8

En el silencio mortal que flotaba sobre los jardines, el descenso de Gareth desde la pared sonó como dos bueyes que copulan entre arbustos secos. Jenny frunció el ceño cuando el muchacho bajó dando tumbos los últimos metros hasta la maleza; desde las sombras de la hiedra sobre la parte superior de la pared a su lado, vio el brillo leve de los lentes y oyó el susurro de una voz:

—¡Lo único que te faltaba era gritar «las once en punto y sereno», héroe!

Luego, hubo un movimiento leve en la hiedra. Más que oírlo, sintió a John aterrizar en el suelo. Después de controlar una vez más el jardín oscuro, visible a medias entre las ramas entretejidas de los árboles desnudos, Jenny se deslizó para unírseles. En la oscuridad, Gareth era una sombra flaca de terciopelo color óxido y casi no podía ver a John porque el dibujo azaroso de su capa se fundía con los colores de la noche.

—Aquí —murmuró Gareth, haciendo un gesto hacia el extremo del jardín donde ardía una luz en un nicho entre dos arcos de trifolio. El brillo de esa luz titilaba en el pasto húmedo como monedas arrojadas por una mano descuidada.

El muchacho empezó a ponerse al frente para guiar al grupo, pero John le tocó el brazo y suspiró:

—Creo que será mejor que enviemos un explorador, si vamos a hacer un robo. Recorreré el muro; cuando llegue, silbaré una vez como un chotacabras. ¿De acuerdo?

Gareth lo cogió de la manga cuando partía.

—¿Y qué pasa si silba un chotacabras de verdad?

—¿Tú crees? ¿En esta época del año? —dijo John y desapareció como un gato en la oscuridad. Jenny lo vio buscar el camino entre las sombras cuadriculadas de los jardines ornamentales y desnudos que decoraban los tres lados del patio privado del rey; por la forma en que Gareth movía la cabeza, Jenny se dio cuenta de que el muchacho había perdido de vista a John casi inmediatamente.

Cerca de los arcos, de pronto, se escurrió una luz de lámpara rosada sobre el marco de unos anteojos, un brillo de púas y la silueta breve de un reflejo sobre una nariz larga. Gareth, al ver a John a salvo, empezó a moverse, pero Jenny tiró de él sin sonido para ponerlo a resguardo de nuevo: John todavía no había silbado.

Un instante después, apareció Zyerne en el arco de la puerta.

Aunque John estaba a menos de dos metros de ella, la hechicera no lo vio al principio porque él se quedó tan quieto como una serpiente entre las hojas. La cara de Zyerne, iluminada por la luz cálida, color damasco, tenía la misma mirada sedada que había visto Jenny en la habitación de la planta alta en la casa cerca del río Salvaje…, la mirada de satisfacción profunda por algún placer privado completo y absoluto. Ahora, como entonces, esa mirada erizó la nuca de Jenny y la hizo estremecerse de miedo.

Luego, Zyerne volvió la cabeza. Se asustó al ver a John tan quieto y tan cerca; luego, sonrió.

—Bueno, un bárbaro emprendedor. —Movió el cabello sin velos ni ataduras y algunos mechones quedaron apoyados sobre sus mejillas, como una invitación a la caricia—. Un poco tarde, me parece, para hacer una visita al rey.

—Unas semanas tarde, por lo que he oído. —Aversin se rascó la nariz con deliberación—. Pero mejor tarde que nunca, como dijo mi papá en la boda de mi abuelo.

Zyerne rió, un sonido dulce y profundo. Junto a ella, Jenny sintió temblar a Gareth, como si esa risa seductora le trajera recuerdos de sueños terribles.

—E irrespetuoso además. ¿Os ha enviado vuestra amante para ver si Uriens estaba dominado por hechizos que no fueran su propia estupidez y su lujuria?

Jenny oyó el silbido del aliento de Gareth y sintió la furia del muchacho y su horror al oír cómo esas palabras de desprecio caían con tanta naturalidad de los labios rosados. Jenny se preguntó por qué ella no se sorprendía.

John se encogió de hombros y dijo con voz mansa:

—No. Sólo que no soy bueno para esperar.

—Ah. —La sonrisa de Zyerne se amplió, perezosa, atrapante. Parecía medio borracha, pero no adormecida como los borrachos; brillaba, como aquella primera mañana en la Galería del Rey, temblorosa de vida y llena de la arrogancia casual del bienestar completo. La lámpara destacaba su perfil en ámbar desde su nicho de azulejos. Dio un paso hacia John. Jenny sintió de nuevo la garra del miedo, como si John estuviera en peligro mortal sin saberlo—. El bárbaro que come con las manos y sin duda hace el amor sin sacarse las botas.

Las manos de la maga tocaron los hombros de él con una caricia, tomando la forma del músculo y el hueso que había debajo del cuero y la capa. Pero Aversin dio un paso hacia atrás y puso distancia entre los dos, en un movimiento semejante al de ella para alejar al viejo Dromar en la galería. Como Dromar, ella no quiso olvidar su orgullo tanto como para seguirlo.

—Sí, sí, mi falta de modales no me quita el sueño —dijo él en un tono deliberadamente norteño—. Pero no ha sido para comer bien ni para hacer el amor que he venido al sur. Me dijeron que teníais un dragón por aquí, un dragón que mataba gente…

Ella se rió de nuevo, un sonido malvado y leve en la noche.

—Tendréis vuestra oportunidad para matarlo cuando todo esté listo. El conocimiento del momento exacto es un arte civilizado, bárbaro mío.

—Sí —aceptó la voz de John, desde el corte oscuro de su silueta contra la luz dorada—. Y he tenido montañas de tiempo para estudiarlo aquí junto con todas las otras artes civilizadas como la cortesía y la amabilidad para con los peticionarios, por no hablar del honor y de cumplir con la palabra que uno le da a su amante en vez de pegarse a su hijo.

Hubo tal vez tres pulsos humanos de silencio antes de que ella hablara. Jenny vio cómo su espalda se tensaba; cuando habló de nuevo, la voz, aunque seguía siendo dulce, tenía una nota distinta, como una cuerda de arpa que se toma un poco más arriba de la nota correcta.

—¿Y qué os importa a vos, John Aversin? Así es como se hacen las cosas aquí en el sur. Ninguna de esas cosas interferirá con vuestra oportunidad de acceder a la gloria. No es nada que deba importaros. Yo os diré cuándo debéis partir. Escuchadme, Aversin, y creedme. Conozco al dragón. Vos matasteis un gusano, no habéis conocido a Morkeleb, el Negro, el Dragón de la Pared de Nast. Es mucho más grande que el gusano que matasteis antes, más grande de lo que podéis comprender.

—Eso lo había adivinado. —John se levantó los anteojos; la luz rosada tembló en las púas de los brazaletes de sus brazos como puntas de espada—. Supongo que tendré que matarlo como pueda.

—No. —El ácido quemó la dulzura de su voz como en un caramelo envenenado—. No podéis. Yo lo sé, aunque vos y esa puta vuestra no lo sepáis. ¿Pensáis que no sé que esos asquerosos comedores de basura, los gnomos, os han mentido? ¿Que se han negado a daros mapas verdaderos de la Gruta? Yo conozco la Gruta, John Aversin…, conozco cada túnel, cada pasaje. Conozco el corazón de la Gruta. Y conozco cada uno de los encantamientos de ilusión y protección y creedme, los necesitaréis contra la furia del dragón. Necesitaréis mi ayuda, si queréis triunfar…, necesitaréis mi ayuda si queréis salir de ese combate con vida. Esperad, os digo y tendréis esa ayuda; y después os recompensaré más allá de los sueños de avaricia de cualquier hombre con lo que quede de la Gruta.

John levantó la cabeza y la inclinó un poco hacia un lado.

—¿Vos me recompensaréis?

En el silencio de la noche que olía a mar, Jenny oyó como el aliento de la otra mujer se detenía.

—¿Cómo es que pensáis que seréis la que divida el tesoro de los gnomos? —preguntó John—. ¿Estáis pensando en tomar la Gruta una vez que el dragón desaparezca de escena?

—No —dijo ella demasiado rápido—. Quiero decir…, ¿seguramente sabéis que la insolencia de los gnomos los ha llevado a una conspiración contra su majestad? Ya no son el pueblo fuerte que eran antes de la llegada de Morkeleb. Los que no han muerto están divididos y débiles. Muchos dejaron la ciudad, abandonaron todos sus derechos y salieron ganando…

—Si me trataran como veo que los tratan a ellos —señaló John, inclinando un hombro contra los azulejos azules y amarillos de la galería de arcos—, yo también me iría.

—Se lo merecen. —Las palabras de Zyerne mordían con veneno súbito—. No me dejan… —Se detuvo de pronto y luego agregó, más racionalmente—: Sabéis que están aliados abiertamente con los rebeldes de Halnath…, o deberíais saberlo. Sería tonto matar al dragón antes de descubrir sus conspiraciones. Sólo les daría un lugar en donde hacerse fuertes y un tesoro al que volver para seguir conspirando y traicionando al rey.

—Sé que el pueblo y el rey no han oído otra cosa que ese cuento de que los gnomos están planeando complots y traiciones —replicó Aversin en una voz totalmente neutra, como si hablara del clima—. Y por lo que oigo, los gnomos de la ciudadela no tuvieron mucha elección en cuanto a quién apoyar. El hecho de que Gar se hubiera ido debe de haber sido de lo más conveniente para vos; el rey, perturbado como estaba, debe de haber estado dispuesto a creer cualquier cosa. Y supongo que sería una tontería librarse del dragón antes de que muchos de los gnomos hayan abandonado el reino…, o se haya encontrado una buena razón para librarse de los que quedan para que no puedan volver a ocupar su base de operaciones, sobre todo porque hay otro que quiere ese lugar, quiero decir.

Hubo un momento de silencio, Jenny veía cómo la luz se deslizaba con rapidez sobre la manga de seda de Zyerne, en el lugar en que la manita de ella la aferraba furiosa, dejando una marca de arrugas como la huella de pensamientos invisibles.

—Son problemas de alta política, Vencedor de Dragones. No es nada que os importe, después de todo. Os digo, sed paciente y esperad hasta que os diga que ha llegado el momento de ir juntos a la Gruta, vos y yo. Os prometo que no os robaré esa muerte.

Se acercó de nuevo a él y los diamantes de sus manos arrojaron espinas de fuego contra los colores apagados del cuero y la capa de John.

—No —dijo Aversin, en voz baja—. Ni nadie os robará la Gruta una vez que yo haya hecho el trabajo sucio, la carnicería por vos. Vos llamasteis al dragón, ¿no es cierto?

—No. —La palabra era frágil como una rama que se quiebra después de una helada—. Claro que no.

—¿No, amorcito? Entonces es una suerte increíble para vos que haya llegado justo cuando lo hizo, cuando queríais una base de poder lejos del rey en caso de que se cansara de vos o se muriera; por no hablar de todo ese oro de mierda.

Jenny sintió el ardor de la rabia de la otra maga como una explosión invisible a través del jardín, mientras Zyerne levantaba la mano. La garganta de Jenny se cerró sobre un grito de miedo y advertencia; sabía que nunca hubiera podido moverse a tiempo para ayudar y que si hubiera llegado, no hubiera podido enfrentarse a la magia de la joven hechicera; Aversin, con la espalda contra la piedra del arco, sólo pudo ponerse el brazo frente a los ojos cuando el fuego blanco estalló en los dedos de Zyerne. El crujido en el aire fue como el de un relámpago; el brillo, tan blanco que parecía bordeado de violeta, campeó sobre cada grieta de roca y cada mancha de musgo en el suelo y delineó cada pétalo separado de las rosas de invierno en un brillo pálido, del color de la cera. Luego, el aire se llenó de olor a ozono y a hojas chamuscadas.

Después de un momento, John levantó la cara y la apartó de la protección de los brazos. Incluso al otro lado del jardín, Jenny veía que estaba temblando; ella misma tenía las rodillas tan débiles por la impresión y el miedo que se habría caído a no ser por el terror todavía más grande que sentía ante Zyerne misma; y maldijo su propia falta de poder. John, de pie frente a Zyerne, no se movió.

Fue ella la que habló; la voz rebosaba de triunfo.

—Os propasáis, Vencedor de Dragones. No soy esa mujerzuela sucia y despeinada vuestra. A mí no podéis hablarme con impunidad. Soy una verdadera maga.

Aversin no dijo nada, pero se sacó con cuidado los anteojos y se limpió los ojos. Luego los volvió a colocar en su lugar y la miró en silencio bajo la luz leve de la lámpara del jardín.

—Soy una verdadera maga —repitió ella con suavidad. Extendió las manos hacia él, los dedos pequeños le tocaron la manga y una nota ronca se deslizó en su voz suave—. ¿Y quién dice que nuestra alianza debe ser tan truculenta, Vencedor de Dragones? No tenéis por qué pasar vuestro tiempo aquí ardiendo de impaciencia por marcharos. Puedo hacer muy agradable vuestra espera.

Sin embargo, cuando los dedos delicados de la maga tocaron la cara de John, él tomó las muñecas frágiles y la empujó hasta dejarla a un brazo de distancia. Durante un instante se quedaron allí, mirándose uno al otro; el silencio era absoluto a no ser por el ritmo rápido de las dos respiraciones. Los ojos de ella estaban fijos en los de Aversin y buscaban en su mente la clave del consentimiento como Jenny la había buscado en la de Gareth un poco antes.

Luego, con una maldición, Zyerne se soltó de las manos de Aversin.

—Bueno —murmuró—. Esa perra roja vuestra al menos puede hacer bien sus estúpidos hechizos, ¿no es cierto? Tiene que hacerlo…, con el aspecto que tiene. Pero dejadme deciros esto, Vencedor de Dragones. Cuando cabalguéis al encuentro del dragón, os guste o no, cabalgaréis conmigo, no con ella. Necesitaréis mi ayuda y cabalgaréis cuando yo lo diga, cuando yo le diga al rey que os dé permiso y no antes. Así que aprended un poco el arte civilizado de la paciencia, bárbaro mío…, porque sin mi ayuda, moriréis.

Se alejó de él y al pasar bajo el arco de la lámpara, se estiró para cogerla. En ese brillo de miel, su cara parecía tan amable e inocente como la de una niña de diecisiete años, sin marca alguna de rabia o perversión, ambición o desprecio. John se quedó donde estaba, mirándola partir. El sudor se deslizaba sobre su rostro como una niebla de diamantes; estaba quieto, excepto cuando se frotaba las quemaduras leves, agudas en las manos.

Un momento después, la ventana que había detrás de él se encendió, suave, a la vida. A través de la pantalla calada de hiedras y arbustos perfumados que tejían una persiana de filigrana, Jenny vio algo de la habitación que estaba al otro lado. Tuvo una impresión de frescos sobre las paredes, de floreros caros de oro y plata y del brillo de los bordados en hilo dorado que cubrían las cortinas de la cama. Había un hombre en la cama, un hombre que se movía, febril, en un sueño inquieto, el cabello dorado descolorido, desmayado, en desorden sobre las almohadas bordadas. Tenía la cara hundida y sin vida, como la cara de un hombre al que ha besado un vampiro.

—¡Se merecería que os fuerais esta misma noche! —se enfureció Gareth—. Que partierais hacia el norte y la dejarais ocuparse sola de su propio gusano miserable, si realmente quiere derrotarlo…

Giró de pronto y se puso a recorrer a zancadas la gran cámara de la casa de huéspedes, tan furioso que apenas si podía farfullar las palabras. En su rabia, parecía haber olvidado su propio miedo a Zyerne y su deseo de que lo protegieran de ella, parecía haber olvidado su largo viaje a las Tierras de Invierno y su desesperación por llevarlo a buen término. Desde su asiento junto a la ventana, Jenny lo miró rabiar con el rostro aparentemente en calma y la mente al galope.

John levantó la vista. Había estado jugueteando con las clavijas de la gaita.

—No serviría de nada, héroe —dijo con voz tranquila—. No importa cómo llegó el dragón ni por qué, el hecho es que ahora está aquí. Como dijo Zyerne, la gente de por aquí no es asunto mío pero no puedo irme y dejarlos con el dragón. Incluso si dejamos de lado a los gnomos, hay que pensar en la siembra de primavera.

El muchacho se detuvo en su furia y lo miró fijamente.

—¿Eh?

John se encogió de hombros, los dedos inquietos sobre las clavijas.

—La cosecha ya ha pasado —señaló—. Si el dragón todavía está por aquí en primavera, no habrá grano que recoger y entonces, héroe, verás lo que es el hambre en esta ciudad.

Gareth no dijo nada. Era algo que no había considerado, notó Jenny. Obviamente, nunca le había faltado comida.

—Además —continuó John—, a menos que los gnomos puedan recuperar la Gruta con rapidez, Zyerne los destruirá aquí, como dijo Dromar, y a tu amigo Policarpio en la ciudadela. A pesar de las palabras de Dromar sobre mantenernos lejos del corazón de la Gruta, los gnomos han hecho lo que han podido por nosotros; y tal como yo lo veo, Policarpio te salvó la vida, o al menos te impidió terminar como tu padre que está tan dominado por los hechizos de Zyerne que no puede distinguir una semana de otra. No, hay que matar a ese dragón.

—Pero a eso voy —discutió Gareth—. Si matáis al dragón, ella podrá tomar la Gruta y luego la ciudadela caerá porque podrán atacarla desde el otro lado. —Miró a Jenny con preocupación—. ¿Podría haber llamado al dragón ella misma?

Jenny se quedó callada y pensó en el poder terrible que había sentido en el jardín y en esa atmósfera pervertida, tremenda, en la habitación iluminada por la lámpara en la casa de Zyerne. Luego, dijo:

—No sé. Es la primera vez que sé que la magia de los seres humanos pueda tocar a un dragón…, pero en realidad Zyerne saca su poder de la magia de los gnomos. Nunca he oído hablar de algo así…

Serpiente por la cabeza; por el cuello, caballo —repitió John—. ¿Podría estar dominando al dragón por su nombre? Lo conoce bien.

Jenny negó con la cabeza.

—Morkeleb es sólo el nombre que le dan los hombres, como cuando llaman Dromar a Azwylcartusherands, y Mab a Taseldwyn. Si ella tuviera su verdadero nombre, su esencia, podría echarlo ahora mismo; y obviamente no puede, o te habría matado en el jardín hace un rato.

Se acomodó la mantilla sobre los hombros, una telaraña sutil y brillante de seda de las Islas del Sur, y las masas espesas de su cabello descansaron sobre la tela como una segunda mantilla. A su espalda, el frío parecía salir de la ventana.

Gareth volvió a caminar ida y vuelta, las manos hundidas en los bolsillos de sus viejos pantalones de cuero de caza, los que se había puesto para ir a espiar al rey.

—Pero no sabe su nombre, ¿no es cierto?

—No —replicó Jenny—. Y en ese caso… —Hizo una pausa y luego rechazó la idea.

—¿Qué? —quiso saber John, que había notado la duda en su voz.

—No —repitió ella—. Es inconcebible que a su nivel de poder no le hayan enseñado Límites. Es lo primero que aprendemos todos. —En ese momento vio la cara de incomprensión de Gareth y explicó—: Es lo que me lleva tanto tiempo cuando tejo los hechizos. Hay que limitar el efecto de cada uno. Si uno llama a la lluvia, debe especificar una cierta cantidad para no inundar la región. Si uno hace un hechizo de destrucción para alguien o algo, tiene que poner un Límite para que esa destrucción no termine en una catástrofe generalizada que barra todo a su alrededor, incluyendo la casa y los bienes del mago. La magia es muy pródiga en sus efectos. Los Límites son lo primero que se enseña a un nuevo mago.

—¿Incluso entre los gnomos? —preguntó Gareth—. Dijisteis que su magia es diferente.

—Se enseña de forma diferente, se transmite de otra manera. Hay cosas que me dijo Mab que yo no entiendo y cosas que se niega a decirme sobre la forma en que construye su poder. Pero es magia. Mab conoce Límites y por lo que me dijo, supongo que son todavía más importantes en la noche bajo tierra. Si estudió entre los gnomos, Zyerne tiene que haber aprendido todo eso.

John tiró la cabeza hacia atrás y rió realmente divertido.

—¡Uff! ¡Debe de estar poniéndola enferma! —Rió de nuevo—. Imagínate, Jen. Quiere librarse de los gnomos, así que trae una maldición sobre ellos, la peor que se le hubiera podido ocurrir…, y consigue un dragón del que no puede librarse… ¡Es hermosísimo!

—¡Es «frivolísimo»! —replicó Jenny.

—¡Con razón me arrojó ese fuego! ¡Debe de estar totalmente furiosa cuando lo piensa! —Los ojos de John bailaban bajo sus cejas expresivas.

—No es posible —insistió Jenny, en la voz fría que usaba para llamar a sus hijos cuando ellos estaban jugando. Luego, dijo más seriamente—: No puede haber llegado a tener ese grado de poder sin que le enseñaran, John. Es imposible. Todo poder debe pagarse de algún modo.

—Pero es el tipo de cosa que pasaría si no se pagara, ¿no es cierto?

Jenny no contestó. Durante un largo rato, clavó los ojos en la forma oscura de los edificios, que se veía a través de la ventana bajo las estrellas congeladas del otoño.

—No sé —dijo finalmente, mientras acariciaba los bordes de telaraña de su mantilla fantasma—. Tiene tanto poder. Es inconcebible pensar que no ha pagado por él de algún modo. La clave de la magia es magia. Ella ha tenido todo el tiempo y todo el poder para estudiarla en ese tiempo. Y sin embargo… —Se detuvo mientras identificaba por fin sus propios sentimientos hacia lo que hacía Zyerne y lo que era—. Pensaba que alguien que hubiera alcanzado ese nivel de poder sería diferente.

—Ah —dijo John con suavidad. A través de la habitación, los ojos de los dos se encontraron—. Pero no creas que lo que ella ha hecho con su éxito traiciona tu lucha, amor. Porque no es cierto. Sólo ha traicionado la de ella misma.

Jenny suspiró mientras pensaba una vez más en la habilidad misteriosa de John para tocar el corazón de los problemas, luego sonrió un poco para sí misma. Intercambiaron un beso en una mirada.

—Pero ¿qué vamos a hacer? —dijo Gareth con calma—. Hay que destruir al dragón; y si lo destruís, jugáis el juego de Zyerne, os ponéis en sus manos.

Una sonrisa cruzó la cara de John, un relámpago de adolescente con gafas que espiaba desde detrás de las barricadas complejas levantadas por la dureza de las Tierras de Invierno y la dominación amarga de su padre. Jenny sintió que los ojos de John la miraban de nuevo…, el toque de una gran ceja rojiza y la pregunta en la mirada brillante. Después de diez años, se habían acostumbrado a hablar sin palabras.

Un temblor de miedo pasó por el cuerpo de Jenny, aunque sabía que él tenía razón. Después de un instante, suspiró de nuevo y asintió.

—Bien. —La sonrisa traviesa de John se amplió, como la de un muchacho que va a hacer algo malo y se frotó las palmas con rapidez. Luego se volvió hacia Gareth—. Haz el equipaje, héroe. Esta noche nos vamos a la Gruta.