3

Partieron dos días después y cabalgaron hacia el sur a través de un remolino de viento y agua.

En tiempos de los reyes, el Gran Camino del Norte se había extendido desde Bel misma hacia el norte como una serpiente de piedra gris, a través del valle del río Salvaje y de las tierras de granjas y bosques de Wyr, uniendo la capital sureña con la frontera norte y protegiendo las minas de plata de Tralchet. Pero las minas se agotaron y los reyes empezaron a discutir con sus hermanos y primos por el poder en el sur. Las tropas que guardaban los fuertes de las Tierras de Invierno se replegaron…, temporalmente, decían, para unirse a las fuerzas de uno u otro de los rivales. Nunca regresaron. La serpiente gris de piedra se estaba desintegrando lentamente, como una piel vieja de víbora; los hombres habían quebrado sus piedras para fortalecer las paredes de las casas y protegerlas de los ataques de bandidos y bárbaros; sus zanjas estaban ahogadas bajo décadas de basura y hasta sus cimientos, rotos por la presión de las raíces de los árboles de la selva de Wyr. Las Tierras de Invierno la habían destruido como destruían todo.

Viajar hacia el sur sobre lo que quedaba del camino era lento, porque con las tormentas de otoño los riachuelos del hielo de las colinas crecían hasta convertirse en torrentes de dientes blancos y las hondonadas llenas de árboles quedaban reducidas a pantanos húmedos, sin nombre. Bajo la fuerza del viento, Gareth ya no podía insistir con la idea de que el barco que lo había traído al norte todavía los estaría esperando en Eldsbouch para llevarlos al sur con relativa comodidad y rapidez, pero Jenny sospechaba que todavía sentía en su corazón que así debería haber sido y la culpaba a ella de lo que había pasado, sin lógica alguna.

Cabalgaron en silencio la mayor parte del tiempo. A veces, cuando se detenían, cosa que hacían con frecuencia para que John explorara las rocas caídas o los nudos espesos de bosques que quedaban por delante, Jenny miraba al muchacho y lo veía observar a su alrededor, en una especie de dolor asombrado, la desolación por la que cabalgaban: los vallecitos desiertos con sus líneas de muros rotos llenos de brotes y plantas; las viejas piedras que marcaban los límites, deformes y como derretidas, igual que los muñecos de nieve en primavera; y los pantanos malolientes o los altos peñascos desnudos con sus pocos árboles retorcidos, bolas gigantes de muérdago que colgaban misteriosamente de sus ramas desnudas contra un cielo triste. Era una tierra que ya no recordaba la ley ni la prosperidad de la vida ordenada que viene con ésta, y a veces Jenny lo veía luchar con la comprensión de lo que John quería comprar con su vida.

Pero por lo general, era obvio que Gareth se sentía molesto cuando se detenían.

—Nunca llegaremos a este ritmo —se quejó cuando John salió de detrás de una grisácea maraña de brezos secos que cubría los flancos bajos de un promontorio que ocultaba el camino. Antes había habido allí una torre de observación, pero ahora se reducía a un círculo de ruinas carcomidas sobre la cima de la colina. John había trepado la cuesta para inspeccionarla y ver el camino más adelante y ahora se sacudía el barro y la humedad de la capa—. Hace veinte días que vino el dragón —agregó Gareth con resentimiento—. Puede haber pasado cualquier cosa.

—Puede haber pasado el día después de tu partida, héroe —señaló John, saltando sobre la montura de su caballo de recambio, llamado Vaca—. Y si no revisamos todo con cuidado y estamos alerta, no llegaremos nunca.

Pero la hosca mirada que el muchacho lanzó a la espalda de John, cuando éste se alejó a caballo, dijo a Jenny, más claro que cualquier palabra, que aunque Gareth no podía discutir esa afirmación, tampoco la creía.

Esa noche acamparon entre los abedules desiguales del accidentado campo en que los valles daban paso a las viejas espesuras de los bosques de Wyr. Cuando acamparon y ataron las mulas y caballos, Jenny se movió con cuidado por los límites del claro, un lugar abierto al borde de la ribera alta de un arroyo cuyo ruidoso torrente se fundía con el sonido marino del viento entre los árboles. Jenny tocó la corteza de los árboles y el tallo empapado de las bellotas, las avellanas y las hojas que se pudrían bajo sus pies, mientras trazaba sobre ellos signos que sólo los magos pueden ver, signos que esconderían el campamento de los que pudieran pasar cerca. Al mirar de nuevo hacia la luz temblorosa y amarilla del fuego nuevo, vio a Gareth agachado junto a las llamas, temblando en su capa mojada, y lo vio desdichado y muy desamparado.

Sus labios llenos, cuadrados, estaban apretados y juntos. Desde que sabía que ella era la amante de su antiguo héroe, casi no le había hablado. Su resentimiento al ver que John la incluía en la expedición todavía era obvio, al igual que su suposición muda de que se había incluido ella misma por un deseo de meterse en todo y de no perder de vista a su amante. Pero Gareth estaba solo en una tierra extraña, y era evidente que nunca antes se había alejado de la comodidad de su casa; estaba solo y desilusionado, y aterrorizado por lo que encontraría al volver.

Jenny suspiró y cruzó el claro hacia él.

El muchacho la miró con recelo cuando ella buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pedazo largo de cristal ahumado con cadena que había usado Caerdinn para colgar alrededor de su cuello.

—No puedo ver al dragón —dijo—, pero si me dices el nombre de tu padre y algo sobre tu casa en Bel, al menos podré conjurar sus imágenes y decirte si están bien.

Gareth volvió la cara.

—No —dijo. Luego, después de un momento, agregó a disgusto—: Gracias de todos modos.

Jenny cruzó los brazos y lo miró por un momento bajo la luz saltarina y anaranjada del fuego. Él se hundió un poco más en su manchada capa carmesí y no quiso mirarla a los ojos.

—¿Es porque crees que no puedo hacerlo? —preguntó por fin—. ¿O porque no quieres que te ayude un mago?

No contestó, aunque su labio inferior se abrió un poco en el medio. Con un suspiro de exasperación, Jenny se alejó de él y fue hacia John, quien estaba de pie cerca del bulto de los paquetes cubierto de pieles aceitadas, mirando la oscuridad de los bosques.

Él se dio media vuelta cuando la oyó acercarse, y los rayos perdidos de la luz del fuego arrojaron chispas de color naranja sucio sobre el metal de su jubón remendado.

—¿Quieres una venda para tu nariz? —le preguntó, como si ella hubiera tratado de acariciar a un hurón y hubiera recibido un mordisco a cambio. Ella rió con ganas.

—Antes no me ponía reparos —dijo, más herida de lo que creía por la enemistad del muchacho.

John la rodeó con su brazo y la apretó contra él.

—Se siente estafado, eso es todo —dijo con naturalidad—. Y ya que es totalmente imposible que se haya engañado a sí mismo sobre sus sueños, es obvio que debe de haber sido uno de nosotros, ¿no? —Se inclinó para besarla, la mano firme contra la nuca bajo el anillo enrollado de su trenza. Más allá, entre los abedules fantasmales, los arbustos crujían con fuerza; un momento después un crujido más suave, más firme, murmuró algo en las ramas desnudas por encima de su cabeza. Jenny olió la lluvia casi antes de sentir sus dedos leves sobre la cara.

Detrás de ella, oyó maldecir a Gareth. Un momento después, el muchacho se les unía atravesando el claro y limpiando las gotas de sus lentes; el cabello, en mechones lacios contra las sienes.

—Parece que nos hemos superado —dijo sombrío—. Hemos escogido un lugar precioso para acampar…, lástima que no haya refugio. Hay una cueva bajo el corte de la ribera del río.

—¿Sobre el límite de la crecida? —preguntó John, con un brillo travieso en los ojos.

—Sí —dijo Gareth a la defensiva—. Al menos, no está muy abajo en la ribera.

—¿Suficientemente grande para meter los caballos, suponiendo que podamos llevarlos hasta allá abajo?

El muchacho se erizó.

—Puedo ir a ver.

—No —dijo Jenny. Gareth abrió la boca para protestar por esa arbitrariedad pero ella lo cortó—. He puesto hechizos de guardia y protección alrededor de este campamento…, no creo que sea bueno que los atravesemos. Ya es casi de noche…

—Pero nos vamos a mojar.

—Has estado mojado durante días, héroe —señaló John con alegre brutalidad—. Al menos aquí sabemos que estamos a salvo por el lado del arroyo…, a menos, claro, que desborde la ribera. —Echó una mirada a Jenny, que estaba todavía en el círculo de su brazo; ella también era consciente de la mirada sombría de Gareth—. ¿Qué hay de ese hechizo de protección, amor?

Ella meneó la cabeza.

—No sé —dijo—. A veces los hechizos sirven contra los Murmuradores, a veces no. No sé por qué…, si es por algo de los Murmuradores o es algo en los propios hechizos. —O porque, se dijo a sí misma, sus poderes no eran lo suficientemente fuertes como para hacer un hechizo verdadero contra ellos.

—¿Murmuradores? —preguntó Gareth, incrédulo.

—Una especie de diablo vampiro —dijo John, con un tono de irritación en la voz—. No importa ahora. Sólo quédate dentro del campamento.

—¿Ni siquiera puedo ir a buscar refugio? No me iré lejos.

—Si sales del campamento, nunca podrás volver —le ladró John—. Si estás tan ansioso por no perder tiempo en este viaje, mierda, supongo que no querrás que pasemos los próximos tres días buscando tu cuerpo, ¿verdad? Vamos, Jen, si no quieres hacer la cena, la haré yo…

—Ya la hago yo, ya la hago yo —aceptó Jenny con una prisa que no era broma, no del todo al menos. Mientras iban de nuevo hacia el fuego humeante y protector, ella se volvió a mirar a Gareth, todavía de pie al borde del círculo de hechizos que brillaba levemente. Con su vanidad herida por las últimas palabras, el muchacho levantó una bellota y la arrojó con furia contra la oscuridad húmeda, que murmuró y crujió y luego volvió al ritmo incesante de la lluvia.

Después de eso, dejaron las tierras plegadas de colinas rocosas y arroyos saltarines y entraron en los restos tenebrosos de la gran selva de Wyr. Aquí los robles inmensos y los espinos se apretaban contra el camino, atacando las caras de los viajeros con ramas colgantes y ásperas y musgo húmedo, y los cascos de los caballos con raíces escabrosas y ráfagas mojadas de hojas muertas. El entramado negro de ramas desnudas sólo dejaba pasar una fracción de la pálida luz del sol, pero la lluvia seguía goteando entre él con un ritmo interminable, triste en los matorrales de helechos y avellanos muertos. El suelo era peor, húmedo e inestable, o inundado en pantanos de agua plateada en la que se alzaban los árboles, hundidos hasta la altura de la rodilla y pudriéndose lentamente; y Aversin señaló que los pantanos del sur se expandían de nuevo. En muchos lugares, el camino estaba cubierto, bloqueado con árboles caídos, y el trabajo de limpiarlo o hacer un sendero entre los arbustos alrededor de esos obstáculos los dejaba helados y exhaustos. Hasta para Jenny, acostumbrada a las durezas de la vida en las Tierras de Invierno, era agotador, y tanto más porque no había descanso; se acostaba molida de noche y despertaba molida en el gris pálido de los primeros albores para reanudar el viaje.

Era fácil imaginar lo que significaba el viaje para Gareth. A medida que se sentía más y más cansado, su humor empeoraba y se quejaba con amargura cada vez que se detenían.

—¿Y ahora qué estamos buscando? —preguntó una tarde cuando John ordenó la quinta detención en tres horas y armado con su pesado arco de caza desmontó y se desvaneció en el entramado espeso de avellanos y zarzas junto al camino.

Había estado lloviendo casi toda la tarde y el muchacho se dejó caer con desesperación sobre el lomo del Estúpido Ruano, uno de los caballos de refresco que habían traído del fuerte. Al otro recambio, el que ahora montaba Jenny, John le había puesto el nombre de Ruano Más Estúpido, un nombre que era muy apropiado, desafortunadamente. Jenny sospechaba que, en los peores momentos, Gareth la culpaba hasta por la baja calidad de los caballos del fuerte. La lluvia había cesado pero el viento frío todavía los mordía a través del tejido de sus ropas; cada tanto, una ráfaga sacudía las ramas por encima de sus cabezas y los salpicaba con la lluvia que había quedado en ellas y a veces con una hoja empapada de roble que bajaba como un murciélago muerto.

—Está buscando el peligro. —Jenny también escuchaba, los nervios de punta, buscando el silencio que colgaba como aliento retenido entre los árboles amontonados, oscuros.

—No lo encontró la última vez, ¿no? —Gareth puso sus manos enguantadas bajo su capa para calentarlas y tembló. Luego miró hacia arriba con ostentación, buscando lo poco que quedaba de cielo, calculando la hora y luego recordando los días que llevaban de camino. Ella olió el miedo bajo su sarcasmo—. O la vez anterior…, por supuesto.

—Y por suerte —replicó ella—. Creo que entiendes muy poco los peligros de las Tierras de Invierno.

Gareth sofocó un grito y su mirada quedó fija. Jenny siguió los ojos hacia la forma oscura de Aversin; los cuadros de la capa hacían a John casi invisible en la oscuridad de los árboles. Con un movimiento único y lento, había levantado el arco y colocado la flecha, pero todavía no había disparado.

Jenny siguió la trayectoria de la flecha hacia la fuente del peligro.

Apenas visible entre los árboles, un pequeño viejecito delgado se inclinaba con el dolor de la artrosis para buscar leña en el interior seco de un tronco podrido. Su esposa, también flaca, vieja y andrajosa, con el cabello fino y blanco colgando lacio sobre los hombros estrechos, sostenía una canasta de paja para recibir la madera caída. Gareth dejó escapar un grito de horror.

—¡No!

Aversin movió la cabeza. La vieja, alertada, levantó la vista y dio un alarido agudo, dejó caer la canasta y escondió la cara entre las manos. El paquete de madera seca cayó al suelo pantanoso a sus pies. El viejo la cogió del brazo y los dos empezaron a huir torpemente hacia la selva más profunda, sollozando y cubriéndose la cabeza con los brazos como si pensaran que era posible detener una flecha de guerra con un escudo de carne tan leve.

Aversin bajó el arco y dejó que sus blancos escaparan ilesos hacia la húmeda espesura.

Gareth resollaba.

—¡Iba a matarlos! A esos pobres viejos…

Jenny asintió mientras John volvía al camino.

—Sí. —Ella comprendía la razón, pero, como cuando había matado al bandido moribundo en las ruinas de la vieja ciudad, se sentía sucia.

—¿Eso es todo lo que vais a decir? —se enfureció Gareth, horrorizado—. ¿Que sí? Los habría matado a sangre fría…

—Eran Meewinks, Gar —dijo John con voz tranquila—. Lo único que uno puede hacer con un Meewink es matarlo.

—¡No me importa cómo los llaméis! —gritó Gar—. ¡Eran viejos e inofensivos! ¡Lo único que hacían era juntar leña!

Una línea pequeña, recta, apareció entre las cejas rojas de John, que se frotó los ojos. Gareth, pensó Jenny, no era el único que se estaba cansando del viaje.

—No sé cómo los llamáis en el lugar de donde vienes —dijo Aversin, cansado—. Su gente solía tener granjas en el valle del río Salvaje. Son…

—John. —Jenny le tocó el hombro. Había seguido la conversación sólo superficialmente; sus sentidos y su poder se esparcían por los bosques húmedos y olía el peligro en la luz que se desvanecía. El peligro parecía caminarle por la piel, un movimiento suave, como de chapoteo, en los claros inundados del bosque hacia el norte, un crujido leve que silenciaba los ruidos inquietos y pequeños de los zorros y los castores—. Deberíamos irnos. La luz ya se va. No recuerdo bien esta parte de los bosques, pero sé que nos falta bastante para encontrar un lugar donde acampar.

—¿Qué pasa? —La voz de John, como la suya, se había convertido en un susurro.

Ella meneó la cabeza.

—Tal vez nada. Pero creo que debemos irnos.

—¿Por qué? —gimió Gareth—. ¿Qué pasa? Hace tres días que huís de vuestras propias sombras.

—Correcto —aceptó John y había un tono peligroso en su voz tranquila—. ¿Has pensado en lo que podría pasar si tu sombra te alcanzara? Ahora monta y vamos en silencio.

Era casi noche cerrada cuando acamparon porque, como Jenny, Aversin estaba nervioso y le llevó un rato encontrar un lugar que su juicio de hombre de los bosques considerara relativamente seguro. Jenny rechazó uno porque no le gustó la forma en que se acercaban a él los árboles oscuros; John pasó de largo por otro porque el arroyo no se veía desde el lugar donde estaba el fuego. Jenny estaba hambrienta y cansada, pero el instinto de las Tierras de Invierno le decía que debían seguir moviéndose hasta que encontraran un lugar fácil de defender, aunque no sabía contra qué había que defenderse.

Cuando Aversin rechazó un tercer lugar, un claro casi circular con un arroyo pequeño, ahogado entre los helechos en un costado, el humor hambriento y desesperado de Gareth estalló.

—¿Qué tiene de malo éste? —preguntó, desmontando y recostándose contra el flanco del Estúpido Ruano para calentarse—. Se puede coger agua sin dejar de ver el fuego y es más grande que el otro lugar.

El disgusto brilló como el fulgor de un acero desenvainado en la voz de John.

—No me gusta.

—Bueno, pero ¿por qué, en nombre de Sarmendes?

Aversin miró a su alrededor en el claro y meneó la cabeza. Las nubes se habían abierto lo suficiente para dejar pasar una luz lavada de luna que brillaba sobre sus anteojos, sobre las gotas de lluvia en su cabello cuando empujó la capucha hacia atrás y sobre el extremo de su larga nariz.

—No me gusta. Eso es todo.

—Bueno, si no podéis decir por qué, ¿qué lugar queréis?

—Lo que querría —replicó el Vencedor de Dragones con su exactitud devastadora de siempre— es no tener a mi lado a un mocoso todo vestido de seda que me dice que un lugar es seguro porque quiere su cena.

Como ésa era obviamente la primera preocupación de Gareth, el muchacho explotó.

—¡Ésa no es la razón! Creo que habéis vivido como un lobo durante tanto tiempo que ya no confiáis en nada. No voy a andar por los bosques toda la noche sólo porque…

—De acuerdo —dijo Aversin, amargamente—. Entonces por mí puedes quedarte aquí, mierda.

—¡De acuerdo! ¡Adelante, abandonadme! ¿Vais a dispararme si trato de seguiros y escucháis crujir los matorrales?

—Tal vez.

—¡John! —La voz fría, grave de Jenny cortó las próximas palabras—. ¿Cuánto más podemos viajar sin luces de algún tipo? Las nubes vuelven. No va a llover pero no podrás ver ni a un metro de distancia en dos horas.

podrías —señaló. Él también sentía, pensó ella, esa sensación creciente que había empezado allá lejos atrás, en el camino; el sentimiento inquietante de que lo vigilaban.

—Sí —aceptó ella con tranquilidad—. Pero no tengo tu experiencia en los bosques. Y conozco esta parte del camino…, no hay ningún lugar mejor adelante. A mí tampoco me gusta esto, pero no estoy segura de que quedarnos aquí no sea más seguro que mostrar nuestra posición viajando con luces, incluso una luz mágica muy leve. Y hasta eso podría no mostrarnos las señales de peligro.

John miró a su alrededor en los bosques oscuros, ahora visibles apenas en la penumbra fría. El viento movía las ramas desnudas que se entrelazaban sobre sus cabezas, y en algún lugar frente a ellos en el claro, Jenny oía el murmullo de los helechos y la voz rápida del arroyo alimentado por la lluvia. Ninguna señal de peligro, pensó ella. ¿Por qué entonces inconscientemente miraba con su visión periférica…? ¿Por qué este prepararse todo el tiempo para escapar?

Aversin dijo con calma.

—Es demasiado bueno.

Gareth estalló:

—Primero no os gusta y luego decís que es demasiado bueno…

—De todas maneras, conocen todos los sitios para acampar —replicó Jenny con suavidad por encima de las palabras de Gar. Furioso, Gareth escupió:

—¿Quiénes?

—Los Meewinks, estúpido —ladró John en respuesta.

Gareth levantó las manos.

—Ah, bueno ¿Queréis decir que no os atrevéis a acampar aquí porque tenéis miedo de que un viejecito y una viejecita os ataquen?

—Y otros cincuenta de sus amigos, sí —replicó John—. Y una sola palabra más, héroe, y vas a ver cómo te estampo contra un árbol.

Fuera de sus casillas, Gareth le contestó con rabia:

—¡De acuerdo! ¡Probad lo listo que sois golpeando a alguien que no está de acuerdo con vos! Si tenéis miedo de que os ataquen una tropa de septuagenarios de sólo metro veinte…

Nunca vio moverse a Aversin. El Vencedor de Dragones tal vez no tenía el aspecto de un héroe, pensó Jenny, pero ciertamente sí los reflejos de uno. Gareth jadeó cuando una capa y un jubón lo levantaron del suelo y Jenny se acercó para asir el brazo agudo y poderoso. Con una suavidad tan definitiva como el paso de un asesino, dijo:

—¡Cállate! Y déjalo ir.

—¿No hay ningún acantilado a mano? —Pero ella sintió como el momento de rabia de John iba pasando. Después de una pausa el Vencedor de Dragones empujó, casi arrojó a Gareth, alejándolo de sí—. De acuerdo. —Detrás de su rabia, parecía avergonzado—. Gracias a nuestro héroe, ahora es demasiado tarde para seguir adelante. Jen, ¿puedes hacer algo con este lugar? ¿Encantarlo?

Jenny lo pensó durante un segundo, tratando de analizar su miedo.

—No contra los Meewinks, no —replicó al fin. Y agregó, con acidez—: Seguramente os han rastreado por vuestras voces, caballeros.

—No he sido yo el que…

—No he preguntado quién ha sido. —Tomó las riendas de los caballos y las mulas y los llevó hacia el claro, ansiosa por formar el campamento y rodearlo con los hechizos de guarda antes de que se los viera desde fuera. Gareth, un poco avergonzado por su estallido, la siguió cabizbajo, mirando el claro a su alrededor.

Con la voz del que trata de hacer olvidar algo con el método de comportarse como si nunca hubiera habido un desacuerdo, preguntó:

—¿Esta hondonada es buena para el fuego?

La irritación crujió en la voz de Aversin.

—Nada de fuego. Esta noche tenemos un campamento frío…, y tú harás la primera guardia, héroe.

Gareth resopló, protestando por ese cambio arbitrario. Desde que habían dejado el fuerte, Gareth siempre había hecho la última guardia, la guardia del amanecer, porque al final de un día entero sobre el caballo, lo único que quería hacer era acostarse y dormir; Jenny siempre había hecho la segunda y John, habituado a las costumbres de los lobos que cazan al comienzo de la noche, la primera. El muchacho empezó a decir algo.

—Pero yo… —Y Jenny se dio media vuelta para mirarlos a los dos en la penumbra sombría.

—Si cualquiera de los dos dice una sola palabra más, lo dejaré mudo con un hechizo.

John se sometió enseguida. Gareth empezó a hablar de nuevo, luego lo pensó mejor. Jenny sacó la soga de seguridad del lomo de la mula Clivy y la colgó de un árbol joven. A medias para sí misma, agregó:

—Aunque Dios sabe que eso no podría haceros más estúpidos de lo que ya sois.

Durante toda la cena frugal de carne seca, pasta de grano fría y manzanas, Gareth guardó un silencio ostentoso. Jenny casi no lo notó y John, al verla preocupada, apenas le habló porque no quería molestar su concentración. Ella no estaba segura de cuánto peligro sentía en los bosques que los rodeaban…, no estaba segura de cuánto de lo que sentía era parte de su propio cansancio. Pero puso toda su concentración, todas sus habilidades en el círculo encantado que había formado alrededor del campamento esa noche; hechizos de guardia que harían que su campamento no pudiera verse desde el exterior, que harían desviar el ojo de cualquiera que no estuviera dentro del círculo mismo. No ayudarían mucho contra los Meewinks, que sabrían dónde estaba el claro, pero tal vez les conseguiría un retraso para obtener algo de tiempo. A éstos, agregó hechizos contra otros peligros, hechizos que le había enseñado Caerdinn contra los diablos vampiros y los Murmuradores que vagaban por los bosques de Wyr, hechizos de cuya eficacia dudaba en privado porque sabía que a veces fallaban, pero los mejores, los únicos que conocía por ella misma o por boca de cualquier otra persona a la que hubiera hablado.

Sospechaba hacía ya mucho que los Linajes de magia estaban desapareciendo y que cada generación tenía un poco menos de la enseñanza de la magia que había llegado desde los tiempos antiguos, los tiempos anteriores a la unificación de todo el oeste bajo el gobierno del Reino de Belmarie y bajo la adoración brillante de los Doce Dioses. Caerdinn había sido uno de los más grandes del Linaje de Herne, pero cuando ella lo conoció a los catorce años, ya estaba muy viejo, débil y un poco loco. Le había enseñado, le había entrenado en los secretos del Linaje, pasados de maestro a discípulo durante una docena de generaciones. Pero desde su muerte, había descubierto dos casos en los que el conocimiento de su maestro era erróneo y había oído hechizos de los parientes del Linaje, los discípulos de los discípulos del maestro de Caerdinn, Spaeth Guardián del Cielo, que Caerdinn no se había preocupado en enseñarle o que tal vez ni siquiera conocía.

Esa noche durmió inquieta, con el cuerpo exhausto y preocupada por formas extrañas que parecían colarse hacia adentro de las grietas de sus sueños. Se sentía capaz de oír el murmullo y el silbido de los diablos vampiros mientras pasaban de árbol en árbol en los bosques pantanosos a través del arroyo y luego, por debajo de las ramas, el suspiro suave de los Murmuradores en la oscuridad al otro lado de la barrera de hechizos. Por dos veces, se arrancó con dolor de la oscuridad del sueño que quería absorberla, presintiendo un peligro, pero las dos veces vio sólo a Gareth sentado contra una pila de paquetes, cabeceando en la oscuridad neblinosa.

La tercera vez que se despertó, Gareth no estaba.

Lo que le había despertado era un sueño; el sueño de una mujer de pie, escondida entre los árboles. Tenía un velo, como las mujeres del sur; la puntilla del velo era como una manta de flores esparcida sobre sus rizos oscuros. Su risa suave sonaba como campanillas de plata, pero había una nota áspera en ella, como si no riera nunca a no ser que sintiera el placer de haber ganado algo. Extendía unas manos delgadas, pequeñas, y murmuraba el nombre de Gareth.

Las hojas y la suciedad estaban pisoteadas en el sitio en que el muchacho había cruzado las líneas temblorosas de los círculos de protección. Jenny se sentó, sacudiendo la mata gruesa de su cabello y tocó a John para despertarlo. Conjuró la luz mágica y la luz iluminó el campamento quieto, silencioso y brilló en los ojos de los caballos despiertos. La voz del arroyo se oía en el silencio.

Como John, Jenny había dormido sin desvestirse. Estiró la mano hacia su chaqueta de piel de oveja, la capa, las botas y el cinturón que yacían en un bulto a un lado de las mantas, sacó de su bolsillo el pequeño cristal adivinatorio y lo puso contra la luz mágica mientras John empezaba a ponerse las botas y el jubón de piel de lobo sin decir una sola palabra.

De los cuatro elementos, la tierra de lectura y adivinación, es decir, el cristal, era el más fácil y el más exacto, aunque antes había que hechizar el cristal. El fuego no necesitaba preparación alguna, pero mostraba lo que quería, no lo que uno estaba buscando; el agua podía mostrar tanto el futuro como el pasado, pero era una notoria mentirosa. Sólo los más grandes magos podían leer el viento.

El corazón del cristal de Caerdinn estaba oscuro. Ella aquietó sus miedos por la seguridad de Gareth, calmó su mente mientras invocaba las imágenes; éstas brillaron sobre las facetas, como si estuvieran reflejadas desde otro sitio. Vio una habitación de piedra, muy, muy pequeña, con la arquitectura de un lugar medio hundido en el suelo; los únicos muebles eran una cama y una especie de mesa formada por un bloque de piedra que se proyectaba desde la pared misma. Había una capa mojada sobre la mesa, con un charco de agua a medio secar a su alrededor…, malezas del pantano se aferraban a ella como gusanos oscuros, al lado había una espada larga muy enjoyada y sobre la capa, un par de anteojos. Los lentes redondos reflejaron las chispas de la luz amarilla y grasienta de la lámpara cuando se abrió la puerta.

Alguien en el corredor tenía la lámpara en alto. La luz mostraba formas pequeñas, encorvadas, amontonadas en el vestíbulo más allá. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, tal vez unos cuarenta, con caras blancas, caídas, llenas de verrugas y ojos redondos como los de los peces. Los primeros eran el viejo y la vieja, los Meewinks que John casi había matado esta tarde.

El viejo tenía una cuerda; la mujer, un gran cuchillo de carnicero.

La casa de los Meewinks estaba donde la tierra era baja, sobre una loma por encima de un lodazal sobre cuya superficie proyectaban sus sombras los árboles podridos como cadáveres en descomposición. Chata y cuadrada, era más grande de lo que parecía, detrás de ella las paredes mostraban un ala medio enterrada. A pesar del frío, el aire era fétido por el olor del pescado podrido y Jenny apretó con fuerza los dientes contra una sensación de náusea que la dominó al ver el lugar. Odiaba a los Meewinks desde que sabía lo que eran.

John se deslizó del lomo del moteado caballo de guerra, Osprey, y ató la rienda de Martillo de Batalla sobre la rama de un árbol joven. Tenía la cara tensa con una mezcla de odio y asco bajo la oscuridad lluviosa. Dos veces ya, familias de Meewinks habían tratado de instalarse cerca de Fuerte Alyn; las dos veces, apenas lo supo, John había reunido la poca milicia que tenía y había quemado sus casas para ahuyentarlos. Había matado a algunos en cada ocasión, pero no tenía hombres suficientes como para perseguirlos a través de las tierras salvajes y erradicarlos por completo. Jenny sabía que todavía tenía pesadillas sobre lo que había encontrado en sus bodegas.

Él murmuró:

—Escucha. —Y Jenny asintió. Desde la casa, podía oírse un leve rumor de voces, ensordecidas como si estuvieran casi bajo tierra, agudas y plañideras como el ladrido de las bestias. Jenny deslizó su alabarda del pomo de la montura de Luna y murmuró algo a los tres caballos para que guardaran silencio. Extendió sobre ellos los hechizos de guardia, para que el ojo fortuito no los viera, o pensara que eran otra cosa: un matorral de avellano, o la sombra extraña de un árbol. Esos mismos hechizos eran los que habían impedido que Gareth encontrara de nuevo el camino al campamento una vez que un Murmurador lo había apartado de él, y Jenny lo sabía.

John puso sus anteojos en un bolsillo interno.

—Correcto —murmuró—. Tú saca a Gar…, yo os cubriré a los dos.

Jenny asintió, fría por dentro, como cuando vaciaba su mente para hacer magia más allá de sus poderes; se endureció para lo que sabía que venía. Cuando cruzaron el patio sucio y el griterío extraño y sordo en la casa se hizo más fuerte, John la besó y se volvió para hundir su bota en la puertecita de la casa.

Pasaron por la puerta como bandidos que entran a robar en el infierno. Un olor caliente, húmedo golpeó a Jenny en la cara cuando atravesó el umbral tras los talones de John, el hedor fétido de la suciedad en que vivían los Meewinks y del pescado podrido que comían. Sobre todo, el aroma agudo, brillante como el de la sangre recién derramada. El ruido era un pandemónium de gritos plañideros; después de la oscuridad de afuera, hasta el brillo humeante del fuego en el hogar, desproporcionadamente grande, parecía cegador. Muchos cuerpos se unían como en un enjambre en una multitud alrededor de la pequeña puerta que quedaba del otro lado de la habitación; de vez en cuando el fulgor agudo de la luz brillaba sobre los cuchillos que empuñaban casi todas esas manos pequeñas.

Gareth estaba apoyado contra la puerta en medio de la multitud. Evidentemente había peleado para llegar hasta allí pero sabía que si bajaba al espacio abierto de la gran habitación, lo rodearían. Tenía el brazo izquierdo envuelto con colchas manchadas y sucias a modo de escudo protector, en la mano derecha tenía el cinturón y usaba la hebilla para golpear las caras de los Meewinks a su alrededor. Tenía el rostro cubierto de la sangre de los mordiscos y las cuchilladas…; mezclada con sudor, corría hacia abajo y le manchaba de carmesí la camisa como si le hubieran cortado el cuello. Los ojos grises y desnudos estaban abiertos en una mirada inundada de ese horror nauseabundo de las pesadillas.

Los Meewinks que lo rodeaban parloteaban como almas condenadas. Tal vez había unos cincuenta, todos armados con sus cuchillitos de acero o de concha afilada. Cuando entraron en la casa, Jenny vio cómo uno de ellos se arrastraba y daba una cuchillada a Gareth en la rodilla. El muchacho tenía las costillas desgarradas por una docena de esos intentos y las botas pegajosas en los arroyos de sangre; dio una patada a su atacante en la cara, haciéndola rodar unos dos pasos entre la multitud. Era la mujer vieja que John casi había matado en el bosque.

Sin decir ni una palabra, John se arrojó contra la multitud maloliente y enfurecida. Jenny saltó tras él, guardándole la espalda; la sangre del primer giro de la espada de él la salpicó en el rostro y alrededor de ellos, el ruido se elevó como el fragor de una tormenta en el mar. Los Meewinks eran un pueblo pequeño, aunque algunos de los hombres eran tan altos como Jenny; ella sentía que el alma le crujía por dentro cuando cortaba las caras blancas, blandas, de gente no más grande que un niño y arrojaba la punta pesada de la alabarda contra esos pequeños estómagos panzones y los veía caer, vomitando, jadeando, ahogándose. Pero había tantos… Se había atado la falda de cuadros desvaídos a la altura de las rodillas para pelear y sintió manos que las aferraban y tiraban de ellas. Un hombre cogió un gran cuchillo de carnicero de entre las cosas que había sobre la mesa y trató de dejarla inválida. La hoja de la alabarda se hundió sobre la mejilla y le abrió la cara hasta el otro lado de la mandíbula. El grito desgarró aún más el corte. El olor de la sangre lo cubría todo.

Pareció que sólo le llevaba unos segundos cruzar la habitación.

—¡Gareth! —aulló Jenny, pero él quiso golpearla con el cinto. Era lo suficientemente baja para ser una Meewink y él había perdido los anteojos. Levantó la alabarda; el cinturón se enganchó alrededor de la hoja y ella se lo arrancó de las manos—. ¡Soy Jenny! —gritó mientras los golpes de la espada de John seguían cayendo a su alrededor. John los defendía a ambos mientras los salpicaba con gotas volátiles de sangre coagulada. Jenny asió la muñeca huesuda del muchacho y lo arrastró por los escalones hacia la habitación—. Ahora, ¡corre!

—Pero no podemos… —empezó él, mirando de nuevo a John y ella lo empujó con violencia hacia la puerta. Después de lo que pareció ser una lucha momentánea con un deseo de no parecer un cobarde abandonando a sus salvadores, Gareth corrió. Pasaron la mesa y en ese momento, Gareth tomó un gancho de carne y lo hizo girar contra las caras regordetas, pálidas que los rodeaban y contra las manitas con sus cuchillos hirientes. Había tres Meewinks apostados en la puerta, pero todos se alejaron gritando frente a la fuerza del arma de Jenny. Detrás de ella, la maga oía la cacofonía chillona que subía alrededor de John como en un crescendo; sabía que ellos eran más, y su deseo de volver a pelear tiraba de ella como una soga mojada. Apenas si pudo obligarse a abrir la puerta con furia y arrastrar a Gareth a la carrera a través del claro que había frente a la casa.

Gareth se detuvo, aterrorizado.

—¿Dónde están los caballos? ¿Cómo vamos a…?

A pesar de su baja estatura, Jenny era fuerte; el empujón casi hizo caer a Gareth.

—¡No hagas preguntas!

Ya había algunas formas pequeñas, encorvadas que corrían en la oscuridad de los bosques. El fango que había bajo sus pies se coló en las botas de Jenny cuando empujó a Gareth hacia delante hacia donde ella, al menos, veía los tres caballos, y oyó tragar saliva a Gareth cuando se acercaron lo suficiente para que los hechizos perdieran su eficacia.

Mientras el muchacho subía como podía al lomo de Martillo de Batalla, Jenny se arrojó sobre Luna, cogió las riendas de Osprey y volvió hacia la casa esparciendo el fango a su alrededor como si hubiera volcado un plato de avena. Levantó la voz para poder gritar por encima del clamor interior de la casa y llamó:

—¡JOHN!

Un momento después, una confusión de figuras emergió a través de la puerta baja, como una manada de lobos tratando de derrumbar a un oso. El brillo blanco de la luz mágica mostró la espada de Aversin ensangrentada hasta el mango, la cara desgarrada y cubierta de su propia sangre y de la de sus atacantes, el aliento brotando como un chorro de vapor de su boca. Había Meewinks colgando de sus brazos y su cinturón, tratando de romper y morder el cuero de sus botas.

Con un grito de batalla como el de una gaviota, Jenny cabalgó hacia ellos, haciendo girar su alabarda como una guadaña. Los Meewinks se alejaron, silbando y crujiendo los dientes, y John se libró de los últimos y se arrojó a la montura de Osprey. Un pequeño niño Meewink corrió tras él y se aferró del cuero del estribo y trató de cortarlo en la ingle con el pequeño cuchillo de concha; John hizo girar su brazo hacia abajo y alcanzó al niño en las sienes estrechas con las puntas de su brazalete; lo arrojó lejos, como hubiera hecho con una rata.

Jenny dio media vuelta a su caballo con violencia y volvió hacia donde Gareth todavía se aferraba a la montura de Martillo de Batalla en el borde del claro. Con la precisión de los jinetes de un circo, Jenny y John se dividieron para tomar las riendas del potro, uno de cada lado, y con Gareth entre los dos, se hundieron en la noche.

—Listo. —Aversin hundió un dedo en un charco de agua y dejó caer una gota sobre la sartén de hierro en equilibrio sobre el fuego. Satisfecho, hizo una torta con la pasta de cereal y la dejó caer en su lugar. Luego, miró a Gareth, que estaba tratando de no llorar mientras Jenny le ponía una mezcla hiriente de hierbas sobre las heridas—. Ahora puedes decir que has visto a Aversin, Vencedor de Dragones, correr como el diablo para huir de un grupo de septuagenarios de metro veinte. —Sus manos heridas y vendadas hicieron otra torta y el color gris del amanecer brilló en sus anteojos mientras sonreía.

—¿Nos perseguirán? —preguntó Gareth con voz débil.

—Lo dudo. —John levantó un copo de pasta de cereal de las puntas de sus brazaletes—. Ya tienen bastante con sus propios muertos. Eso los mantendrá alimentados por un tiempo.

El muchacho tragó saliva, asqueado, aunque ahora que había visto los instrumentos que había sobre la mesa de la casa de los Meewinks, ya no tenía dudas de lo que habrían hecho con él.

Después del rescate, Jenny había insistido en que cambiaran el campamento lejos de la densa oscuridad de los bosques. El amanecer los había encontrado en un terreno relativamente abierto sobre los márgenes informes de un pantano, donde grandes extensiones de agua helada reflejaban un cielo acerado entre los toques negros de mil cañas. Jenny había trabajado, congelada, agotada, para poner sus hechizos alrededor del campamento, luego se había dedicado a los contenidos de su bolsa de remedios, dejando que John hiciera el desayuno, en contra de su buen juicio. Gareth había buscado en su equipaje los anteojos retorcidos y estropeados que habían sobrevivido a la huida en las ruinas del norte, y ahora colgaban deformes sobre la punta de su nariz.

—Siempre han sido pequeños —continuó John, mientras se acercaba al montón de paquetes donde estaba sentado el muchacho y dejaba que Jenny le vendara las rodillas cortadas—. Después de que las tropas del rey dejaron las Tierras de Invierno, los bandidos asaltaban siempre sus aldeas y les robaban toda la comida que tenían. Nunca pudieron contra un hombre armado, pero una aldea entera podía derrumbar a uno o mejor aún, esperar a que se durmiera y atacarlo cuando estaba soñando. En los tiempos de hambre, el caballo de un bandido podía mantener a toda una aldea durante una semana. Supongo que empezaron por los caballos.

Gareth tragó saliva de nuevo y pareció que iba a vomitar.

John puso sus manos sobre el cinturón tachonado de metal.

—Generalmente atacan justo antes del amanecer, cuando el sueño es más profundo, por eso quise cambiar las guardias, para ser el que se enfrentara con ellos, y no tú. Fue un Murmurador lo que te sacó del campamento ¿verdad?

—Su…, supongo que sí. —El muchacho miró el suelo y una sombra cruzó su cara flaca—. No sé. Fue algo…

Jenny percibió un estremecimiento.

—Yo los vi una vez o dos en mi guardia… ¿Jen?

—Una vez. —Jenny lo dijo brevemente. Odiaba la memoria de las sombras que lloraban en la oscuridad.

—Toman cualquier forma —dijo John, sentado en el suelo junto a ella, con los brazos alrededor de las rodillas—. Una noche uno incluso tomó la forma de Jen, a pesar de que ella estaba acostada a mi lado… Dice Polyborus en sus Selecciones, o tal vez es esa media firma de Terencio en el De fantasmas, que leen tus sueños y toman las formas que ven en ellos. ¿Por Terencio?, ¿o Polyborus?, o tal vez es en Clivy, aunque es un poco demasiado exacto para Clivy…, tengo la impresión de que eran mucho más raros que ahora, sean lo que sean.

—No sé —dijo Gareth con voz tranquila—. Deben de haber sido raros, porque yo nunca oí hablar de ellos, o de los Meewinks. Después de que eso… me atrajera hacia el bosque, me atacó. Corrí, pero no pude encontrar el campamento de nuevo. Corrí y corrí…, y luego vi la luz de esa casa… —Se quedó callado y tembló.

Jenny terminó de vendar la rodilla de Gareth. Las heridas no eran profundas, pero, como las de la cara y las manos de John, estaban hechas con maldad, no sólo los cortes de cuchillo sino también los desgarrones pequeños, como medias lunas de los dientes humanos. Ella también los tenía y la experiencia le había enseñado que esas heridas eran más sucias que las flechas envenenadas. Por lo demás, le dolía todo el cuerpo, lo sentía paralizado con los músculos duros y la fatiga general de la batalla, algo que suponía que las baladas de Gareth olvidaban mencionar como resultado inevitable del combate físico. Se sentía fría por dentro también, como cuando trabajaba los hechizos de la muerte, algo que nunca se mencionaba en las baladas, donde toda muerte se realizaba con una confianza noble y serena. Esa noche había tomado las vidas de al menos cuatro seres humanos, seres humanos a pesar de haber nacido y haberse criado en una tribu caníbal; había dejado inválidos a otros que morirían cuando se les infectaran las heridas en esa atmósfera de decadencia fétida, o serían asesinados por sus hermanos.

Para sobrevivir en las Tierras de Invierno, Jenny se había convertido en una asesina competente. Pero cuanto más estudiaba y se transformaba en curadora, cuanto más aprendía de la magia y de la vida de la cual surgía la magia, tanto más odiaba lo que hacía. Vivía en las Tierras de Invierno y había visto lo que le hacía la muerte a los que la prodigaban sin pensarlo mucho.

Las aguas grises del pantano empezaron a brillar con la luz remota del amanecer más allá de las nubes. Con el movimiento suave de miles de alas, los gansos salvajes se levantaron de sus nidos negros de espadaña y buscaron de nuevo los caminos del cielo sin color. Jenny suspiró, agotada hasta la médula. Sabía que no podían permitirse descansar, sabía que no habría descanso hasta que cruzaran el gran río Salvaje y entraran en las tierras de Belmarie.

Gareth habló de nuevo, con tranquilidad.

—Aversin…, lord John…, lo lamento. No había entendido nada de las Tierras de Invierno. —Levantó la vista, los ojos grises cansados e infelices detrás de los anteojos rotos—. Y no había entendido nada sobre vos. Yo os…, os odiaba porque no erais lo que…, lo que yo había pensado que debíais ser…

—Sí, me he dado cuenta —dijo John con una breve sonrisa—. Pero lo que sentías sobre mí no era cosa mía. Lo que sí era cosa mía era ver que estuvieras a salvo en una tierra que no conocías. Y en cuanto a no ser lo que esperabas… Bueno, sólo sabes lo que sabes, y lo único que sabías eran esas canciones. Quiero decir, es como con Polyborus y Clivy y los otros. Yo sé que los osos no nacen sin forma, que no es cierto que sus madres los esculpen con la lengua, como dice Clivy, porque he visto oseznos recién nacidos. Pero por lo que sé, tal vez los leones sí nazcan muertos, aunque personalmente no me parece probable.

—No —dijo Gareth—. Mi padre tenía una leona, como mascota, cuando yo era muy pequeño. Sus cachorros nacieron vivos, como gatitos grandes. Tenían manchitas.

—¿En serio? —Aversin estaba realmente agradecido por ese nuevo fragmento de sabiduría que agregaría a la obstruida habitación de su mente—. No digo que los Vencedores de Dragones no sean heroicos, porque Selkythar y Antara Damaguerrera y los otros tal vez lo fueron, y tal vez lo hayan hecho con espadas y en armadura dorada y plumas. Sólo sé que yo no lo soy. Si hubiera podido elegir, nunca me habría acercado a ese maldito dragón pero nadie me preguntó sí quería o no. —Sonrió y agregó—: Lamento haberte desilusionado.

Gareth le sonrió también.

—Supongo que alguna vez tenía que llover el día de mi cumpleaños —dijo, un poco tímido de nuevo. Luego dudó, como si peleara contra algún obstáculo interior—. Aversin, escuchad —tartamudeó. Luego, tosió cuando el viento cambió y el humo voló hacia ellos.

—¡Por el Dios de mi abuela, son las tortas, mierda! —John maldijo y corrió hacia el fuego, con un taco tras otro—. Jen, no es culpa mía…

—Sí que lo es. —Jenny se acercó caminando más tranquila para ayudarle a levantar los últimos restos miserables de la sartén y los arrojó en las aguas del pantano con un sonido lechoso—. No debería haberte confiado el desayuno. Ahora ve y atiende a los caballos y déjame cocinar, que para eso me trajiste. —Levantó el cuenco de comida. Aunque tenía la cara firme en una expresión severa, el toque de sus ojos en los de John fue como un beso.