6

—Tendrá que escucharos. —Gareth se inclinó sobre el alféizar de una de las altas ventanas que se alzaban en la pared sur de la Galería del Rey, y el brillo de la pálida luz del sol se reflejaba sobre las joyas pasadas de moda que llevaba—. Acabo de oír que anoche el dragón destruyó la caravana que llevaba suministros a las tropas que sitian Halnath. Más de quinientos kilos de harina y azúcar y carne destruidos…, caballos y bueyes muertos o perdidos, los cuerpos de los guardias quemados e irreconocibles.

Se arregló, nervioso, los pliegues elaborados de sus mantos de ceremonia y espió con su mirada miope a Jenny y John, que compartían un banco tallado de ébano incrustado de malaquita. Debido a las exigencias de la etiqueta de la corte, la costumbre formal se había petrificado en una moda que estaba unos ciento cincuenta años atrás, y como resultado, todos los cortesanos y peticionarios que se reunían en la larga habitación parecían acartonados personajes de una mascarada. Jenny reparó en que John no estaba dispuesto a hacerse el bárbaro en cuero y capa a cuadros en presencia del rey aunque todavía persistía en esa actitud entre los jóvenes cortesanos que lo rodeaban de admiración.

Gareth había arreglado las mantas de raso azul y crema de John…, el trabajo de un ayuda de cámara. Servio Clerlock se había ofrecido a hacerlo, pero había reglas rígidas de sastrería al respecto según creía Jenny; Servio habría sido muy capaz de arreglar los elaborados vestidos de una forma ridícula, sabiendo que el Vencedor de Dragones sería incapaz de ver la diferencia.

Servio estaba entre los cortesanos que esperaban la llegada del rey. Jenny lo veía, más allá en la Galería del Rey, de pie en una de las barras inclinadas de luz pálida y platinada. Como siempre, su vestido era más impresionante que el de cualquiera de los demás hombres presentes; sus mantos eran un milagro de complejos pliegues y elegancia estudiada, tan espesos de bordados que brillaban como la espalda de una víbora; sus mangas floridas, de una moda de seis generaciones atrás, eran exactas hasta el milímetro en cuanto al largo y la caída. Hasta se había pintado la cara a la manera arcaica y formal, cosa que algunos cortesanos preferían antes que las aplicaciones modernas de rouge y alcohol en los ojos. John se había negado absolutamente a tener nada que ver con ninguno de los dos estilos. Los colores acentuaban la palidez del rostro del joven Clerlock, aunque parecía mejor, notó Jenny, que el día anterior en la cabalgata desde la casa de Zyerne hasta Bel…, menos carcomido y exhausto.

Miraba a su alrededor con nerviosismo y ansiedad, buscando a alguien, probablemente a Zyerne. A pesar de lo mal que había estado el día anterior, había sido siempre el primero en atender a Zyerne; cabalgó a su lado y le sostuvo la fusta, la caja de perfumes y las riendas de su caballo cuando desmontaba. Y no había conseguido mucho agradecimiento, por cierto, pensó Jenny. Zyerne había pasado el día tratando de enamorar a Gareth, que no le respondía.

No era que Gareth fuera inmune a los encantos de la maga. Desde fuera, Jenny tenía la extraña sensación de que podía observarlo todo a su antojo, con tranquilidad, como sí estuviera mirando un grupo de ardillas en una jaula. Los cortesanos no lo notaban, así que pudo ver que Zyerne se burlaba deliberadamente de los sentidos de Gareth con cada roce, con cada sonrisa. ¿Aman los que nacen magos?, le había preguntado él una vez, allá en la tristeza de las Tierras de Invierno. Evidentemente había llegado a su propia conclusión sobre la cuestión de si Zyerne lo amaba o no, o si él amaba a Zyerne. Pero Jenny sabía muy bien que el amor y el deseo son dos cosas diferentes, sobre todo para un muchacho de dieciocho años. Bajo su aire de inocencia y coquetería, Zyerne era una mujer experta en las artes de manipular las pasiones de los hombres.

¿Por qué?, se preguntó Jenny, mirando el perfil torpe del muchacho contra las sombras suaves de cobalto de la galería. ¿Por el placer de verlo debatirse por no traicionar a su padre? ¿Para usar su culpa para controlarlo y luego, algún día, acusarlo ante el rey gritando «violación»?

Hubo un movimiento general en la galería, como el viento en el trigo seco. En el extremo del salón, unas voces murmuraron:

—¡El rey! ¡El rey!

Gareth se puso de pie como pudo y controló rápidamente los pliegues de sus mantos. John también se levantó mientras encajaba los anteojos anacrónicos sobre el puente de la nariz. Cogió la mano de Jenny y siguió más lentamente a Gareth que se apresuraba hacia la línea de cortesanos que estaba formándose en el centro del salón.

En el otro extremo, unas puertas se abrieron hacia dentro. El chambelán Badegamus pasó por ellas, corpulento, rosado y mayor, adornado con una librea de carmesí y oro que cegaba los ojos con su esplendor.

—Damas, caballeros…, el rey.

Con el brazo contra el de Gareth, Jenny sintió el temblor de nerviosismo del muchacho. Después de todo, había robado el sello de su padre y había desobedecido sus órdenes…, y ya no era tan descuidado como los personajes de las baladas con respecto a las posibles consecuencias de sus actos. Sintió que estaba tenso, preparado para adelantarse y ejecutar el saludo correcto con su reverencia, como hacían ya otros en la fila, y recibir el reconocimiento de su padre y una invitación para una entrevista en privado.

La cabeza del rey se alzaba sobre todas las demás, más alta incluso que la de su hijo. Jenny podía ver que tenía el cabello tan rubio como el de Gareth pero mucho más grueso, un oro cálido de cebada que estaba empezando a palidecer y a parecerse al color de la paja. Como el murmullo firme de las olas en la orilla del mar, las voces repetían:

—Mi señor…, mi señor…

La mente de Jenny volvió un segundo a las Tierras de Invierno. Suponía que lo lógico hubiera sido sentir resentimiento contra los reyes que habían retirado sus tropas y abandonado las tierras, o temor y respeto al ver finalmente la fuente de la ley por cuya defensa John estaba dispuesto a morir. Pero no sentía ninguna de las dos cosas. Sabía que ese hombre, Uriens de Bel, no tenía nada que ver ni con la retirada de aquellas tropas ni con la confección de la Ley; era sólo el heredero de los hombres que lo habían hecho. Como Gareth antes de haber viajado a las Tierras de Invierno, no tenía otra noción de esas cosas que la que le habían dado los tutores y ésa, sin duda, la había olvidado enseguida.

El rey se acercó, asintiendo con la cabeza hacia aquel hombre o aquella mujer, la seña que indicaba que hablaría con ellos en privado, y Jenny sintió una distancia vasta entre ella y ese hombre alto de ropas reales color carmesí. Su única alianza era con las Tierras de Invierno y con los hombres y mujeres que vivían allí, con un pueblo y una tierra que conocía. Era John el que sentía la alianza antigua del vasallo; John, que había jurado dar a ese hombre su espada, su vida y su devoción.

De todos modos, a medida que el rey se aproximaba, Jenny sintió la tensión, tangible como un color en el aire. Había ojos que los miraban, disimulados; los jóvenes cortesanos esperaban el encuentro entre el rey y su hijo errante.

Gareth se adelantó y los bordes de su manto, cortados como las hojas de un roble, se reunieron a su alrededor como una capa entre el dedo mayor y el anular de su mano derecha. Con una gracia sorprendente, inclinó su forma flaca y larga en una reverencia del tipo Sarmendes-en-esplendor, perfecta como sólo podía hacerla un Heredero, y además, sólo ante el monarca.

—Mi señor.

El rey Uriens II de Belmarie, Suzerain de las Marchas, Alto Señor de Wyr, Nast y las Siete Islas, miró a su hijo un momento con ojos vacíos, sin color, abiertos en una cara frágil, carcomida. Luego, sin una palabra, se volvió para aceptar los saludos del próximo cortesano.

El silencio en la galería habría podido hacer saltar la pintura de las maderas. Como veneno negro sobre agua limpia, se extendió de un extremo a otro del salón. Las voces de los pocos peticionantes que quedaban se oyeron más y más claras, como si fueran gritos; la puerta dorada de bronce que se cerró tras la figura del rey que pasaba a su sala de audiencias pareció un trueno lejano. Jenny sintió que los ojos de todos miraban hacia cualquier lado menos hacia ellos, y luego se miraban en secreto unos a otros y sintió la cara de Gareth, tan blanca como su cuello de puntillas.

Una voz suave dijo detrás de ellos:

—Por favor, no te enojes con él, Gareth.

Zyerne estaba allí, vestida en una seda color ciruela tan oscura que era casi negra, con nudos de una seda cremosa y rosada sobre las mangas que se arrastraban por el suelo. Sus ojos color aguamiel estaban llenos de preocupación.

—Cogiste su sello, ¿sabes?, y te fuiste sin permiso.

John abrió la boca.

—Un poco fuerte el golpe, sin embargo, ¿no os parece? Quiero decir, ahí está el dragón como siempre mientras nosotros esperamos que nos dé permiso para partir.

Los labios de Zyerne se tensaron un poco, luego se aflojaron de nuevo. En el extremo más cercano de la Galería del Rey, se abrió una pequeña puerta y apareció el chambelán Badegamus, que llamó al primero de los peticionarios a quien el rey había concedido una audiencia.

—En realidad, no hay peligro para nosotros. El dragón se ha quedado en las granjas que están al pie de la Pared de Nast.

—Ah —dijo John con voz comprensiva—. Eso hace que todo esté bien, ¿verdad? ¿Y eso es lo que le contáis a los granjeros entre quienes se ha quedado el dragón, según decís?

El brillo de la rabia en los ojos de miel fue más fuerte esa vez, como si nadie le hubiera hablado así jamás, o al menos, pensó Jenny que observaba en silencio junto a John, no en mucho tiempo. Con un esfuerzo visible, Zyerne se controló y dijo con el aire de alguien que reta a un chico:

—Debéis entender. Hay otras preocupaciones mucho más urgentes para el rey.

—¿Más urgentes que un dragón sentado a su puerta? —preguntó Gareth, enfurecido.

Ella estalló en una risa dulcísima.

—No hay necesidad de hacer una riña de mercado por esto, ¿sabes? Ya te lo dije antes, querido, no vale las arrugas que te causa.

Él retiró la cabeza de su toque juguetón.

—¡Arrugas! ¡Estamos hablando de gente que muere!

—Cállate, Gareth —dijo lentamente Servio Clerlock, que se acercaba con languidez hacia ellos—. Te estás poniendo tan gruñón como el viejo Policarpio.

Debajo del maquillaje, su cara parecía todavía más lavada cerca del fulgor brillante de Zyerne.

—No deberías sacarles a esos pobres granjeros la única sal que tienen sus aburridas vidas…

—Sal… —empezó Gareth, y Zyerne le retorció la mano en broma.

—No me digas que vas a ponerte aburrido y altruista con nosotros. No sabes cómo nos dormiríamos. —Sonrió—. Y te diré algo más —agregó con seriedad—, no hagas nada que pueda enojar más a tu padre. Sé paciente…, y trata de entender.

A medio camino por la larga galería volvía el chambelán Badegamus, pasando junto al pequeño grupo de gnomos que se sentaban, en una isla de soledad, a la sombra de uno de los arcos ornamentales acanalados que se alzaban junto a la pared este. Cuando pasó el chambelán, uno de ellos se levantó en un murmullo sedoso de ropas extrañas, volátiles, con los mechones nebulosos de su cabello blanco como la leche flotando alrededor de su espalda encorvada. Gareth se lo había señalado a Jenny un rato antes: Azwylcartusherands, llamado Dromar por los hijos de los hombres, que tenían poca paciencia con la lengua de los gnomos, embajador hacía ya mucho tiempo del señor de la Gruta en la Corte de Bel. Badegamus lo vio y se detuvo, luego miró rápidamente a Zyerne. Ella meneó la cabeza. Badegamus volvió la cara y pasó junto a los gnomos sin verlos.

—Se vuelven atrevidos —dijo la maga con suavidad—. Enviar representantes aquí cuando pelean del lado de los traidores de Halnath.

—Bueno, no pueden evitarlo, ¿no os parece?: la salida posterior de la Gruta da a la ciudadela —señaló John.

—Podrían haber abierto las puertas de la ciudadela para las tropas del rey.

John se rascó el lateral de la larga nariz.

—Bueno, como soy un bárbaro y todo eso, no sé cómo se hacen las cosas en los países civilizados —dijo—. En el norte, tenemos una palabra para un hombre que hiciera eso a quien le dio refugio cuando huía.

Durante un instante, Zyerne se quedó en silencio; su poder y su enojo parecían crujir en el aire. Luego, volvió a estallar su risa de perlas y plata.

—Os juro, Vencedor de Dragones, que tenéis una forma bien inocente y refrescante de ver las cosas. Me hacéis sentir una anciana. —Se apartó un mechón de cabello de la mejilla mientras hablaba; parecía tan dulce y buena como una jovencita de veinte años—. Venid. Vamos a escabullirnos de esta estupidez y a cabalgar por los acantilados junto al mar. ¿Vienes, Gareth? —Puso la mano en la del muchacho de un modo tal que él no podía rechazarla sin ser grosero…, Jenny vio cómo la cara de él enrojecía ligeramente por el roce—. ¿Y vos, bárbaro mío? Ya sabéis que el rey no os verá hoy.

—Sea como sea —dijo John con voz tranquila—. Me quedaré aquí por si acaso.

Servio rió con voz metálica.

—¡Ése es el espíritu que ganó el reino!

—Sí —dijo John en una voz neutra y volvió al banco labrado en que había estado con Jenny, seguro en su reputación establecida de bárbaro excéntrico.

Gareth retiró la mano de la de Zyerne y se sentó cerca; los mantos se le enredaron en el brazo de la silla, adornado con la cara de un león.

—Creo que yo también me quedo —dijo, con tanta dignidad como pudo mientras desenredaba la ropa del mueble. Servio rió de nuevo.

—Creo que nuestro príncipe ha estado demasiado tiempo en el norte. —Zyerne frunció la nariz, como si fuera una broma de gusto dudoso.

—Vete, Servio. —Sonrió—. Tengo que hablar al rey. Voy más tarde. —Reunió sus faldas y se alejó hacia las puertas de bronce de la antecámara del rey; los ópalos que había en sus velos parecían gotas de rocío cayendo sobre un pimpollo de manzano cuando pasó junto a las bandas pálidas de la luz de la ventana. Cuando llegó al grupito de gnomos, el viejo Dromar se levantó de nuevo y caminó hacia ella con el aire de alguien que cobra ánimos para un encuentro odiado pero necesario, pero ella desvió la mirada y apresuró el paso de modo que, para interceptarla, él tendría que correr sobre sus piernas cortas, torcidas. Y no iba a hacerlo, claro. Se quedó mirándola un momento, con la rabia ardiendo en sus ojos pálidos color ámbar.

—No lo entiendo —dijo Gareth mucho después, cuando los tres paseaban por las calles estrechas del barrio multitudinario del mercado y el puerto—. Ella dijo que padre estaba enojado, sí…, pero él sabía a quién traía conmigo. Y debe de saber algo del último ataque del dragón. —Saltó sobre el agua maloliente de la alcantarilla para evitar a un trío de marineros que salía tropezando de una de las tabernas que se abrían sobre la calle empedrada y casi se engancha sobre su propia capa.

Cuando Badegamus anunció a la galería casi vacía que el rey ya no vería a nadie ese día, John y Jenny llevaron a Gareth, furioso, sorprendido, a la casa de huéspedes que les habían asignado en uno de los rincones más alejados de palacio. Allí se cambiaron la ropa prestada de la corte y John anunció su decisión de pasar el resto de la tarde en la ciudad, buscando gnomos.

—¿Gnomos? —dijo Gareth, sorprendido.

—Bueno, si no se le ha ocurrido a nadie más, se me ocurre a mí que si tengo que pelear con ese dragoncito, voy a tener que conocer el trazado de las cavernas. —Con una habilidad sorprendente, se liberó de los intrincados pliegues de sus mantos y sacó la cabeza de la tela de raso de doble faz como una mala hierba salvaje y enmarañada—. Y como no parece correcto dirigirse a ellos en la corte…

—¡Pero si están conspirando! —protestó Gareth. Hizo una pausa mientras buscaba un lugar para tirar el manojo de collares y anillos pasados de moda entre la alta pila de libros, arpones y contenidos del bolso medicinal de Jenny sobre la mesa—. ¡Hablarles en la corte es un suicidio! ¿Y además no vais a pelear con él en la Gruta, verdad? Quiero decir… —Casi no llegó a contenerse para no señalar que en todas las baladas los Vencedores de Dragones habían matado a sus enemigos frente a las guaridas, no en ellas.

—Si lo ataco afuera y llega a volar, es el fin —replicó John, como si estuviera hablando de la estrategia del Backgammon—. Y aunque se me ha pasado por la cabeza que estamos en medio de una telaraña de complots, a nadie le conviene que el dragón siga en la Gruta. El resto del asunto es cosa mía. Ahora, ¿vas a guiarnos, o vas a dejarnos ir por la calle y preguntarle a quién sea dónde podemos encontrar a los gnomos?

Para sorpresa de Jenny y tal vez un poco para la suya propia, Gareth ofreció sus servicios como guía.

—Háblame de Zyerne, Gar —dijo Jenny, poniendo las manos bien adentro de los bolsillos de su chaqueta mientras caminaba—. ¿Quién es? ¿Quién fue su maestro? ¿En qué Linaje estaba?

—¿Maestro? —Gareth obviamente nunca había pensado en eso antes—. ¿Linaje?

—Si es maga, alguien debe de haberle enseñado. —Jenny miró al muchacho que se alzaba junto a ella mientras daban una vuelta para evitar un grupo de transeúntes que se agolpaba alrededor de unos malabaristas de la calle. Detrás de ellos, junto a una plaza con una fuente, un hombre gordo con la piel oscura de los sureños había instalado un puesto de comida y aullaba su mercancía entre nubes de vapor que perfumaban el aire crudo, neblinoso en metros a su alrededor.

—Hay diez o doce Líneas importantes que llevan el nombre de los magos que las fundaron. Había más, pero algunas decayeron y murieron. Mi maestro Caerdinn, y por lo tanto yo y otros discípulos suyos, o su propio maestro Spaeth, y otros alumnos de Spaeth, estamos todos en la Línea de Herne. Para un mago, saber que estoy en la Línea de Herne dice…, ah, muchas cosas sobre mi poder y mi actitud hacia el poder, sobre el tipo de hechizos que conozco, y sobre el tipo de hechizos que no usaré nunca.

—¿En serio? —preguntó Gareth fascinado—. No sabía nada de eso. Creía que la magia era sólo algo…, bueno algo con lo que se nace.

—Igual que con el talento para el arte —dijo Jenny—. Pero sin un buen aprendizaje, nunca se llega a la plenitud; sin el tiempo necesario dedicado al estudio de la magia, sin la lucha necesaria… —Se detuvo, con una sonrisa irónica hacia sí misma—. Todo poder tiene que pagarse —continuó después de un momento—. Y todo poder debe salir de alguna parte, tiene que haber sido pasado por algún otro.

Era difícil para Jenny hablar de su poder; además de la confusión de, su corazón, había mucho en todo el asunto que los que no habían nacido magos no podían entender. En toda su vida, sólo se había encontrado con una persona que lo entendiera, y en ese momento, esa persona estaba junto al puesto de comida, manchándose la capa con azúcar.

Jenny suspiró y se detuvo para esperarlo en el extremo de la plaza. Allí el empedrado estaba resbaladizo por el aire del mar y la basura; el viento olía a pescado y, como todas las cosas de la ciudad de Bel, a la fuerza intoxicante e indómita del mar. Era una plaza típica de los cientos de barrios populosos del mercado y el puerto de Bel, rodeada en tres lados y medio por conventillos altos, desvencijados y dominado por las piedras viejas de una torre gris pizarra de reloj a cuyos pies había un altar descuidado que contenía una imagen maltratada de Quis, el enigmático Señor del Tiempo. En el centro de la plaza gorgoteaba una fuente de granito de base amplia y bordes carcomidos. El tiempo había vuelto suaves y blancas sus piedras por encima y las había ensuciado por debajo con el musgo negro verdoso que parecía crecer en todas partes en el aire húmedo de la ciudad. Las mujeres iban allí a buscar agua y pasar chismes, las faldas levantadas casi hasta los muslos, pero las caras cubiertas con modestia con velos de lana tosca atados en nudos bajo el cabello para impedir que colgaran frente a las manos.

Entre las masas de estuco y colores chillones del mercado, lo exótico de la forma de vestir de John no había despertado mucha curiosidad. Las calles empinadas de piedra estaban llenas de viajeros de todo el reino y todas las tierras del sur: marineros con las cabezas rapadas y barbas como las de los cocoteros; buhoneros de la provincia jardín de Istmark con ropa pasada de moda, aparatosa, con velos para hombres y mujeres; cambistas de moneda con gabardina negra; prostitutas pintadas de arriba abajo y actores, malabaristas, exterminadores de ratas, carteristas, inválidos y vagabundos. Unas pocas mujeres miraron con desprecio la cabeza sin cubrir de Jenny y ella se sintió enojada consigo misma por la rabia que le daba.

Preguntó a Gareth:

—¿Qué sabes de Zyerne? ¿De qué era aprendiza en la Gruta?

Gareth se encogió de hombros.

—No sé. Os diría que aprendía algo en los Lugares de Curación. Ahí es donde se supone que está el mayor poder de la Gruta…, entre los que curan. La gente solía viajar durante días para que la atendieran allí y sé que la mayoría de los magos tenía conexión con ellos.

Jenny asintió. Hasta en el norte aislado y lejano, entre los hijos de los hombres que no sabían virtualmente nada de las costumbres de los gnomos, Caerdinn había hablado con respeto del poder que yacía en los Lugares de Curación en el corazón de la Gruta de Ylferdun.

Al otro lado de la plaza apareció una procesión de sacerdotes de Kantirith, Dios del Mar, caminando con las cabezas escondidas en las capuchas ceremoniales para que no los distrajera ninguna sucia visión. El gemido ritual de las flautas no acallaba sus cánticos recitados en murmullos. Como en todas las ceremonias de los Doce Dioses, tanto las palabras como la música de las flautas habían sido fijadas en días ya olvidados; las palabras no tenían sentido, la música era algo totalmente distinto a lo que se oía en la corte o en cualquier otro lugar.

—¿Y cuándo vino Zyerne a Bel? —siguió Jenny, cuando la procesión de murmullos terminó de pasar.

Los músculos de la mandíbula del muchacho se tensaron.

—Después de que murió mi madre —dijo con tono monocorde—. Su… supongo que debí enojarme con mi padre. En ese momento, no entendí la forma en que Zyerne podía atraer a la gente, a veces en contra de su voluntad. —Puso su atención en alisar las arrugas de su manga durante un momento y luego suspiró—. Supongo que necesitaba a alguien. No fui muy bueno con él después de la muerte de mamá.

Jenny no dijo nada y dejó que hablara o callara a su antojo. Desde el otro lado de la plaza llegaba otra procesión religiosa, uno de los cultos del sur que se reproducían como conejos en el mercado; hombres y mujeres de piel oscura batían palmas y cantaban mientras sacerdotes flacos, andróginos, sacudían su cabello largo hasta la cintura y bailaban para el pequeño ídolo que llevaban en el medio sobre un altar de calicó lustroso y rosado. Los sacerdotes de Kantirith parecieron hundirse un poco más dentro de sus capuchas protectoras y el gemido de las flautas aumentó. Gareth miró a los recién venidos con ojos de desaprobación y Jenny recordó que el rey de Bel también era Pontífice Máximo del culto oficial; no había duda de que Gareth había sido criado en la más cuidadosa ortodoxia.

Pero el alboroto les daba la ilusión de la privacidad. Por lo que a la multitud concernía, podían haber estado solos; y después de un momento, Gareth volvió a hablar.

—Fue un accidente de caza —explicó—. Papá y yo cazábamos aunque papá últimamente lo ha dejado. Mamá odiaba la caza pero amaba a mi padre y le acompañaba si él se lo pedía. Se burlaba de ella y hacía bromitas sobre su cobardía, pero en realidad no estaba bromeando. No puede tolerar a los cobardes. Ella lo seguía hasta en terrenos muy difíciles, aferrada a su montura de mujer y tratando de mantenerse con el grupo; cuando todo terminaba, él la abrazaba y reía y le preguntaba si no valía la pena que hubiera reunido coraje…, cosas así. Ella lo hizo siempre, que yo recuerde. Solía mentirle y decirle que empezaba a aprender a disfrutarlo; pero cuando yo tenía unos cuatro años, la recuerdo en su traje de caza (era de terciopelo color melocotón con piel gris, me acuerdo bien) justo antes de partir, vomitando por el miedo que tenía.

—Parece haber sido una mujer valiente —dijo Jenny con calma.

La mirada de Gareth cayó sobre ella, luego se desvió de nuevo.

—No fue realmente culpa de papá —continuó después de un momento—. Pero cuando pasó, él se sintió culpable. El caballo se desplomó con ella sobre unas rocas…, en una montura de mujer no se puede caer con limpieza. Murió cuatro o cinco días después. Eso fue hace cinco años. Yo… —Dudó, las palabras atragantadas en el cuello—. No fui muy bueno con él después de eso.

Se ajustó los anteojos en un gesto incómodo y poco convincente que trataba de ocultar las lágrimas y enjugarlas en la manga.

—Ahora que vuelvo a pensarlo, creo que si ella hubiera sido más valiente, habría tenido el coraje de decirle que no quería ir, el coraje de arriesgarse a aguantar sus bromas. Tal vez de ella saqué ese coraje —agregó con el brillo tímido de una sonrisa—. Tal vez debería haberme dado cuenta de que yo no podía culpar a mi padre tanto como él se culpaba a sí mismo…, de que no podía decirle nada que no se hubiera dicho a sí mismo. —Encogió los hombros huesudos—. Ahora lo entiendo. Pero cuando tenía trece años, no entendí nada. Y para cuando lo hice, había pasado demasiado tiempo y ya no podía decirle nada. Y para entonces, estaba Zyerne.

Los sacerdotes de Kantirith se fueron lentamente por una calle torcida entre dos edificios medio inclinados, como borrachos. Los niños que se habían detenido a mirar la procesión continuaron con sus juegos; John volvió a caminar con cuidado a través de las figuras de musgo y espinas de pescado de los adoquines, deteniéndose a cada paso para admirar una nueva maravilla: un reparador de sillas que trabajaba sobre las piedras de la vereda o los actores dentro de un pequeño teatro, gesticulando mientras un anunciante gritaba desde la puerta partes del argumento a los transeúntes. Jenny pensó divertida que John nunca aprendería a comportarse como el héroe de leyenda que era.

—Debe de haber sido duro para ti —dijo ella.

Gareth suspiró.

—Era más fácil hace unos años —admitió—. Entonces podía odiar con claridad. Luego, durante un tiempo, ni…, ni siquiera pude hacer eso. —Volvió a enrojecer—. Y ahora…

Hubo un brillo de conmoción en la plaza, como el ruido de una pelea de perros; una voz aguda y burlona de mujer gritó:

—¡Puta! —Jenny volvió la cabeza bruscamente.

Pero no se referían a ella y su falta de velos. Una pequeña mujer gnomo, con la cola suave de su cabello como una nube de albaricoque en la luz pálida del sol, se acercaba, dudando, hacia la fuente. Llevaba los pantalones negros de seda levantados sobre las rodillas para no mojarlos con los charcos de la calle rota, y la túnica blanca con las mangas de bordados flotantes cuidadosamente arreglados proclamaba que estaba viviendo en una pobreza extraña a su nacimiento. Hizo una pausa, mirando a su alrededor con los ojos casi cerrados por la luz demasiado fuerte del día; luego sus pasos siguieron hacia la fuente; las manos pequeñas, redondas aferraban nerviosas el asa del balde que llevaba como una experta.

Se oyó otro grito.

—Vinisteis a visitar los barrios bajos, ¿eh, señora? ¿Cansada de estar sentada sobre todo ese grano que tenéis escondido? ¿Demasiado avara para tomar sirvientes?

La mujer se detuvo de nuevo, agitando la cabeza de un lado a otro como si buscara a sus perseguidores, medio ciega por la reverberación del aire libre. Alguien la golpeó con un pedazo de excremento de perro en el brazo. Ella saltó, asustada, y sus pies pequeños, enfundados en zapatos de cuero suave, resbalaron sobre las desiguales piedras húmedas. Soltó el balde al caer y luego lo buscó apoyada en manos y rodillas. Una de las mujeres de la fuente, con la aprobación sonriente de sus vecinos lo puso fuera de su alcance de una patada.

—¡Esto te enseñará a no guardar el pan que sacaste de la boca de la gente honesta!

La mujer gnomo buscó con rapidez a su alrededor. Una mujer gorda, marchita que había sido la más gritona en los chismes alrededor de la fuente dio una patada al balde para alejarlo de las manos que lo buscaban.

—¡Y a no conspirar contra el rey!

La mujer gnomo se levantó sobre sus rodillas, mirando a su alrededor y uno de los niños salió de la multitud que se reunía poco a poco y le tiró de los largos mechones de cabello. Ella se volvió, tratando de atraparlo, pero el muchacho se había ido ya. Otro retomó el juego y saltó luego lejos de la misma forma, demasiado entusiasmado con la diversión para darse cuenta de John.

A la primera señal de problemas, el Vencedor de Dragones se había vuelto hacia el hombre que tenía al lado, un habitante del este, tatuado de azul y vestido con un delantal de herrero y poco más, y le había dado los tres emparedados que tenía en las manos.

—¿Me los guardas? —Luego caminó entre la multitud con rapidez en una línea de corteses «perdón, perdonadme» a tiempo para atrapar al segundo niño que había saltado para seguir con la burla que había empezado el primero.

Gareth habría podido decir lo que seguía. Los cortesanos de Zyerne no eran los únicos a quienes engañaba el aspecto de inocente bonachón que tenía John. El entrometido, cogido totalmente por sorpresa desde atrás, no tuvo tiempo de gritar antes de terminar en las aguas de la fuente. Una zambullida fuerte mojó a todas las mujeres que descansaban en los escalones y a casi todos los holgazanes de los alrededores. Cuando el muchacho salió a la superficie, escupiendo y jadeando, Aversin se volvió para levantar el balde y dijo en tono amistoso:

—Tus modales son tan sucios como tu ropa…, me sorprende que tu madre te deje salir así. Ahora estarás un poco más limpio, ¿no te parece?

Llenó el balde y se volvió hacia el hombre que le sostenía los emparedados. Durante un instante, Jenny pensó que el herrero los arrojaría a la fuente, pero John le sonrió, brillante como el sol sobre la hoja de un cuchillo y de pronto el hombre puso los emparedados sobre su mano extendida. En el fondo de la multitud, una mujer gritó:

—¡Asqueroso protector de gnomos!

—Gracias. —John sonrió, todavía con su cara llena de una amistad cálida como el cobre—. Lamento haber arrojado basura en la fuente. —Equilibró los emparedados en la mano, bajó los pocos escalones que había hacia la calle y caminó junto a la mujer gnomo a través de la plaza hacia la boca del callejón por el que ella había llegado. Jenny, corriendo tras él con Gareth pisándole los talones, notó que nadie se les acercaba mucho.

—John, eres incorregible —le dijo con severidad—. ¿Estáis bien? —Esto último iba dirigido a la mujer gnomo, que se apresuraba sobre sus piernas torcidas, cortas, siguiendo la sombra del Vencedor de Dragones para protegerse.

Ella miró a Jenny con ojos débiles, incoloros.

—Sí, sí. Gracias. Nunca debí… Siempre salimos de noche a la fuente o enviamos a la muchacha que trabaja si necesitamos agua de día. Pero se ha ido. —La gran boca se frunció con el gusto de un recuerdo desagradable.

—Claro que se ha ido si era como ésos —hizo notar John, señalando con el dedo hacia la plaza. Detrás de ellos, la multitud se acercaba, amenazadora, gritando.

—¡Traidores! ¡Acaparadores! ¡Ingratos! —Y otras cosas peores. Alguien arrojó una cabeza de pescado que golpeó la falda de Jenny y gritó algo sobre una puta vieja y sus dos muchachitos; Jenny sintió que las puntas de la rabia se elevaban a lo largo de su espalda. Otros retomaron el tema. Ella se enojó tanto que los insultó, pero en su corazón sabía que no podía desearles nada peor que ser lo que ya eran.

—¿Queréis un emparedado? —ofreció John con encanto y la dama gnomo tomó uno con manos temblorosas.

Gareth, rojo de vergüenza, no dijo nada.

—Menos mal que las frutas y las verduras están un poco caras hoy en día para tirarlas, ¿no? ¿Es aquí? —dijo John en medio de un bocado lleno de azúcar.

La gnomo bajó la cabeza con rapidez y entró en las sombras de una gran casa medio derruida encerrada entre dos edificios de cinco pisos de casas para alquilar, con la pared posterior directamente sobre las aguas estancadas y sucias de un canal podrido. Las ventanas estaban cerradas con fuerza y el estuco arruinado, escrito con dibujos obscenos y sucio salpicado de barro y bosta. Desde cada una de las ventanas, Jenny sintió ojos pequeños, débiles que espiaban con miedo y angustia.

La puerta se abrió desde dentro. La gnomo cogió el balde y saltó adentro como un topo asustado a su madriguera. John puso una mano rápida sobre los paneles podridos de madera para que no se cerraran en su cara, luego se apoyó con toda su fuerza. El que sostenía la puerta estaba decidido a no dejarlo pasar y tenía los músculos prodigiosos de los gnomos.

—¡Esperad! —rogó John, mientras sus pies se resbalaban sobre el mármol del escalón—. ¡Necesito vuestra ayuda! Soy John Aversin…, vengo desde el norte para ocuparme de ese dragón vuestro, pero no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. —Apoyó su hombro en la abertura estrecha que era lo único que quedaba—. Por favor.

La presión del otro lado de la puerta se relajó tan bruscamente que John cayó hacia dentro por su propia inercia. Desde la oscuridad, una voz suave, aguda, como la de un niño dijo en el Alto Lenguaje arcaico que usaban los gnomos en la corte:

—Venid, vosotros, los demás. No os hace ningún bien que os vean así en el umbral de la casa de los gnomos.

John y Gareth entraron parpadeando contra la oscuridad, pero Jenny, con su visión de maga, vio inmediatamente que el gnomo que los había dejado pasar era el viejo Bromar, el embajador ante la corte del rey.

Detrás de él, el salón inferior de la casa se extendía hacia las sombras densas. Una vez había sido fastuoso en el estilo severo de hacía cien años: la vieja casa solariega, adivinó ella, sobre cuya tierra rodeada de paredes se habían erigido luego los conventillos del barrio. En algunos lugares todavía podían verse frescos podridos sobre las paredes manchadas; y la vastedad del salón hablaba de muebles graciosos que ya hacía mucho habían sido cortados para hacer leña y de un descuido aristocrático en cuanto al costo de la leña para calentar los ambientes. El lugar era como una cueva ahora, tenebroso y húmedo; las ventanas tapiadas dejaban entrar apenas unas líneas de luz acuosa que destacaba los pilares cortos y los mosaicos secos del impluvio. Sobre la curva graciosa de la vieja escalera, abierta y anticuada, Jenny vio movimiento en la galería. Estaba llena de gnomos que miraban preocupados a los intrusos del mundo hostil de los hombres.

En la penumbra, la voz suave, infantil dijo:

—Tu nombre no es desconocido entre nosotros, gran John Aversin.

—Bueno, eso lo hace más fácil —admitió John, limpiándose las manos del polvo y mirando la cabeza redonda del gnomo que estaba de pie frente a él y los ojos agudos, pálidos, bajo la cola suave de cabello nevado—. Me molestaría un poco explicarlo todo, aunque creo que Gar, aquí al lado, podría cantaros las baladas.

Una sonrisa leve jugó en la boca del gnomo…, la primera en mucho tiempo, sospechaba Jenny, mientras Dromar estudiaba la realidad incongruente y anteojuda que se escondía detrás del fulgor de las leyendas.

—Eres el primero —hizo notar, mientras los invitaba a pasar a la caverna grande y fría de la habitación; sus ropas de seda remendada murmuraban cuando se movía—. ¿A cuántos ha enviado tu padre, príncipe Gareth? ¿A quince? ¿A veinte? Y ninguno de ellos vino aquí ni preguntó a los gnomos lo que pudieran saber de la llegada del dragón…, a nosotros, que lo vimos mejor.

Gareth parecía desconcertado.

—Es que…, en fin…, la rabia del rey…

—Y ¿de quién es la culpa, Heredero de Uriens, cuando han dejado correr el rumor de que acabamos contigo?

Hubo un silencio incómodo y Gareth se sonrojó bajo esa mirada fría, fantasmal. Luego, inclinó la cabeza y dijo con la voz tensa:

—Lo lamento, Dromar. Nunca pensé en…, en lo que podría decirse, o en quién se llevaría la culpa si yo desaparecía. Realmente no supe… Obré sin pensar…, parece que he obrado sin pensar todo el tiempo.

El viejo gnomo suspiró.

—Así es. —Cruzó las manitas frente al nudo complicado de su cinturón; los ojos dorados estudiaron a Gareth en silencio por un instante. Luego asintió, y dijo—: Bueno, es mejor que hayas tropezado con tus propios pies haciendo el bien y no que te hayas sentado sobre tus manos a no hacer nada, Gareth de Magloshaldon. Otra vez lo harás mejor. —Se volvió e hizo un gesto hacia el extremo interno de la habitación en sombras, donde se podía ver una mesa de madera negra en la penumbra, una mesa de no más de treinta centímetros de alto, rodeada de almohadones rotos y remendados acomodados en el suelo a la manera de los gnomos—. Venid, sentaos. ¿Qué es lo que quieres saber, señor Vencedor de Dragones, sobre la llegada del dragón a la Gruta?

—El tamaño del bicho —dijo John con rapidez mientras se acomodaban sobre las rodillas alrededor de la mesa—. Hasta ahora sólo he oído rumores e historias. ¿Alguien lo ha medido con exactitud?

Junto a Jenny, se oyó la voz aguda, suave de la mujer gnomo.

—La punta de su anca está a nivel con el friso tallado sobre los pilares de los dos lados del arco de la puerta que lleva de la Sala del Mercado hasta el Gran Pasaje y luego hacia la Gruta misma. Eso son tres metros y medio en las medidas humanas.

Hubo un momento de silencio mientras Jenny digería el sentido de esa información. Luego, dijo:

—Si las proporciones son las mismas, eso hace que sea de unos doce metros.

—Sí —dijo Dromar—. La Sala del Mercado, la primera caverna de la Gruta, que queda justo detrás de las Grandes Puertas que llevan al mundo exterior mide cuarenta y cinco metros desde las Puertas hasta las puertas interiores que dan al Gran Pasaje y están al fondo. El dragón era un tercio de ese largo aproximadamente.

John unió las manos sobre la mesa frente a él. Aunque su cara seguía sin expresión, Jenny detectó el ritmo levemente cambiado de su aliento. Doce metros, era un cincuenta por ciento más grande que el dragón que casi lo había matado en Wyr, y éste tenía todos los vericuetos oscuros de la Gruta para esconderse.

—¿Tenéis un mapa de la Gruta?

El viejo gnomo pareció ofendido, como si John le hubiera preguntado cuánto costaba pasar la noche con su hija. Luego, su cara se oscureció con rabia empecinada.

—Ese conocimiento está prohibido a los hijos de los hombres.

—Después de todo lo que os han hecho aquí —dijo John con paciencia—, no os culpo por no querer darme los secretos de la Gruta; pero tengo que saberlo. No puedo atacar a ese monstruo de frente. No puedo pelear cara a cara contra algo tan grande. Necesito tener alguna idea del lugar donde está viviendo.

—Está en el Templo de Sarmendes, en el primer nivel de la Gruta. —Dromar hablaba sin ganas, los ojos pálidos estrechos con la sospecha vieja de una raza más pequeña, más débil, que ha sido arrastrada hacia el submundo de las cuevas hace miles y miles de años por sus primos de piernas largas, sedientos de sangre—. Está justo frente al Gran Pasaje que empieza en las Puertas. El Señor de la Luz fue amado por los hombres que vivían en la Gruta…, los embajadores del rey y sus casas, y los que fueron aprendices entre los míos. Su Templo está cerca de la superficie, porque a los hijos de los hombres no les gusta penetrar demasiado lejos en los huesos de la tierra. El peso de la piedra los pone nerviosos; la oscuridad les molesta. El dragón está allí. Allí tiene su oro.

—¿Hay una forma de entrar por detrás? —preguntó John—. ¿A través de las habitaciones de los sacerdotes o del tesoro?

—No —dijo Dromar, pero la pequeña mujer gnomo dijo:

—Sí, pero nunca encontrarás el camino, Vencedor de Dragones.

—¡Por la Piedra! —El viejo gnomo giró en redondo para encararla con la rabia ardiendo en sus ojos—. ¡Cállate, Mab! Los secretos de la Gruta no son para los de su clase. —Miró con rabia a Jenny y agregó—: Ni para la de ella.

John levantó la mano para pedir silencio.

—¿Por qué no puedo encontrar el camino?

Mab meneó la cabeza. Desde detrás de unas cejas altas, sus ojos azules casi sin color lo miraron, amables, un poco tristes.

—El camino pasa por los barrios bajos —dijo con simpleza—. Las cavernas y túneles son un laberinto que nosotros podemos aprender en doce o catorce años de infancia. Pero incluso si quisiéramos deciros dónde debéis doblar, un paso equivocado os condenaría a la muerte por hambre y a la locura que cae sobre los hombres en la oscuridad bajo tierra. Nosotros llenamos la oscuridad de lámparas pero ahora están apagadas.

—¿Podéis hacerme un mapa, entonces? —Y, cuando los dos gnomos lo miraron con los secretos empecinados en sus ojos, exclamó—: Maldición, no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. Lamento que tenga que ser así, pero o confiáis en mí o perdéis la Gruta para siempre; y ésas son vuestras dos únicas alternativas…

Las cejas largas, rizadas, de Dromar se hundieron todavía más bajo la curva de su nariz.

—Así sea, entonces —dijo.

Pero la señora Mab se dio la vuelta, resignada, y empezó a levantarse. Los ojos del embajador brillaron.

—¡No! Por la Piedra, ¿no es suficiente que los hijos de los hombres traten de robar los secretos de la Gruta? ¿Debemos darlos así, sin tapujos?

—Cállate —dijo Mab con una sonrisa torcida—. Este Vencedor de Dragones tendrá suficientes problemas con la fiera y ni se le ocurrirá ir tanteando en la oscuridad para buscar otros.

—¡Un mapa que se dibuja puede robarse! —insistió Dromar—. Por la Piedra que yace en el corazón de la Gruta…

Mab se puso de pie con tranquilidad, se sacudió los vestidos de seda llena de parches y fue hasta la estantería que llenaba un rincón de la habitación en penumbras. Volvió con una pluma y varias hojas de papiro usadas y arrugadas en la mano.

—Ésos que tú temes que roben el mapa ya conocen el camino al corazón de la Gruta —señaló con amabilidad—. Si este caballero bárbaro ha cabalgado todo el camino desde las Tierras de Invierno para ser nuestro campeón, sería ingrato por nuestra parte no ofrecerle un escudo.

—¿Y ella? —Dromar estiró un dedo romo, cargado de gemas pulidas, pasadas de moda, hacia Jenny—. Ella es maga. ¿Qué seguridad tenemos de que no querrá rebuscar y espiar, sacarnos nuestros secretos, volverlos contra nosotros, corromperlos, envenenarlos como han hecho otros?

La mujer gnomo frunció el ceño mirando a Jenny por un momento, la boca ancha doblada en el pensamiento. Luego, se arrodilló de nuevo frente a ella y empujó los instrumentos de escritura hacia Dromar.

—Ahí tienes —dijo—. Puedes dibujar los mapas tú mismo y poner lo que quieras y sacar lo que quieras.

—¿Y la maga? —Había sospecha y odio en la voz del gnomo y Jenny pensó que se estaba cansando de que la tomaran por Zyerne.

—Ah —dijo Mab, y se inclinó, cogió las manos pequeñas, lastimadas, las manos tostadas de muchacho de Jenny entre las suyas. Durante un largo momento la miró a los ojos. Como si los deditos fríos, viejos que tomaban los de ella movieran la capa enjoyada de sus sueños, Jenny sintió la mente de la mujer gnomo que exploraba sus pensamientos como ella había hecho con los de Gareth, buscando la forma de su esencia. Se dio cuenta entonces de que Mab era una maga, como ella.

El reflejo la hizo ponerse tensa. Pero Mab sonrió con amabilidad y le ofreció las profundidades de su propia mente y de su alma, amables y claras como el agua y empecinadas como el agua también, esas profundidades que no tenían nada de la amargura, el resentimiento y las dudas de Jenny sabía que anidaban en los rincones de su propio corazón. Se relajó entonces, avergonzada como si se hubiera defendido a golpes de una pregunta hecha con amabilidad y sintió que una parte de sus rencores se disolvía bajo ese escrutinio sabio. Sintió el poder de la otra mujer, mucho más grande que el suyo propio, pero amable y cálido como la luz del sol.

Cuando Mab habló de nuevo, no se dirigió a Dromar sino a ella.

—Tienes miedo por él —dijo con suavidad—. Y tal vez está bien que lo tengas. —Puso una mano redonda y chiquita sobre el cabello de Jenny—. Pero recuerda que el dragón no es el más grande de los males en esta tierra, ni la muerte lo peor que puede pasarle; ni a él, ni a ti.