Volaron juntos hacia el norte por los caminos tejidos en el aire.
Toda la Tierra yacía a los pies de Jenny, marcada con las largas sombras color índigo de la mañana, el brillo poderoso del agua de los arroyos y los cuchillos de hielo de los glaciares. Vio las formas del mar, con sus corrientes verde y violeta, sus grandes profundidades grises y la espuma de encaje blanco sobre la superficie; y las del aire, siempre en movimiento. Todas las cosas eran para ella como las ve un dragón, una red de magia y años que cubría la Tierra y la unía al universo cantor en una malla cristalina de tiempo.
Anidaron entre los altos picos de la Pared de Nast, al final de los huesos partidos del mundo, mirando hacia el este sobre las gargantas en las que las ovejas salvajes saltaban como moscas de roca en roca, por encima de caídas impresionantes de aguanieve verde y bosques en los que la humedad cubría todos los árboles sobre las primeras colinas hacia los pantanos, donde vivían los que juraban fidelidad al Maestro. Al oeste, Jenny veía más allá del glaciar, que yacía como un río detenido de verde y blanco a través de las gargantas grises y cortadas de los acantilados, más allá de las rocas desérticas y frías, el río Salvaje que brillaba como una hoja de seda castaña bajo el vapor de sus propias nieblas y, en los bosques desnudos que se alzaban junto a sus riberas, distinguió las torres de puntillas de la casa de Zyerne entre los árboles.
Como un dragón, veía atrás y adelante en el tiempo; y como un dragón, no sentía pasión ante lo que veía.
Era libre para tener lo que siempre había deseado…, no sólo el poder, que el toque de la mente de Morkeleb le había dado a su alma, sino la libertad para buscarlo más allá de la prisión mezquina del trabajo de los días.
Su mente tocó ese conocimiento y jugueteó con él, admirándose por su belleza y su complejidad. Era suyo ahora, como lo había sido siempre. Ya nadie le pediría que pospusiera sus meditaciones para caminar kilómetros y kilómetros a pie sobre las colinas ventosas y ayudar a dar a luz a un niño; ya no pasaría las horas que necesitaba para el estudio del poder, hundida hasta los tobillos en el agua congelada de un pantano, buscando huevos de rana para el reumatismo de Muffle, el herrero.
Ya no tendría que dividir su tiempo (ni su alma) entre el amor y el poder.
A lo lejos, su vista de dragón distinguía la caravana de caballos que hacía su camino de hormiga a lo largo de las colinas y hacia los bosques. Su vista de cristal era tan clara que podía identificar a cada una de las bestias de la línea: la yegua blanca Luna, los ruanos tontos, el potro estúpido Vaca y el bayo Martillo de Batalla; también vio el brillo de unos anteojos y el fulgor del metal de las hebillas de un jubón viejo y lleno de parches.
Para ella, John no era más que los primeros centímetros de la cinta interminable de años de un dragón. Como los bandidos y los desdichados Meewinks, como sus hijos, seguiría su propio camino a través de las formas laberínticas del tiempo cada vez más oscuro. Seguiría con sus luchas por su pueblo y con sus experimentos empecinados con sales de roca y globos de aire caliente, sus modelos de ballestas y su búsqueda de sabiduría popular sobre los cerdos. Un día, pensó Jenny, cogería un bote y navegaría sobre las peligrosas aguas de la ensenada de Eldsbouch para buscar las ruinas del muelle sumergido y ella no lo estaría esperando sobre las piedrecillas redondas de la playa de grava… Cabalgaría hacia la casa bajo las piedras altas de Colina Helada y ella no estaría de pie en el umbral.
Con el tiempo, lo sabía, hasta esos recuerdos se desvanecerían. Veía dentro de sí misma ahora, como había visto en las almas de otros. La de Trey, lo recordaba bien, había sido como una laguna clara, con lugares planos y brillantes y profundidades insospechadas. La de Zyerne, como una flor envenenada. A su propia alma la veía también como a una flor cuyos pétalos se iban convirtiendo en hierro en las puntas pero cuyo corazón todavía estaba suave y sedoso. Con el tiempo sería toda de hierro, hermosa hasta quitar el aliento y viva para siempre…, pero ya no sería una flor.
Se quedó muy quieta en las rocas, inmóvil a no ser por el temblor de las antenas enjoyadas que buscaban los colores del viento.
Eso era ser un dragón, se dijo a sí misma, ver las formas de todas las cosas desde el silencio del cielo. Era ser libre. Pero el dolor todavía caía desde algún lugar dentro de ella…, el dolor de la opción, de la pérdida y de los sueños que habían nacido muertos. Habría llorado pero no había nada en los dragones que fuera capaz de llorar. Se dijo que era la última vez que tendría que sentir ese dolor o el amor que lo causaba. Por esa inmunidad había buscado los caminos del cielo.
La clave de la magia es magia, pensó. Y toda la magia, todo el poder, eran suyos ahora.
Pero muy adentro, otra voz preguntó: ¿para qué? Allá lejos, sentía a Morkeleb, que cazaba las grandes ovejas con cuernos entre las rocas. Como un murciélago negro de puntilla de acero, pasaba sin más sonido que su sombra sobre los campos de nieve, envuelto en los colores del aire para caer sobre las gargantas, escondido de los ojos estúpidos, nerviosos de su presa en el brillo engañoso de su magia. La magia era el hueso de los huesos de los dragones, la sangre de su sangre; la magia del cosmos teñía todo lo que percibían y todo lo que eran.
Y sin embargo, si uno lo pensaba bien, esa magia era estéril; no buscaba nada que no fuera ella misma, como la de Zyerne.
Zyerne, pensó Jenny. La clave de la magia es magia. Por esa magia, Zyerne había sacrificado a los hombres que la amaban, al hijo que hubiera dado a luz, y finalmente, a su propia humanidad…, ¡igual que Jenny!
Caerdinn estaba equivocado. A pesar de su lucha para perfeccionar sus artes, no había sido otra cosa que un viejo amargado, egoísta, el final de una Línea que fallaba porque buscaba la magia sólo por amor a la magia misma. La clave de la magia no era la magia; era su uso; no era tener, sino dar y hacer…, amar y ser amado.
Y en su mente surgió la imagen de John, sentado junto a Morkeleb en el patio superior de la ciudadela. Como tenemos tan poco, lo compartimos entre nosotros para que valga la pena tenerlo…, las consecuencias de no preocuparse lo suficiente por hacer lo que hacemos serían peores…
Había sido John todo el tiempo, pensó Jenny. No el problema, sino la solución.
Una sombra hizo un círculo sobre ella y Morkeleb descendió brillante sobre las rocas a su lado. El sol estaba casi hundido en el horizonte al oeste y arrojaba el brillo de la luz azul del glaciar sobre su cuerpo negro, como una brillante capa de llamas.
¿Qué pasa, mujer maga?
Morkeleb, devuélveme a lo que fui, dijo ella.
Las escamas de Morkeleb se erizaron y ella sintió el punzón de su rabia en la mente.
Nada puede volver a ser lo que fue, mujer maga. Lo sabes. Mi poder estará contigo para siempre y no puede borrarse de tu mente el conocimiento de lo que es ser un dragón.
Aún así, dijo ella. A pesar de eso, prefiero vivir como una mujer que fue un dragón que como un dragón que una vez fue mujer. Sobre los escalones de la Gruta, maté con fuego como mata un dragón; y como un dragón, no sentí nada. No quiero volverme así, Morkeleb.
Bah, dijo Morkeleb. El calor salía de las mil navajas de sus escamas, de las largas espinas y de la seda plegada de sus alas. No seas tonta, Jenny Waynest. Todo el conocimiento de los dragones, todo su poder es tuyo y todo el tiempo del mundo. Olvidarás pronto los amores de la tierra y estarás curada. El diamante no puede amar a la flor porque la flor vive un día y luego desaparece. Tú eres un diamante ahora.
La flor muere, dijo Jenny con suavidad. Pero ha vivido. El diamante no puede hacer ninguna de las dos cosas. No quiero olvidar y la curación me convertirá en lo que nunca quise ser. Los dragones tienen todo el tiempo del mundo, Morkeleb, pero ni los dragones pueden hacer retroceder el flujo de los días ni volver por él y encontrar el tiempo que han perdido. Déjame ir.
¡No! La cabeza del dragón giró, los ojos blancos brillantes, la larga melena ardiendo alrededor de la base de sus muchos cuernos.
Te deseo, mujer maga, más de lo que he deseado el oro. Es algo que nació en mí cuando tu mente tocó la mía, como mi magia nació en ti. Ahora que te tengo, no te dejaré ir.
Ella unió las ancas bajo su cuerpo y se arrojó al vértigo del aire, las alas blancas buscando el viento. Él se arrojó tras ella, bajando los acantilados grises y las caídas de agua de la Pared de Nast en el viento; y las sombras se perseguían una a la otra sobre las grietas de nieve, teñidas de azul con la venida de la noche. Se agitaban como halcones grises sobre la oscuridad de la piedra y el abismo. Más allá, el mundo estaba quieto, alfombrado con el brillo del otoño, rojo y ocre y castaño; y desde los árboles sin hojas de los bosques cerca del río, Jenny veía elevarse un sólo hilo de humo, lejos, sobre el viento de la noche.
La blancura de la luna llena le acarició las alas; las estrellas a través de cuyos caminos secretos habían llegado los dragones a la Tierra una vez y por los cuales volverían a marcharse un día, giraban como una red de luz en sus caminos extendidos más arriba. La vista de dragón de Jenny descubrió el campamento en los bosques y una figura sola, muy pequeña, que arrancaba pacientemente tortillas quemadas de la sartén con los libros de un paquete a medio deshacer extendidos a su alrededor.
Ella giró sobre el humo, invisible en los colores del aire y sintió la oscuridad de una sombra que giraba sobre ella.
Mujer maga, dijo la voz del dragón en su mente, ¿esto es realmente lo que quieres?
Ella no contestó, pero sabía que, como dragón, él podía sentir el movimiento y las formas de su mente. Sintió cómo Morkeleb se asombraba ante lo que veía y luego sintió su rabia contra ella y también contra algo dentro de sí mismo.
Finalmente el dragón le dijo:
Te deseo, Jenny Waynest, pero más que a ti, deseo que seas feliz y eso no lo entiendo…, no te quiero llena de dolor. Y luego, oyó la rabia que le atacaba como un látigo de nueve colas. ¡Tú me has hecho esto!
Lo lamento, Morkeleb, dijo ella con suavidad. Lo que sientes es el amor de los seres humanos y es un pobre pago por el poder que me dio el toque de tu mente. Eso es lo que aprendí primero cuando amé a John…, tanto el dolor como el hecho de sentirlo es mejor que no ser capaz de sentir.
¿Ése es el dolor que te empuja?, preguntó él.
Sí, dijo ella.
Una rabia amarga sonó en la mente de Morkeleb como el eco lejano del oro que había perdido.
Vete, entonces, dijo y ella bajó por el aire, una cosa de vidrio y puntillas y huesos, invisible en la oscuridad suave, llena de humo. Sintió que el poder del dragón la rodeaba con calor y magia y el dolor brilló en sus huesos de maga. Se apoyó en el dolor que le fundía el cuerpo como antes se había apoyado en el viento del vuelo.
Luego, hubo sólo cansancio y dolor. Se arrodilló a solas en la oscuridad de los bosques de otoño, con el frío de la noche mordiéndole las heridas recién curadas en la espalda y los brazos. A través del gris y el blanco de los troncos de los árboles, veía el brillo rojo del fuego y olía los aromas familiares del humo de leña y los caballos; los tonos plañideros de la flauta sonaban, leves, en el aire. El borde brillante de color se había desvanecido de todas las cosas; la noche era cruda y neblinosa, sin color, muy fría. Jenny tembló y se ajustó la chaqueta de cuero de oveja sobre los hombros. La tierra parecía húmeda donde la tocaban las rodillas a través de las faldas gastadas.
Apartó la cola oscura, enredada de su cabello y miró hacia arriba. Más allá de la puntilla desnuda de los árboles veía al dragón que volaba en círculos, solo en el hueco sonoro del cielo vacío.
Su mente tocó la de él, con un agradecimiento mayor que todas las palabras. El dolor la inundó, un dolor de heridas profundas, y eso y la rabia ante la idea de poder sentir ese dolor.
Es un regalo cruel el que me has dado, mujer maga, dijo él. Porque me has separado de mi especie y has destruido el placer de mis viejas alegrías; mi alma está marcada por este amor, aunque no entiendo lo que es y, como tú, nunca podré volver a ser lo que había sido.
Lo lamento, Morkeleb, le dijo ella. Cambiamos lo que tocamos, sea la magia, el poder u otra vida. Hace diez años me habría ido contigo. Pero toqué a John y él me tocó a mí.
Como un eco en su mente, oyó la voz de Morkeleb.
Que seas feliz, entonces, mujer maga, con la elección que has hecho. No entiendo tus razones porque no es cosa de dragones, pero claro, en realidad ahora yo tampoco soy un dragón.
Ella sintió, no vio, que él se desvanecía volando de retorno hacia el norte vacío. Durante un momento, pasó sobre el disco blanco de la luna, seda esquelética sobre esa cara severa, luego desapareció. El dolor cerró la garganta de Jenny, el dolor de los caminos que nunca se tomaron, de las puertas que nunca se abrieron, de las canciones que no se cantaron…, el dolor humano de las opciones. Al liberarla, el dragón también había elegido lo que era y lo que sería en adelante.
Cambiamos lo que tocamos, pensó ella. Y en eso, suponía ella, John —y la capacidad de amar y de preocuparse que John le había dado— era y sería para siempre, el Vencedor de Morkeleb.
Suspiró y se puso de pie, entumecida, sacudiéndose las hojas y ramitas de la falda. Las notas agudas, dulces de la flauta todavía sonaban en la brisa de la noche, pero en ellas iban también el olor del humo y el de las tortillas que empezaban a quemarse. Se pasó la capa sobre el hombro y empezó a subir por el sendero hacia el claro.