En la semana siguiente, Jenny volvió varias veces a la casa en ruinas en el mercado. Dos veces la acompañó John, pero Aversin pasaba los días en la Galería del Rey con Gareth, esperando una señal de su majestad. Luego, dejaba pasar las tardes con los jóvenes cortesanos desenfrenados que rodeaban a Zyerne, haciéndose el payaso, y manejando lo mejor que podía la lenta tortura de esperar un combate que podía costarle la vida. Tal como era John, no hablaba de ello, pero Jenny lo sentía cuando hacían el amor y en sus silencios cuando estaban los dos solos y juntos, ese retorcimiento gradual de los nervios que lo estaba volviendo realmente loco.
Ella evitaba la corte y pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad o en la casa de los gnomos. Iba allí en silencio, envuelta en encantamientos que la ocultaban de la gente de la calle, porque, a medida que pasaban los días, sentía que la lava horrible de miedo y odio se esparcía por las calles como una niebla envenenada. En el camino hacia el mercado, pasaba por las grandes tabernas —la Oca Herida, la Rata Galante, la Oveja en el Fango— donde los desempleados, hombres y mujeres que habían venido de las granjas destruidas se reunían todos los días, en busca de unas pocas horas de trabajo. Los que necesitaban mano de obra barata sabían adonde ir para encontrar gente que podía trasladar muebles o limpiar establos por unas pocas monedas; pero con las tormentas de invierno, ya sin barcos y con el alto precio del pan que se llevaba todo el dinero extra, había cada vez menos gente que pudiera pagar, incluso monedas. Ninguno de los gnomos que todavía vivían en la ciudad —y había muchos a pesar de los sufrimientos— se atrevía a pasar por la Oveja en el Fango después del mediodía, porque para esa hora los que estaban dentro abandonaban toda esperanza de conseguir trabajo y concentraban la poca energía que tenían en emborracharse.
Así que Jenny se movía en un secreto sombrío, como se hubiera movido en las Tierras sin ley de Invierno, para visitar a la dama de Taseldwyn, a quien llamaban señora Mab en el lenguaje de los hombres.
Desde el principio, se había dado cuenta de que la gnomo era una maga mucho más poderosa que ella. Pero, en lugar de celos y resentimiento, sólo sentía alegría por haber encontrado a alguien que le enseñara después de tantos años.
En muchas cosas, Mab era una maestra voluntariosa aunque la forma de la magia de los gnomos era extraña para Jenny, distinta, como lo eran sus mentes. No tenían Líneas sino que parecían transmitir sus poderes y conocimientos enteros de generación en generación de magos de alguna forma que Jenny no comprendía. Mab le habló de los hechizos de curación que habían hecho famosa a la Gruta, de las drogas que estaban ahora encerradas allí abajo, perdidas para los gnomos como el oro del dragón, de los hechizos que podían mantener el alma, la esencia de la vida, en la carne, de los hechizos más peligrosos por los cuales la esencia-vida de una persona podía extraerse en parte para fortalecer la vida desmoronada de otra. La mujer gnomo le enseñó otros hechizos de la magia subterránea —hechizos de cristal y piedra y oscuridad en espiral—, cuyo significado Jenny podía comprender sólo en parte. Sólo pudo memorizarlos para ver si luego, con meditación, habilidad y más comprensión podía llegar a entenderlos. Mab también le habló de los secretos de la tierra, del movimiento del agua y de cómo pensaban las piedras; y habló de los reinos oscuros de la Gruta misma, cavernas debajo de cavernas en una sucesión interminable de glorias escondidas que nunca habían visto la luz.
Una vez, le habló de Zyerne.
—Sí, fue aprendiza entre nosotros, los que curamos. —Suspiró y puso a un lado el dulcemele de tres cuerdas sobre el que había estado mostrando a Jenny los hechizos canción de su oficio—. Era una niñita vanidosa, vanidosa y malcriada. Tenía talento para la burla incluso a esa edad…, escuchaba a los Ancianos, los grandes Curadores, que tenían más poder del que ella nunca hubiera podido soñar, asentía con esa cabecita suya en señal de respeto y luego imitaba sus voces para sus amigos en la ciudad de Grutas.
Jenny recordó el tañido de plata de la risa de la hechicera en aquella cena y la forma en que había apresurado sus pasos para hacer que Dromar corriera tras ella si quería hablarle.
Era por la tarde. A pesar de que era frío, el gran salón de la casa de los gnomos tenía el aire pesado, detenido bajo los grandes arcos y a lo largo del piso a cuadros desvaídos de los corredores. Los ruidos de la calle habían caído a su tono dormido de la hora de la cena, salvo el tañido de las torres de relojes en toda la ciudad y un solitario buhonero que gritaba sus mercaderías.
Mab meneó la cabeza, la voz baja con los recuerdos de otros tiempos.
—Quería saber los secretos, como otras niñas quieren dulces…, quería el poder que esos secretos podían darle. Estudió los caminos escondidos alrededor de los Lugares de Curación para poder deslizarse por ellos y espiar, oculta en la oscuridad. Todo poder debe pagarse, pero ella tomó los secretos de otros más grandes que ella y los corrompió, los manchó…, los envenenó como envenenó el mismo corazón de la Gruta…, ¡sí, claro que lo envenenó!…, y volvió nuestra fuerza contra nosotros mismos.
Jenny meneó la cabeza, extrañada.
—Dromar dijo algo por el estilo —recordó—. Pero ¿cómo es posible corromper un hechizo? Podéis manchar vuestra propia magia, porque da color a vuestra alma cuando la forjáis, pero no podéis manchar la magia de otro. No lo entiendo.
Mab la miró de forma penetrante, como si de pronto hubiera recordado que ella estaba allí y que no pertenecía al pueblo de los gnomos.
—No estaría bien que lo entendieras —dijo en su voz suave, aguda—. Son cosas que tienen que ver sólo con la magia de los gnomos. No son de los seres humanos.
—Zyerne parece haberlas convertido en humanas. —Jenny cambió su peso a los talones, para aliviar la presión del suelo de piedra, a través del almohadón maltrecho, sobre las rodillas—. Si fue en realidad en los Lugares de Curación donde aprendió las artes que la han convertido en la maga más poderosa del reino.
—¡Bah! —dijo la maga gnomo con desprecio—. Los Curadores de la Gruta eran más poderosos que ella…, por la Piedra, yo era más poderosa…
—¿Erais? —dijo Jenny, perpleja—. Sé que la mayor parte de los Curadores de la Gruta murieron cuando llegó el dragón; pensé que ninguno de los que sobrevivieron era suficientemente poderoso para desafiarla. La magia de los gnomos es diferente de los hechizos de los hombres, pero el poder es el poder. ¿Cómo puede Zyerne haber disminuido el vuestro?
Mab sólo sacudió la cabeza con furia, y su cabello pálido, del color de una telaraña, golpeó a un lado y a otro, y luego dijo:
—Eso son cosas de gnomos.
Durante esos días, Jenny no vio mucho a Zyerne, pero la hechicera estaba siempre en su mente. La influencia de Zyerne permeaba la corte como el aroma leve de su perfume a canela; Jenny la sentía cuando estaba dentro de los límites del palacio. La forma en que Zyerne hubiera adquirido el poder o lo que hubiera hecho con él desde entonces no tenía importancia: lo que Jenny nunca olvidaba era que su poder era mucho más grande que el de ella. Cuando dejaba de lado los tomos de magia que John lograba robar de la biblioteca de palacio para sentarse con su cristal encantado a mirar las pequeñas imágenes mudas de sus hijos que retozaban peligrosamente en los terrenos cubiertos de nieve del fuerte, sentía una punzada de culpa. Zyerne era joven, al menos diez años más joven que ella; su poder brillaba como el sol. Jenny ya no se sentía celosa y honestamente no podía estar enojada con Zyerne por tener lo que ella no tenía, no mientras no estuviera dispuesta a hacer lo que debía para obtenerlo. Pero sentía envidia, eso sí, la envidia de un viajero que mira desde afuera el calor de una habitación iluminada en una noche muy fría.
Pero cuando preguntaba a Mab sobre Zyerne —sobre los poderes que una vez habían sido menores que los de Mab y ahora eran más grandes; sobre la razón por la que los gnomos le habían prohibido entrar en la Gruta— la pequeña maga decía con empecinamiento:
—Eso son cosas de gnomos. No tienen nada que ver con los hombres.
Mientras tanto, John seguía adelante, favorito de los jóvenes de la corte que se reían de su barbarismo extravagante y lo llamaban salvaje domesticado, mientras él seguía hablando de la ingeniería y las costumbres de cópula de los cerdos, o citaba autores clásicos en su acento horriblemente lento de norteño. Y sin embargo, todas las mañanas, el rey pasaba a su lado en la galería y volvía sus ojos apagados para no mirarlos y la etiqueta de la corte impedía que Gareth le dirigiera la palabra.
—¿Por qué este retraso? —preguntó John cuando él y Gareth salieron de los pórticos arqueados de la galería a la luz pálida, fría del sol en el patio desierto después de otro día inútil de espera. Jenny se les unió en silencio. Venía de los escalones del jardín desierto con el arpa en la mano. Había estado tocando sobre las rocas por encima de la empalizada del mar mientras los esperaba y observaba las nubes de lluvia que corrían lejos, sobre las aguas. Era una estación de vientos y de ráfagas súbitas, y en esa estación, en el norte, el clima se hacía frío y lleno de neviscas, pero aquí, había días de sol alto y sin calor alternados con nieblas y lluvias ventosas. Se podía ver la luna, mate, blanca, en el cielo azul del día, hundiéndose en la pared de nubes sobre el mar; Jenny se preguntó qué era lo que le preocupaba del avance firme del astro hacia la media luna. Las ropas brillantes de Zyerne y sus cortesanos se destacaban contra los colores pardos de la tierra en barbecho cuando pasaron todos al jardín, y Jenny oyó la voz de la maga levantada en una imitación exacta y mal intencionada del lenguaje agudo de los gnomos. John continuó:
—¿Es que está esperando que el dragón caiga sobre la ciudadela y le ahorre el trabajo del sitio?
Gareth negó con la cabeza.
—No lo creo. Sé que Policarpio tiene catapultas para arrojar combustible en las torres más altas. El dragón mantiene la distancia.
A pesar de la traición del Señor de Halnath, Jenny oía en la voz del príncipe un dejo de orgullo por los actos de su viejo amigo.
A diferencia de John, que había alquilado un traje de corte fuera de las puertas del palacio, en un negocio especializado para los peticionarios del rey, Gareth tenía al menos una docena de ellos…, criminalmente caros, como todos los trajes de corte. El que usaba hoy era verde y rosado y, a la luz incierta de la tarde, hacía que su piel pálida se viera amarilla.
John se ajustó los anteojos sobre el puente de la nariz.
—Bueno, te digo que no me gusta mucho la idea de seguir saltando sobre mis talones como un cazador de ratas, esperando a que el rey decida que quiere mis servicios. Vine a proteger a mi tierra y a mi gente, y en este momento no están consiguiendo nada de mí ni del rey que debería preocuparse por ellos.
Gareth había estado mirando al jardín, al grupito amontonado junto a la estatua de mármol manchada de hojas de dios Kantirith como si no se diera cuenta de adonde miraba. Ahora volvió la cabeza con rapidez.
—No podéis iros —dijo, con preocupación y miedo en su voz.
—¿Y por qué no?
El muchacho se mordió el labio y no contestó, pero su mirada volvió al jardín, nerviosa. Como si sintiera el toque de esa mirada, Zyerne se volvió y le arrojó un beso juguetón y Gareth desvió la vista. Parecía cansado y carcomido y Jenny se preguntó de pronto si todavía seguiría soñando con Zyerne. El silencio incómodo fue quebrado no por él sino por la voz aguda de Dromar.
—Milord Aversin… —El gnomo salió a la galería y pestañeó con dolor en la luz del cielo pálido y nublado. Las palabras venían lentamente, como si fueran poco familiares a sus labios—. Por favor…, no te vayas.
John lo miró con firmeza.
—Vosotros tampoco os habéis destacado por vuestros gestos de bienvenida y ayuda, ¿verdad?
La mirada del viejo embajador lo desafió.
—Te he trazado los mapas de la Gruta. Por la Piedra, ¿qué más puedes desear, señor?
—Mapas que no mientan —dijo John con frialdad—. Sabéis tan bien como yo que los mapas que dibujasteis tienen muchas secciones en blanco. Y cuando uní los mapas de los distintos niveles y los de las rutas de acceso de uno a otro, que me muera si el lugar en blanco no era el mismo en todos. No me interesan los secretos de vuestra maldita Gruta, pero no sé lo que puede pasar ni dónde puedo terminar jugando al escondite en la oscuridad con el dragón y me gustaría tener un mapa exacto para hacerlo.
Había un rastro de enojo en su voz tranquila y un rastro de miedo. Dromar debió de oír los dos, porque el brillo de desafío murió en su rostro y se miró las manos, aferradas una con otra sobre los nudos de su cinturón.
—Ésa es una cuestión que no tiene nada que ver con el dragón, nada que ver contigo, lord —dijo con voz reposada—. Los mapas son exactos…, lo juro por la Piedra en el corazón de la Gruta. Lo que he dejado fuera es asunto de los gnomos y sólo de ellos…, es el verdadero secreto del corazón de la Gruta. Una vez, uno de los hijos de los hombres espió en ese corazón y desde ese momento hemos tenido causas para lamentarlo amargamente.
Levantó la cabeza de nuevo. Ojos pálidos y en sombras bajo pobladas cejas nevadas.
—Te ruego que confíes en mí, Vencedor de Dragones. Va contra nuestras costumbres pedir ayuda a los hijos de los hombres. Pero tú debes ayudarnos. Somos mineros y comerciantes, no guerreros y lo que necesitamos es un guerrero. Día tras días, más y más personas de nuestro pueblo tienen que dejar esta ciudad. Si la ciudadela cae, muchos de mi pueblo van a ser asesinados con los rebeldes que les han dado refugio en esos muros y hasta les ofrecieron el pan de sus raciones en el sitio. Las tropas del rey no les dejarían abandonar la ciudadela aunque quisieran…, y créeme, hay muchos que lo han intentado. Aquí en Bel, el precio del pan aumenta y pronto moriremos de hambre si es que no nos matan las multitudes de las tabernas. En poco tiempo, seremos demasiado pocos para defender la Gruta aunque podamos volver a pasar por sus puertas.
Extendió las manos, pequeñas como las de un niño y llenas de nudos grotescos con la edad, pálidas y blancas contra las capas negras y suaves de sus mangas extrañamente cortadas.
—Si tú no nos ayudas, ¿quién lo hará entre los hijos de los hombres?
—Ah, vamos, Dromar, vete. —Limpia y dulce como un cuchillo de plata, la voz de Zyerne interrumpió las últimas palabras del gnomo. La maga llegó subiendo los escalones del jardín, leve como un pimpollo de almendro que flotara en la brisa, los velos de bordes rosados echados hacia atrás por el viento sobre las cascadas negras e intrincadas de su cabello—. ¿No es suficiente que trates de forzar al rey a sufrir tu presencia día tras día sin que además molestes a esta pobre gente con política fuera de lugar y de estación? Los gnomos tal vez sean vulgares hasta el punto de hablar de negocios y tratar de acorralar a sus superiores en la noche, pero aquí pensamos que una vez que el día se termina, es tiempo de divertirse. —Hizo gestos como para echar a un perro con sus manos bien cuidadas y se enfurruñó de impaciencia—. Ahora, vete —agregó en tono de broma—, o llamaré a los guardias.
El viejo gnomo se quedó allí por un instante, los ojos clavados en los de ella, su cabello blanco y nuboso como una telaraña alrededor de su cara arrugada en el aire de los vientos del mar. Zyerne tenía una expresión de empecinamiento infantil, como un niño bienamado que exige que le dejen salirse con la suya. Pero Jenny, de pie detrás de ella, vio la arrogancia y el deleite que había detrás de su triunfo en cada línea, en cada músculo de su espalda delgada. No tenía dudas de que Zyerne llamaría a los guardias si hacía falta.
Evidentemente, Dromar tampoco lo dudaba. Embajador de la corte de un monarca en la de otro durante treinta años, se volvió y partió ante la orden de la amante del rey. Jenny lo vio alejarse por el sendero de piedras grises y lavanda a través del jardín, con Servio Clerlock, pálido y frágil, que imitaba sus pasos a su espalda.
Zyerne ignoró a Jenny, como siempre, deslizó una mano sobre el brazo de Gareth y le sonrió.
—Viejo traicionero —hizo notar—. Tengo que ver a tu padre para la cena dentro de una hora, pero seguramente hay tiempo para dar un paseo junto al mar, ¿no te parece? Las lluvias no comenzarán hasta la hora de comer.
Puede decirlo con seguridad, pensó Jenny; con sus hechizos, las nubes vienen y van como perritos falderos que esperan que les den de comer.
Con la mano todavía en el brazo de Gareth, Zyerne apoyó su leve peso sobre la altura del muchacho y lo llevó hacia los escalones que daban al jardín. Los cortesanos se dispersaban ya y los senderos estaban vacíos bajo las ráfagas de viento que creaban remolinos de hojas fugitivas. Gareth echó una mirada desesperada a John y Jenny que estaban de pie, juntos, en la galería, ella con la capa y la chaqueta de cuero de oveja del norte, y él con los rasos ornamentados, azules y crema de la corte, los anteojos de escolar colgados de la nariz. Jenny empujó a John con amabilidad.
—Ve con ellos.
Él la miró con una media sonrisa.
—¿Así que me promueves de payaso a carabina de la virtud de nuestro héroe?
—No —dijo Jenny, la voz baja—. A guardaespaldas de su seguridad. No sé lo que tiene Zyerne, pero él también lo percibe. Ve con ellos.
John suspiró y se inclinó para besarla.
—El rey tendrá que pagarme extra por esto. —Su abrazo fue como si la abrazara un león satinado. Luego, John se fue. Bajó los escalones al trote y los llamó en su horrible dialecto del campo norteño mientras el viento jugaba con sus mantos y le daba el aspecto de una gran orquídea en el jardín gris.
En total, pasó una semana antes de que el rey mandara a llamar a su hijo.
—Me preguntó dónde había estado —dijo Gareth con voz serena—. Me preguntó por qué no me había presentado antes. —Se volvió y golpeó con el puño contra el poste de la cama, los dientes apretados para luchar contra las lágrimas de rabia y confusión—. ¡Jenny, en todos estos días, ni siquiera me ha visto!
Se volvió con rabia. La luz desvaída de la tarde que caía sobre los paneles de la ventana cortados en forma de diamante, tocaba con suavidad el raso blanco y cidra de los mantos de la corte y titilaba, fantasmal, en las viejas joyas redondas, sin facetas, de sus manos. Tenía el cabello cuidadosamente rizado para la audiencia con su padre y como correspondía a la naturaleza de su cabello fino, colgaba perfectamente recto de nuevo alrededor de su rostro, excepto uno o dos rizos perdidos. Se había vuelto a poner los anteojos después de la audiencia, los anteojos rotos y torcidos, incongruentes en medio de todo el lujo; los lentes estaban salpicados de la lluvia fina que enfriaba el vidrio de la ventana.
—No sé qué hacer —dijo en una voz estrangulada—. Dijo…, dijo que hablaríamos sobre el dragón cuando nos viéramos de nuevo. No entiendo lo que pasa…
—¿Zyerne estaba allí? —preguntó John. Estaba sentado en el escritorio largo, que, como el resto del piso superior de la casa de huéspedes que ocupaban él y Jenny, estaba lleno de libros. Después de ocho días, toda la habitación parecía una biblioteca saqueada; había libros apoyados unos sobre otros, puntos marcados por las páginas de notas de John y objetos de distinto tipo, ropa u otros libros, y en un caso una daga, introducidos entre las hojas.
Gareth asintió con dolor.
—La mitad de las veces que yo preguntaba algo, era ella la que contestaba. Jenny, ¿podría tenerlo bajo algún tipo de hechizo?
Jenny empezó a decir:
—Posiblemente…
—Claro que sí —dijo John, que bajó de su banquito alto para reclinar la parte inferior de la espalda contra el escritorio—. Y si no hubieras estado tan decidida a hacerle justicia a esa bruja traicionera, Jen, lo habrías notado hace una semana. ¡Adelante! —agregó cuando se oyó un suave golpe en la puerta.
Ésta se abrió lo suficiente para que Trey Clerlock pasara la cabeza junto al marco. Dudó un momento; luego, cuando John hizo un gesto, entró. Llevaba una gaita de madera de peral con estrellas de marfil esparcidas sobre el cuerpo y el cuello regordetes y sobre las clavijas. John resplandecía de placer cuando la tomó entre las manos. Jenny gruñó.
—¿No vas a tocar esa cosa, no? Vas a ahuyentar al ganado en kilómetros a la redonda, ¿sabes?
—Claro que no —replicó John—. Y además, hay un truco para que suene más alto o más bajo…
—¿Lo sabes?
—Puedo aprenderlo. Gracias, Trey, cielo…, algunas personas no aprecian el sonido de la buena música.
—Algunas personas no aprecian el sonido que hace un gato cuando lo descuartizan con una caña —replicó Jenny. Se volvió hacia Gareth—. Zyerne puede haberlo hechizado, sí…, pero por lo que me cuentas sobre la fortaleza de la voluntad de tu padre y su tozudez, me sorprendería que la influencia de una amante pudiera ser tan grande.
Gareth meneó la cabeza.
—No es sólo eso —dijo—. No…, no sé cómo expresarlo y no estoy seguro, no puedo estar seguro porque no llevaba los anteojos en la audiencia, pero me pareció que estaba más transparente que cuando me fui. Es una idea tonta. —Retrocedió enseguida, viendo el gesto extrañado de Jenny.
—No —dijo Trey, inesperadamente. Los otros tres la miraron y ella se sonrojó un poco, como una muñeca pintada de carmín—. No creo que sea una idea tonta. Creo que es verdad y transparente es una buena palabra porque creo…, creo que a Servio le está pasando lo mismo.
—¿A Servio? —dijo Jenny y el recuerdo de la cara del rey pasó en un relámpago por su mente; lo vacío y frágil que le había parecido y la forma en que, como Servio, la pintura de su cara destacaba aun más la blancura de cera que había debajo.
Trey se concentró un momento en enderezar con cuidado la puntilla de su puño izquierdo. Un ópalo brilló suavemente en los rizos de colores de su cabello cuando levantó la vista.
—Pensé que era yo —dijo en voz baja—. Sé que tiene la mano más pesada y que está menos cómico en sus bromas, como cuando tiene la mente en otra cosa. Pero su mente no parece estar en otra cosa; simplemente no está en lo que hace en estos días. Está tan distraído como tu padre… —Miró a Jenny, implorante—. ¿Pero para qué querría Zyerne hechizar a mi hermano? Nunca le ha hecho falta: él siempre le ha ido detrás. Fue uno de los primeros amigos que tuvo en la corte. Él…, él la amaba. Solía soñar con ella.
—¿Soñar con ella cómo? —preguntó Gareth casi con violencia.
Trey meneó la cabeza.
—No quería decírmelo.
—¿Caminaba en sueños?
La sorpresa en los ojos de la muchacha contestó la pregunta antes de que ella hablara.
—¿Cómo lo sabías?
Afuera había cesado el viento y la lluvia; en el largo silencio, podían oírse claramente las voces de los guardias del palacio en la corte debajo de las ventanas: contaban una historia sobre un gnomo y una prostituta de la ciudad. Hasta la luz castaña de la tarde fallaba un poco y la habitación estaba fría y gris pizarra.
—¿Todavía sueñas con ella, Gareth? —preguntó Jenny.
El muchacho se puso rojo como si lo hubieran quemado. Tartamudeó, meneó la cabeza y dijo finalmente:
—No…, no la amo. Realmente no. Trato…, no quiero estar a solas con ella. Pero… —Hizo un gesto, indefenso, incapaz de dominar los sueños que lo traicionaban.
—Pero ella te llama —dijo Jenny con suavidad—. Te llamó esa primera noche que estábamos en la casa de caza. ¿Lo había hecho antes?
—No…, no sé. —Parecía estremecido y descompuesto y muy asustado como cuando Jenny había escarbado en su mente, como si estuviera mirando cosas que no quería ver.
Trey, que había cogido una rama del fuego y encendía las pequeñas lámparas de marfil en el borde del escritorio de John, sacudió su vela, fue hasta el muchacho y lo hizo sentar junto a ella sobre el borde de la cama y sus cortinas. Finalmente, Gareth dijo:
—Tal vez. Hace unos meses, me pidió que cenara con ella y mi padre en su ala del palacio. No fui. Tenía miedo de que papá se enojara conmigo por despreciarla, pero más tarde él me dijo algo que me hizo dudar de si lo sabía. Entonces, me pregunté, pensé… —Se sonrojó aún más—. Ahí fue cuando pensé si ella no estaría enamorada de mí.
—He visto amores como esos entre lobos y ovejas, pero el romance tiende a ser un poco unilateral —hizo notar John, rascándose la nariz—. ¿Qué te impidió ir?
—Policarpio. —Gareth jugó con los pliegues de sus mantos que se iluminaron suavemente en el lugar en que el ángulo de la lámpara pasó por las cortinas de la cama—. Siempre me estaba diciendo que tuviera cuidado con ella. Descubrió lo de la cena y me convenció de que no fuera.
—Bueno, no sé mucho sobre magia y todo eso, pero así como suena, muchacho, diría que tal vez te salvó la vida. —John se apoyó contra el borde del escritorio y pasó los dedos en una melodía silenciosa sobre las clavijas de la gaita.
Gareth meneó la cabeza, extrañado.
—¿Pero por qué? No pasó ni una semana antes de que tratara de matarnos…, a mí y a mi padre, a los dos.
—Si es que era él.
El muchacho lo miró, con el horror y la lenta comprensión pintados en el rostro. Murmuró:
—Pero yo lo vi…
—Si ella pudo tomar la forma de un gato o un pájaro, tomar la forma del Señor de Halnath no estaría fuera de sus posibilidades, ¿no es cierto, Jen? —John miró a través de la habitación hacia donde estaba sentada, el brazo sobre una rodilla levantada, el mentón sobre la muñeca.
—No habría tomado su ser verdadero —dijo ella con voz suave—. Una ilusión habría servido. El cambio de forma requiere un poder enorme. Pero claro…, Zyerne tiene un poder enorme. No sé cómo lo hizo, pero tiene lógica. Si Policarpio había empezado a sospechar de sus intenciones hacia Gareth, eso lo desacreditaría y lo destruiría al mismo tiempo. Y al hacerte testigo, Gar, le quitaba toda posibilidad de ayudarte. Ella debe de saber lo amarga que es una traición.
—No —murmuró Gareth, mareado, golpeado por el horror de lo que había hecho.
La voz de Trey era suave en la calma.
—Pero ¿qué quiere Zyerne de Gareth? Entiendo que quiera dominar al rey, porque si él no la apoyara, no es que no sería nada pero no podría vivir como vive, eso es seguro. Pero ¿por qué a Gareth también? ¿Y qué quiere de Servio? Él no puede darle nada… Somos una familia poco importante, ¿sabéis? Quiero decir, no tenemos poder político ni demasiado dinero. —Una sonrisa de desconsuelo pasó por un extremo de sus labios mientras jugueteaba con la puntilla rosada de su puño—. Todo esto… Uno debe cuidar las apariencias, claro, y Servio está tratando de casarme bien. Pero en realidad no tenemos nada que Zyerne pueda querer.
—¿Y por qué destruirlos? —preguntó Gareth; en su voz había una preocupación desesperada por su padre—. ¿Es que todos los hechizos hacen eso?
—No —dijo Jenny—. Eso es lo que me sorprende de todo el asunto… Nunca había oído hablar de un hechizo de influencia que pueda agotar el cuerpo de la víctima mientras retiene la mente bajo su dominio. Pero tampoco había oído de ninguno que pueda mantener ese dominio de la forma en que ella lo hace con tu padre, Gareth; ni de uno que dure tanto. Pero su magia es la magia de los gnomos y no se parece a los hechizos de los hombres. Tal vez entre los secretos de los gnomos hay uno que permite dominar la esencia misma de otro ser, que se enreda a su alrededor como los zarcillos de una enredadera de campanillas que puede partir en dos los cimientos de una casa de piedra. Pero entonces —siguió, con la voz baja—, es casi seguro que para tener ese tipo de control sobre él, antes tuvo que obtener su consentimiento.
—¿Su consentimiento? —gritó Trey, horrorizada—. ¿Pero cómo puede haberlo aceptado? ¿Él o cualquier otro?
Jenny notó con interés que Gareth no decía nada. El muchacho había visto, aunque fuera brevemente, el espejo de su alma en el camino del norte…, y además conocía a Zyerne.
—Para manipular tan profundamente la esencia de otro —explicó Jenny—, la víctima siempre tiene que dar su consentimiento. Zyerne es capaz de cambiar de forma…, el principio es el mismo.
Trey meneó la cabeza.
—No entiendo.
Jenny suspiró y se puso de pie. Cruzó la habitación hacia donde estaban los dos jóvenes uno junto al otro. Puso una mano sobre el hombro de la muchacha.
—Un mago que cambia de forma puede cambiar la esencia de otro, como la suya propia. Eso requiere un poder enorme…, y primero debe lograr que la víctima esté de acuerdo de alguna forma. La víctima puede resistirse, a menos que el mago encuentre un truco para hacerla consentir, algún tipo de demonio interno…, una parte de la esencia que quiere ser cambiada.
La oscuridad cada vez mayor del exterior hacía más dorada la luz de la lámpara, del color de la miel, sobre la cara de la muchacha. Bajo las sombras de las largas pestañas gruesas, Jenny leía el miedo y la fascinación, esa comprensión a medias que era el primer murmullo del consentimiento.
—Creo que te resistirías si tratara de transformarte en un perrito faldero, en el caso de que tuviera el poder necesario para hacerlo. Hay muy poco de perrito faldero en tu alma, Trey Clerlock. Pero si te transformara en un caballo…, en una potranca de un año, color humo, hermana de los vientos, creo que obtendría tu consentimiento.
Trey desvió la mirada y escondió la cara en el hombro de Gareth, y el joven puso un brazo protector a su alrededor tan bien como pudo, considerando que estaba sentado sobre el borde de sus mangas que se arrastraban por el suelo.
—Ése es el poder del cambio de forma y el peligro —dijo Jenny, la voz baja en el silencio de la habitación—. Si te transformara en una potranca, Trey, tu esencia sería la de un caballo. Tus pensamientos serían los de un caballo; tu cuerpo, el cuerpo de una yegua; tus amores y deseos, los de un animal joven, rápido. Tal vez recordaras durante un tiempo lo que fuiste pero no podrías encontrar el camino de vuelta hacia eso. Creo que serías feliz como una potranca.
—Basta —murmuró Trey y se tapó los oídos. Gareth la abrazó con más fuerza. Jenny estaba callada. Después de un momento, la muchacha levantó la vista, los ojos oscuros con las profundidades revueltas de sus sueños—. Lo lamento —dijo en voz baja—. No es de vos de quien tengo miedo. Es de mí misma.
—Lo sé —replicó Jenny con suavidad—. ¿Pero lo entiendes ahora? ¿Entiendes lo que puede haber hecho con tu padre, Gareth? A veces es menos doloroso dejar de pelear y permitir que otra mente domine la tuya. Cuando Zyerne llegó a tener ese poder, no pudo contra ti porque no la dejaste acercarse lo suficiente. La odiabas, y eras sólo un niño…, no podía atraerte como hace con los hombres. Pero cuando te volviste hombre…
—Creo que es inmundo. —Esta vez era el turno de Trey de pasar un brazo protector sobre los hombros satinados de Gareth.
—Pero una manera muy buena de mantenerse en el poder —señaló John mientras apoyaba el brazo sobre la gaita que descansaba sobre sus rodillas.
—Todavía no estoy segura de que sea eso lo que haya hecho —dijo Jenny—. Y todavía no explica por qué le ha hecho lo mismo a Servio. No puedo saberlo con seguridad hasta que no vea al rey, o hable con él…
—Pero por la Abuela de Dios, cielo, si ni siquiera quiere hablarle a su hijo…, tanto menos a ti o a mí. —John hizo una pausa, mientras escuchaba sus propias palabras—. Lo cual puede ser una buena razón para no querer hablarme a mí o a ti, si vamos a eso. —Sus ojos miraron a Gareth ahora—. ¿Sabes, Gar?, cuanto más lo pienso, más creo que me gustaría decirle unas palabras a tu papá.