más de ancho. El techo es muy alto, con cuernos de roca que cuelgan de él…, y cadenas también, que antes sostenían cientos de lámparas. El suelo está nivelado y antes estaba cubierto de quioscos, toldos y puestos de frutas y verduras; todo lo que se producía en el reino se vendía a la Gruta en ese lugar. No creo que haya nada lo suficientemente sólido para resistir el fuego del dragón.

Aversin dejó caer la última torta en la sartén y se enderezó, secándose los dedos en un extremo de su capa. Una oscuridad azul se descargaba sobre la Ladera de los Curtidores. Desde su fuego pequeño, Jenny veía a los dos hombres delineados en oro contra un fondo azul y negro. No se acercaron, en parte por el olor de los venenos, en parte por los círculos mágicos que brillaban suavemente en el suelo arenoso a su alrededor. La clave de la magia es magia…, Jenny sentía que los miraba desde un lugar aislado en otro mundo, a solas con el calor del fuego, el olor hiriente de los humos del veneno y el peso terrible de los hechizos de la muerte en su corazón.

John fue hasta el borde de la Ladera por décima vez esa tarde. A través de los huesos destrozados de Grutas, lo miraba el ojo negro de calavera de las Puertas. Placas de metal y astillas partidas de madera quemada yacían esparcidas sobre las escaleras de granito anchas y no muy altas, que había debajo de ellos, apenas visibles en la luz acuática de la luna de cera. La aldea misma yacía en una laguna de oscuridad impenetrable.

—No está tan lejos —dijo Gareth con esperanza—. Incluso si os oye en el momento en que lleguéis al valle, podréis llegar a la Sala del Mercado a tiempo.

John suspiró.

—No estoy tan seguro de eso, héroe. Los dragones se mueven con rapidez, incluso en el suelo. Y el de allá abajo es malo. Osprey no será muy rápido ni siquiera a galope tendido. Me hubiera gustado explorar para ver cuál era la ruta más despejada pero no es posible. Lo más que puedo esperar es que no haya puertas de sótanos abiertas o pozos privados desde aquí hasta las Grandes Puertas.

Gareth rió suavemente.

—Es extraño. Nunca había pensado en eso. En las baladas, el caballo del héroe nunca tropieza en el camino a la batalla con el dragón, aunque los caballos tropiezan de vez en cuando hasta en los torneos, donde el suelo de las pistas está alisado de antemano. Pensé que sería…, no sé, como en una balada. Muy directo. Que vendríais cabalgando desde Bel, directo hasta aquí arriba y luego abajo, a la Gruta…

—¿Sin dejar descansar el caballo después del viaje aunque lo llevara de la rienda? ¿Sin explorar el terreno? —Los ojos de John bailaban detrás de los anteojos—. No me extraña que los caballeros del rey hayan muerto. —Suspiró—. Lo único que me preocupa es que si me retraso, aunque sea un poco, voy a quedar debajo de esa cosa cuando salga por las Puertas…

Luego tosió, sacudiendo el aire y dijo:

—¡Mierda! —Mientras corría a sacar las tortas en llamas de la sartén. Con los dedos quemados, agregó—: Y lo peor de todo es que hasta Adric cocina mejor que yo…

Jenny dio la espalda a las voces y a la dulzura de la noche más allá del calor ardiente del fuego. Mientras hundía los arpones en el líquido espeso e hirviente de la olla, el sudor le pegó el cabello largo a las mejillas y le corrió por los brazos desnudos bajo las mangas levantadas de su capa hasta los puños de los guantes; el calor se esparcía como una película roja sobre los dedos de sus pies, desnudos como casi siempre que hacía magia.

Como John, se sentía muy dentro de sí misma, curiosamente separada de lo que hacía. Los hechizos de muerte colgaban con un olor desagradable en el aire a su alrededor, y la cabeza y los huesos estaban empezando a dolerle por el calor y el esfuerzo de la magia que estaba tejiendo. Los poderes que llamaba la cansaban siempre, incluso cuando eran para algo bueno; ahora se sentía agobiada por ellos, exhausta, y sabía que no había urdido nada bueno con ese cansancio.

El Dragón Dorado volvió a su mente de nuevo, el primer instante increíble en que lo había visto caer desde el cielo como un relámpago de ámbar y había pensado: «Esto es belleza». Recordaba también la carnicería que había quedado en el barranco, los charcos malolientes de ácido y veneno y sangre y el canto plateado, débil, que moría en el aire tembloroso. Tal vez eran sólo los humos que estaba inhalando, pero sintió una náusea súbita ante esa imagen.

Había matado Meewinks o los había mutilado y los había dejado así para que se los comieran sus hermanos; recordaba el cabello grasiento y resbaladizo del bandido bajo sus dedos cuando le tocó las sienes en las ruinas. Pero no eran como el dragón. Ellos habían elegido ser lo que eran.

Como tú.

¿Y qué eres tú, Jenny Waynest?

Pero no pudo encontrar una respuesta.

La voz de Gareth llegó hasta ella desde el otro fuego.

—Ésa es otra cosa que nunca nombran en las baladas, algo que quiero preguntaros. Sé que suena tonto, pero…, ¿cómo hacéis para que no se os rompan los anteojos en la batalla?

—No los uso —replicó la voz de John con rapidez—. Si uno lo ve venir, ya es muy tarde de todos modos. Y además, hice que Jen los hechizara para que no se caigan o se rompan cuando sí los uso.

Ella los miró, en el aura condensada de los hechizos de muerte y exterminio de belleza que la rodeaban, a ella y a su olla de veneno. La luz del fuego brilló en el metal del jubón de John; brillaba contra el azul de la noche como la marca de un fabricante estampada en oro sobre un rollo de terciopelo. Casi podía oír la sonrisa alegre en la voz de su compañero.

—Me parece que si voy a romperme el corazón amando a una esposa maga, por lo menos puedo sacar algún provecho.

Sobre el hombro de la Pared de Nast colgaba la luna, un ojo blanco medio abierto, de cera, que iba hacia el cuarto menguante. Con una punzada como una púa de metal hundida en su corazón, Jenny recordó que había sido así en su visión en el agua.

En silencio, se arrinconó de nuevo en su círculo privado de muerte, dejando fuera ese otro mundo de amistad y amor y tonterías, encerrándose con los hechizos de ruina y desesperación y fuerzas que fallan de pronto. Era parte de su poder dar la muerte de esa forma y se odiaba por eso, aunque, como John, sabía que no tenía otra opción.

—¿Pensáis que podréis hacerlo? —preguntó Gareth. Frente a ellos, las ruinas de la aldea quebrada estaban púrpura y pizarra con las sombras de la luz temprana. El aliento de Osprey, caballo de batalla, era tibio sobre la mano de Jenny que lo llevaba de la rienda.

—Tendré que hacerlo, ¿no? —John controló la cincha y saltó sobre la montura. El reflejo frío del cielo de la mañana brillaba, resbaladizo, sobre la grasa que Jenny había hecho la noche anterior para que él se protegiera la cara contra el ardor del fuego del dragón. La escarcha crujía en la maleza bajo los cascos de Osprey. Lo último que había hecho Jenny justo antes del amanecer había sido ahuyentar las nieblas que entraban desde los bosques a cubrir el valle, y alrededor de los tres, el aire estaba claro y brillante y los colores pardos del invierno se entibiaban de vida. Jenny se sentía fría, vacía y agotada; había volcado todos sus poderes en esos venenos. Le dolía violentamente la cabeza y se sentía sucia, extraña y con la mente en guerra, como si fuera dos personas separadas. También se había sentido así, lo recordaba, cuando John cabalgó contra el primer dragón aunque entonces no había sabido la razón. Entonces, no sabía cómo sería la muerte violenta de esa belleza. Temía por él y sentía la desesperación como una púa en su pecho; sólo quería que el día terminara de una forma o de otra.

Los anillos de la parte posterior de los guantes de malla de John crujieron con fuerza cuando se inclinó para que ella le diera los arpones. Eran seis, en un carcaj en la espalda; el acero de sus extremos abiertos brilló con el fulgor de la luz temprana, pero no sobre el negro tétrico que les cubría las puntas. El cuero de las agarraderas era firme y duro bajo las palmas de ella. John se había puesto una camisa de cota de malla sobre el jubón con partes de metal y su cara estaba rodeada de una caperuza del mismo material. Sin los anteojos y con el cabello lanoso escondido bajo la capucha, se le veían de pronto los huesos prominentes; mostraban lo que serían sus rasgos en una vejez que tal vez nunca alcanzaría.

Jenny sintió que quería hablarle pero no se le ocurrió nada que decir.

Él reunió las riendas en una mano.

—Si el dragón sale por las Puertas antes de que yo llegue, quiero que vosotros dos uséis esas piernas —dijo con voz tranquila—. Poneos a cubierto lo más lejos que podáis, cuanto más alto en el acantilado, mejor. Si podéis, dejad ir a los caballos…, tal vez el dragón los persiga primero. —No agregó que, para ese entonces, él ya estaría muerto.

Hubo un momento de silencio. Luego, se inclinó en la montura y tocó los labios de Jenny con los suyos. Como siempre, ella los sintió sorprendentemente suaves. Habían hablado poco, incluso por la noche; cada uno se había hundido en una armadura de silencio. Era algo que los dos entendían.

Se alejó, mirando hacia el valle, al ojo oscuro de la Gruta y a la cosa negra que lo esperaba allí dentro. Osprey movió los cascos de nuevo; sentía los nervios de la batalla en John. El espacio abierto de Grutas parecía de pronto estirarse hasta convertirse en kilómetros de llanura enorme, quebrada. Para el ojo de Jenny, cada pared derrumbada era tan alta como había sido la casa una vez; cada sótano abierto, un abismo infinito. Nunca cruzará a tiempo, pensó.

Junto a ella, John se inclinó de nuevo, esa vez para acariciar el cuello moteado de Osprey y alentarlo.

—Osprey, amigo —dijo con suavidad—, no te me espantes ahora.

Hundió sus espuelas, y el crujido brusco de los cascos de acero, cuando partieron, fue como el chispazo de relámpagos lejanos en un mediodía de verano. Jenny dio dos pasos hacia abajo por la ladera suelta, rocosa, tras él, mirando el caballo gris y la forma oscura de peltre del hombre, que se hundían a través del laberinto de cimientos abiertos, vigas rotas, agua estancada de quién sabe qué profundidad, y se deslizaban sobre montones de astillas de madera chamuscada corriendo hacia la boca abierta y negra de las Puertas. El corazón de Jenny golpeó con dolor en su pecho. Extendió sus sentidos de maga hacia la Puerta, tratando de oír. El aire frío, tintineante parecía respirar con la mente del dragón. En algún lugar en esa oscuridad se oía el crujido resbaladizo de las escamas metálicas sobre la roca…

No había forma de conjugar la imagen del dragón en su cristal redondo, pero Jenny se sentó de pronto donde estaba sobre la basura ennegrecida y suelta de la ladera y sacó el pedazo de cristal blanco y sucio con cadena del bolsillo de su chaqueta. Oyó que Gareth la llamaba desde la cima de la ladera, pero no le devolvió ni una palabra ni una mirada. Del otro lado del valle, Osprey saltó las ruinas partidas de las puertas destrozadas sobre los escalones de granito; sombras frías y azules cayeron sobre él y sobre su jinete como una capa cuando la Puerta se los tragó.

Hubo un fulgor y un rayo cuando la luz débil del sol tocó las facetas de la joya. Luego Jenny tuvo una impresión confusa de paredes labradas en piedra que podrían haber contenido al palacio entero de Bel, un techo de caverna erizado de dientes de piedra desde los cuales colgaban las viejas cadenas de las lámparas en espacios aéreos vastos, color cobalto…, umbrales negros que desgarraban las paredes; el más grande de todos se abría hacia el otro extremo de la sala…

Jenny unió las dos manos alrededor de la joya tratando de ver en sus profundidades, esforzándose por pasar más allá de las cortinas de ilusión que tapaban al dragón de su vista. Pensó que veía el brillo difuso de la luz del sol sobre la cota de malla y vio cómo Osprey tropezaba sobre la basura ennegrecida de huesos chamuscados y monedas olvidadas y postes medio quemados que cubría el suelo. Vio que John lo sacaba del tropezón y vio el brillo del arpón en su mano… Luego algo saltó de las puertas interiores, como un chorro de agua que salpicaba, viscoso sobre la ceniza seca del suelo, alzándose en una cortina de fuego.

Hubo una oscuridad en el cristal y en ella, dos lámparas de plata encendidas.

Nada se movía alrededor de Jenny, ni el movimiento frío del aire de la mañana, ni la luz del sol que le entibiaba los tobillos dentro de las botas de cuero de ciervo donde descansaban sus pies sobre la ladera cortada de grava y maleza, ni el olor ventoso del agua y la piedra que llegaba desde abajo, ni los ruidos pequeños de los caballos inquietos, más arriba. Entre sus dos manos, los bordes del cristal parecían arder en luz blanca, pero el corazón de la piedra estaba oscuro; a través de esa oscuridad, sólo llegaban imágenes fragmentarias…, una sensación de algo que se movía y era vasto y oscuro, la curva móvil del cuerpo de John cuando arrojaba el arpón y los giros nebulosos del humo cegador.

De alguna forma supo que Osprey había muerto, tocado por la cola del dragón. Tuvo una visión breve de John de rodillas, los ojos rojos y hundidos por los vapores ácidos que llenaban la sala, tratando de apuntar otra vez. Algo como una ala de negrura lo cubrió. Jenny vio llamas de nuevo y, como una imagen extraña, separada, tres arpones que yacían como un espantapájaros destrozado en el medio de una laguna de barro ennegrecido y humeante. Algo dentro de ella se convirtió en hielo; sólo había oscuridad y movimiento en la oscuridad, y luego John de nuevo; la sangre salía de las roturas de su cota de malla, y él miraba una forma inmensa de sombra brillante con la espada en la mano.

La negrura se tragó el cristal. Jenny se dio cuenta de que le temblaban las manos y el cuerpo le dolía con un dolor que irradiaba de una semilla helada bajo su esternón; la garganta, un montón de cables retorcidos. Pensó ciegamente, John, y lo recordó entrando con indiferencia graciosa y grandes zancadas en el comedor de Zyerne, la armadura de exotismo y desafío protegiéndolo de las garras de su anfitriona; recordó el brillo de la luz del día de otoño sobre sus anteojos cuando estaba hundido hasta los tobillos en la basura de los cerdos en el fuerte, estirando las manos para ayudarla a desmontar.

No podía concebir lo que sería la vida sin esa sonrisa rápida, triangular.

Luego en algún lugar de su mente lo oyó, llamándola: Jenny

Lo encontró en el suelo, justo un poco más allá del final del trapezoide de luz que pasaba a través del vasto cuadrado de las Puertas. Había dejado a Luna afuera; la yegua movía la cabeza con miedo por el olor acre del dragón que permeaba todo ese extremo del valle. El corazón de Jenny latía con tanta fuerza que le pareció que iba a vomitar; todo el camino por las ruinas de Grutas, había esperado que la forma negra del dragón surgiera de las Puertas.

Pero nada había sucedido. El silencio dentro de la oscuridad era peor de lo que podía haber sido cualquier sonido.

Después del brillo del valle, las bóvedas azules de la Sala del Mercado parecían casi negras. El aire estaba lleno de vapores que diseminaban la poca luz que había. Los olores atrapados le quemaban los ojos y la mareaban, mezclados con el humo del fuego y el mal olor pesado de la escoria envenenada. Hasta con la vista de maga, le llevó un momento acostumbrarse a la penumbra. Luego, se descompuso, como si la sangre que se esparcía por todas partes hubiera salido de su cuerpo y no del de John.

John yacía con la cara escondida por su brazo levantado, la capucha de cota de malla echada hacia atrás y el cabello que había debajo teñido de sangre en los lugares en que el dragón parecía habérselo arrancado del todo. La sangre corría en un hilo largo de color tinta por detrás, por el lugar por donde John se había arrastrado cuando terminó la pelea junto al cadáver de Osprey, como un camino pegajoso hacia el bulto oscuro, vasto del dragón.

El dragón estaba quieto como una montaña brillante de cuchillos de obsidiana. En posición supina, era un poco más alto que la cintura de ella, una serpiente negra y brillante de cerca de doce metros de largo, velada en el humo blanco de sus venenos y en la negrura de su magia con los arpones clavados como dardos. Tenía una pata extendida hacia John, como si hubiera tratado de alcanzarlo y desgarrarlo con las últimas fuerzas y el gran talón yacía como una mano de esqueleto en un charco de sangre negra. La atmósfera parecía pesada, llena de un canto dulce, claro, que Jenny pensó que estaba tanto dentro de su cabeza como afuera. Era una canción con palabras que no entendía; una canción sobre las estrellas y el frío y el éxtasis de una zambullida larga en la oscuridad. Era una tonada a medias familiar como si Jenny ya hubiera oído antes una frase, hacía mucho tiempo y la llevara desde entonces en sus sueños.

Luego, el dragón Morkeleb levantó la cabeza y, por un segundo, ella lo miró a los ojos.

Eran como lámparas, un caleidoscopio blanco, cristalino, frío y dulce y ardiente como el centro de una llama. Se dio cuenta con una sensación brutal e intensa de que estaba mirando los ojos de un mago como ella. Era una inteligencia extraña, limpia y cortante como un pedazo de vidrio negro. Había algo terrible y fascinante en esos ojos; la canción en la mente de Jenny era como una voz que le hablaba en palabras que ella casi comprendía. Sentía que allí, dentro de ella, alguien llamaba al hambre que siempre la había consumido.

Con un movimiento desesperado, sacó sus pensamientos de allí y desvió la mirada.

En ese momento, comprendió la razón por la que las leyendas advertían que nunca había que mirar a un dragón a los ojos. No era sólo porque el dragón podía tomar una parte del alma y paralizar a su víctima mientras la destrozaba.

Era porque al escaparse de esa mirada, uno dejaba una parte de uno mismo hundida en esas profundidades de cristal y de hielo.

Se dio media vuelta para huir, para dejar ese lugar y esos ojos demasiado sabios, para escapar de esa canción que murmuraba su armonía dentro de los huesos del que la miraba. Y habría huido pero su pie enfundado en la bota rozó algo al darse la vuelta. Miró entonces hacia abajo, al hombre que yacía a sus pies y vio por primera vez que sus heridas todavía sangraban.