Cuando Jenny despertó, John se había marchado.
Como un dragón, en sus sueños ella había notado muchas cosas; había sentido cómo él se despertaba y se quedaba quieto un rato, apoyado sobre el hombro junto a ella, mirándola dormir; sintió también cómo John se levantaba y se vestía, la tarea lenta y dolorosa de ponerse la camisa, los pantalones y las botas y la forma en que los vendajes tiraban de la masa a medio curar de cortes y abrasiones sobre su espalda y sus costados. Luego, John había cogido la alabarda de ella a modo de bastón, la había besado con dulzura y se había marchado.
Cansada todavía, Jenny se quedó quieta entre el montón de mantas y almohadones de paja y se preguntó adonde habría ido y por qué razón sentía miedo ahora al preguntárselo.
El miedo parecía flotar en el aire con las oscuras nubes de tormenta que se levantaban sobre las verdes extensiones al norte de la Pared de Nast. Había un color lívido y extraño en la luz que caía a través de las estrechas ventanas, una sensación de mal cercano que quitaba el aliento, una sensación que invadía los sueños de Jenny…
Los sueños, pensó, confusa. ¿Qué había soñado?
Le parecía recordar a Gareth y al Señor Policarpio caminando por los muros altos de la ciudadela, los dos vestidos con las túnicas negras y sueltas de los estudiantes, hablando con la vieja facilidad de su amistad interrumpida.
—Tienes que admitir que fue una calumnia muy convincente —estaba diciendo Policarpio.
—No tenía por qué creérmela con tanta facilidad —replicó Gareth con amargura.
Policarpio sonrió y sacó un catalejo de cobre de un bolsillo de sus vestidos demasiado amplios. Luego desplegó las secciones unidas para observar el cielo.
—Vas a ser Pontífice Máximo algún día, primo, así que necesitas práctica en creer cosas ridículas —dijo y luego, miró hacia el camino que llevaba al sur, como si no pudiera creer lo que veía.
Jenny frunció el ceño y recordó las marañas nebulosas de su sueño.
El rey, pensó, era el rey cabalgando por el camino hacia los campamentos de los sitiadores que rodeaban la ciudadela. Pero había algo que no estaba bien en la forma alta, tiesa y la cara como de máscara, cabalgando en la luz sulfurosa de la tormenta. ¿Un efecto del sueño?, se preguntó. ¿O era que los ojos eran en realidad amarillos…, los ojos de Zyerne?
Preocupada, se sentó en la cama y se puso la ropa. Había un cuenco de agua en un rincón de la habitación, cerca de la ventana. La superficie del agua reflejaba el cielo como un pedazo de vidrio ahumado. La mano de Jenny pasó sobre el agua; a su conjuro, vio a Morkeleb, tendido en el pequeño patio superior de la ciudadela, un cuadradito de piedra que no tenía nada adentro, excepto unos pocos manzanos resecos y un cobertizo de madera que alguna vez había guardado equipo para jardinería y ahora, como todos los demás refugios de la ciudadela, estaba lleno de libros desplazados. El dragón estaba estirado como un gato a la luz pálida del sol; los pompones enjoyados de sus antenas se movían a un lado y a otro como si olieran el tumulto en el aire y junto a él, sobre el único banco de granito del patio, estaba John.
El dragón estaba hablando.
¿Por qué esa curiosidad, Vencedor de Dragones? ¿Para saber más de nosotros la próxima vez que decidas matar a uno?
—No —dijo John—. Sólo para conocer mejor a los dragones. Tengo más limitaciones que tú, Morkeleb…, por un cuerpo que se gasta y muere antes de que la mente haya visto la mitad de lo que quiere ver, por una mente que se pasa la mitad de su tiempo haciendo lo que en realidad no querría hacer en favor de otros a los que tiene que cuidar. Tengo tanto deseo, tanta codicia de conocimiento como Jenny, como tú por el oro, tal vez más porque sé que tengo que tomar el conocimiento mientras pueda y donde pueda.
El dragón respiró con desprecio; las aletas de su nariz bordeadas de terciopelo temblaron y mostraron una onda superficial de corrientes más profundas de pensamiento; luego, desvió la cabeza. Jenny sabía que debía sentir sorpresa al poder conjurar la imagen de Morkeleb en el cuenco de agua, pero no se sorprendió; aunque no hubiera podido ponerlo en palabras, sólo en la comprensión a medias visual del habla de los dragones, sabía por qué antes había sido imposible y ahora no. Pensaba que casi hubiera podido conjurar la imagen de Morkeleb y la de todo lo que le rodeaba, sin el agua.
Durante un tiempo se quedaron callados, el hombre y el dragón, y las sombras de las cabezas de tormenta con vientres azules se movieron sobre ellos para reunirse sobre las alturas de la ciudadela. Morkeleb no era igual en el agua que cara a cara, pero era otra diferencia que sólo podía expresar un dragón. Un viento que venía en otra dirección sacudió las ramas de los árboles, que parecían coronas, y unas pocas ráfagas de lluvia tocaron el empedrado del patio debajo de ellos. Al final del patio, Jenny veía la puerta pequeña y poco llamativa, fácil de defender, que llevaba a las antecámaras de la Gruta. No era ancha, porque el comercio entre la Gruta y la ciudadela casi estaba limitado a libros y oro; en general, la mayor parte del tráfico había sido sólo conocimiento.
¿Por qué?, preguntó Morkeleb finalmente. Si, como dices, la tuya es una vida limitada por los problemas del cuerpo y los perímetros estrechos del tiempo, si deseas el conocimiento como nosotros deseamos el oro, ¿por qué le das lo que tienes, la mitad de todo lo que posees, a otros?
La pregunta se había alzado como una ballena desde profundidades insospechadas y John se quedó callado un momento antes de responder.
—Porque es parte de lo que es ser un ser humano, Morkeleb. Tenemos tan poco…, lo compartimos entre nosotros para que valga la pena tenerlo. Hacemos lo que hacemos porque las consecuencias de no preocuparnos por hacerlo serían peores.
La respuesta debió de tocar alguna cuerda en el alma del dragón, porque Jenny sintió, incluso a través de la visión distante, el estallido radiante de su irritación. Pero los pensamientos del dragón bajaron de nuevo a sus profundidades y se quedó quieto, casi invisible contra los colores de la piedra. Sólo sus antenas siguieron moviéndose, inquietas, como si el remolino del aire las molestara.
¿Una tormenta eléctrica?, pensó Jenny, preocupada de pronto. ¿En invierno?
—¿Jenny? —Ella levantó la vista con rapidez y vio a Policarpio de pie sobre el alto resquicio de la puerta. Primero no supo por qué, pero tembló cuando vio que el catalejo de cobre que había usado en el sueño colgaba de su cinto—. No quería despertaros…, sé que no habéis dormido mucho…
—¿Qué pasa? —preguntó ella, que oía la preocupación en la voz de él.
—Es el rey.
El estómago de Jenny se encogió como si se hubiera saltado un escalón en la oscuridad; el miedo de su sueño se endureció en ella, terriblemente real de pronto.
—Dijo que se había escapado de Zyerne…, que quería refugio aquí, que sobre todo quería hablarle a Gar. Se fueron juntos…
—¡No! —gritó Jenny, horrorizada, y el joven filósofo la miró, sorprendido. Ella se levantó de un salto y se puso la bata que había estado usando antes, con violencia, sin esperar; luego se ajustó con fuerza el cinturón—. ¡Es una trampa!
—¿Qué…?
Ella lo empujó para pasar, mientras se recogía las mangas demasiado largas sobre las manos; el aire frío y el olor del trueno la tocaron cuando salió al exterior y empezó a correr por las altas escaleras angostas. Oía a Morkeleb que la llamaba, leve y confusa la voz con la distancia; el dragón la esperaba en el patio de arriba, las escamas medio levantadas brillando inquietas en la luz enfermiza de la tormenta.
Zyerne, dijo ella.
Sí. Acabo de verla, caminando con tu principito hacia la puerta que va a la Gruta. Estaba disfrazada del viejo rey…, ya habían pasado por la puerta cuando yo se lo dije a Aversin. ¿Es posible que el príncipe no lo supiera, como me dijo Aversin? Sé que los humanos se engañan unos a otros con las ilusiones de su magia, pero ¿hasta su propio hijo y su sobrino al que él crió pueden ser tan estúpidos como para no ver la diferencia entre lo que ven y lo que conocieron?
Como siempre, sus palabras llegaron como imágenes a la mente de Jenny: el viejo rey inclinado, murmurando, apoyado en el hombro de Gareth para sostenerse mientras caminaban por el patio estrecho hacia la puerta de la Gruta; la mirada de pena, repulsión involuntaria y culpa terrible en los ojos del muchacho…, que sentía asco y no sabía por qué.
El corazón de Jenny empezó a golpear con fuerza.
Saben que el rey estuvo enfermo, dijo. Sin duda Zyerne contaba con que ellos disculparan cualquier fallo en la memoria. Irá a la Piedra a sacar poder y pagará con la vida de Gareth. ¿Dónde está John? Tiene que…
Fue tras ellos.
¿QUÉ? Como un dragón, la palabra surgió sólo como una fuente ardiente de rabia y de incredulidad. Se hará matar.
Seguramente lo vencerán, dijo Morkeleb con cinismo.
Pero Jenny no se quedó a esperar. Ya estaba corriendo por las angostas escaleras hacia el patio inferior. Los adoquines del suelo eran desiguales y estaban muy gastados, con las pequeñas lentejuelas de la lluvia pasajera brillando sobre ellos como cuentas de plata sobre un tejido complejo; la dureza de la roca le lastimó los pies en la carrera hacia la puertecita poco visible.
Rechazó con fuerza las palabras del dragón.
Espérame aquí. Si llega a la Piedra, tendrá todo el poder…, nunca podré vencerla como antes. Debes cogerla cuando salga…
Es la Piedra lo que me ata aquí, replicó la voz amarga del dragón en su mente. Si la alcanza, ¿qué te hace pensar que podré hacer otra cosa que su voluntad?
Sin contestar, Jenny abrió la puerta de un golpe y se lanzó por las antecámaras oscuras de las entrañas de la tierra.
Las había visto la mañana anterior, cuando pasó por ellas con los gnomos que habían ido a buscar a John, Gareth y Trey desde el otro lado de la Gruta. Había varias habitaciones que se usaban para el comercio y los negocios y luego un depósito, cuyas paredes estaban talladas hasta tres cuartos de su altura en el hueso vivo de la montaña. Las ventanas, muy arriba bajo los techos abovedados, dejaban pasar una luz sombría y azul en la que Jenny vio las anchas puertas de la Gruta misma, cerradas y ajustadas con bronce y cubiertas con barras macizas y trabas de hierro.
Esas puertas todavía estaban cerradas, pero la puerta pequeña, apenas del tamaño de un hombre, estaba abierta. Al otro lado, sólo oscuridad y el olor frío de la roca, el agua y la podredumbre. Jenny se subió la túnica, trepó sobre el alféizar ancho y siguió adelante, los sentidos extendidos más allá, como un dragón, los ojos buscando las runas de plata que había escrito en las rocas el día anterior para marcar el camino.
El primer pasaje era ancho y alguna vez había sido agradable: con fuente y piletas a lo largo de sus paredes. Ahora, algunas estaban rotas, otras atascadas por los meses de abandono; el musgo las cubría y el agua corría brillante por las paredes y por la piedra bajo los pies de Jenny y se deslizaba, fría, por sus tobillos. Mientras caminaba, su mente examinaba la oscuridad adelante; volvió por el camino que había hecho el día anterior y se detuvo una y otra vez para escuchar. El camino pasaba cerca de los Lugares de Curación, pero no a través de ellos; en algún lugar, tendría que doblar y buscar por pasadizos sin marcar.
Así que sentía el aire, buscando el tintineo vivo de la magia que marcaba el corazón de la Gruta. Tenía que estar más abajo, pensaba, abajo y a su izquierda. La mente volvía una y otra vez a las palabras de Mab sobre un paso en falso y la muerte por hambre en los laberintos oscuros. Si se perdía, se dijo, Morkeleb podría oírla y guiarla…
Pero no si Zyerne alcanzaba la Piedra, pensó de pronto. El poder y el deseo de la Piedra estaban hundidos en la mente del dragón. Si Jenny se perdía, y Zyerne alcanzaba la Piedra y obtenía el control sobre Morkeleb, no volvería a ver la luz del día.
Se apresuró; pasó por las puertas que se habían cerrado para defender la ciudadela desde la Gruta, todas abiertas ahora por Gareth y el que él suponía que era el rey. Junto a la última de ellas, vio los sacos de pólvora de los que había hablado Balgub, esa defensa final en la que había puesto tanta fe. Más allá había una bifurcación de caminos, y ella se detuvo de nuevo bajo un arco tallado como una boca monstruosa, con estalactitas de marfil en la mueca de una encía arrugada de granito color salmón. Su instinto le decía que ése era el lugar…, dos túneles salían del principal, los dos hacia abajo, los dos a la izquierda. Un poco más abajo en el más cercano, junto al ruidito del agua que salía de un caño roto, una pisada húmeda marcaba la piedra que bajaba en una ladera empinada.
John, adivinó ella, porque la huella era de un pie que se había arrastrado un poco. Más adelante por ese mismo camino, vio la marca de una bota más seca, más estrecha y de forma distinta. Vio las huellas de nuevo, secas hasta ser apenas una mancha de humedad en los primeros peldaños de una escalera estrecha que se retorcía como un sendero subiendo una colina sembrada de enormes hongos de piedra en una caverna llena de ecos, más allá de las mansiones de alabastro negro de los gnomos, hacia una puerta estrecha en una pared. Jenny escribió una runa junto a la puerta y siguió adelante, a través de una grieta en la roca cuyas paredes podía tocar con los brazos extendidos, siempre hacia abajo, hacia las entrañas de la tierra.
En el peso agobiante de la oscuridad, vio el temblor leve de una luz amarilla.
No se atrevió a llamar; siguió adelante sin ruido. El aire era más tibio allí, antinatural en esos abismos húmedos; sintió las vibraciones sutiles de la magia viva que rodeaba la Piedra. Pero ahora había algo malsano en el aire, como el primer olor de la podredumbre en la carne envejecida o el verde lívido que sus ojos de dragón habían visto en el agua envenenada. Comprendió entonces que Mab tenía razón y Balgub estaba equivocado. La Piedra estaba sucia. Los hechizos que se habían fabricado con su fuerza se deterioraban lentamente, pervertidos por los venenos destilados por la mente de Zyerne.
Al final de una habitación triangular del tamaño de una docena de graneros, encontró una antorcha que se extinguía cerca del pie de una escalera de peldaños muy planos. La puerta de hierro al final estaba entreabierta y sin trabar y atravesado en el umbral estaba John, inconsciente, mientras las babosas de la basura le olisqueaban ya la cara y las manos.
Más allá, en la oscuridad, Jenny oyó la voz de Gareth que gritaba:
—¡Basta! —Y el murmullo malvado, dulce de la risa de Zyerne.
—Gareth —respiró la voz suave—, ¿alguna vez creíste de verdad que podrías detenerme?
Sacudida ahora con un frío que parecía cristalizarse en la médula de sus huesos, Jenny corrió hacia delante, al corazón de la Gruta.
Los vio, a través del bosque de pilares de alabastro, bajo las sombras nerviosas de la antorcha de Gareth que se sacudía sobre la puntilla blanca de piedra que bordeaba la pista de baile abierta. La cara del muchacho parecía blanca como la de un muerto contra la túnica de estudiante que usaba, negra, basta; los ojos le brillaban con el terror de pesadilla de cada sueño, cada encuentro con la amante de su padre y el conocimiento de su propia debilidad terrorífica. En la mano derecha tenía la alabarda que John había estado usando como bastón. John debía de haberle avisado que quien lo acompañaba era Zyerne antes de caer, pensaba Jenny. Al menos Gareth tiene un arma. Pero si era capaz de usarla o no era otro problema.
La Piedra parecía brillar en el centro de la pista de baile, de ónix, hundida en la oscuridad brillante con una luz enfermiza de cadáver que le era propia. La mujer que había frente a ella estaba radiante, hermosa como la Muerte que dicen que camina en el mar en épocas de tormenta. Parecía más joven que nunca a los ojos de Jenny, con la fragilidad virginal de una niña que era al mismo tiempo una armadura contra la desesperación de Gareth y un arma para desgarrar su carne si no su alma. Pero hasta en esa forma delicada había algo nauseabundo en ella, como mazapán envenenado…, una sensualidad apabullante, corrupta. Un viento que Jenny no sentía parecía levantar el suave cabello oscuro de Zyerne y las mangas de la camisa frágil y blanca que era todo lo que llevaba. Jenny se detuvo en el borde del claro del bosque de piedra y se dio cuenta de que estaba viendo a Zyerne como había sido antes, cuando apareció por primera vez en ese lugar, una niña nacida para ser maga que había corrido por esos pasillos sin luz buscando poder como ella lo había buscado en el norte lluvioso; tratando, como ella, de sobreponerse a su manera a la falta de ese poder.
Zyerne rió; la boca dulce se partió para mostrar perlas de dientes.
—Es mi destino —murmuró y las manos pequeñas acariciaron el brillo negro azulado de la Piedra—. Los gnomos no tenían derecho a guardarla para ellos. Ahora es mía. Estaba escrito que sería mía desde los comienzos del mundo. Como tú.
Extendió las manos y Gareth susurró:
—No. —Tenía la voz débil y desesperada mientras el deseo le mordía la carne.
—¿Qué es ese no? Estás hecho para mí, Gareth. Hecho para ser rey. Hecho para ser mi amor. Hecho para ser el padre de mi hijo.
Como un fantasma en un sueño, Zyerne se deslizó hacia él sobre la negrura aceitada de la gran pista. Gareth la amenazó con la antorcha, pero ella sólo volvió a reír y ni siquiera retrocedió. Sabía que él no tenía el valor de tocarla con la llama. Él caminó de lado con la alabarda en la mano, pero Jenny veía que tenía la cara cubierta de sudor. Le temblaba todo el cuerpo cuando buscó la última fuerza que le quedaba para cortarla cuando se acercara lo suficiente…, luchando por mantener la decisión de hacerlo contra el deseo de arrojar el arma y apretarla entre sus brazos.
Jenny se adelantó desde el claro de alabastro en un brillo de luz azul de magia y su voz cortó el aire palpitante como un cuchillo que desgarra una tela.
—¡ZYERNE! —gritó y la hechicera giró en redondo, los ojos amarillos como los de un diablo con forma de gato en el brillo blanco de la luz, como la otra vez, en los bosques. El hechizo que había echado sobre Gareth desapareció, y en ese instante, él le arrojó la alabarda con todas sus fuerzas.
Zyerne hizo el hechizo de desviación casi con desprecio y el arma chilló y crujió sobre el piso de piedra. Luego ella se volvió de nuevo hacia Gareth y levantó la mano, pero Jenny se adelantó —la rabia giraba a su alrededor como humo de leña y fósforo— y envió contra Zyerne una soga de fuego que surgió, fría, de la palma de su mano.
Zyerne la arrojó lejos y la soga cayó, silbando sobre el suelo negro. Los ojos amarillos ardieron con luz de mal.
—Tú —murmuró—, te dije que conseguiría la Piedra y te dije lo que haría contigo cuando la tuviera, perra ignorante. Voy a pudrirte los huesos por lo que me hiciste.
Un hechizo de invalidez y ruina golpeó como un rayo en el aire cerrado de la caverna y Jenny se acobardó. Sentía que todas sus defensas se encorvaban y se torcían. El poder que empuñaba Zyerne era como un peso; la sombra vasta que Jenny había sentido antes se convirtió ahora en el peso de la tierra apoyado en el lugar de su cuerpo en que el poder la había golpeado. Jenny arrojó ese peso lejos de sí y se deslizó escapando; pero durante un segundo se quedó sin fuerzas para nada más. Un segundo hechizo la golpeó y un tercero, que le mordió los músculos y los órganos del cuerpo, humeando en el borde de su túnica. Jenny sintió que algo se quebraba en su interior y mordió el gusto de la sangre en su boca; la cabeza le latía, le ardía el cerebro y todo el oxígeno del mundo era insuficiente en sus pulmones. Bajo esos golpes terribles, ya no podía hacer otra cosa que defenderse; no podía arrancar de sí misma un contra hechizo, nada que detuviera la pelea. Y todo el tiempo, sentía la forma en que se tejían los hechizos de muerte: perversiones hinchadas y terribles de lo que ella misma había tejido alguna vez, que volvía como una venganza a aplastarla con sus propias palabras. Sintió la mente de Zyerne llena del poder de la Piedra, cavando como una aguja negra de dolor en la suya; sintió las garras de una esencia envenenada y viciosa que buscaba su consentimiento.
¿Y por qué no?, pensó ella. Como el fango negro de pústulas que estallan, todo su odio a sí misma flotó a la luz. Había matado a otros más débiles que ella, había odiado a su maestro, había usado a un hombre que la amaba para su placer y había abandonado a los hijos de su cuerpo, había abandonado su derecho de nacimiento al poder por miedo y por pereza. Su cuerpo gritaba y su voluntad para resistir las agonías cada vez mayores se debilitaba frente a la embestida ardiente de la mente. ¿Cómo podía esperar vencer el mal de Zyerne cuando ella misma era mal sin siquiera la excusa de la grandeza de Zyerne?
La rabia le golpeó como la lluvia helada de las Tierras de Invierno y reconoció lo que le pasaba: era un hechizo. Como un dragón, Zyerne engañaba con la verdad, pero era un engaño de todos modos. Levantó la vista y vio esa cara perfecta, malvada sobre la suya, los ojos amarillos llenos de fuego y satisfacción. Levantó las frágiles muñecas mientras los huesos de las manos le ardían como los de una vieja en una noche de invierno; pero forzó sus manos a cerrarse.
¿Grandeza?, gritó su mente, dividiéndose de nuevo a través de la niebla de dolor y hechizo. Sólo tú te ves grande, Zyerne. Sí, soy mala y débil y cobarde pero, como un dragón, sé lo que soy. Tú eres una criatura de mentiras, de venenos, de miedos pequeños y mezquinos y eso es lo que te matará. No importa si yo muero o no, Zyerne; tú serás la que traerá tu propia muerte a tu cuerpo, no por lo que haces sino por lo que eres.
Sintió que la mente de Zyerne retrocedía ante esas palabras. Con un movimiento furioso, Jenny quebró el dominio brutal de aquella mente sobre la suya. En ese momento, alguien le separó las manos. De rodillas, miró hacia arriba, a través de la maraña de su pelo y vio cómo la cara de la encantadora se ponía lívida. Zyerne aulló:
—¡Tú! Tú… —Con una obscenidad desgarradora, el cuerpo entero de la maga se envolvió en los harapos de calor y fuego y poder. Jenny, que se dio cuenta de pronto que el peligro era más contra su cuerpo que contra su alma, se arrojó al suelo y rodó para apartarse de ella. En la mezcla arremolinada de calor y poder había una criatura que Jenny nunca había visto antes, horrible, deforme, como si una cucaracha gigante de las grutas se hubiera cruzado con un tigre. Con un grito ronco, la cosa se arrojó sobre Jenny.
Jenny rodó para apartarse del toque de las patas, afiladas como navajas. Oyó que Gareth gritaba su nombre, pero no con terror como hubiera hecho hacía un tiempo, y por el rabillo del ojo, lo vio pasarle la alabarda a las manos por el suelo resbaladizo como el vidrio. Ella cogió el arma justo a tiempo para detener el segundo ataque. El metal de la hoja crujió sobre las mandíbulas terribles mientras el peso enorme de la cosa arrojaba a Jenny contra la Piedra negra azulada. Luego, la cosa se volvió y retrocedió sobre sus huellas como había hecho Zyerne esa noche en el claro del bosque y en su mente, a Jenny le pareció oír la voz distante de la encantadora que aullaba:
—¡Ya verás! ¡Todos lo verán!
La cosa se escurrió por la selva de alabastro, buscando los túneles negros que llevaban a la superficie.
Jenny empezó a levantarse para seguirla y cayó a los pies de la Piedra. El cuerpo le dolía en cada miembro, cada músculo; sentía la mente masacrada por la crueldad desgarrante de los hechizos de Zyerne, sangrante todavía por su propia aceptación de lo que era. La mano, que ahora veía sobre el puño de la alabarda, ya no parecía parte de ella, aunque para su sorpresa veía que estaba todavía en la punta del brazo y unida a su cuerpo; los dedos castaños estaban cubiertos de cortes, algún ataque que ni siquiera había sentido en su momento. Gareth se inclinaba sobre ella con la antorcha mojada en la mano.
—Jenny, despertad, por favor, Jenny. No quiero ir detrás de eso yo solo.
—No —logró murmurar ella y tragó sangre. Algún instinto le dijo que la lesión que había en su interior se había cerrado, pero se sentía descompuesta y seca. Trató de ponerse de pie y cayó. Vomitó. Sintió que las manos del muchacho la sostenían a pesar de que temblaban de miedo. Después, vacía y helada, se preguntó si se desmayaría y se dijo a sí misma que no debía hacerse la tonta.
—Va a buscar a Morkeleb —murmuró y se levantó de nuevo, como pudo, el cabello negro colgándole sobre la cara—. El poder de la Piedra domina al dragón. Y podrá regir su mente como no pudo regir la mía.
Se puso de pie del todo. Gareth la ayudó con tanta suavidad como podía y le levantó la alabarda.
—Tengo que detenerla antes de que salga de las cavernas. He vencido a su mente. Mientras los túneles pongan un límite a su tamaño, tal vez pueda vencer su cuerpo. Quédate aquí y ayuda a John.
—Pero… —empezó Gareth. Ella se soltó de sus manos y se alejó hacia el umbral oscuro en una carrera interrumpida por traspiés.
Más allá del umbral, los hechizos de confusión y pérdida se tejían en la oscuridad. Las runas que había trazado mientras seguía a John ya no estaban allí y durante unos momentos, la oscuridad sutil de la magia de Zyerne llenó su mente y la ahogó. De pronto, todos esos caminos velados parecían iguales. El pánico subió a la garganta de Jenny, le pareció ver la imagen de sí misma vagando para siempre en la oscuridad; luego, la parte de ella que había encontrado el camino en los bosques de las Tierras de Invierno, dijo: Piensa; piensa y escucha. Dejó salir la magia de su mente y miró a su alrededor en la oscuridad; con su instinto de mujer de los bosques, había mirado cuidadosamente la ruta mientras marcaba las runas, había visto cómo se veían las cosas al venir del otro lado. Extendió sus sentidos a través del dominio fantasmagórico de piedra tallada, escuchando los ecos que se cruzaban una y otra vez en la negrura. Oyó el murmullo casi mudo de la voz de John que hablaba con Gareth de las puertas que los gnomos habían pensado asegurar y el roce agudo de quitina sucia en algún lugar, más adelante. Su conciencia se hizo más profunda y oyó a los gusanos de las cuevas que resbalaban, huyendo asustados de un gusano más grande. Luego, empezó la persecución con rapidez.
Le había dicho a Morkeleb que cuidara la puerta exterior. Esperaba que el dragón hubiera tenido el sentido común de no hacerlo, pero eso importaba poco en realidad. El poder de la Piedra estaba en Zyerne…, de ese poder había sacado las reservas más profundas de su fuerza, sabiendo que, cuando tuviera que pagar por eso, tendría muchas vidas a su disposición para hacerlo. El poder de la Piedra estaba en la mente de Morkeleb, más fuerte ahora que cuando esa mente y la de Jenny se habían tocado. Con el dragón como esclavo de Zyerne, la ciudadela se rendiría y la Piedra sería de Zyerne para siempre.
Jenny se apresuró todavía más. Trotó y sintió que el movimiento le quebraría los huesos. Sus pies desnudos salpicaban al caminar sobre el agua de las cavernas; sonaban como un golpeteo suave entre las formas amenazantes de la oscuridad de piedra caliza; Jenny sentía las manos congeladas alrededor del puño de la alabarda. No sabía cuánta ventaja le llevaba Zyerne ni lo rápido que podía viajar esa abominación en la que se había convertido. Zyerne no tenía poder sobre ella pero Jenny tenía miedo de encontrarla y tener que medir su cuerpo contra ese otro cuerpo monstruoso. Una parte de su mente pensó con agudeza que John debería haber estado a cargo de eso y no ella; encargarse de los monstruos no era su especialidad. Sonrió con amargura. Mab tenía razón: había otros males en esa tierra, además de los dragones.
Pasó por una ladera de hongos de piedra, un arco de dientes como dagas grotescas. El corazón le latía con fuerza y el cuerpo congelado le dolía con la ruina que Zyerne había conjurado en él. Corrió junto a los cerrojos y las barras en las que los gnomos habían puesto tanta fe, consciente de que llegaba demasiado tarde.
En la penumbra azul de los arcos bajo la ciudadela, encontró muebles caídos y esparcidos por todas partes y se obligó a ir más rápido con la fuerza de la desesperación. Vio un reflejo de la luz febril del día a través de un umbral; el hedor de la sangre la golpeó en la nariz cuando tropezó y al mirar hacia abajo, vio el cuerpo decapitado de un gnomo en un lago de sangre tibia a sus pies La última habitación de la parte inferior de la ciudadela era un matadero. Hombres y gnomos yacían allí y sobre el umbral que daba hacia afuera: los vestidos negros empapados en sangre; el aire cerrado de la habitación apestaba por la sangre coagulada que había salpicado las paredes y hasta el techo. Desde detrás del umbral le llegaron los gritos y el hedor de carne quemada; tropezando a través de la masacre, Jenny gritó: ¡Morkeleb! Arrojó la música del nombre del dragón como una soga en el vacío. La mente del dragón tocó la suya y el peso terrible de la Piedra los ahogó a los dos.
La luz brilló en los ojos de Jenny. Trepó sobre los cuerpos del umbral y se quedó de pie, parpadeando un instante en el patio inferior mientras miraba a su alrededor las piedras chamuscadas y cubiertas con un barro seco de sangre. Frente a ella se agachaba la criatura, más grande e infinitamente más horrenda a la luz del día gris y tormentoso, metamorfoseada en algo que era como una hormiga con alas, pero sin la gracia compacta de una hormiga. Serpiente, escorpión, escualo, avispa, era todo lo horrible, pero nada en sí misma. La risa aullido que llenó su mente era la de Zyerne. Era la voz de Zyerne la que oyó, llamando a Morkeleb como había llamado a Gareth y al poder de la Piedra: un nudo cada vez más ajustado en la mente del dragón.
Morkeleb estaba agachado e inmóvil contra la rampa más lejana del patio. Tenía las espinas y escamas levantadas para la batalla, pero a la mente de Jenny no llegaba otra cosa que una agonía desgarradora. El peso terrible, sombrío de la Piedra desgarraba la mente del animal, un poder construido generación tras generación, fermentado en sí mismo y dirigido por Zyerne contra el dragón, conjurándolo, exigiéndole que cediera. Jenny sintió que la mente del dragón era un nudo de hierro contra la orden imperiosa y sintió el momento en que el nudo se fisuraba.
Volvió a gritar: ¡Morkeleb!, y se arrojó, mente y cuerpo, hacia él. Las mentes de los dos se unieron y se fundieron. A través de los ojos del dragón, vio la forma horrible de la criatura y comprendió la manera en que él había reconocido a Zyerne a través de su disfraz: la forma del alma de la hechicera era inconfundible. Por otra parte, lateralmente, Jenny era consciente de que eso era verdad para cada uno de los hombres y los gnomos que se escondían detrás de los umbrales y la protección de las torrecillas; veía las cosas como las ve un dragón. La fuerza de la Piedra golpeaba contra la mente de Jenny y sin embargo, no tenía poder sobre ella, ningún dominio sobre lo que hacía. A través de los ojos de Morkeleb, se vio a sí misma que todavía corría hacia él (en cierto modo, hacia sí misma) y vio cómo la criatura se volvía para golpear rápido ese harapo pequeño de huesos y cabello envuelto en negro, al que ella reconocía de una forma distante como su propio cuerpo.
Su mente estaba dentro de la del dragón: un escudo contra el dominio ardiente de la Piedra. Como un gato, el dragón golpeó y la criatura que había sido Zyerne se volvió para enfrentarse a la amenaza inesperada. Mitad en su propio cuerpo, mitad en el de Morkeleb, Jenny se metió bajo el vientre saliente, hinchado, del monstruo que se alzaba enorme, cerca de ella y le hundió la alabarda. Cuando la hoja cortó la carne maloliente, oyó la voz de Zyerne en su mente, gritándole las obscenidades de putita malcriada que los gnomos habían recibido por la promesa de poder que veían en ella. Luego, la criatura recogió sus miembros desmantelados debajo de su cuerpo y se arrojó hacia el cielo. Por encima de su cabeza, Jenny oyó el rugir caliente del trueno.
Su contrahechizo bloqueó el rayo que hubiera caído sobre el patio un instante después; usó un hechizo de dragón, como ésos que usan los que recorren las rutas del aire para volar en medio de las tormentas. Morkeleb estaba junto a ella; la mente de Jenny lo protegía de la Piedra mientras el cuerpo del dragón la protegía a ella de la fuerza mayor de Zyerne. Con las mentes entrelazadas, no necesitaban palabras. Jenny levantó las uñas de punta de cuchillo de las patas delanteras del dragón y él la llevó hasta su espalda; ella se apretó, incómoda, contra las puntas de lanza que guardaban su columna. Volvieron a oír el trueno y la falta de aliento terrible del ozono. Jenny arrojó un hechizo para desviar ese rayo, y el fuego —canalizado, como lo vio ella, a través de la criatura que flotaba en el aire lívido como una bolsa de pus a la deriva sobre la ciudadela— golpeó el arma tubular para disparar arpones sobre la rampa. El arma explotó en una estrella ardiente de llama y hierro quebrado y los dos hombres que llevaban otra catapulta para disparar al monstruo dieron media vuelta y huyeron.
Jenny comprendió entonces que Zyerne había conjurado la tormenta, la había llamado con sus poderes a través de la Piedra desde muy lejos y la magia de la Piedra le daba el poder de dirigir el rayo para hacerlo caer cuando quisiera y donde quisiera. Ésas eran sus armas para destruir la ciudadela: la Piedra, la tormenta y el dragón.
Se quitó el cinturón y lo usó para atarse a la espina de medio metro que tenía por delante. No le serviría de mucho si el dragón se ponía boca abajo en vuelo pero impediría que cayera de lado y eso era todo lo que podía esperar por el momento. Sabía que su cuerpo estaba exhausto y herido pero la mente del dragón la elevó de sí misma y de todos modos, no tenía opción. Se cerró como una ostra ante el dolor y arrancó los Límites de su cabeza y de su carne.
El dragón se arrojó al cielo con violencia hacia la cosa que lo esperaba más arriba.
El viento los desgarró, abofeteando las alas de Morkeleb de modo que el dragón tuvo que girar de pronto para impedir que el aire lo aplastara contra la torre más alta de la ciudadela. Desde arriba, la criatura escupió una lluvia de moco ácido, de color verde y maloliente, que tocó las manos y la cara de Jenny como veneno e hizo huellas humeantes de corrosión sobre el acero de las escamas del dragón. Furiosa, tratando de mantener la mente concentrada contra la agonía de dolor, que la sacudía, Jenny envió su voluntad a las nubes y la lluvia empezó a caer, lavando el ácido y cegándola a medias con su furia. La melena negra colgaba pegajosa contra los hombros de Jenny cuando el dragón giró en el viento y ella oyó cómo el rayo volvía a canalizarse desde la criatura que volaba frente a ellos. Lo aferró con la mente y lo arrojó de vuelta. Estalló en algún lugar entre las dos combatientes y el golpe desgarró los huesos de Jenny como un martillazo. Había olvidado que no era un dragón y que su carne era mortal.
Luego, la criatura cayó sobre ellos; sus alas gruesas chirriaban como las de un insecto. El peso hizo rodar al dragón en el aire y Jenny tuvo que aferrarse a las espinas a ambos lados por debajo de las hojas afiladas, pero de todos modos se cortó los dedos. La tierra rodó y giró debajo de ellos, pero los ojos y la mente de Jenny atraparon a la criatura que volaba más arriba. Su olor era impresionante, y desde la masa pululante de su piel, salía una cabeza como un tiburón que mordía las junturas macizas de las alas del dragón mientras el remolino de hechizos del mal tragaba y desgarraba todo alrededor de los tres, lastimando las dos mentes unidas.
Un líquido amarillo como la sangre de los dioses estalló en la boca de la criatura cuando mordió las espinas de las uniones de las alas. Jenny golpeó los ojos, humanos y grandes como puños, dorados y grises como aguamiel: los ojos de Zyerne. La hoja de la alabarda desgarró la carne y entre las capas separadas de la herida brotaron otras cabezas como una maraña de víboras en la sangre derramada, desgarrando la túnica negra y la piel de Jenny con bocas que chupaban, furiosas. Con amargura, luchando contra una sensación de horror de pesadilla, Jenny volvió a cortar; las manos agrietadas se cubrieron de barro. La mitad de su mente conjuraba desde el fondo del alma del dragón los hechizos de curación contra los venenos que sabía que había guardados en esas sucias mandíbulas.
Cuando golpeó el otro ojo, la criatura los soltó. El dolor de las heridas de Morkeleb y las suyas propias desgarró a Jenny cuando él giró hacia el cielo y entonces, supo que él también sentía la quemadura en la piel lastimada de la mujer. La ciudadela cayó tras ellos, como en un abismo. La lluvia las empapaba como agua de un cubo. Jenny levantó la vista y vio el brillo mortífero, púrpura, de los rayos guardados en el borde de las almohadas negras de las nubes, tan cerca sobre sus cabezas. La presión del alma de Zyerne sobre la de los dos disminuyó cuando la encantadora reunió sus propios hechizos, hechizos de naufragio y ruina contra la ciudadela y sus defensores.
Las nieblas velaron los pliegues ascendentes de la tierra que había debajo de ellos, la fortaleza de juguete y la esmeralda y la pizarra húmedas de las colinas cerca del arroyo blanco del río. Morkeleb hizo un círculo, los ojos de Jenny dentro de los suyos, mirando todo con una calma clara, increíble. El rayo cayó frente a Jenny y ella vio, como si la hubieran dibujado en líneas finas y negras frente a ella, la explosión de otra catapulta sobre las rampas. El hombre que la había estado enrollando cayó sobre el parapeto y se derrumbó con limpieza sobre el acantilado.
Luego el dragón dobló las alas y se dejó caer. Con la mente dentro de la de Morkeleb, Jenny no sentía miedo, aferrada a las espinas mientras el viento le desgarraba el cabello mojado y la túnica ensangrentada, empapada de lluvia y pegada a su cuerpo y a sus brazos. La mente de Jenny era como la de un halcón que se deja caer para el ataque. Vio, con un placer preciso, el cuerpo embolsado, machacado que era su blanco y sintió la alegría del impacto que llegaría sólo cuando el dragón clavara las garras…
El impacto casi la arrojó de su posición precaria sobre la columna del dragón. La criatura se retorció y se combó en el aire, luego giró bajo ellos y aferró con una docena de bocas el vientre y costados de Morkeleb y no le importaron ni las espinas ni el golpe brutal de la cola del dragón. Algo desgarró la espalda de Jenny; se volvió y mutiló la cabeza de un tentáculo de serpiente que la había atacado, pero sintió que la sangre fluía de su herida. Sus esfuerzos para cerrar esa herida fueron nulos y lentos. Los dos parecían haber caído en un vórtice de hechizos y el peso de la fuerza de la Piedra los tragaba, tratando de desatar el nudo cerrado de sus mentes.
Ya no sabía qué era magia humana y qué, magia del dragón; sólo sabía que las dos brillaban, hierro y oro, en una arma fundida que atacó al cuerpo y el alma de Zyerne. Jenny sentía el cansancio cada vez mayor de Morkeleb y su propio mareo mientras allá abajo, giraban, locos, las paredes y los acantilados con dientes de roca de la Pared de Nast. Cuanto más cortaban y desgarraban la criatura maloliente, horrible, tantas más bocas y tentáculos crecían de las heridas y tanto más fuerte se aferraban a los dos. Jenny ya no tenía más miedo que el que siente una bestia en un combate con otro de la misma especie, pero sí sentía el peso creciente de la cosa a medida que se multiplicaba y se hacía más grande y más poderosa mientras los dos cuerpos entrelazados luchaban en un mar de lluvia enfurecida.
El final, cuando llegó, fue sorpresivo, como el impacto de un garrote. Jenny sintió un rugido terrible en alguna parte de la tierra allá abajo, sordo y tembloroso a través de su conciencia concentrada en un solo objetivo y además, exhausta; luego, más claramente, oyó una voz como la de Zyerne que gritaba, una voz multiplicada mil veces a través de los hechizos que la sofocaban hasta que entró como un hacha en el cerebro de su enemiga con el eco terrible de un dolor indescriptible.
Como el pasaje de un segmento de sueño a otro, Jenny sintió que los hechizos que los rodeaban se extinguían y que la carne y el músculo fláccido que los aferraban se precipitaban hacia el suelo. Algo brilló entre los dos combatientes y, luego cayó a través del aire lleno de lluvia hacia las crestas mojadas de los techos de la ciudadela. Jenny se dio cuenta de que ese aletear de cabello castaño y vestido blanco que se había lanzado hacia abajo era Zyerne.
El instantáneo Atrápala y la respuesta de Morkeleb Déjala caer brillaron entre los dos un instante, como una chispa. Luego, sintió que el dragón se lanzaba de nuevo, como antes, como un halcón, rastreando el cuerpo que se derrumbaba con los precisos ojos de cristal y acogiéndolo en el aire con la exactitud de un niño que juega a las canicas.
Grises como el carbón por la lluvia, las paredes del patio de la ciudadela se alzaron alrededor de los tres. Hombres, mujeres y gnomos habían subido a las rampas, el cabello pegado a la cabeza por el estallido de las nubes al que nadie estaba prestando la más mínima atención. Un humo blanco salía de la puerta estrecha que daba a la Gruta, pero todos los ojos estaban levantados hacia el cielo, hacia la forma negra que se lanzaba como una plomada.
El dragón se balanceó un momento sobre el ancho de veinte metros de sus alas, luego extendió tres de sus delicadas patas para tocar el suelo. Con la cuarta, puso a Zyerne sobre la piedra llena de charcos del suelo del patio y el cabello negro se extendió a su alrededor bajo la lluvia persistente.
Jenny se deslizó desde el lomo del dragón y supo enseguida que Zyerne estaba muerta. La boca y los ojos estaban abiertos. Distorsionada por la rabia y el terror, la cara era ahora afilada y astuta, grabada por la preocupación constante y la adicción a enojos mezquinos.
Temblando de cansancio, Jenny se recostó contra la curva del hombro del dragón. Lentamente, la espiral titilante de sus mentes se desenredó. El borde de brillo y color que parecía rodearlo todo se desvaneció de la vista de Jenny. Las cosas vivas tenían cuerpos sólidos otra vez, en lugar de fantasmas incorpóreos de carne a través de los cuales brillaban las formas de las almas.
Miles de dolores la asaltaron: los de su cuerpo y los de la ruina desnuda e hiriente de su mente. Se dio cuenta de la sangre que le pegaba la bata desgarrada a la espalda y le corría por las piernas hasta los pies desnudos; se dio cuenta de la oscuridad de su corazón, la oscuridad que había aceptado en su batalla con Zyerne.
Aferrada a las escamas puntiagudas para sostenerse, bajó la vista hacia la cara aguda, blanca, que miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos desde los charcos golpeados por la lluvia. Una mano humana le sostuvo el codo y vio a Trey junto a ella; el cabello frívolo y teñido, pegado por la lluvia alrededor de la cara pálida. Estaba cerca. Jenny nunca había visto a nadie acercarse así a Morkeleb, excepto ella misma, claro. Un momento después, se les unió Policarpio, un brazo envuelto en unas vendas provisionales y el cabello rojo quemado por el primer ataque de la criatura contra la puerta.
El viento blanco todavía subía desde la puerta de la Gruta. Jenny tosió y los pulmones le dolieron con los humos acres. Todos los que estaban en el patio tosían; era como si la Gruta misma estuviera en llamas.
Llegaron más toses desde adentro. En el umbral sombrío se materializaron dos figuras, la más baja recostada sobre la más alta. Desde caras manchadas de carbón, dos pares de anteojos brillaron, blancos en la luz pálida.
Un momento después salieron del humo y la sombra al silencio sorprendido de la multitud que los esperaba en el patio.
—Calculé mal la cantidad de pólvora —se disculpó John.