5

—Así que ése es tu Vencedor de Dragones, ¿eh?

Al oír la voz de Zyerne, Jenny se detuvo en las sombras azuladas del vestíbulo de la casa de caza de la hechicera. Desde la penumbra donde estaba, la pequeña antecámara más allá del vestíbulo brillaba como un escenario iluminado; el fulgor rosado del vestido de Zyerne, los blancos y violetas del jubón, las mangas y el capuchón de Gareth y los rosados y negros de las alfombras bajo los pies parecían arder como los matices de los vitrales en la luz de la lámpara color ámbar. El instinto de las Tierras de Invierno mantenía a Jenny en las sombras. Nadie la vio.

Zyerne levantó la pequeña copa de cristal y vidrio hacia una de las lámparas sobre la repisa de la chimenea, admirando los reflejos rojo sangre del licor que había dentro. Sonrió traviesa.

—Debo decir que prefiero la versión de la balada.

Sentado en una de las sillas de marfil con patas bañadas de oro al otro lado de la mesa baja para tomar vino, Gareth parecía infeliz y confuso. Los hoyuelos al lado de los labios rosados y llenos de Zyerne se acentuaron y ella levantó una punta de los velos de encaje de las mejillas. Peinetas de cristal y sardónice brillaron en su cabello oscuro cuando inclinó la cabeza.

Cuando vio que Gareth no contestaba, su sonrisa se amplió un poco más y se movió con gracia sinuosa hasta que quedó de pie, lo suficientemente cerca de él como para envolverlo en el aura leve de su perfume. La luz de la lámpara saltaba como una estrella en explosión desde las facetas de cristal de la copa de Gareth con el temblor involuntario de la mano del muchacho.

—¿Ni siquiera vas a agradecerme que haya venido a buscarte y te ofrezca la hospitalidad de mi casa? —le preguntó Zyerne con un tono de voz lleno de burla.

Como sabía que estaba celosa de los poderes de Zyerne, Jenny se había forzado a no sentir nada excepto sorpresa ante su juventud al conocerla en la balsa. Parecía no superar la veintena, aunque si uno hacía cuentas —y Jenny no pudo dejar de hacerlas aunque la maldad de su reacción la molestó— debía de tener por lo menos veintiséis. Donde había celos, no podía haber aprendizaje, se dijo a sí misma; y de todos modos, le debía justicia a esa muchacha.

Pero ahora sintió que la rabia se movía en ella. La cercanía de Zyerne y la mano que dejaba caer con tal ingenua intimidad sobre el hombro de Gareth de modo que un poco menos que un centímetro de su dedo tocara la piel del cuello del muchacho por encima de las puntillas de la ropa, no podían ser otra cosa que tentaciones calculadas. Por lo que él le había dicho en el viaje —por cada línea tensa de su cara y su cuerpo en ese momento—, Jenny sabía que él estaba peleando con todas sus fuerzas contra su propio deseo por la amante de su padre. A juzgar por su expresión a la luz de la lámpara, los esfuerzos de Gareth para resistirse divertían mucho a Zyerne.

—¿Señora…, señora Jenny?

Jenny volvió la cabeza con rapidez ante esa voz llena de indecisión. La escalera de la casa estaba envuelta en un elaborado tallado de piedra; entre las inquietantes sombras distinguió la forma de una muchacha de unos dieciséis años. Sólo un poco más alta que Jenny, era como una muñeca exquisitamente vestida, el cabello arreglado en algo que era una exageración del peinado elaborado de Zyerne y teñido como una melcocha blanca y púrpura.

La muchacha hizo una reverencia.

—Mi nombre es Trey, Trey Clerlock. —Miró nerviosa a las dos siluetas recortadas en la antecámara iluminada, luego de nuevo a las escaleras como si temiera que alguno de los otros invitados de Zyerne bajara por allí y la escuchara—. Por favor, no os lo toméis a mal, pero vine a ofreceros un vestido prestado para la cena, si queréis.

Jenny miró su propio vestido, lana rústica con una confección como si fuera de seda, con bordados en rojo y azul. Para respetar la costumbre que decía que ninguna mujer en la alta sociedad debía verse con el cabello descubierto, se había puesto el velo de seda blanca que John le había traído del este. En las Tierras de Invierno, habría estado vestida como una reina.

—¿Importa tanto?

Trey parecía tan avergonzada como le permitían años de lecciones de comportamiento.

—No debería —dijo con franqueza—, a mí realmente no me importa, pero…, pero algunos en la corte pueden ser muy crueles, sobre todo con cosas como ir vestido correctamente. Lo lamento —agregó con rapidez, mientras se sonrojaba al salir de la oscuridad cuadriculada de la escalera. Jenny vio que llevaba en los brazos un paquete de raso negro y plateado y una masa larga de nieblas transparentes como velo; el velo se arrastraba por el suelo y sus lentejuelas atrapaban chispas perdidas de luz.

Jenny dudó. En general, las convenciones de la buena sociedad le eran indiferentes, y de todos modos su trabajo le dejaba poco tiempo para ellas. Como sabía que vendría a la corte real, había traído el mejor vestido que tenía, su único vestido de etiqueta en realidad y sabía que estaría pasado de moda. No le había preocupado lo que pensarían los demás cuando lo usara.

Pero desde el momento en que había bajado de la balsa esa misma tarde, había sentido que caminaba entre abismos que no estaban señalados en el sendero. Zyerne y su pequeña banda de cortesanos habían sido todo gracia y buenos modales, pero había percibido la burla oculta en un lenguaje de cejas y miradas. La había enfurecido y también la había dejado preocupada. Le recordaba demasiado la forma en que la trataban otros chicos en la aldea cuando era niña. Pero la niña que había en ella todavía estaba lo suficientemente viva para sentir miedo de esa actitud.

La risa dulce de Zyerne sonó en todo el vestíbulo.

—Juro que ese tipo estaba buscando por todas partes ese aparato para sacarse las botas cuando cruzó el umbral. No sabía si ofrecerle una habitación con una cama o una hermosa pila de juncos cómodos en el suelo…, ya sabéis que una anfitriona debe hacer sentir en casa a sus huéspedes.

Durante un momento, la desconfianza natural de Jenny le hizo pensar que tal vez el hecho mismo de prestarle un vestido era parte de un plan para hacerla ver ridícula. Pero los ojos azules y preocupados de Trey no escondían otra cosa que preocupación por ella…, un poco por sí misma, por si la descubrían en el acto de arruinar la diversión de los demás. Jenny pensó un momento en desafiarlos, luego descartó la idea…: fuera cual fuese la gratificación que eso le daría, no valía la pena pelear por ella. La habían criado en las Tierras de Invierno y todos los instintos que poseía le murmuraban que debía esconderse confundiéndose con los colores más comunes.

Extendió las manos para recibir las brazadas resbaladizas de satén.

—Podéis cambiaros en la habitacioncita que está debajo de las escaleras —le ofreció Trey, con alivio en los ojos—. Vuestras habitaciones están demasiado lejos.

—Y mi casa todavía más —señaló Jenny, la mano sobre el picaporte de la puerta escondida—. ¿Entonces has enviado por este vestido especialmente?

Trey la miró con sorpresa genuina.

—No, no. Cuando Zyerne supo que Gareth regresaba, nos dijo que vendríamos aquí a darle una cena de bienvenida: mi hermano Servio y yo, la Hermosa Isolda, Gaspar de Walfrith y Merriwyn de Calcelargo y todos los demás. Siempre traigo dos o tres vestidos diferentes. O sea, hace dos días no tenía decidido lo que me pondría hoy.

Estaba hablando absolutamente en serio así que Jenny contuvo su sonrisa.

—Es un poco largo —continuó la muchacha—, pero he pensado que parecían vuestros colores. Aquí en el sur sólo los sirvientes llevan marrón.

—Ah. —Jenny tocó los pliegues de su vestido que parecían tener un tono canela en el brillo que venía de las lámparas de la antecámara—. Gracias, Trey, muchas gracias… Y Trey…, ¿podría pedirte un favor más?

—Claro —dijo la muchacha con generosidad—. Si puedo ayudar…

—No, creo que puedo arreglármelas. John…, el señor Aversin…, bajará en unos momentos. —Hizo una pausa, pensando en el terciopelo un poco viejo pero totalmente decente y marrón del jubón y la capa de interior de John. Pero era algo que ella no podía remediar y meneó la cabeza—. Dile que me espere, si quieres.

La habitación debajo de las escaleras era pequeña, pero estaba llena de evidencias de tocados urgentes y de citas románticas todavía más urgentes. Mientras se cambiaba, Jenny oía cómo los cortesanos se reunían en el vestíbulo para esperar la llamada a cenar. De vez en cuando, lograba oír algo del ruido sordo de los sirvientes en el comedor más allá de la antecámara; sirvientes que ponían los seis manteles y capas inferiores tan necesarias, según Gareth, para llevar a cabo una comida con propiedad; de vez en cuando una camarera reía y el mayordomo la reprendía. Más cerca, había voces suaves que pasaban chismes y burlas:

—… bueno, en realidad, qué se puede decir de alguien que todavía usa esas horribles mangas fruncidas…, y está tan orgullosa de ellas además…

—Sí, ¿pero a plena luz del día? ¿Y en el exterior? ¿Y con su esposo?…

—Bueno, en realidad es un complot de los gnomos…

—¿Oíste la broma sobre por qué los gnomos tienen la nariz chata?

Más cerca aún rió una voz de hombre y luego preguntó:

—Gareth, ¿estás seguro de que es el hombre correcto? Quiero decir, ¿no te habrás equivocado de dirección y habrás traído a otro?

—Bueno… —Gareth parecía dividido entre su lealtad a sus amigos y su horror a las burlas—. Supongo que puedes llamarlo un poco bárbaro, Servio…

—¡Un poco! —El tal Servio rió con fuerza—. Es como decir que el dragón causó «unos pocos» problemas o que el viejo Policarpio trató de matarte «un poco». ¿Y vas a llevarlo a la corte? Papá estará realmente satisfecho…

—¿Gareth? —De pronto había preocupación en la voz de Zyerne—. Le pediste sus credenciales, ¿verdad? Su certificado como miembro de la Liga de Vencedores de Dragones. Prueba de Muerte…

—Testimonios de Doncellas Rescatadas —agregó Servio—. ¿O es una de sus doncellas rescatadas ésa que viene con él?

Por encima de su cabeza, Jenny sintió, más que oyó, un paso leve que descendía por las escaleras. Era el paso de un hombre al que habían educado para desconfiar, para cuidarse. Se detuvo, como el de ella un poco antes, justo antes del lugar al que llegaba la luz de la antecámara. Mientras se apresuraba a ponerse las duras enaguas, Jenny sentía el silencio en las sombras entretejidas de la escalera trabajada.

—¡Claro! —decía Servio con la voz de un hombre que ha comprendido todo de pronto—. Tiene que llevarla con él a todos lados porque nadie en las Tierras de Invierno puede leer un Testimonio escrito… Se parece al sistema de trueque, ¿sabéis?…

—Bueno —ronroneó otra voz de mujer—, si me preguntáis a mí, ella no es una doncella muy doncella que digamos…

Zyerne rió, con maldad burlona.

—Tal vez no fue un dragón muy dragón…

—Debe de tener por lo menos treinta años —agregó alguien más.

—Vamos, querida —retó en broma Zyerne—. No seamos malvados. Ese rescate fue hace mucho tiempo.

En la risa general, Jenny no estuvo segura, pero le pareció que oía que los pasos que había sobre su cabeza se detenían y retrocedían sin ruido.

—Yo creo que si ese Vencedor de Dragones tuyo —continuó Zyerne— iba a arrastrar a una mujer hasta aquí, al menos pudo haber elegido una bonita, en lugar de alguien que parece un gnomo…, una cosita con todo ese pelo. Casi ni necesita un velo para ser modesta.

—Probablemente por eso no lo usa.

—Si vas a ser caritativo, querido…

—Ella no… —empezó la voz de Gareth, indignada.

—Ay, Gareth, no te tomes todo tan en serio —se burló la risa de Zyerne—. Es tan aburrido y además te provoca arrugas. Eso es. Sonríe. En realidad, todo es una broma…, un hombre que no puede tolerar unas bromitas está a sólo un paso de pecados mucho más serios, como comer la ensalada con el tenedor del pescado. Digo, ¿crees que…?

Con las manos temblorosas de un enojo extraño y frío, Jenny se arregló los velos. El roce de la gasa almidonada ya disparaba un nuevo ataque de irritación en ella, furia contra ellos y ese mismo sentimiento de vergüenza que había sentido antes. Los esquemas de las relaciones humanas le interesaban, y ése, disparado a través de una red de artificialidad y malicia, explicaba mucho sobre Gareth. Pero lo infantil del asunto sofocó su rabia, y finalmente logró salir sin ruido de su escondite y estar de pie entre ellos varios minutos antes de que alguno notara su presencia.

Habían encendido lámparas en el vestíbulo. En medio de la pequeña multitud de cortesanos admiradores, Zyerne parecía brillar, mágica, bajo un polvo de encaje y diamantes.

—Te digo —estaba diciendo— que no importa el oro que le haya ofrecido Gareth al noble Vencedor de Dragones como recompensa, podemos ofrecerle algo más. Le mostraremos algunas de las maravillas de la civilización. ¿Qué os parece? ¿El mata nuestro dragón y nosotros le enseñamos cómo comer con tenedor?

Hubo una gran risotada general. Jenny notó que Trey se unía a los demás, pero sin entusiasmo. El hombre parado junto a ella debía de ser su hermano Servio, suponía; tenía la misma gracia de huesos finos de su hermana, coronada por cabello rubio con un rizo que bajaba hasta el cuello de puntillas, teñido de azul. Junto a su delgadez y su elegancia, Gareth se veía como un bandido, demasiado grande y totalmente fuera de lugar, y sin duda se sentía así; su expresión era de profunda desdicha y vergüenza.

Tal vez era sólo porque no estaba usando sus anteojos —sin duda no estaban de moda— pero miraba a su alrededor, los trabajos exquisitos de tallado en las vigas, el brillo familiar de la seda y la puntilla almidonada tocadas por la luz de las lámparas y las caras de sus amigos con una confusión llena de cansancio, como si todo eso se hubiera transformado en algo que desconocía por completo.

En ese momento, Servio estaba hablando con voz sonora:

—¿Y este Vencedor de Dragones tuyo es tan grande como Cajonesedosos el Magnífico, el que mató al Dragón de Rayas Púrpura y Carmesí en los Bosques Dorados en los tiempos antiguos del reino de Potpourri, el Bien Dotado…, o fue Mordedorderodillas el Torpe? Por favor, dame algo de tu sabiduría, Príncipe…

Pero antes de que el pobre Gareth pudiera contestar, Zyerne dijo de pronto:

—¡Queridos míos! —Y llegó corriendo hasta Jenny con las manitas blancas extendidas desde la puntilla crema de las puntas de sus mangas. La sonrisa que había en su rostro era tan dulce y tan sincera como si estuviera dando la bienvenida a un amigo íntimo al que no veía desde hacía mucho tiempo—. ¡Mi querida señora Jenny, perdonadme por no veros antes! ¡Estáis exquisita! ¿Así que la caritativa Trey os prestó su negro y plata? Qué bondadosa de su parte…

Sonó una campana en el comedor y los trovadores de la galería empezaron a tocar. Zyerne tomó a Jenny del brazo y la llevo al frente de los invitados…, primero las mujeres, luego los hombres, según las costumbres del sur, hacia la mesa de la cena. Jenny echó una mirada rápida al vestíbulo, esperando ver a John pero sabía que él no estaría allí. Un dolor le cruzó el estómago al pensar que tendría que pasar por todo eso sola.

Junto a ella, la voz cantarina siguió hablando.

—Ah, sí, vos también sois maga, ¿no es cierto? Sabéis que yo tuve muy buena preparación, pero es el tipo de cosa que siempre me ha venido por instinto. Debéis decirme algo sobre la forma en que usáis vuestros poderes como medio de vida. Nunca he tenido que hacerlo, ¿sabéis?… —Como punzones en la espalda, Jenny sintió las sonrisas encubiertas de los que caminaban detrás de ella en procesión.

Sin embargo, y justamente porque eran deliberadas, Jenny descubrió que las chanzas de la joven habían perdido todo poder para lastimarla. La ponían menos nerviosa que la tentación en que Zyerne trataba de hundir a Gareth. Había esperado arrogancia, porque era el primero de los pecados de los que nacen con magia en su corazón y Jenny sabía que ella misma tendía a cometer ese pecado tanto como cualquier otro mago y sentía un enorme poder dentro de Zyerne. Pero su condescendencia era una maldad de niña, el truco de alguien que se siente inseguro.

¿Por qué razón podría sentirse insegura alguien como Zyerne?, se preguntó.

Cuando tomaron asiento alrededor de la mesa, los ojos de Jenny pasaron lentamente por ese paisaje y la vio como una selva de invierno con manteles blancos, hielo de cristalería en los candelabros adornados con joyas. Cada plato estaba grabado con dibujos de oro sobre plata y flanqueado por una docena de pequeños tenedores y cucharas, la armonía complicada de la etiqueta; todos esos jóvenes cortesanos en su terciopelo perfumado y puntillas almidonadas eran claramente esclavos de Zyerne, cada uno interesado un poco más en dialogar con ella aunque fuera un segundo, que en hacerlo con cualquiera de los demás. Todo en esa delicada casa de caza estaba diseñado para decir su nombre, desde las delicadas zetas y ues talladas y unidas en los rincones del techo hasta el bronce delicado de la diosa con cuernos del amor, Hartemgarbes, tallada a imagen y semejanza de Zyerne en su nicho cerca de la puerta. Hasta la música delicada de oboes y organillos en la galería era una proclama, una forma de decir a voces que Zyerne tenía sólo lo más exquisito y que no toleraría otra cosa.

¿Por qué entonces el miedo detrás de la malicia?

Jenny se volvió a mirar a Zyerne con curiosidad clínica, preguntándose sobre la forma que habría tomado su vida. Los ojos de Zyerne se cruzaron con los de ella y descubrieron una expresión de curiosidad tranquila y hasta un poco compasiva. Durante un segundo, las órbitas doradas se afinaron y el desprecio y la rabia y el enojo se agitaron en sus profundidades. Luego volvió la dulce sonrisa y Zyerne preguntó:

—Querida, no habéis probado bocado. ¿Usáis tenedores en el norte?

Hubo una brusca conmoción en la puerta de arcos del vestíbulo. Uno de los trovadores en la galería, impresionado, hizo un graznido totalmente equivocado con su flauta; los otros, se quedaron callados.

—Bueno… —dijo la voz de Aversin, y todas las cabezas a lo largo de la mesa brillante se volvieron como ante el ruido de un plato que cae—. Siempre tarde.

Entró en el brillo de cera de la luz del vestíbulo con un ruidito metálico y leve de cota de malla y se quedó de pie mirando a su alrededor, los espejos brillantes de sus lentes como dos lunas bordeadas de acero. Se había vuelto a cambiar y se había puesto de nuevo el cuero negro y usado del viaje, el justillo de piel de lobo con sus pedazos de malla y placa de metal claveteado y los pantalones oscuros de cuero y las botas gastadas. Tenía la tela a cuadros sobre el hombro como una capa, limpia de barro pero arrugada y zaparrastrosa y había un mundo de malicia brillante en sus ojos.

Gareth, en el otro extremo de la mesa, se puso rojo de vergüenza hasta la raíz del cabello. Jenny sólo suspiró, cerró los ojos un momento, y pensó, resignada, John.

John entró alegremente en la habitación, inclinándose con buena intención imparcial frente a los cortesanos que estaban a ambos lados de la mesa, ninguno de los cuales parecía capaz de emitir un sólo sonido. La mayoría de ellos había estado esperando divertirse con un primo del campo que trataba infructuosamente de imitarlo; se podría decir que no estaban preparados para un bárbaro directo que obviamente no iba a molestarse en intentarlo.

Con una inclinación de cabeza muy amistosa a su anfitriona, John se acomodó en su lugar al otro lado de Zyerne, que quedó rodeada por él y por Jenny. Durante un momento, estudió la enorme batería de cubiertos a ambos lados de su plato y luego, con limpieza y elegancia perfectas, se dedicó a comer con los dedos.

Zyerne recobró primero su compostura. Con una sonrisa de seda, levantó un tenedor de pescado y se lo ofreció.

—Sólo como sugerencia, milord. Aquí hacemos las cosas de forma distinta.

En algún lugar en la mesa, una de las damas se rió. Aversin miró a Zyerne con una expresión que hablaba abiertamente de sospecha. Ella pinchó un escalope con un cuchillo de pescado y se lo alcanzó como demostración y él sonrió con su mejor sonrisa.

—Ah, así que son para eso —dijo, aliviado. Sacó el escalope de los dientes con los dedos y lo mordió con cuidado. En un dialecto norteño seis veces peor de lo que Jenny le hubiera oído usar en casa, agregó—: Y aquí estaba yo pensando que había estado en vuestras tierras apenas una noche y ya me desafiaban a duelo con un arma desconocida, y nada menos que la maga local además. Me preocupasteis muchíiisimo.

Al otro lado de John, Servio Clerlock casi se ahoga con su sopa, y John lo golpeó en la espalda para ayudarlo.

—¿Sabéis? —continuó, haciendo un gesto con el tenedor en una mano y sacando otro escalope del plato con la otra—, descubrimos una gran caja de estas cosas…, todas de distintos tamaños, como éstas de aquí, en las bóvedas del fuerte el día en que tomamos un baño para el casamiento de mi prima. No teníamos ni idea de para qué eran, ni siquiera el padre Hiero, el padre Hiero es nuestro sacerdote, pero la vez siguiente que los bandidos bajaron a atacarnos desde las colinas, pusimos todo el grupo en las ballestas en lugar de las piedras y las disparamos. Matamos a uno inmediatamente y otros dos salieron corriendo por los pantanos con esas cosas puntiagudas clavadas en la espalda…

—Me doy cuenta —dijo Zyerne con suavidad, mientras risitas disimuladas corrían alrededor de la mesa— de que el casamiento de vuestra prima debió ser importante si tomasteis un baño.

—Ah, sí. —Para alguien cuya expresión usual era de alerta tranquila, Aversin tenía una sonrisa deslumbrante—. Se casaba con ese tipo del sur…

Probablemente, pensó Jenny, era la primera vez que alguien había logrado robarle la escena a Zyerne y por el brillo que se veía en los ojos de la maga, era evidente que el asunto no le gustaba. Pero los cortesanos, en medio de sus risas, se acercaban al círculo del encanto ingenioso y cálido de Aversin; su barbarismo exagerado desarmó sus bromas y su cuento increíble sobre las nupcias ficticias de su prima los redujo a sollozos de risa muy poco dignos. Jenny tenía suficiente rabia como para disfrutar de la incomodidad de Zyerne —había sido ella, después de todo, la que se había burlado de Gareth por no ser capaz de aceptar una broma— pero confinó su atención a su plato. Si John se estaba tomando el trabajo de atraer el fuego de los demás para que ella pudiera terminar su comida en paz, lo menos que podía hacer era no dejar que sus esfuerzos fueran totalmente en vano.

A su lado, Trey le dijo en voz baja:

—No parece terriblemente feroz. Me lo había imaginado diferente por las baladas de Gareth. Duro y buen mozo, como las estatuas del dios Sarmendes. Pero —agregó, sacando la carne de un caracol con una cuchara especialmente diseñada para mostrarle a Jenny cómo hacerlo— supongo que hubiera sido un aburrimiento terrible para vos cabalgar todo el camino desde las Tierras de Invierno con alguien que se pasa todo el tiempo «vigilando el firmamento inmenso con sus ojos abiertos de águila», como dice la canción.

A pesar de las miradas desaprobatorias de Zyerne, el buen mozo Servio se enjugaba lágrimas de risa, aunque con gran cuidado con el maquillaje. Hasta los sirvientes estaban teniendo problemas para mantener fija en la cara la expresión correcta de impasibilidad mientras llevaban pavos reales asados y resplandecientes con todas sus plumas y humeantes platos sumergidos en crema.

—… así que el novio se puso a buscar una de esas cosas de madera como la que tenéis en mi habitación —seguía John—, pero como no pudo encontrar una, colgó la ropa sobre el maniquí para la armadura y aunque no lo creáis la prima Kat se despertó de noche y empezó a atacar al maniquí con una espada creyendo que era un bandido…

Había que confiar en John, pensó Jenny: si no podía impresionarlos en su propio terreno, el de la corte, tampoco trataría de hacerlo en el terreno de las baladas de Gareth. Todos habían sucumbido al diablo de la malicia de Aversin, el diablo que la había atraído desde el primer momento en que se encontraron como adultos. Él había usado la exageración para defenderse de su desprecio, pero el hecho de que lo hubiera logrado hacía que Jenny tuviera una opinión un poco mejor de esos cortesanos de Zyerne.

Terminó su comida en silencio y ninguno de ellos la vio marcharse.

—Jenny, esperad. —Una figura alta se desprendió del conjunto de las formas brillantes de la antecámara y se apresuró por el vestíbulo para alcanzarla, tropezando con un escabel a medio camino.

Jenny se detuvo en la sombra envolvente de las persianas de la escalera. Desde la antecámara ya llegaba el sonido de la música, no las notas de los músicos pagados esta vez, sino las canciones complejas diseñadas para demostrar la habilidad de los cortesanos mismos. Saber tocar música, según parecía, era la marca de un noble; la música del clavicordio y del doble dulcémele se fundían en un contrapunto como de encaje y de allí surgían luego los temas como caras familiares a medias que se divisan de pronto entre una multitud. Sobre las armonías elaboradas, ella oyó la tonada alegre, impenitente de la flautita de John que seguía la melodía de oído y sonrió. Si los Doce Dioses del Cosmos bajaran a la tierra, tendrían que trabajar mucho para desconcertar a John.

—Jenny…, lo…, lo lamento. —Gareth jadeaba un poco por la precipitación. Había vuelto a ponerse los anteojos rotos; la quebradura al final del cristal derecho brillaba como una estrella—. No sabía que sería así. Pensé…, él es un Vencedor de Dragones…

Ella estaba de pie unos pocos escalones más arriba del tramo; extendió la mano y le tocó la cara, casi al mismo nivel de la suya.

—¿Recuerdas cuando lo conociste?

Él se sonrojó de vergüenza. En la antecámara iluminada, el cuero y la capa de cuadros de John lo hacían parecer un perro mestizo en medio de una banda de perritos falderos. Estaba examinando con enorme interés un organillo en forma de laúd mientras la pelirroja Hermosa Isolda de Greenhythe contaba la última adquisición de su colección interminable de bromas escatológicas sobre los gnomos. Todos rieron menos John, que estaba demasiado interesado en el instrumento musical que tenía en el regazo para darse cuenta de nada; Jenny vio que la boca de Gareth se torcía con algo entre la rabia y el dolor confuso. Había ido al norte en busca de un sueño, pensó ella; ahora no tenía ni aquello que había buscado ni lo que había pensado que encontraría al volver.

—No debería haber dejado que se burlaran de vos de esa forma —dijo después de un momento—. No pensé que Zyerne…

Se interrumpió, incapaz de seguir. Ella vio cómo la amargura y una desilusión peor que la que le había dado John al aparecer entre los cerdos en Alyn endurecía la boca del muchacho. Probablemente, nunca había visto a Zyerne actuando con esa maldad ridícula, pensó Jenny; o tal vez sólo la había visto en el contexto del mundo que ella misma había creado, un mundo del que él tampoco había salido nunca hasta entonces.

Gareth respiró hondo y continuó:

—Sé que debería haberos defendido de alguna forma, pero…, pero no sabía cómo… —Extendió las manos, impotente. Con la primera expresión de humor ante sí mismo que Jenny le hubiera escuchado, agregó—: ¿Sabéis?, en las baladas es tan fácil rescatar a alguien. Quiero decir, si uno es derrotado, al menos puede morir con honor y no tener que sufrir que todos se le rían en la cara durante las tres semanas siguientes.

Jenny rió y extendió la mano para tocarle el brazo. En la penumbra, los rasgos de Gareth eran sólo un borde dorado a lo largo de la mejilla flaca y los círculos gemelos de los lentes estaban opacos con los reflejos de la lámpara que brillaban sobre unos pocos mechones de su cabello, rojos como el fuego, y formaban una luz puntiaguda a lo largo de los bordes de su cuello de puntillas.

—No te preocupes por eso. —Sonrió—. Como matar dragones, es un arte especial.

—Escuchad —dijo Gareth—. La…, lamento haberos engañado. No lo hubiera hecho de haber sabido que sería así. Pero Zyerne envió un mensajero a mi padre…, hay sólo un día de camino a Bel y está preparando una habitación de huéspedes para vosotros en palacio. Estaré con vosotros cuando os presenten al rey y sé que querrá aceptar los términos… —Se detuvo, como si recordara sus últimas mentiras dichas con la misma seguridad—. Quiero decir, realmente lo sé esta vez. Desde la llegada del dragón, ha habido una gran recompensa para quien lo matara, más que el pago de un destacamento durante todo un año. Tiene que escuchar a John.

Jenny apoyó un hombro contra el tallado del poste de la escalera; las chispas de la luz de la lámpara reflejada se filtraban a través de las persianas y tachonaban de oro su vestido negro y plata.

—¿Es tan importante para ti?

Él asintió. Hasta con las hombreras de moda de su jubón blanco y violeta, sus hombros angostos parecían inclinados por el cansancio y la derrota.

—No dije la verdad en el fuerte —dijo con voz reposada—. Pero dije que sé que no soy un guerrero ni un caballero andante y sé que no soy bueno en los juegos. Y no soy tan estúpido como para creer que el dragón no me mataría en un segundo si fuera a atacarlo…, sé que todos aquí se ríen cuando hablo de honor y caballerosidad y de los deberes de un caballero y vos y John también… Pero eso es lo que hace de John el barón de las Tierras de Invierno y no sólo un bandido más, ¿no es cierto? No tenía por qué matar ese primer dragón. —El muchacho hizo un gesto cansado, se encogió de hombros y fragmentos de luz volaron a lo largo de las rayas blancas de sus mangas cortadas hacia los diamantes de sus puños—. No podía quedarme con los brazos cruzados. Tenía que intentarlo, incluso si lo hacía mal.

Jenny sintió que nunca antes lo había querido tanto. Dijo:

—Si realmente lo hubieras hecho mal, no estaríamos aquí.

Trepó lentamente las escaleras y cruzó la galería que separaba el resto de la casa del vestíbulo. Como la escalera, estaba encerrada en un enrejado de piedra tallado con formas de enredaderas y árboles, y las sombras temblaban como arlequines inquietos sobre su vestido y su cabello. Se sintió cansada y fría de haberse mantenido entera durante toda la noche…; las bromas astutas y la malicia de encaje de la corte de Zyerne la habían lastimado más de lo que quería admitir. Les tenía lástima, un poco, por lo que eran, pero no tenía la piel dura de John.

Ella y John tenían la más pequeña de las habitaciones al final de ese ala del edificio; Gareth, la más grande, justo al lado. Como todo lo demás en la casa de Zyerne, estaban muy bien decoradas. Las rojas cortinas adamascadas de la cama y las lámparas de alabastro estaban diseñadas como un escenario para la belleza de Zyerne y una prueba de su poder para lograr que el rey le diera lo que quería. Con razón, pensó Jenny, Gareth desconfiaba de todas las hechiceras que tuvieran poder sobre el corazón de un líder…

Al dejar atrás el ruido de la galería y volverse hacia el corredor, notó el roce duro de su ropa prestada sobre la madera tallada del piso y, con su viejo instinto de silencio, se recogió las pesadas faldas y las levantó. Frente a ella la luz de la lámpara de una puerta entreabierta formaba un trapezoide dorado de brillo a través de la oscuridad. Zyerne, y Jenny lo sabía, no estaba abajo con los demás, y se sintió inquieta e incómoda ante la idea de encontrarse con esa niña hermosa, malcriada, poderosa, especialmente aquí en su propia casa donde tenía el poder absoluto. Así, Jenny pasó frente a la puerta abierta en una nube de ilusión; y aunque se detuvo en las sombras ante lo que vio adentro bajo la luz, permaneció invisible.

Habría sido así, pensó después, incluso si no se hubiera envuelto en los hechizos que desviaban las miradas fortuitas. Zyerne estaba sentada en una isla de brillo; el reflejo de una lámpara de noche acariciaba el dorado de su silla de ébano; estaba tan quieta que ni siquiera las sombras de puntas doradas de sus velos de encaje se movían bajo su vestido. Tenía las manos sobre la cara de Servio Clerlock, arrodillado a sus pies, y la inmovilidad era tal que ni siquiera se veía el brillo de los zafiros en el cabello del hombre; sólo ardían con fuerza con un único reflejo. Aunque él tenía la cara vuelta hacia arriba, sus ojos estaban cerrados; era la cara contorsionada, intensa de un hombre que siente un éxtasis tan inmenso que casi se ha transformado en dolor.

La habitación respiraba magia y el peso de ésta era un brillo tintineante en el aire. Como maga, Jenny podía sentirla, la olía como al incienso; pero era un incienso cargado de podredumbre. Se alejó unos pasos, asqueada. Aunque las manos de Zyerne sobre la cara de Servio era el único contacto entre los dos cuerpos, Jenny tuvo la sensación de haber visto algo obsceno. Los ojos de Zyerne estaban cerrados, fruncía el ceño infantil en una leve concentración; la sonrisa que curvaba sus labios era de satisfacción emocional y física, como una mujer después de un acto sexual.

No de amor, pensó Jenny, mientras se alejaba de la escena moviéndose de nuevo sin sonido por el pasillo, sino de cierta forma privada de saciedad.

Jenny se sentó durante un largo rato en el alféizar de la ventana oscura de su habitación y pensó en Zyerne. La luna se levantó salpicando las puntas desnudas de los árboles sobre la alfombra blanca de nieblas que se arrastraba por el suelo; oyó que los relojes daban la hora en la planta baja y oyó el ruido de las voces y las risas. La luna estaba en cuarto creciente y había algo en eso que preocupaba a Jenny, aunque por el momento no sabía qué era. Al cabo de un rato, oyó que la puerta se abría suavemente tras ella y se volvió para ver la silueta de John contra la luz tenue de la lámpara que ardía en el pasillo. Su reflejo arrojó una lluvia de chispas metálicas de su jubón y puso un halo primitivo sobre la lana rústica de su capa. Él dijo con voz suave a la oscuridad:

—¿Jen?

—Estoy aquí.

La luz de la luna brilló sobre sus anteojos. Ella se movió un poco; las sombras en barras de las ventanas sobre su vestido negro y plateado la hacían casi invisible. Él llegó con cuidado por el terreno poco familiar del suelo, las manos y la cara como manchas pálidas contra su ropa oscura.

—Dios —dijo él disgustado mientras se soltaba la capa—. Venir aquí a arriesgar mis huesos para matar un dragón y terminar haciéndome el payaso para un grupo de chicos. —Se sentó sobre el borde de la cama con cortinas y trabajó con las hebillas pesadas de su jubón.

—¿Gareth te ha dicho algo?

Los anteojos brillaron de nuevo cuando él asintió.

—¿Y?

John se encogió de hombros.

—No me extraña que sea un patán lisiado y torpe con menos sentido común que los arbustos de mi prima Dilly. Con el medio en que se mueve… Y realmente se arriesgó para buscarme, tengo que reconocerlo. —La voz de John se convirtió en murmullo cuando se agachó para sacarse las botas—. Aunque te apuesto todo el oro del dragón contra manzanas verdes que no tenía ni idea de lo peligroso que iba a ser. Dios sabe lo que yo hubiera hecho de haber estado en sus zapatos, tan desesperado por ayudar y sabiendo que no tiene ni una oportunidad contra el dragón si lo hace él mismo. —Puso las botas en el suelo y se sentó de nuevo—. Sin embargo, ya que hemos venido hasta aquí, sería tonto si no hablara con el rey y viera lo que me ofrece, aunque estoy seguro de que vamos a tener que enfrentarnos a Zyerne en cualquier trato que hagamos con él.

Incluso mientras se hacía el payaso, pensó Jenny mientras se sacaba las peinetas del cabello y dejaba que su velo de moda cayera al suelo, John no se perdía nada de lo que pasaba a su alrededor. La seda almidonada parecía fría bajo sus dedos por la cercanía de la ventana, como el cabello cuando desenrolló su espiral pesada y la dejó golpear seca contra sus hombros huesudos, medio desnudos. Finalmente dijo:

—Cuando Gareth me habló por primera vez de ella, me sentí celosa, la odié sin haberla visto siquiera. Era todo lo que yo siempre quise, John: genio, tiempo y belleza —agregó mientras se daba cuenta de que eso último también importaba—. Tenía miedo de que todavía fuera eso.

—No sé, amor. —John se puso de pie, descalzo, en pantalones y con la camisa arrugada, y fue hasta la ventana donde ella estaba—. No me suena mucho a lo que tú eres. —Tenía las manos cálidas a través de los rasos duros, fríos de la ropa prestada, cuando recogió el peso renegrido del cabello de Jenny y lo dividió en columnas que se deslizaron a través de sus dedos—. No sé nada de su magia, porque no nací mago, pero sé que es cruel por el placer de serlo, no en las cosas grandes que harían que se notara, sino en las pequeñas y sé que hace que otros lo sean, les enseña con el ejemplo y la broma a ser tan crueles como ella. Yo azotaría a Ian si tratara a un huésped como ella te ha tratado a ti. Y ahora entiendo lo que quería decir ese gnomo que encontramos en el camino cuando dijo que envenena todo lo que toca. Pero es sólo una amante, eso es todo lo que es. Y en cuanto a su belleza… —Se encogió de hombros—. Si yo tuviera un poco más de ingenio para la forma, también sería hermoso.

Sin quererlo, Jenny rió y se recostó en los brazos de Aversin.

Pero luego, en la oscuridad de la cama rodeada de cortinas, volvió a su mente el recuerdo de Zyerne. La vio de nuevo a ella y a Servio en el aura rosada de la luz de la lámpara y sintió el peso y la fuerza de la magia que había llenado la habitación como el silencio sólido que se levanta antes del trueno. ¿Era sólo la magnitud del poder lo que le asustaba?, se preguntó. ¿O había sido la sensación de que había algo sucio en él, como el regusto de la leche agria? ¿O era sólo el gusano de su envidia ante las artes más grandes de una mujer más joven que ella?

John había dicho que no sonaba a lo que era Jenny, pero ella sabía que estaba equivocado. Ella era así, era la parte de sí misma que estaba tratando de combatir, la niña de catorce años todavía enterrada en su alma, llorando con rabia agotada y amarga cuando las lluvias que había conjurado su maestro no se dispersaban ante sus hechizos adolescentes. Había odiado a Caerdinn por ser más fuerte que ella. Y aunque después de largos años de cuidar a ese viejo irascible, el odio se había transformado en afecto, nunca había olvidado que era capaz de odiar. Tanto, pensó con ironía, como era capaz de hacerle los hechizos de la muerte a un hombre indefenso, como hiciera con el bandido moribundo en las ruinas de la vieja ciudad; tanto como era capaz de dejar a un hombre y a dos niños que la querían para ir detrás del poder que deseaba.

¿Habría sido capaz de entender lo que vi esta noche si hubiera dedicado todo mi corazón, todo mi tiempo, al estudio de la magia? ¿Tendría un poder como ése, enorme como una tormenta reunida entre mis manos?

A través de las ventanas, más allá de las cortinas partidas de la cama, veía el ojo frío y blanco de la luna. Su luz, quebrada por el alféizar, se esparcía como las espinas de una cola de pez sobre el raso negro y blanco del vestido que había usado y sobre el respetable traje marrón que no se había puesto John. Tocaba la cama y destacaba las heridas que cruzaban el brazo desnudo de John, brillaba sobre la palma abierta de su mano y delineaba la forma de su nariz y sus labios contra la oscuridad. De pronto, la visión en el cuenco lleno de agua volvió a ella, una sombra helada en su corazón.

¿Sería capaz de salvarlo, si fuera más poderosa?, se preguntó. ¿Si hubiera dedicado su tiempo sólo a sus poderes, en lugar de dividirlo entre ellos y John? ¿Era eso, en realidad, lo que había dejado de lado sin preocuparse: la capacidad para salvarlo?

En algún lugar, crujió una puerta. Jenny respiró lentamente para escuchar, oyó un sonido casi imperceptible de pies desnudos junto a su puerta y la vibración sorda de un hombre que golpeaba la pared.

Se deslizó fuera de las sábanas sedosas y se puso la camisa. Se envolvió en la primera prenda que encontró, la capa de John, y cruzó con rapidez la oscuridad de la habitación hacia la puerta.

—¿Gar?

Estaba de pie a unos metros de ella, abstraído y muy joven en su camisón. Los ojos grises miraban hacia delante, sin los anteojos, y el cabello fino estaba aplastado y enredado por apoyarlo en la almohada. Se asustó al sonido de la voz de Jenny y casi cayó, aferrándose de la pared para sostenerse. Ella se dio cuenta entonces de que lo había despertado.

—Gar, soy yo, Jenny. ¿Estás bien?

Tenía la respiración agitada del susto. Le puso una mano sobre el brazo para sostenerlo y él parpadeó con sus ojos miopes, mirándola un momento. Luego, respiró hondo.

—Muy bien —dijo tembloroso—. Estoy bien, Jenny. Yo… —Miró a su alrededor y se pasó una mano temblorosa por el cabello—. Debo…, debo de haber estado caminando en sueños de nuevo.

—¿Lo haces a menudo?

Asintió y se frotó la cara.

—Quiero decir… No en el norte, pero a veces aquí, sí. Es que soñaba… —Hizo una pausa, tratando de recordar—. Zyerne…

—¿Zyerne?

El color inundó de pronto la cara pálida.

—Nada —murmuró y evitó los ojos de Jenny—. Quiero decir…, no me acuerdo.

Jenny lo dejó a salvo en el umbral oscuro de su habitación y luego se quedó de pie un momento en el pasillo, oyendo los sonidos pequeños de las cortinas de las camas y las sábanas cuando él las apartó para volver a dormirse. No sabía lo tarde que era. La casa estaba silenciosa a su alrededor, sintió los olores de las velas que ya se habían apagado hacía mucho, del vino derramado y el residuo mal ventilado de la pasión, ahora opaco y maloliente. A todo lo largo del corredor, las habitaciones estaban a oscuras, todas menos una, una que tenía la puerta entreabierta. El brillo leve de una sola lámpara de noche brillaba por dentro, y su luz yacía sobre el parqué sedoso del suelo como una mantilla abandonada de oro luminoso.