14

¿Por qué has vuelto?

El sol se había puesto. Ecos de su brillo se demoraban todavía sobre los bordes canela del acantilado. Después de la luz del fuego y la negrura de la Sala del Mercado, donde se podía oír a Gareth y a Trey hablando con suavidad junto a la pequeña luz que habían alimentado, la frialdad del viento en los escalones era refrescante. Jenny se pasó las manos cansadas por el cabello y el frío de sus dedos fue un alivio contra su cabeza dolorida.

La gran forma de un negro brillante, que yacía como una esfinge sobre el primer escalón, volvió la cabeza hacia ella. En el brillo reflejado del fuego de la Sala, Jenny vio los largos bordes del cráneo parecido al de un pájaro, el giro de la melena de cintas y el lustre de los pompones de agua que parecían temblar sobre las dos antenas.

La voz de él era suave en su mente.

Necesito tu ayuda, mujer maga.

¿Qué?

Era lo último que hubiera esperado del dragón. Se preguntó con poca lógica si habría oído bien, aunque con los dragones esa pregunta era estúpida.

¿Mi AYUDA? ¿Mi ayuda?

Una furia amarga brotó del dragón como un humo ácido: furia por tener que pedir ayuda a un ser humano, furia por necesitar ayuda, furia por admitirlo, incluso ante sí mismo. Pero en su mente bien protegida, Jenny sintió otras cosas: un cansancio que se parecía al de ella y el frío hilo del miedo.

Por mi nombre, me echaste de este lugar, dijo él. Pero hay otra cosa, algo que está más allá de mi nombre, que me llama de nuevo.

Como una joya, una de las antenas con punta redonda tembló en el viento.

Como los sueños insatisfechos que me trajeron primero a este lugar, no me deja descansar. Es un deseo como el deseo por el oro pero peor. Me atormentó mientras volaba hacia el norte; se convertía en dolor y yo sólo conseguía alivio cuándo volvía a volar hacia el sur. Ahora todos los tormentos de mi alma y mis sueños se centran en esta montaña. Antes de que tú entraras en mi mente, no era así…, yo iba y venía como quería y nada, excepto mi propio deseo de oro, podía hacerme volver. Pero este dolor, este deseo del corazón, es algo que nunca había sentido, nunca hasta ahora en todos mis años; es algo que no conocía hasta que tu curación me tocó por dentro. No es tuyo, porque tú me ordenaste marchar. Es una magia que no entiendo, distinta de la magia de los dragones. No me deja descansar, no me da tregua. Pienso constantemente en este lugar, aunque, por mi nombre, mujer maga, es contra mi deseo que regreso.

Se sentó sobre las ancas y se acostó como a veces se acuestan los gatos, los miembros delanteros y los hombros como una esfinge, pero las piernas extendidas sobre el primer escalón. El cuerpo espinoso de su cola golpeaba, liviano, la punta llena de garras.

No es el oro, dijo. El oro me llama, pero nunca con una locura como ésta. Está más allá de mi comprensión, como si me estuvieran arrancando el alma de raíz. Odio este lugar porque ahora es un lugar de derrota y desgracia para mí, pero el deseo de estar aquí me consume. Nunca había sentido esto antes y no sé lo que es. ¿Viene de ti, mujer maga? ¿Sabes lo que es?

Jenny se quedó en silencio un momento. Su fuerza volvía poco a poco, y se sentía ya un poco menos débil y frágil que antes. Sentada sobre los escalones entre las garras del dragón, tenía la cabeza de él por encima de la suya, las cintas leves, satinadas de su melena acariciándole el rostro. Ahora él miró hacia abajo y al mirarlo, Jenny se encontró con un ojo cristalino.

Es un deseo como los que sienten los seres humanos, dijo ella. No sé por qué razón puede poseerte a ti, Morkeleb…, pero creo que ya es hora de que lo averigüemos. No eres el único al que la Gruta atrae como si estuviera poseído. Yo tampoco creo que sea el oro. Hay algo en la Gruta. Lo siento. Lo noto en mis huesos.

El dragón meneó la gran cabeza.

Conozco la Gruta, dijo. Era mi reino y mi dominio. Conozco cada moneda caída, cada pedazo de cristal. Oí el ruido de todos los pasos que huían hacia la ciudadela, arriba, y el deslizarse del pez ciego y blanco a través de las aguas, muy abajo. Te digo que no hay nada en la Gruta excepto agua, piedra y el oro de los gnomos que duerme en la oscuridad. No hay nada allí que pudiera atraerme de ese modo.

Tal vez, dijo Jenny.

Luego, en voz alta, llamó en la caverna llena de ecos a su espalda:

—¡Gareth! ¡John! ¡Trey!

El dragón levantó la cabeza con indignación cuando oyó los pasos suaves deslizándose adentro. Como un habla sin palabras, Jenny sintió el estallido agudo del orgullo y la rabia de Morkeleb porque ella llamaba a otros seres humanos al consejo y se dio cuenta de que tenía ganas de pegarle en la nariz como a su gato cuando le robaba comida de entre los dedos.

Él debió de sentir el brillo reflejado de su enojo porque se agachó y el mentón estrecho bajó a descansar sobre los garfios de huesos largos de una garra delantera. Más allá de las espadas de su columna, Jenny vio golpear la punta de la gran cola.

Los otros tres salieron de la cueva; Gareth y Trey llevaban a John entre los dos. Había dormido un poco; había descansado y se le veía mejor que antes. Los hechizos de curación de Jenny estaban surtiendo efecto. Levantó la vista hacia la forma negra del dragón y Jenny sintió que los ojos de los dos se encontraban y se dio cuenta de que Morkeleb le hablaba, aunque no oyó lo que le dijo.

—Bueno, de todos modos salió bien, ¿no es cierto? Gracias —replicó John en palabras.

Sus ojos se miraron durante un momento. Luego, el dragón levantó la cabeza y la apartó con irritación. Observó con su mirada fría y plateada la cara de Gareth. Jenny vio que el joven enrojecía de vergüenza y confusión; no supo lo que dijo el dragón porque Gareth no contestó.

Acostaron a John con la espalda contra el pilar de granito de la puerta, la capa doblada bajo los hombros. Sus anteojos brillaban a la luz de las estrellas, un poco como el brillo de los ojos del dragón. Jenny se sentó en los escalones entre John y las garras del animal; Gareth y Trey, como para protegerse mutuamente, se sentaron enfrente, muy juntos, mirando maravillados la forma flaca, serpentina del Dragón Negro de la Pared de Nast.

Un poco después, la voz de Jenny, plateada, quebrada, rompió el silencio.

—¿Qué hay en la Gruta? —preguntó—. ¿Qué es lo que Zyerne quiere desesperadamente? Todo lo que hizo fue para conseguirla…, su dominio sobre el rey, sus intentos por seducir a Gareth, su deseo de tener un hijo, el sitio de Halnath y la llegada del dragón.

Ella no me conjuró, replicó Morkeleb, furioso. No puede hacerlo. No tiene dominio sobre mi mente.

—Estás aquí, ¿no es verdad? —dijo John lentamente, y las garras metálicas del dragón rascaron la piedra mientras su cabeza giraba con furia.

—¡John! ¡Morkeleb! —dijo Jenny con severidad.

El dragón volvió a acostarse con un silbido leve, pero las puntas de sus antenas temblaban de irritación.

—¿Es posible que ella también se sienta conjurada por algo que hay en la Gruta?

Te digo que no hay nada allí, dijo el dragón. Nada, excepto piedra y oro, agua y oscuridad.

—Volvamos atrás un poco entonces —dijo John—. No lo que quiere Zyerne en la Gruta, sino simplemente lo que quiere.

Gareth se encogió de hombros.

—Oro no. Ya visteis como vive. Podría tener todo el oro del reino si quisiera. Tiene al rey… —Dudó y luego siguió hablando con calma—. Si yo no me hubiera ido al norte, seguramente me tendría a mí y muy probablemente un hijo para reinar durante el resto de su vida.

—Antes vivía en la Gruta —señaló Trey—. Parece que desde que se fue ha estado tratando de obtener el control sobre ella. ¿Por qué se fue? ¿Los gnomos la expulsaron?

—En realidad no —dijo Gareth—. Quiero decir, no le prohibieron formalmente entrar en la Gruta hasta este año. Hasta entonces, podía entrar y salir de los niveles superiores como cualquier otra persona de Bel.

—Bueno, si ella sabe cambiar de forma, quiere decir que podía ir adonde quisiera siempre que no se acercara a los magos —razonó John, acomodando sus lentes con un dedo índice—. ¿Y qué pasó hace un año?

—No sé —dijo Gareth—. Dromar le pidió a mi padre en nombre del Señor de la Gruta que no le dejara a ella…, ni a cualquier otro hijo de hombre, en realidad…

—De nuevo, eso me parece una precaución lógica contra alguien que puede cambiar de forma.

—Tal vez. —Gareth se encogió de hombros—. Entonces no lo pensé…, gran parte de la impopularidad de los gnomos empezó en ese instante, por esa norma. Pero hablaron específicamente de Zyerne porque había… —Buscó las palabras exactas en su memoria compendio, entrenada por las baladas—… «profanado algo sagrado».

—¿Alguna idea de lo que era?

El príncipe meneó la cabeza. Como John, parecía consumido, cansado; su camisa, una ruina flotante de suciedad y agujeros de chispas; su cara brillando levemente con una barba casi invisible de adolescente. Trey, sentada a su lado, no estaba mucho mejor. Con su espíritu práctico de siempre, había llevado un peine en su bolsa y se había peinado el cabello. Ahora colgaba hasta más allá de sus muslos en mechones rizados. El brillo suave de sus colores fantásticos se había suavizado un poco hasta convertirse en blanco nieve y violeta, como la piel de una bestia fabulosa contra el pelo apelotonado de la capa de Gareth.

—Profanar algo sagrado, una «cosa» entonces —repitió Jenny pensativa—. No es la forma en que lo dijo Mab. Ella dijo que Zyerne había envenenado el corazón de la Gruta…, pero el corazón de la Gruta es un lugar más que un objeto.

—¿Sí? —preguntó John con curiosidad.

—Claro, estuve ahí. —El silencio del lugar susurraba en su memoria—. Pero en cuanto a lo que quiere Zyerne…

—Tú eres maga, Jen —dijo John—. ¿Qué quieres?

Gareth parecía escandalizado por la comparación, pero Jenny sólo lo pensó un momento y luego dijo:

—Poder. Magia. La clave de la magia es magia. Mi deseo más grande, ése por el cual sacrificaría todo lo demás, es aumentar mis habilidades.

—Pero ella ya es la maga más poderosa de esta tierra —protestó Trey.

—No, según Mab.

—Supongo que había magos gnomos más poderosos en la Gruta —dijo John, interesado—. Si no, no habría necesitado llamar a Morkeleb.

¡Ella no me llamó!

La cola del dragón volvió a golpear como la de un gato.

No puede hacerlo. Su poder no es tan grande.

—Alguien tiene un poder así —hizo notar John—. Antes de que acabaras con la Gruta y los magos que había en ella, los gnomos eran lo bastante fuertes para mantener a Zyerne lejos. Pero murieron todos o al menos los más fuertes…

—No —dijo Jenny—. Eso es lo que me intriga. Mab dijo que ella misma era más fuerte que Zyerne en algún momento en el pasado. Eso quiere decir que Mab está más débil o Zyerne más fuerte.

—¿Es posible que el poder de Mab se haya debilitado de alguna forma al aparecer Morkeleb? —John echó una mirada al dragón—. ¿Sería posible que tu magia disminuyera ante la de otro?

No sé nada de la magia de los humanos, ni de la de los gnomos; replicó el dragón. Sin embargo, entre nosotros, no se puede quitar magia a otro. Es como sacarle sus pensamientos y dejarlo sin nada.

—Ésa es otra cosa —dijo Jenny, cruzando los brazos sobre las rodillas levantadas—. Cuando me encontré con Zyerne ayer… Mis poderes han crecido, pero no debería haber podido derrotarla como lo hice. Ella puede cambiar de forma…, debería haber tenido mucha más fuerza que yo. —Miró a Gareth—. Pero no cambió de forma.

—Lo hace —protestó el muchacho—. Yo la vi.

—¿Últimamente? —preguntó John, de pronto.

Gareth y Trey se miraron.

—¿Desde la llegada del dragón? O, para decirlo con otras palabras, ¿desde que no puede entrar en la Gruta?

—Pero de todas maneras, es inconcebible —insistió Jenny—. El poder no es algo que dependa de un lugar o de una cosa, igual que el conocimiento. El poder de Zyerne no puede disminuir y el de Mab tampoco. El poder está dentro de uno, aquí, o en Bel, o en las Tierras de Invierno, o donde quiera que estés. Es algo que se aprende, algo que uno desarrolla… Todo poder debe pagarse…

—Pero parece que Zyerne nunca ha pagado por el suyo —dijo John. Su mirada pasó de Jenny al dragón y luego de vuelta a Jenny—. Dices que la magia de los gnomos es diferente. ¿Hay alguna forma en que ella haya podido robar poder, Jen? ¿En que pudiera estar usando algo a lo que no tiene derecho? Estoy pensando en eso que dijiste, que no sabe lo que son los Límites… lo cual es obvio, porque llamó a un dragón del que no puede librarse…

¡Ella no me llamó!

—Ella parece creer que lo hizo —señaló John—. Al menos sigue diciendo que fue ella la que echó a los gnomos de la Gruta. Pero sobre todo estoy pensando en las arrugas que hay en su rostro.

—Pero no tiene arrugas —objetó Trey, desconcertada por ese cambio brusco de tema.

—Justamente. ¿Por qué no las tiene? Todos los magos que conozco: Mab, que no es tan vieja para un gnomo; el viejo Caerdinn, ese mago vagabundo, pequeño, loco que venía a las Tierras de Invierno y tú, Jen, las marcas del poder están escritas en todos esos rostros. Aunque a ti no te ha envejecido —agregó rápidamente, con un interés por la vanidad de ella que hizo sonreír a Jenny.

—Tienes razón —dijo Jenny con lentitud—. Ahora que lo dices, no creo que nunca haya conocido a un mago que fuera tan…, tan agradable de aspecto. Tal vez eso es lo que me preocupó primero. Y Mab dijo algo acerca de que Zyerne robó secretos. Zyerne misma dijo que cuando logre entrar en la Gruta tendrá poder para destruirnos a todos. —Frunció el ceño cuando otro pensamiento se coló en su mente—. Pero no tiene sentido. Si crees que puede haber ganado su poder estudiando artes de los gnomos…, metiéndose en lugares prohibidos y leyendo los libros de su magia más profunda, estás equivocado. Yo busqué un libro así en los Lugares de Curación y no encontré ninguno.

—Es extraño, ¿no te parece? —musitó John—. Pero cuando dices que el poder no está relacionado con ninguna cosa en particular, al igual que el conocimiento…, el conocimiento se puede almacenar en un libro. ¿Hay alguna forma en que se pueda almacenar poder? ¿Un mago puede usar el poder de otro?

Jenny se encogió de hombros.

—Ah, sí. El poder puede acumularse en ancho tanto como en profundidad; muchos magos pueden enfocar su poder todos juntos y dirigirlo hacia un solo hechizo que ninguno de ellos puede lograr solo. Se puede hacer cantando, meditando, bailando… —Dejó de hablar cuando la visión se elevó de nuevo en su mente, la visión del corazón de la Gruta—. Bailando… —repitió con suavidad, luego meneó la cabeza—. Pero de todos modos, el poder está controlado por los que lo conjuran.

—¿En serio? —preguntó John—. Porque en Poliborus dice…

Morkeleb lo interrumpió.

Pero si le prohibieron llegar a la Gruta, Zyerne no puede haber estado cerca de él cuando se elevó el poder que me envió este deseo y me llamó de vuelta a este sitio. Ni puede haber estado cerca de la Gruta para conjurar los sueños que me trajeron aquí la primera vez. Y no hay otros magos que hayan podido reunirse para conseguir tal poder.

—¡Eso es lo que estoy tratando de decirte! —interrumpió John—. En Dotys…, o en el Analecto de Poliborus o tal vez es en el Elucidus Lapidarus

—¿Qué? —preguntó Jenny, totalmente consciente de que John era capaz de buscar la fuente de referencia durante diez minutos en el nido de urraca de su memoria.

—Dotys…, o Poliborus…, dicen que los magos podían usar cierto tipo de piedra para reunir el poder. Podían poner poder en ella, generación tras generación, a veces, o podían unirse en un momento… y creo que menciona el baile…, y cuando necesitaban mucho poder, para defender el reino o derrotar a un dragón o a un mal realmente poderoso, podían conjurar el poder que ya estaba en la piedra.

Se miraron uno a otro en silencio, maga y príncipe, muchacha y guerrero y dragón. John continuó.

—Creo que lo que los gnomos estaban resguardando, lo que está allí en el corazón de la Gruta, es un depósito de poder. —La voz de John era suave en la oscuridad de terciopelo—. Y en ese caso, todo lo que tenía que hacer Zyerne era robar la llave que guardaba ese depósito. Si fue aprendiz en los Lugares de Curación, eso no debe de haber sido difícil.

—Y si está mentalmente en contacto con el poder, puede usarlo de alguna forma, incluso a distancia —dijo Jenny—. Yo lo sentí cuando luché con ella…, un poder que nunca había sentido. No un poder vivo, como Morkeleb, sino fuerte porque está muerto y no le importa lo que hace. Debe de ser la fuerza de todos sus actos, para cambiar de forma y para enviar la maldición contra los gnomos, la maldición que te trajo desde el norte, Morkeleb.

—Una maldición que todavía tiene fuerza, lo quiera ella o no. —Los anteojos de John brillaron a la luz de las estrellas y él sonrió—. Pero no le debe de ser fácil trabajar a distancia, la señora Mab no podía usarlo contra Zyerne misma. Eso explicaría por qué Zyerne tiene tanta necesidad de conseguir la oportunidad de volver a la Gruta.

¿Y entonces?, preguntó Morkeleb con amargura. ¿Acaso tu inestimable Dotys o tu sabio Poliborus hablan de una forma de combatir la magia de esas piedras?

—Bueno —dijo John, una sonrisa de diversión en los extremos de su boca—, ésa fue la razón por la que vine al sur, ¿sabes? Mi copia del Elucidus Lapidarus no está completa. Nada de lo que hay en mi biblioteca está completo. Por eso acepté ser el Vencedor de Dragones para el rey, porque necesitamos libros, necesitamos conocimientos. Quiero estudiar todo lo que pueda, pero no es fácil.

Con el tamaño del cerebro humano, claro que no, replicó Morkeleb, que perdía el control irracionalmente. ¡Y no eres más sabio que Vencedor de Dragones!

—Nunca dije que lo fuera —protestó John—. Son sólo esas baladas, ¿sabes?…

Las garras crujieron de nuevo sobre las piedras. Jenny, exasperada con los dos, empezó a decir:

—Realmente voy a tener que dejar que te coma esta vez…

Trey se apresuró a interrumpir.

—¿Podríais usar vos la Piedra, señora Jenny? ¿Usarla contra Zyerne?

—¡Claro! —Gareth saltó como un chico de escuela sobre el escalón de piedra—. ¡Eso es! Combatir fuego con fuego.

Jenny se quedó callada. Sentía que todos la miraban: Trey, Gareth, John, la mirada de cristal del dragón vuelta hacia ella desde arriba. La idea del poder se movía en su mente como lujuria, el poder de Zyerne. La clave de la magia es magia…

Vio la preocupación en los ojos de John y supo lo que debía de ser su propia expresión. Eso la tranquilizó un poco.

—¿En qué estás pensando?

Él meneó la cabeza.

—No lo sé, amor.

Quería decir que no iba a interponerse en la decisión que ella tomara. Jenny interpretó bien su mirada y dijo con suavidad:

—No usaría mal ese poder, John. No me transformaría en algo como Zyerne.

La voz de John fue sólo para ella esta vez.

—¿Estás segura?

Ella empezó a contestarle, luego se detuvo. Aguda y clara, oyó la voz de la señora Mab que decía: Ella tomó los secretos de otros más grandes que ella, los profanó, los ensució, envenenó el mismo corazón de la Gruta… Recordó, también, esa sensación de poder pervertido que había brillado en la luz de la lámpara alrededor de Zyerne y del pobre Servio y la forma en que la había cambiado el toque de la mente del dragón.

—No —dijo finalmente—. No puedo estar segura. Y sería estúpido mezclarme con algo tan poderoso sin conocer sus peligros, incluso si pudiera llegar a adivinar por mí misma la llave que se usa para entrar.

—Pero es nuestra única oportunidad de derrotar a Zyerne —protestó Gareth—. Volverán, sabéis que lo harán… No podemos quedarnos en este pozo para siempre.

—¿Podríamos aprender lo suficiente sobre la Piedra para que vos pudierais evitar sus poderes de algún modo? —sugirió Trey—. ¿Os parece que puede haber una copia de ese No se qué del que hablasteis en la biblioteca del palacio?

Gareth se encogió de hombros. Su sabiduría podía extenderse hasta el conocimiento de siete variantes menores de la balada de Damaguerrera y el Gusano Rojo del valle de Welder, pero era nula en cuanto a todo lo referente a oscuras enciclopedias.

—Pero seguro que hay una en Halnath, ¿verdad? —dijo Jenny—. Y si no contiene esa información, habrá gnomos que puedan saber algo.

—Si nos lo dicen. —John se apoyó cuidadosamente un poco más arriba contra el granito del pilar de la puerta; las pocas partes de su camisa que no estaban ennegrecidas por la sangre, muy blancas en la luz creciente de la luna contra el brillo metálico de las hebillas de su jubón—. Los que son como Dromar no van a admitir que existe siquiera. Ya tuvieron bastantes problemas con seres humanos que controlan la Piedra y no puedo decir que no los comprenda. Pero pase lo que pase —agregó mientras los demás caían una vez más del entusiasmo a una reflexión desesperada—, nuestro próximo movimiento debe ser salir de aquí. Como dice nuestro héroe, sabes que Servio y las tropas del rey volverán. El único lugar al que podemos ir es Halnath y tal vez allí tampoco. ¿Son muy estrechas las líneas del sitio, Gar?

—Son estrechas —dijo Gareth, deprimido—. Halnath está construida sobre una serie de acantilados…, la ciudad inferior, la ciudad superior, la universidad y la ciudadela por encima y la única forma de entrar es por la ciudad inferior. Los espías han tratado de pasar por los acantilados al lado de la montaña y cayeron y murieron. —Volvió a ajustarse los anteojos rotos—. Y además —continuó—, Zyerne sabe tanto como yo que Halnath es el único lugar al que podemos ir.

—Maldición. —John miró a Jenny, sentada contra las curvas extrañas de los huesos complejos del hombro del dragón—. Para ser algo que nunca ha sido asunto mío, esto empeora por momentos.

—Yo podría ir —aventuró Trey—. Las tropas me reconocerían menos. Y podría decirle a Policarpio…

—Nunca te dejarían pasar —dijo John—. No creas que Zyerne no sabe que estás aquí, Trey; y no creas que te dejará ir porque eres la hermana de Servio o que Servio es capaz de enfrentarse a Zyerne y pedirle que te proteja, Zyerne no puede permitir que ninguno de nosotros llegue hasta los gnomos y les diga que el dragón se ha ido de la Gruta.

Ése es el problema, justamente, dijo Morkeleb, tenso. El dragón NO se ha ido de la Gruta. No lo hará hasta que Zyerne sea destruida. Y no me quedaré aquí, así, tranquilo, a ver cómo los gnomos hacen su comercio despreciable con mi oro.

—¿Tu oro? —John levantó una ceja. Con un gesto rápido de la mente, Jenny detuvo de nuevo a Morkeleb.

Ellos tampoco lo permitirían, dijo ella, sólo para el dragón. Sólo sería cuestión de tiempo el que su desconfianza hacia los dragones los ganara de nuevo y trataran de matarte. No…, tenemos que liberarte.

¡Liberarme! La voz dentro de la mente de Jenny era ácida como el olor del vinagre. ¿Liberarme para echarme como un mendigo a la calle? El dragón movió la cabeza y las largas escamas de su melena chocaron suavemente unas con otras. Tú me has hecho esto, mujer maga… Antes de que tu mente tocara la mía, no estaba atado a este lugar…

—Estaba atado —dijo Aversin con tranquilidad—. Lo que sucede es que antes de que la mente de Jenny tocara la tuya no lo sabías. ¿Trataste de irte antes?

Me quedé porque quería quedarme.

—Y el viejo rey quiere quedarse con Zyerne, aunque ella lo está matando. No, Morkeleb, ella te consiguió a través de tu avaricia, tu deseo por el oro, como consiguió al pobre padre de Gar a través de su dolor y a Servio a través de su amor. Si no hubiéramos venido, te habrías quedado aquí, atado con encantamientos a pensar sobre tu tesoro hasta que murieras… Es sólo que ahora lo sabes y antes no.

¡Eso es mentira!

Mentira o no, dijo Jenny, te ordeno, Morkeleb, que apenas amanezca me lleves sobre la montaña hasta la ciudadela de Halnath, para que pueda hacer que Policarpio el Señor lleve a estos otros a la seguridad a través de la Gruta.

El dragón se levantó, temblando de rabia. Su voz golpeó en la mente de ella como un látigo de plata.

¡No soy tu paloma ni tu siervo!

Jenny también estaba de pie ahora, mirando hacia arriba, las profundidades blancas de sus ojos.

No, dijo, aferrándose a la cadena de cristal del nombre interno del dragón. Eres mi esclavo por eso que me diste cuando te salvé la vida. Y por eso que me diste, te digo que eso es lo que harás.

Los ojos de los dos se trabaron uno con otro. Los otros tres, sin oír lo que pasaba entre las dos mentes, veían y sentían sólo la rabia ardiente del dragón. Gareth tomó a Trey de la mano y la llevó hacia atrás, hacia el refugio de la entrada; Aversin hizo un movimiento como para levantarse y después se dejó caer con un gemido. Rechazó, enfurecido, el intento de Gareth de ponerlo a salvo; sus ojos no se apartaron ni un momento de la forma pequeña, flaca de la mujer que estaba de pie frente a la rabia humeante de la bestia.

Jenny se dio cuenta de todo eso, pero a distancia, como uno nota el tejido de un tapiz sobre el que se han pintado otros colores. Toda su mente se enfocó con la exactitud del cristal contra la mente que se elevaba como una onda oscura contra ella. El poder que había nacido en ella por el toque de la mente del dragón se fortaleció y ardió, forzando a Morkeleb a retroceder. Ella comprendió que el nombre de él era un arma de muchos filos en sus manos. Un segundo después, Morkeleb volvió a sentarse sobre sus ancas y luego retomó su posición de esfinge.

Dentro de la mente de Jenny, su voz dijo con suavidad:

Sabes que no me necesitas para volar sobre las montañas, Jenny Waynest. Conoces la forma de los dragones y su magia. Ya tienes la magia.

Podría tener la forma, replicó ella, porque tú me ayudarías a hacerlo para librarte de mi voluntad. Pero no me ayudarías a sacármela luego.

Mirar las profundidades de los ojos de él era como caer en el corazón de una estrella.

Si tú quisieras, yo lo haría.

Ella tembló como con el calor terrible de la fiebre. Sentía la necesidad del poder, la necesidad de apartarse de todo lo que la había separado de eso en el pasado.

—Para ser mago debes ser mago —había dicho Caerdinn. Y también había dicho—: Los dragones no engañan con mentiras, engañan con la verdad.

Jenny desvió la mirada de esas profundidades cósmicas.

Lo dices sólo porque si yo fuera dragón, dejaría de querer dominarte, Morkeleb el Negro.

Él replicó:

No «sólo», Jenny Waynest.

Y como un espectro, se desvaneció en la oscuridad.

Jenny no durmió esa noche, aunque todavía estaba exhausta por la batalla en las Puertas. Se sentó en los escalones, como casi toda la noche anterior, mirando y escuchando…, se dijo a sí misma que esperaba a los hombres del rey, pero sabía que no vendrían. Sentía la noche con intensidad física, la luz de la luna como un reborde de plata fundida en cada astilla, cada grieta sobre los escalones quemados en los que estaba sentada, la luna que convertía en pedacitos de blanco cada brote nudoso de maleza en el polvo pisoteado de la plaza, allá abajo. Ya temprano, mientras atendía a John junto al fuego en la Sala del Mercado, los cuerpos de los asaltantes muertos habían desaparecido de los escalones. Ella no sabía si era porque a Morkeleb le molestaban o porque había tenido hambre.

Sentada en la quietud helada de la noche, meditó buscando una respuesta dentro de sí misma. Pero su propia alma estaba turbia, dividida entre la gran magia que siempre había quedado un poco más allá de su alcance y las pequeñas alegrías que había atesorado en su lugar: el silencio de la casa en Colina Helada, el recuerdo de unas palmas pequeñas que se aferraban a las suyas y John.

John, pensó y miró atrás a través del arco ancho de la Puerta hacia el lugar donde él estaba acostado, envuelto en pieles de oso, junto al brillo leve del fuego.

En la oscuridad, Jenny dibujó su figura, la forma compacta de hombros anchos que se combinaba de un modo tan extraño con la flexibilidad de lebrel de sus movimientos. Recordaba los temores que la habían llevado a la Gruta a buscar drogas…, que la habían llevado a mirar por primera vez en los ojos de plata del dragón. Ahora, como entonces, casi no podía pensar en años de su vida que no incluyeran o fueran a incluir esa sonrisa triangular, pasajera.

Adric ya la tenía, junto con la alegría y la mitad soleada de la personalidad rápida de John. Ian tenía su sensibilidad, su curiosidad irritante, insaciable y su atención. Sus hijos, pensó ella. Mis hijos.

Sin embargo, el recuerdo del poder que había conjurado para detener a la multitud que quería lincharlos sobre esos mismos escalones volvía a ella, la dulzura y el terror y el éxtasis. Sus resultados la habían horrorizado y el cansancio de ese poder todavía colgaba de sus huesos, pero el gusto que quedaba era de triunfo: lo había dominado. ¿Cómo podía haber perdido todos esos años antes de empezar?, se preguntó. El toque de la mente de Morkeleb había entreabierto miles de puertas dentro de sí misma. Si ahora le volvía la espalda, ¿cuántas de esas habitaciones podría explorar? La promesa de la magia era algo que sólo alguien que ha nacido mago puede entender; la necesidad, como una lujuria o un hambre, algo que sólo alguien que ha nacido mago puede sentir. Había una magia que ella nunca había soñado que podía hacerse a partir de la luz de ciertas estrellas, conocimiento no tocado en las mentes oscuras, eternas de los dragones y en el canto de las ballenas en el mar. La casa de la colina que amaba tanto volvió a ella como el recuerdo de una prisión estrecha; la forma en que se aferraban las manos pequeñas en sus faldas, la boca de un niño en su pecho, le parecieron durante un momento sólo lazos que le impedían caminar a través de esas puertas hacia el aire que se movía, libre, afuera.

¿Era esto que le pasaba un encantamiento de Morkeleb?, se preguntó, envolviéndose mejor en el peso suave de la piel de oso y mirando la oscuridad regia y azul del cielo sobre el acantilado del oeste. ¿Era algo que él había sacado de las profundidades de su alma para que dejara las preocupaciones de los seres humanos y lo liberara del dominio de la mente de ella para siempre?

¿Por qué dijiste «no sólo», Morkeleb, el Negro?

Tú lo sabes tan bien como yo, Jenny Waynest.

Morkeleb había estado invisible en la oscuridad. Ahora, la luz de la luna que le salpicaba la espalda era como una alfombra de diamantes y sus ojos de plata parecían pequeñas lunas semicerradas. Ella no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí; la luna había caído, las estrellas se movían. Su llegada había sido como un pluma en la noche quieta.

Lo que les das a ellos lo tomas de ti misma. Cuando nuestras mentes estaban una dentro de la otra, vi la lucha que te ha torturado durante toda la vida. No entiendo las almas de los hombres, pero tienen un brillo propio, como oro suave. Eres fuerte y bella, Jenny Waynest. Me gustaría que te volvieras uno de nosotros y vivieras con nosotros en las islas de rocas de los mares del norte.

Ella meneó la cabeza.

No me volveré contra los que amo.

¿Volverte contra ellos?

La luz de la luna que se hundía tiñó la melena de escarcha cuando el dragón movió la cabeza.

No. Sé que nunca harías eso aunque con lo que te ha hecho su amor, se lo merecerían. Y en cuanto al amor ése de que hablas, no sé lo que es…, no es cosa de dragones. Pero cuando me vea libre de los hechizos que me atan aquí, cuando vuele al norte de nuevo, ven conmigo. Eso es algo que tampoco había sentido nunca, este deseo de que seas un dragón para que puedas estar conmigo. Y dime, ¿qué te importa si ese muchacho Gareth se convierte en esclavo de la mujer de su padre o de una mujer que él mismo elija? ¿Qué te importa quién es dueño de la Gruta o cuánto tiempo pueda esta mujer Zyerne seguir corrompiendo su mente y su cuerpo hasta que muera cuando ya no recuerde lo suficiente de su propia magia para seguir viviendo? ¿Qué te importa si las Tierras de Invierno las defienden un grupo de hombres u otro o si allí tienen libros para leer sobre los hechos de un tercero? Todo eso no es nada, Jenny Waynest. Tus poderes son mayores.

Dejarlos ahora sería como volverse contra ellos. Me necesitan.

No te necesitan, replicó el dragón. Si las tropas del rey te hubieran matado sobre estos escalones, habría sido lo mismo para ellos.

Jenny levantó la vista para mirarlo, esa forma oscura de poder, infinitamente más grande que el dragón que John había matado en Wyr e infinitamente más hermoso. El canto de ese alma producía ecos en la mente de ella, magnificados por la belleza del oro. Aferrada a la luz del día que conocía para luchar contra la llamada de la oscuridad, sacudió la cabeza de nuevo y dijo:

No habría sido lo mismo.

Reunió las pieles a su alrededor, se levantó y bajó a la Gruta.

Después del filo del aire nocturno, la gran caverna parecía cerrada y olía a humo. El fuego moribundo arrojaba extrañas chispas color ámbar contra el laberinto de Marfil de las torres invertidas que había más arriba y brillaba levemente contra los extremos de las cadenas rotas de las lámparas que colgaban de la negrura de la bóveda. Siempre era así, pasar del aire de la noche libre a la quietud pesada del interior, pero ahora el corazón le dolía de pronto, como si hubiera abandonado el aire libre y hubiera elegido la prisión para siempre.

Dobló la piel de oso, la dejó junto al fuego del campamento y descubrió el lugar en que había estado apoyada su alabarda contra los pocos paquetes que habían traído con ellos desde el campamento anterior. En algún lugar de la oscuridad, oyó un movimiento, el sonido de alguien que tropieza sobre una capa. Un momento después, la voz de Gareth dijo con suavidad:

—¿Jenny?

—Aquí estoy. —Se enderezó, la cara pálida y las hebillas metálicas de su chaqueta de cuero de oveja brillantes en la luz baja del ruego.

Gareth parecía cansado y consumido en su camisa, sus pantalones y una capa manchada y arrugada, lo menos parecido posible al petimetre cortesano de hacía menos de una semana, cuidadoso con sus mantos rosados y blancos. Pero también había menos en él del joven flaco y ansioso que había cabalgado hacia las Tierras de Invierno en busca de su héroe, notó Jenny.

—Tengo que irme —dijo ella con suavidad—. Va a amanecer. Recoge las armas que puedas, en caso de que vuelvan los hombres del rey y haced una barricada detrás de las puertas interiores del Gran Pasaje. Hay cosas malas en la oscuridad. Tal vez os ataquen cuando se acabe la luz.

Gareth tembló con todo su cuerpo y asintió.

—Le diré a Policarpio cómo está la situación. Vendrá aquí a buscaros si no han hecho estallar los caminos por la Gruta. Si no llego a Halnath…

El muchacho la miró y las conclusiones heroicas y simples de una docena de baladas reverberaron en su cara descompuesta.

Ella sonrió, con la llamada del dragón en su mente. Se estiró para poner una mano sobre la mejilla seca de él.

—Cuida de John por mí.

Luego se arrodilló y besó los labios y los párpados cerrados de John. Se levantó, cogió una capa y su alabarda y caminó hacia el aire claro, gris pizarra, que parecía agua, al otro lado del arco oscuro de la Puerta.

Mientras pasaba por el arco, escuchó una voz de campesino del norte que protestaba tras ella:

—¡Así que cuidar a John!, ¿eh?