4

En los días siguientes, Jenny notó con interés el cambio de actitud de Gareth hacia ellos. En general, parecía volver a la amistad confiada que le había demostrado después de que ella lo rescatara de los bandidos entre las ruinas, antes de que supiera que era la amante de su héroe, pero no era exactamente lo mismo. Esa actitud alternaba con un nerviosismo creciente y con silencios extraños y tensos en las conversaciones. Si había mentido acerca de algo en el fuerte, pensaba Jenny, ahora lo lamentaba…, pero no lo suficiente como para confesar la verdad.

Fuera cual fuese la verdad, ella sintió que había estado muy cerca de saberla el día siguiente al rescate de los Meewinks. John se había adelantado para explorar el ruinoso puente de piedra que cruzaba el torrente del río Serpiente, dejándolos solos con los caballos y mulas de refresco en el silencio profundo de los bosques de invierno.

—¿Son reales los Murmuradores? —preguntó con suavidad, mirando sobre su hombro como si temiera volver a ver la visión de la noche anterior materializándose en la realidad del día desde las nieblas que se deslizaban entre los árboles.

—Lo suficientemente reales como para matar a un hombre —dijo Jenny—, si pueden alejarlo de sus amigos. Beben sangre, por lo que deben de tener suficiente materia para necesitar alimento, pero además de eso, nadie sabe mucho sobre ellos. Escapaste por poco.

—Lo sé —murmuró él, mirándose las manos con la cara avergonzada. Estaban desnudas y agrietadas por el frío…, había perdido sus guantes, su capa y su espada en casa de los Meewinks.

Jenny sospechaba que más adelante, en invierno, los Meewinks las hervirían y se comerían el cuero. Una de las viejas capas a cuadros de John estaba envuelta sobre el jubón y el justillo prestados del muchacho. Con el cabello fino cubierto de humedad que caía sobre los cristales de sus anteojos rotos, se parecía muy poco al joven cortesano que había llegado al fuerte.

—Jenny —dijo titubeando—, gracias…, es la segunda vez…, gracias por salvarme la vida. La…, lamento haberme portado como lo hice con vos. Es sólo que… —Su voz se detuvo, incierta…

—Sospecho —dijo Jenny con amabilidad— que me tomaste por alguien que conoces.

Las mejillas del muchacho enrojecieron. El viento gimió entre los árboles desnudos y él se asustó, luego se volvió hacia ella con un suspiro.

—La verdad es que me salvasteis la vida arriesgando la vuestra y yo puse en peligro la de ambos de la forma más estúpida. No debería haber confiado en los Meewinks. Nunca debería haber abandonado el campamento. Pero…

Jenny sonrió y meneó la cabeza. La lluvia había cesado y ella se había vuelto a sacar la capucha y ahora el viento jugaba con sus cabellos; con un toque de los talones, apuró de nuevo al Ruano Más Estúpido y todo el grupo se movió por el camino.

—Es difícil —dijo ella— no creer en las ilusiones de los Murmuradores. Aunque sepamos que ésos que vemos no pueden estar ahí afuera del círculo encantado gritando nuestro nombre, hay una parte de nosotros que necesita ir con ellos.

—¿Qué…, qué formas les habéis visto tomar? —preguntó Gareth en voz baja.

El recuerdo era malo y pasó un momento antes de que Jenny contestara. Luego, dijo:

—La de mis hijos, Ian y Adric. —La visión había sido tan real que incluso después de haber conjurado sus imágenes en el cristal de Caerdinn para asegurarse de que estaban a salvo en el fuerte, los temores de Jenny por ellos no se habían calmado del todo en su mente. Después de pensar un momento, siguió hablando—. Es extraño. Toman la forma que más inquieta al que los ve; conocen no sólo nuestros amores, sino también nuestras culpas y nuestros deseos.

Gareth se encogió al oír eso y desvió la mirada. Siguieron cabalgando en silencio durante unos momentos. Luego, el muchacho dijo:

—¿Cómo lo saben?

Ella negó con la cabeza.

—Tal vez realmente leen los sueños. Tal vez sólo son espejos y, como tales, no tienen idea de lo que reflejan. Los hechizos que les echamos no tienen fuerza porque ellos no conocen su esencia.

Él frunció el ceño, curioso.

—¿Su qué?

—Su esencia, su ser interior. —Ella se detuvo sobre el comienzo de una bajada del camino, brusca, inundada, en la que el agua yacía entre los árboles como una serpiente brillante—. ¿Quién eres, Gareth de Magloshaldon?

Se asustó al oír la pregunta, y durante un instante, ella vio el miedo y la culpa en sus ojos grises. El muchacho tartamudeó:

—Yo…, yo soy Gareth de…, de Magloshaldon. Es una provincia de Belmarie…

Los ojos de ella buscaron los del chico y mantuvieron la mirada bajo las sombras grises de los árboles.

—Y si no fueras de esa provincia, ¿todavía serías Gareth?

—Bueno…, sí, claro… Yo…

—¿Y si no fueras Gareth? —le presionó ella, manteniendo la mirada y la mente de él atrapadas en las suyas—. ¿Todavía serías tú? Si estuvieras inválido, o fueras viejo…, si te transformaras en leproso, o perdieras tu masculinidad…, ¿quién serías entonces?

—No sé…

—Sí que lo sabes.

—¡Basta! —Él trató de desviar la vista y no pudo. Su control sobre él se estrechó y buscó en su mente, mostrándosela con sus ojos: un caleidoscopio vivo de imágenes prestadas de miles de baladas, ardiendo con los deseos físicos incontenibles de la adolescencia; las heridas abiertas dejadas por alguna traición amarga y sobre todo, la oscuridad sombría de una culpa y un miedo casi intolerables.

Jenny buscó en esa oscuridad…, las mentiras que Gareth había dicho a John en el fuerte y alguna culpa aún mayor por detrás. ¿Un crimen verdadero o sólo algo que a él le parecía un crimen?, se preguntó Jenny. Gareth gritó de nuevo:

—¡Basta! —Ella oyó la desesperación y el terror en su voz; durante un momento, a través de los ojos de Gareth, se vio a sí misma, ojos azules sin piedad en una cara como un yunque blanco de hueso entre los arroyos oscuros del cabello. Recordó el momento en que Caerdinn le había hecho lo mismo y le dejó ir con rapidez. Él se dio media vuelta y se cubrió la cara. Todo el cuerpo le temblaba de terror y de sorpresa.

Después de un momento, Jenny dijo con suavidad:

—Lo lamento. Pero ése es el corazón de la magia, la forma en que funcionan todos los hechizos…, con la esencia, con el nombre verdadero. Es verdad con respecto a los Murmuradores y también con respecto a los magos más grandes. —Chasqueó la lengua para apurar a los caballos y siguieron adelante otra vez. Los cascos se hundían con un sonido húmedo en el barro color té. Ella añadió—: Todo lo que puedes hacer es preguntarte a ti mismo si es razonable que eso que ves esté ahí en los bosques, llamándote.

—Pero de eso se trata justamente —dijo Gareth—. Era razonable. Zyerne… —Se detuvo.

—¿Zyerne? —Era el nombre que él había murmurado en sus sueños en el fuerte, mientras se alejaba, con horror, de las manos de Jenny que lo buscaban para curarlo.

—La dama Zyerne —dijo él, titubeando—. La…, la amante del rey. —Bajo la capa movediza de lluvia y barro, su cara era de un color rojo fuerte. Jenny recordó su sueño extraño y nebuloso de una mujer de cabello oscuro y su risa de campanillas de cristal.

—¿Y la amas?

Gareth enrojeció todavía más. En una voz tensa y dura repitió:

—Es la amante del rey.

Y yo soy la amante de John, pensó Jenny, que se había dado cuenta de pronto de dónde venía la rabia que había sentido el muchacho contra ella.

—De todos modos —siguió Gareth después de un minuto—, todos estamos enamorados de ella. Es…, es la primera dama de la corte, la más hermosa… Escribimos sonetos sobre su belleza…

—¿Ella te ama? —preguntó Jenny, y Gareth se quedó callado mientras se concentraba en hacer que su caballo avanzara sobre el barro y luego hacia arriba por una pendiente rocosa.

Finalmente dijo:

—No…, no sé. A veces, creo… —Luego meneó la cabeza—. Me asusta —admitió—. Y además, es…, es una hechicera.

—Sí —dijo Jenny con suavidad—. Lo supuse por lo que dijiste en el fuerte. Tú tenías miedo de que yo fuera como ella.

La miró horrorizado, como si lo hubiera atrapado en una falta social terrible.

—Pero no, no lo sois. Ella es tan hermosa… —Y se interrumpió, sonrojado y ansioso, y Jenny rió.

—No te preocupes. Hace mucho que aprendí para qué servía un espejo.

—Pero vos sois hermosa —insistió él—. Es decir, «hermosa» no es la palabra exacta…

—No —sonrió Jenny—. Y creo que «fea» es la palabra que estás buscando.

Gareth meneó la cabeza, testarudo: su honestidad le prohibía llamarla hermosa y su inexperiencia le hacía imposible expresar lo que realmente sentía.

—La belleza…, la belleza no tiene nada que ver con todo esto —dijo finalmente—. Y ella no es como vos: a pesar de su belleza, es astuta y dura y no le importa nada que no sea aumentar sus poderes.

—Entonces es como yo —dijo Jenny—. Porque yo soy astuta, hábil en mis conocimientos, tal como son, y me llamaron dura desde que era niña y prefería quedarme mirando la llama de una vela hasta que venían las imágenes y no jugar en casa como las otras niñas. Y en cuanto al resto… —Suspiró—. La clave de la magia es magia. Para ser mago hay que serlo. Mi viejo maestro solía decirme eso. La búsqueda de los poderes se lleva todo lo que tienes si quieres ser grande…, y no deja ni tiempo ni energía para nada más. Nacimos con las semillas del poder en nosotros y queremos ser lo que somos con un hambre insaciable. El conocimiento…, el poder…, saber la canción que cantan las estrellas; centrar todas las fuerzas de la creación en una runa dibujada en el aire…, nunca podemos dejar de lado todo eso. Es la materia de la soledad, Gareth.

Cabalgaron en silencio por un tiempo. Los bosques eran hierro y peltre a su alrededor, manchados aquí y allá con el óxido del año que moría. En la luz leve, Gareth parecía mayor que cuando habían empezado el viaje, porque había perdido peso y la falta de sueño había dejado lagos permanentes de hollín bajo sus ojos. Finalmente, se volvió de nuevo hacia ella y le preguntó:

—¿Y aman los que nacieron para ser magos?

Jenny suspiró de nuevo…

—Dicen que la esposa de un mago es una viuda. Una mujer que da luz al hijo de un mago debe recordar que él dejará que ella lo críe sola si sus poderes lo llaman a otros sitios. Por esa razón ningún sacerdote quiere hacer la ceremonia para los que nacieron magos y ningún flautista quiere tocar en los ritos. Y sería un acto de crueldad para una hechicera ser madre de los hijos de un hombre.

La miró, sorprendido por sus palabras y por la frialdad de su voz; hablaba como si el asunto no tuviera nada que ver con ella.

Ella continuó, con la mirada fija adelante, en el camino escondido a medias bajo el lodazal de enredaderas entrelazadas.

—A una hechicera siempre le importará más el estudio de sus poderes que sus hijos o que cualquier hombre. Dejará a sus hijos por completo, o llegará a odiarlos por robarle el tiempo que necesita para meditar, estudiar, crecer en su arte. ¿Sabías que la madre de John era una hechicera?

Gareth la miró, impresionado.

—Era chamán de los Bandidos del Hielo; el padre de John la capturó en una batalla. ¿Tus baladas no dicen nada sobre eso?

Él meneó la cabeza, sin decir nada.

—Nada…; en realidad, en la variante de Greenhythe de la balada de Aversin y el Gusano Dorado de Wyr, se describe cómo saludó a su madre en la sala de recepción de ella antes de partir a la lucha con el dragón…, pero ahora que lo pienso, hay una escena muy parecida en la balada de Greenhythe sobre el Vencedor de Dragones Selkythar y en una de las variantes tardías de Halnath sobre la Canción de Antara Damaguerrera. Pensé que era algo que hacían los Vencedores de Dragones.

Una sonrisa tocó los labios de Jenny, luego desapareció.

—Ella fue mi primera maestra en el poder, cuando yo tenía seis años. Decían de ella lo que tú pensaste de mí, que había hechizado a su señor para que la amara, que lo había enredado en su largo cabello. Yo también lo creí, de niña…, hasta que vi cómo luchaba por la libertad que él no quería darle. Cuando la conocí, ya había dado a luz a los hijos de ese hombre; pero cuando John tenía cinco años, se fue en medio de los vientos huracanados de una tormenta de hielo, ella y el viejo lobo de ojos congelados que era su compañero. Nunca volvieron a las Tierras de Invierno. Y yo…

Hubo un largo silencio, quebrado sólo por el ruido suave de los cascos en el camino, el golpeteo de la lluvia y el estallido ocasional de los cascos de la mula Clivy sobre el barro cuando estiraba demasiado la mano al caminar. Cuando Jenny continuó, su voz era baja, como si hablara sobre todo para sí misma.

—Él me pidió que diera a luz a sus hijos, porque quería hijos y quería que esos hijos fueran míos también. Sabía que nunca viviría con él como su esposa, que nunca dedicaría mi tiempo a su comodidad y la de sus hijos. Yo lo sabía también. —Suspiró—. La leona tiene sus cachorros y luego vuelve a la caza. Creí que yo podría hacer lo mismo. Toda mi vida me llamaron dura de corazón…, ojalá lo fuera. No pensé que iba a amarlos así.

A través de los árboles, aparecieron ante la vista de los jinetes las torres ruinosas del puente del río Serpiente. El agua rugía alta y amarilla entre los arcos derrumbados. Frente a ellos había una figura oscura sobre un caballo en el camino sombrío; sus anteojos brillaban como círculos de hielo sucio en la luz fría del día, señal de que el camino estaba libre.

Esa noche acamparon fuera de la ciudad en las ruinas de Ember, que había sido una vez la capital de la provincia de Wyr. Ya no quedaba nada de ella, excepto un montículo erosionado de piedra, cubierto de abedules y arces jóvenes y los restos de los muros de protección. Jenny la conocía desde los tiempos en que ella y Caerdinn habían ido a buscar libros en los desvanes enterrados. Él le había pegado entonces, lo recordaba, cuando ella habló de la belleza de las líneas esqueléticas de piedra que cruzaban la capa oscura de la tierra en barbecho.

Cuando llegó el crepúsculo, montaron el campamento fuera de los muros. Jenny reunió corteza de abedules, que quemaba bien, para usar como leña y buscó agua del arroyo que pasaba cerca. Gareth la vio venir y dejó sus propias tareas para unírsele.

—Jenny —empezó y ella levantó la vista.

—¿Sí?

Hizo una pausa, como un nadador desnudo en el borde de una laguna muy fría, luego obviamente perdió el valor.

—En fin…, ¿hay alguna razón por la que no acampamos en las ruinas de la ciudad?

Eso no era lo que había estado a punto de decir, y era evidente, pero ella volvió a mirar los huesos blancos de la ciudad, envueltos en sombra y parras.

—Sí.

La voz de él bajó.

—¿Hay…, hay algo en esas ruinas?

Los extremos de la boca de Jenny se torcieron un poco.

—No que yo sepa. Pero toda la ciudad está enterrada bajo la mayor extensión de hiedra venenosa de este lado de las Montañas Grises. Así y todo —dijo, mientras se arrodillaba junto al montoncito de madera seca que había logrado reunir y acomodaba la corteza de los abedules debajo de éste—, puse hechizos de protección alrededor del campamento, así que trata de no irte.

Bajó un poco la cabeza ante esa broma amable y enrojeció. Ella agregó, con algo de curiosidad:

—Incluso si esta dama Zyerne de la que hablas es una hechicera…, incluso si te ama, nunca habría venido aquí desde el sur. ¿Sabes? Los magos sólo se transforman en pájaros en las baladas, porque cambiar tu esencia en la esencia de otra forma de vida, y eso es el cambio de forma en realidad, además de ser peligroso, requiere una enorme cantidad de poder. No es algo que se haga así como así. Cuando los magos viajan, lo hacen sobre sus dos pies.

—Pero… —La frente de Gareth se arrugó. Ahora que había decidido ser el campeón de Jenny, no quería reconocer que hubiera algo que ella no pudiera hacer—. Pero la dama Zyerne lo hace constantemente. La he visto hacerlo.

Jenny se congeló en el acto de arreglar los troncos, cortada por una punzada súbita de celos calientes, celos que creía haber dejado de sentir hacía ya mucho, los celos amargos de la juventud hacia los que eran más hábiles que ella. Había trabajado toda su vida para librarse de ellos, sabiendo que le impedían aprender de los que eran más poderosos. Y fue esa idea la que le hizo decirse, un momento después, que no debía impresionarse cuando le contaban algo sobre la forma en que otros usaban el poder.

Sin embargo, en el fondo de su mente, podía oír al viejo Caerdinn hablando de los peligros de tomar una esencia extraña, incluso si uno tenía el poder necesario para realizar la transformación y del poder que podía tener esa otra forma sobre la mente de todos, menos la de los más poderosos.

—Debe de ser una maga muy poderosa entonces —dijo, luchando contra su propia envidia. Con un toque de su mente, llamó al fuego en la leña y éste brilló con calor bajo la madera. Hasta esa pequeña magia le mordía, como una aguja olvidada por el descuido de alguien en un vestido, con el reflejo amargo de la pequeñez de su poder—. ¿Qué formas le has visto tomar? —Se dio cuenta mientras hablaba de que esperaba que él dijera que en realidad no había visto ninguna forma y que era sólo un rumor.

—Una vez un gato —dijo él—. Y otra, un pájaro, una golondrina. Y tomó otras formas en…, sueños que tuve. Es extraño —siguió un poco apresurado—. En las baladas no le dan mucha importancia. Pero es horrendo, y una mujer a la que… —tropezó con la voz, casi como si hubiera mordido algún verbo al que reemplazó con—: que conozco, retorciéndose y ajándose, transformándose en una bestia. Y luego, la bestia me miró con los ojos de ella.

Se dobló con las piernas cruzadas junto al fuego mientras Jenny ponía la sartén de hierro sobre las brasas y empezaba a mezclar la comida para las tortillas. Jenny le preguntó:

—¿Ella es la razón por la que le pediste al rey que te enviara al norte, a buscarnos? ¿Viniste para escaparte de ella?

Gareth desvió la cara. Después de un momento, asintió:

—No quiero…, no quiero traicionar al rey. —Las palabras parecían extrañas cuando habló—. Pero a veces siento que mi destino es hacerlo. Y no sé qué hacer. Policarpio la odiaba —continuó después de unos instantes en los que pudo oírse la voz de John que maldecía alegremente a las mulas Clivy y Cabeza de Melón mientras descargaba el resto de los paquetes—. El Señor de Halnath, el rebelde. Siempre me advirtió que me apartara de ella. Y odiaba la influencia que ella tenía sobre el rey.

—¿Por eso se rebeló?

—Tal vez tuvo algo que ver. No sé. —Gareth jugó con un pedazo de comida que había quedado en el cuenco, el gesto triste y desesperado—. Él…, él trató de asesinar al rey y…, y al heredero del trono, el hijo del rey. Policarpio es el siguiente en la línea de sucesión, el sobrino del rey. Creció en el palacio como una especie de rehén después de que su padre se rebelara. Extendió un cable sobre una valla en el campo de caza en una mañana de niebla cuando pensó que nadie lo vería hasta que fuera demasiado tarde. —La voz se le quebró un poco cuando agregó—: Yo fui el que lo vio hacerlo.

Jenny echó una mirada a esa cara flaca, quebrada por la oscuridad y la luz saltarina de las llamas en un mosaico primitivo de sombras y llanos.

—Tú lo querías, ¿verdad?

Él logró asentir:

—Creo que era mi mejor amigo, más que cualquier otro en la corte. La gente…, la gente de nuestra edad allí…, Policarpio es cinco años mayor que yo, se burlaban de mí porque colecciono baladas y porque soy torpe y no veo nada sin mis anteojos; también se burlaban de él porque su padre fue ejecutado por traición y porque es un filósofo. Muchos de los Señores lo son. Es por la universidad de Halnath…, generalmente son ateos y causan problemas. Su padre, el que se casó con la hermana del rey, era ateo. Pero Policarpio siempre fue como un hijo para el rey. —Se sacó de la alta frente las mechas leves, húmedas del cabello y terminó en una voz estrangulada—. Hasta cuando lo vi hacerlo, no podía creerlo.

—¿Y lo denunciaste?

El aliento de Gareth se escapó en un suspiro defensivo.

—¿Qué podía hacer?

¿Era eso lo que les había escondido?, se preguntó Jenny. ¿El hecho de que el reino mismo estaba dividido por la amenaza de una guerra civil, como las Guerras de Familia que habían hecho retirar las tropas del rey de las Tierras de Invierno hacía un tiempo? ¿Había tenido miedo de que si John sabía que había una posibilidad de que el rey le negara las fuerzas que necesitaba, no aceptara hacer el viaje?

¿O había algo más?

Ya era oscuro. Jenny sacó las tortillas del fuego y las puso en un plato de madera mientras cocinaba cerdo salado y judías. Mientras Gareth hablaba, John se les había unido y escuchaba a medias lo que decían mientras con la otra parte de su atención vigilaba los bosques que los rodeaban.

Mientras comían, Gareth continuó:

—De todos modos, Policarpio consiguió salir de la ciudad antes de que lo buscaran. Las tropas del rey lo esperaban en el camino de Halnath, pero creemos que fue por la Gruta y los gnomos lo llevaron a la ciudadela por ahí. Luego ellos…, los gnomos, cerraron la puerta que lleva de la Gruta a la ciudadela y dijeron que no iban a mezclarse en los asuntos de los hombres. No dejan pasar a las tropas del rey a través de la Gruta para tomar la ciudadela por el otro lado, pero tampoco permiten salir por ese lado a los rebeldes ni les venden comida. Se dijo algo de que usaron pólvora para cerrar los túneles desde Halnath. Pero luego, llegó el dragón.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó John.

—Cuando apareció el dragón, Policarpio abrió las puertas que dan hacia la Gruta en la ciudadela y dejó que los gnomos se refugiaran allí. Al menos, muchos de ellos lo hicieron, aunque Zyerne dice que ellos estaban con el Señor de Halnath desde el comienzo. Y ella debe de saberlo…, se crió en la Gruta.

—¿Ah, sí? —John tiró uno de los huesos de cerdo al fuego y se limpió los dedos en un pedazo de tortilla de cereal—. Me pareció que ese nombre sonaba al idioma de los gnomos.

Gareth asintió.

—Los gnomos solían tomar muchos hijos de los hombres como aprendices en la Gruta, generalmente chicos de Grutas, la ciudad que queda, o quedaba, en el valle frente a las Grandes Puertas de la Gruta misma, donde se hacía el fundido del oro y el comercio de comestibles. No lo han hecho en el último año, en realidad, el año pasado prohibieron la entrada a la Gruta a los hijos de los hombres.

—¿Sí? —preguntó John, curioso—. ¿Y por qué?

Gareth se encogió de hombros.

—No sé. Son criaturas extrañas y traicioneras. Zyerne dice que nunca se puede saber lo que están planeando.

Cuando la noche se hizo más profunda, Jenny dejó a los hombres junto al fuego y caminó en silencio los límites del campamento, controlando los círculos encantados que lo defendían contra los diablos de la sangre, los Murmuradores y los fantasmas tristes que recorrían las ruinas de la vieja ciudad. Se sentó sobre lo que había sido un mojón, justo un poco más allá del límite del círculo de luz del fuego y se hundió en la meditación que había descuidado ya por algunas noches.

No era la primera vez que la había descuidado…, era totalmente consciente de las noches en que la había dejado de lado por estar en el fuerte con John y sus hijos. ¿Si no la hubiera descuidado, si no hubiera descuidado la búsqueda del poder, habría sido tan poderosa como esa Zyerne que podía cambiar de forma como un capricho más? Los mandamientos de Caerdinn en contra del cambio de forma volvieron a su mente, pero se preguntó si no era sólo su envidia la que hablaba, su propio odio del poder de otro. Caerdinn era viejo entonces y no había nadie más en las Tierras de Invierno a quien ella pudiera acudir para educarse después de la muerte del maestro. Como John, ella era una erudita privada de la sustancia de la erudición: como la gente de la aldea de Alyn, estaba limitada por el destino que la había plantado en ese suelo pedregoso.

Contra las cintas amarillas de las llamas, veía el cuerpo de John que se hamacaba cuando hacía gestos al narrar a Gareth alguna historia increíble de su vasta colección de cuentos sobre las Tierras de Invierno y su gente. ¿El bandido más gordo de las Tierras de Invierno?, se preguntó ella. ¿O una acerca de su increíble tía Mattie? Se le ocurrió por primera vez que era por ella, tanto como por su gente, que John había aceptado la misión del rey, por las cosas que ella nunca había tenido, y por los hijos.

¡Eso no vale su vida!, pensó con desesperación. ¡Me las puedo arreglar muy bien con lo que tengo! Pero las ruinas silenciosas de Ember se burlaban de ella, los huesos desnudos velados por la oscuridad, y la parte reposada de su corazón le murmuró que era él quien debía elegir y no ella. Ella sólo podía hacer lo que estaba haciendo: elegir a su vez y abandonar sus estudios para cabalgar con él. El rey había enviado su orden y su promesa y John obedecería al rey.

Cinco días al sur de Ember, las tierras se abrieron una vez más. Los bosques dejaron paso a las laderas largas, chatas, aluvionales que llevaban hacia abajo, al Salvaje, el límite norte de las tierras de Belmarie. Era un país desierto, pero sin la desolación encantada de las Tierras de Invierno; había granjas allí, como pequeñas fortalezas rodeadas de paredes y el camino estaba al menos pasablemente seco. Aquí encontraron por primera vez a otros viajeros, mercaderes que iban al norte y al este, con noticias y rumores de la capital: de la amenaza del dragón que asolaba la región y de la inquietud social en Bel por el alto precio del grano.

—Y tiene sentido, ¿no os parece? —dijo un pequeño mercader con cara de zorro acompañado de una caravana de mulas cargadas—. Con el dragón arruinando la cosecha y el grano que se pudre en los campos; sí, y los gnomos que se refugiaron en Bel se guardan el grano y se lo quitan de la boca a la gente honesta con su oro mal adquirido.

—¿Mal adquirido? —preguntó John, curioso—. Las minas son suyas, ellos lo fundieron, ¿no es cierto? —Jenny que quería noticias pero no quería irritar al portador, le dio una patada en secreto en la canilla.

El mercader escupió en la zanja repleta junto al camino y se frotó la barba roja salpicada de canas.

—Eso no les da derecho a comprar grano y sacárselo a quienes lo necesitan —dijo—. Y se dice que están comerciando libremente con sus hermanos en Halnath…, sí, y que ellos y el Señor secuestraron al heredero del rey, su único hijo, para tomarlo de rehén.

—¿Podrían haberlo hecho? —preguntó John.

—Claro que sí. Ese Señor es un mago, ¿no es cierto? Y los gnomos nunca fueron buenas personas, siempre causaron problemas y rebeliones en la capital…

—¿Problemas? ¿Rebeliones? —protestó Gareth—. ¡Pero si los gnomos han sido nuestros aliados desde tiempos inmemoriales! Nunca hubo problemas entre nosotros.

El hombre afinó los ojos, con recelo. Pero Gareth sólo gruñó.

—Eso mismo demuestra lo que digo. Son unos insectos traicioneros. —Sacudió la brida de la mula y siguió su camino.

No mucho después, se cruzaron con un grupo de gnomos que viajaban juntos, rodeados de guardias para protegerse, con su riqueza apilada en carros y carruajes. Miraron a John con ojos preocupados, miopes, color ámbar o azul claro bajo cejas bajas, anchas y contestaron sin ganas sus preguntas sobre la situación en el sur.

—¿El dragón? Sí, sigue en Ylferdun, y ninguno de los hombres que ha enviado el rey lo ha sacado de allí. —El gnomo líder jugaba con la punta suave de piel de sus guantes y los vientos leves movían la seda de sus vestidos extraños. Detrás de él, los guardias de la cabalgata miraban a los desconocidos con el rostro manchado de sospecha, como si temieran un ataque incluso de un grupo tan pequeño—. En cuanto a nosotros, por el corazón de la Gruta, ya tuvimos bastante de la caridad de los hijos de los hombres que nos cobran cuatro veces el precio corriente por una habitación que los sirvientes despreciarían y por comida para ratas. —La voz, aguda y leve como la de todos los gnomos, estaba llena de amargura con el jugo del odio que se devuelve al odio—. Sin el oro que se sacó de la Gruta, su ciudad nunca habría sido construida y, sin embargo, no hay un solo hombre que nos dirija la palabra en las calles, salvo para insultarnos. Dicen en la ciudad ahora que estamos planeando algo con nuestros parientes que huyeron por los caminos al otro lado de la Gruta hacia la ciudadela de Halnath. Por la Piedra, son mentiras; pero ahora todos creen esas mentiras en Bel.

Desde los carros y los carruajes y las literas con cortinas se levantó un murmullo de rabia, la rabia de los que nunca antes se han sentido impotentes. Jenny, sentada en silencio sobre Luna, se dio cuenta de que era la primera vez que había visto a los gnomos a la luz del día. Esos ojos, anchos y casi sin color, estaban mal preparados para el brillo; el oído que podía distinguir los murmullos de los murciélagos de las cuevas debía de sentirse torturado por el clamor de las ciudades de los hombres.

Aversin preguntó:

—¿Y el rey?

—¿El rey? —La voz de pito del gnomo se llenó de amargura y todo su cuerpo inclinado tembló con el dolor crudo de la humillación—. Al rey le importamos un rábano. Con toda nuestra riqueza encerrada en la Gruta, con el dragón sentado sobre ella, tenemos muy poco con que comerciar, apenas promesas y con cada día que pasa esas promesas compran menos en una ciudad en la que el pan es caro. Y todo eso, mientras la puta del rey se sienta con la cabeza de él sobre la falda y envenena su mente como todo lo que toca…, como envenenó el mismo corazón de la Gruta.

Junto a ella, Jenny oyó el gemido del aliento retenido de Gareth y vio la rabia que brillaba en sus ojos de muchacho, pero él no dijo nada. Cuando ella lo interrogó con la mirada, Gareth desvió la suya, avergonzado.

Mientras los gnomos se hundían de nuevo en la niebla, John señaló:

—Suena como un verdadero nido de víboras. ¿Realmente te parece que ese Señor podría haber secuestrado al hijo del rey?

—No —dijo Gareth en una voz muy apenada, mientras los caballos seguían adelante hacia el barco, invisible en las tierras bajas hacia el sur—. No puede haber dejado la ciudadela. No es mago…, sólo filósofo y ateo. Yo…, no me preocupo por el hijo del rey. —Se miró las manos y la expresión que había en su rostro era la que Jenny había visto en el campamento fuera de Ember esa noche, una lucha para reunir valor—. Escuchad —dijo temblando—. Tengo que…

—Gar —dijo John con calma y el muchacho se asustó como si lo hubieran quemado. Había un brillo irónico en los ojos castaños de John y un filo como de pedernal astillado en su voz—. El rey no me habrá enviado a buscar por casualidad, por una razón distinta del dragón, ¿verdad?

—No —dijo Gareth sin mirarlo a los ojos, la voz débil—. No…, no lo hizo.

—¿No hizo qué?

Gareth tragó saliva; la cara pálida, de pronto muy tensa.

—Él…, él no envió por vos para otra cosa. Quiero decir…

—Porque —siguió John en esa voz tranquila—, si el rey me envió su sello para meterme en el rescate de ese hijo suyo o ayudarle contra ese Señor de Halnath de que me hablan, o para entrar en sus tratos con los gnomos, tengo cosas mejores que hacer. Hay problemas reales, no sólo dinero y poder en mis tierras y el invierno que se avecina no parece muy bueno. Puedo arriesgar mi vida contra el dragón por la protección del rey para las Tierras de Invierno, pero si hay algo más en esto…

—¡No! —Gareth le aferró el brazo con desesperación, un miedo terrible en su cara, como si pensara que con algo más de provocación, el Vencedor de Dragones daría la vuelta allí mismo y cabalgaría de vuelta a Wyr.

Y tal vez, pensó Jenny, recordando su visión en el cuenco de agua, tal vez sería mejor que lo hiciera.

—Aversin, no es así. Estáis aquí para matar al dragón, porque sois el único Vencedor de Dragones con vida. Ésa es la única razón por la que os busqué, lo juro. ¡Lo juro! No os preocupéis por la política…, y todo eso. —Sus ojos miopes y grises rogaban a Aversin que le creyera, pero había en ellos una desesperación que no podría haber surgido nunca de la inocencia.

La mirada de John mantuvo la del muchacho por un largo momento, estudiándolo. Luego dijo:

—Confío en ti, héroe.

En un silencio triste, Gareth apretó los talones sobre los costados de Martillo de Batalla y el gran caballo se adelantó. La capa a cuadros prestada que usaba el muchacho los fundió muy pronto hasta convertirlos en una forma oscura, recortada en las nieblas sin color. John, que cabalgaba un poco más atrás, detuvo el caballo para ponerse a la par de Jenny, que había observado la conversación en un silencio pensativo.

—Tal vez es una suerte que estés conmigo, amor.

Ella miró a Gareth, luego a John y luego de nuevo al muchacho. En algún lugar, graznó un cuervo como la voz de esa tierra melancólica.

—No creo que quiera hacernos daño —dijo ella con suavidad.

—Eso no quiere decir que no sea capaz de hacernos matar.

La niebla se hizo más espesa cuando se acercaron al río, hasta que se movieron a través de un mundo helado y blanco en el que el único sonido era el crujido del cuero de los arneses, el estallido de los cascos sobre el barro, el canto leve de los bocados de los caballos y la charla susurrante del viento entre las espadañas puntiagudas que crecían en las zanjas inundadas. Desde ese gris lleno de agua, cada piedra o árbol solitario surgía, silencioso y oscuro, como un portento. Más que todo lo demás, Jenny sentía el peso del silencio de Gareth, su miedo y su horror y su culpa. John también lo sentía, ella lo sabía; miraba al muchacho alto con el rabillo del ojo y oía el silencio de las tierras vacías como un hombre que espera una emboscada. Cuando la noche oscureció el aire, Jenny conjuró una bola azul de luz mágica para iluminarles los pies, pero las paredes suaves, opalescentes de la niebla, les devolvían la luz y los dejaban casi tan ciegos como antes.

—Jen. —John acortó las riendas con la cabeza torcida para oír algo—. ¿Lo oyes?

—¿Oír qué? —murmuró Gareth, que se acercaba a ellos en la cima de la ladera que bajaba hacia el manto danzante de niebla.

Jenny esparció con fuerza sus sentidos a través de las nubes color duna y sintió tanto como oyó la voz apurada del río allí abajo. Había otros sonidos, ensordecidos y alterados por la niebla, pero inconfundibles.

—Sí —dijo con calma; el aliento, una nube blanca en el aire crudo—. Voces, caballos, un grupo entero al otro lado.

John miró de reojo a Gareth.

—Podrían estar esperando el barco —dijo—, si tuvieran algo que hacer en las tierras vacías al oeste del río ahora, a la caída de la noche.

Gareth no dijo nada, pero tenía la cara blanca y tensa. Después de un momento, John chistó suavemente a Vaca y el gran caballo peludo se adelantó de nuevo por la ladera hacia el barco a través de la pared húmeda y fría de vapores.

Jenny dejó que la luz mágica se desvaneciera cuando John golpeó en la puerta de la casa baja de piedra del hombre que manejaba el barco para cruzar el río. Ella y Gareth se quedaron atrás mientras John y el barquero negociaban el precio por cruzar a tres personas, seis caballos y dos mulas.

—Un penique por pie —dijo el barquero, y sus ojos oscuros de ardilla volaban de uno a otro con el interés agudo de uno que ve pasar al mundo por el umbral de su casa—. Pero aquí habrá cena y un lugar para pasar la noche. Se está haciendo tarde y hay sopa de pescado.

—Podemos adelantar unos kilómetros antes de que sea noche cerrada y además —agregó John, con un brillo extraño en los ojos mientras miraba de nuevo al silencioso Gareth—, tal vez alguien nos esté esperando al otro lado.

—Ah. —La boca ancha del hombre se cerró como una trampa—. Así que sois vosotros los que están esperando ésos de allá. Los oí hace un rato pero no llamaron, así que me quedé cerca del hogar donde hace un poco más de calor.

Levantó la antorcha y se colocó con esfuerzo su chaqueta pesada de tela a cuadros. Luego, los guió hasta la rampa mientras Jenny los seguía detrás en silencio, buscando en su bolsa las monedas para pagar.

El gran caballo Martillo de Batalla había viajado al norte con Gareth en un barco y, de todos modos, consideraba que detenerse ante cualquier cosa era tener malos modales y nunca lo hacía; ni Luna ni Osprey ni ninguno de los dos de refresco tenía tales escrúpulos, con excepción de Vaca, que habría cruzado un puente de cuchillos al rojo en su paso flemático de siempre. Jenny tuvo que murmurar y acariciar orejas mucho rato antes de que cualquiera de ellos consintiera en poner un pie sobre la gran balsa. El barquero aseguró la puerta en la cola de la balsa y fijó la antorcha sobre el poste en la popa; luego se dedicó a hacer girar el guinche que llevaba la plataforma ancha, chata a través de la seda opaca del río. La única antorcha despedía un brillo de luz lanuda y amarillenta sobre el humo acerado de la niebla; de vez en cuando, sobre el borde del brillo, Jenny veía cómo se partían las aguas castañas alrededor de una raíz rota o una rama que se proyectaba desde la corriente como la mano de un ahogado.

Desde algún lugar más allá de las aguas, oía el crujido del metal sobre el metal, el resoplido suave de un caballo y las voces de algunos hombres. Gareth seguía sin decir nada, pero ella sentía que si le ponía una mano encima, descubriría que estaba temblando, como una cuerda antes de romperse. John llegó lentamente hasta ella y sus dedos se trenzaron, cálidos y fuertes, en los de la maga. Sus anteojos brillaron suavemente a la luz de la antorcha mientras pasaba un borde de su enorme capa sobre los hombros de ella y la abrazaba.

—John —dijo Gareth en voz baja—, tengo…, tengo algo que deciros.

Apagado, llegó otro sonido a través de la niebla, la risa de una mujer como tañidos de pequeñas campanitas de plata. Gareth se encogió y John, con un brillo peligroso en sus ojos perezosos, dijo:

—Me pareció que lo harías.

—Aversin —tartamudeó Gareth y se detuvo. Luego, se forzó a seguir en un ataque—. Aversin, Jenny, escuchad. Lo lamento. Os mentí, os traicioné, pero no pude evitarlo; no tenía alternativa. Lo lamento.

—Ah —dijo John con suavidad—. ¿Así que hubo algo que olvidaste mencionar cuando dejamos el fuerte?

Gareth siguió hablando pero no pudo mirarlo a los ojos.

—Quería decíroslo antes, pero…, pero no pude. Tuve miedo de que quisierais volver y…, y no podía dejaros volver. Os necesitamos, realmente.

—Para estar hablando siempre de honor y coraje —dijo Aversin y había un filo feo en su voz tranquila—, no has mostrado mucho de ninguna de las dos cosas, ¿verdad?

Gareth levantó la cabeza y lo miró.

—No —dijo—. Ya…, ya me he dado cuenta. Pensé que estaba bien engañaros por una buena causa…, quiero decir, tenía que hacer que vinierais.

—De acuerdo —dijo John—. ¿Cuál es la verdad?

Jenny miró desde las caras de los dos hombres hacia la orilla lejana, que se veía ahora apenas como una mancha oscura y unas pocas luces que se movían como luciérnagas en la bruma. Una nube apenas un poco más oscura más allá debía de ser los bosques de Belmarie. Jenny tocó el codo puntiagudo de John para advertirle, y él miró con rapidez en esa dirección. Había movimiento allí, formas que esperaban la balsa. El caballo Martillo de Batalla levantó la cabeza y relinchó y llegó un relincho como respuesta del otro lado del agua. Los ojos del Vencedor de Dragones volvieron a Gareth y luego puso las manos sobre el pomo de la espada.

Gareth respiró hondo.

—La verdad es que el rey no envió por vos —dijo—. En realidad, él me prohibió que fuera a buscaros. Dijo que era una búsqueda absurda, porque probablemente vos ni siquiera existíais y en el caso de que fuerais más que una leyenda, seguramente habríais muerto a manos de otro dragón hacía años. Dijo que no quería que yo arriesgara mi vida cazando fantasmas. Pero…, pero yo tenía que encontraros. Sabía que él no iba a enviar a otro. Y vos sois el único Vencedor de Dragones, como decían las baladas… —Tartamudeó, dudoso—. Sólo que entonces yo no sabía que las cosas no eran como en las baladas. Pero sabía que teníais que existir. Y sabía que necesitábamos a alguien. No podía quedarme quieto y dejar que el dragón siguiera aterrorizando a la gente. Tenía que ir y buscaros. Y cuando os encontré, tenía que traeros de vuelta…

—¿Después de decidir que tú sabes más que yo sobre las necesidades de mi gente y mi elección en el asunto? —La cara de John nunca mostraba mucho, pero su voz tenía algo en ella, como la cola de un escorpión.

Gareth retrocedió ante ese ataque, como ante un latigazo.

—Pensé…, pensé en eso estos últimos días —dijo con suavidad. Volvió a levantar la vista, la cara pálida con la agonía de la vergüenza—. Pero no podía dejaros volver. Y tendréis vuestra recompensa. Juro que veré que la tengáis.

—¿Y cómo vas a lograrlo? —El tono de John era agudo por el disgusto. Las planchas crujieron bajo los pies de los dos cuando la balsa tocó el lecho del río. Luces como las de los pantanos estallaron y se acercaron a ellos a través de la niebla—. Con un mago en la corte, no les habrá llevado mucho tiempo saber quién había robado el sello del rey, ni cuándo volvería a Belmarie. Supongo que ese comité de bienvenida —dijo e hizo un gesto hacia las formas oscuras que llegaban por la bruma— está aquí para arrestarte por traición.

—No —dijo Gareth en una voz vencida—. Son mis amigos de la corte.

Como si hubieran atravesado una puerta, las formas se hicieron visibles de pronto: la luz de la antorcha bailó sobre el brillo duro del satén, acarició el sueño más suave del terciopelo y tocó los bordes de puntilla almidonada y la niebla de nubes de los velos de las mujeres, salpicados con el fuego ardiente de las joyas. Al frente del grupo había una muchacha delgada, de cabello oscuro vestida en seda color ámbar, cuyos ojos, dorados como la miel con un toque de gris, buscaron los de Gareth e hicieron que el muchacho enrojeciera. Un hombre le sostenía la capa, una capa de terciopelo con bordes de armiño; otro, su caja dorada para guardar perfumes. Ella reía, un sonido que era al mismo tiempo plateado y ronco, como el eco de un sueño inquieto.

Sólo podía ser Zyerne.

John miró de nuevo a Gareth, con una pregunta en los ojos.

—Ese sello que me mostraste era real —dijo—. Lo he visto en los viejos documentos, hasta los pequeños dibujos de los costados. Se toman el robo con mucha tranquilidad, ¿no te parece?

Tomó la brida de Vaca y lo llevó a través de la plancha corta, forzando a los otros animales a seguirlo. Cuando pusieron un pie en la orilla, todos los cortesanos liderados por Zyerne hicieron al unísono el elaborado saludo del Fénix que Renace, tocando con las rodillas el barro pegajoso con olor a pescado, en señal de respeto.

—En realidad, no —admitió Gareth con el rostro encendido—. Técnicamente no fue robo. El rey es mi padre. Soy el heredero perdido.