13

—¿Pero por qué? —En cuclillas frente al fuego, Gareth se volvió para mirar a John, que yacía en su nido de mantas, pieles de oso y capas andrajosas—. Por lo que ella sabía, habíais matado a su dragón. —Gareth desenvolvió el papel en el que había traído el café desde Bel, decidió que no valía la pena preocuparse por medir y lo arrojó en la vasija de agua que hervía sobre el fuego—. No sabía que Jenny era una amenaza para ella. ¿Por qué envenenarnos?

—Adivinemos —dijo John, apoyándose con mucho cuidado sobre un codo y poniéndose los anteojos sobre la cara sucia, sin afeitar—. Para impedirnos volver a Bel con la noticia de que el dragón estaba muerto antes de que ella pudiera hacer que tu padre acabara con los gnomos con alguna acusación inventada. Por lo que ella sabe, el dragón está muerto…, quiero decir, no puede haberlo visto en un cristal o un cuenco de agua, pero nos vio vivos y alegres y la deducción es más bien obvia.

—Supongo que sí. —Gareth se desenrolló las mangas recogidas y se colgó otra vez la capa sobre los hombros. La mañana era fría y neblinosa y el sudor que lo cubría después del esfuerzo de limpiar la casa del pozo cerca del campamento en las curtidurías en ruinas se estaba secando.

—Dudo que hubiera querido envenenarte a ti —siguió John—. Si te hubiera querido muerto, nunca te habría esperado.

Gareth se sonrojó.

—A ella no sólo no le conviene que mueras: si mueres, lo pierde todo.

El muchacho frunció el ceño.

—¿Por qué? Quiero decir, entiendo que quiera tenerme bajo su poder para que no la amenace, del mismo modo que quiso sacar a Policarpio de escena. Y si os matara a vosotros dos, me necesitaría como testigo de su cuento de que el dragón todavía está en la Gruta, al menos hasta que se sacara de encima a los gnomos. —Respiró con amargura y extendió las manos lastimadas hacia el fuego—. Probablemente nos usaría a mí y a Servio como testigos para decir que en realidad ella mató al dragón. Eso justificaría que mi padre le diera la Gruta. —Suspiró, la boca tensa de desilusión—. Y pensé que Policarpio extendiendo un alambre sobre una valla sonaba como lo peor de la perfidia. —Acomodó la sartén sobre el fuego, la cara flaca parecía mucho más vieja de lo que había sido en la palidez de junco de las llamas del día.

—Bueno —dijo John, con amabilidad—, no es sólo eso, Gar. —Miró a Jenny, sentada en las sombras del umbral limpio de la casa del pozo, pero ella no dijo nada. John volvió a mirar a Gareth—. ¿Cuánto crees que va a durar tu padre con Zyerne viva? No sé lo que le están haciendo esos hechizos pero reconozco a un moribundo cuando lo veo. Tal como están las cosas, a pesar de todo su poder, es sólo una amante. Necesita la Gruta como base para su poder y como fortaleza que la independice del rey y necesita el oro de la Gruta.

—Mi padre se lo daría —dijo Gareth con suavidad—. Y supongo que yo soy el plan de contingencias en caso…, en caso de que él muera, ¿verdad? —Jugó con las tortas que se freían suavemente en la sartén—. Entonces tenía que destruir a Policarpio, independientemente del hecho de que él tratara de advertirme contra ella. La ciudadela es el camino trasero a la Gruta.

—Bueno, ni siquiera por eso. —John volvió a recostarse y cruzó sus manos sobre el pecho—. Quería librarse de Policarpio porque él es el heredero alternativo.

—¿Heredero alternativo de quién? —preguntó Gareth, intrigado—. ¿De mí?

John meneó la cabeza.

—Del hijo de Zyerne.

El horror que cruzó la cara del muchacho fue más profundo que el miedo a la muerte, más profundo, pensó Jenny con la falta de pasión que había sentido esa mañana y la noche anterior, que el miedo de que lo subyugaran los hechizos de la maga. Parecía descompuesto con esa idea, como si fuera la violación de un oscuro tabú. Pasó un largo rato antes de que pudiera contestar.

—¿Queréis decir…, un hijo de mi padre?

—O tuyo. No importaría mucho de quién, siempre que se pareciera a la familia. —Con las manos vendadas y una encima de la otra, John miró sin ver al muchacho mientras Gareth, confuso, distante, sacaba la comida del fuego con movimientos automáticos. Todavía con esa voz amable, normal, como si hablara del tiempo, siguió diciendo—: Pero ya ves, después de todo este tiempo bajo los hechizos de Zyerne, tu padre tal vez no pueda concebir un niño. Y Zyerne necesita uno si va a seguir rigiendo el reino.

Jenny apartó la vista, pensando en lo que representaría ser ese niño. La misma ola de náuseas que había sentido Gareth la dominó ahora porque sabía lo que le haría Zyerne a cualquier hijo suyo. No se alimentaría con él como se había alimentado con el rey y con Servio; pero lo educaría deliberadamente como un inválido emocional, dependiente de ella y de su amor para siempre. Jenny había visto cómo se hacía eso, había visto hombres y mujeres que lo hacían y sabía el tipo de hombre o mujer que surgía de esos chicos sofocados. Pero incluso en esos casos, la distorsión había sido por alguna necesidad en el corazón del padre o de la madre, y no algo pensado para mantenerse en el poder.

Pensó en sus propios hijos y en el amor absurdo que sentía por ellos. Tal vez los habría abandonado, pensó con una furia súbita contra Zyerne, pero incluso si no los hubiera amado, incluso si los hubiera concebido en una violación, nunca les habría hecho eso. Era algo que le hubiera gustado pensarse incapaz de creer de nadie. Que alguien fuera capaz de hacerle eso a un niño inocente…; pero en su corazón sabía cómo se hacía.

La rabia y la náusea se movieron en ella como si hubiera sido testigo de una sesión de tortura.

—¿Jenny?

La voz de Gareth la separó de sus pensamientos. El muchacho estaba a unos pasos de ella, mirándola con ojos suplicantes.

—¿Se pondrá mejor, verdad? —preguntó, con dudas—. Mi padre, quiero decir… Cuando Zyerne se vaya o…, la maten…, ¿será como antes?

Jenny suspiró.

—No lo sé —replicó en voz baja. Sacudió su mente del letargo que la dominaba, un cansancio de espíritu tanto como el dolor del cuerpo que le habían dejado los hechizos de Zyerne. No era sólo que hubiera abusado de sus nuevos poderes, no sólo que su cuerpo no estuviera acostumbrado a sostener las terribles exigencias de la magia del dragón. Ahora se daba cuenta de que hasta sus percepciones estaban cambiando, de que no era sólo la magia la que había cambiado en ella por el toque de la mente del dragón. El dragón que hay en ti contestó, había dicho Morkeleb…, y Jenny estaba empezando a ver en la forma en que veía un dragón.

Se puso de pie con el cuerpo endurecido, se tambaleó un poco contra el poste levantado de la casa del pozo, físicamente seca y muy débil. Había vigilado durante la noche, preguntándose si estaba esperando a Zyerne aunque sabía en su corazón que la encantadora no volvería y que no era en realidad a ella a quien esperaba. Luego, dijo:

—No son los hechizos los que le hacen daño. Zyerne es un vampiro, Gareth…, no de sangre como los Murmuradores sino de la esencia de la vida misma. Anoche vi en sus ojos su esencia, su alma: una cosa pegajosa y devoradora, sí, pero una cosa que tiene que alimentarse para seguir viviendo. La señora Mab me habló de uno de los hechizos de los Lugares de Curación que puede salvar la vida de un hombre moribundo tomando un poco de la energía de vida de los que consienten en darla. Se hace muy pocas veces y sólo en casos de gran necesidad. Estoy segura de que eso es lo que ella hizo con tu padre y con Servio. Lo que no entiendo es por qué lo necesita, sus poderes son tan grandes que…

—Sabes —interrumpió John—, se dice en las Historias de Dotys…, o tal vez es en Terencio…, o es en el Elucidus Lapidarus

—¿Pero qué podemos hacer? —rogó Gareth—. ¡Debe de haber algo! Podría volver a Bel y dejar que Dromar sepa que los gnomos pueden volver a ocupar la Gruta. Eso les daría una base fuerte para…

—No —dijo Jenny—. La fuerza de Zyerne en la ciudad es demasiado grande. Después de esto, estará esperándote, mirando las rutas con el cristal. Te interceptaría mucho antes de que llegaras a Bel.

—¡Pero tenemos que hacer algo! —El pánico y la desesperación esperaban, acechantes, en su voz—. ¿Dónde podemos ir? Policarpio nos daría refugio en la ciudadela…

—¿Vas a decirle a las tropas de asalto que están alrededor de los muros que quieres una reunión en privado con él? —preguntó John, que había olvidado por completo sus dudas sobre los clásicos.

—Hay caminos hacia Halnath por la Gruta.

—Y una puerta muy linda y muy cerrada al final, supongo, o los túneles sellados con pólvora para mantener lejos al dragón…, incluso si Dromar los hubiera puesto en sus mapas. Ya miré eso en Bel.

—Maldito sea —empezó Gareth con rabia y John hizo un gesto para que se callara con una torta en la mano.

—No puedo culparlo —dijo luego. Contra los castaños cambiados y los brezos de la capa manchada de sangre doblada bajo su cabeza, su cara todavía estaba pálida pero había perdido ese terrible color tiza. Detrás de los anteojos, sus ojos castaños estaban brillantes y alerta—. Es un pájaro astuto y viejo ese gnomo y conoce a Zyerne. Si ella no conocía ya el lugar en que los caminos desde la ciudadela se unen a los principales de la Gruta, él no iba a poner esa información sobre un papel que ella podría robar. Sin embargo, Jen tal vez pueda guiarnos.

—No. —Jenny lo miró desde donde estaba sentada con las piernas cruzadas junto al fuego mientras hundía su último trozo de torta en la miel—. Aunque veo en la oscuridad, no puedo encontrar los caminos sin ayuda. Y en cuanto a que tú vengas, si tratas de levantarte antes de una semana, voy a ponerte un hechizo de invalidez.

—Tramposa.

—Piensa en mí. —Jenny se limpió los dedos sobre el borde de su capa—. Morkeleb me guió hasta el corazón de la Gruta. Nunca lo hubiera encontrado yo sola.

—¿Cómo era? —preguntó Gareth después de un momento—. El corazón de la Gruta. Los gnomos juran por él…

Todos a una, los caballos levantaron la cabeza asustados del pasto duro, escarchado. Martillo de Batalla relinchó con suavidad y le contestaron, claro, leve, desde las nieblas que flotaban sobre los bordes de los bosques que rodeaban el valle de Grutas. Unos cascos golpearon la grava y una voz de muchacha llamó desde lejos:

—¿Gar? Gar, ¿dónde estás?

—Es Trey. —Gareth levantó la voz para gritar—. ¡Aquí!

Hubo un sonido enloquecido de la grava en caída, y las nieblas blancuzcas se solidificaron en la forma oscura de un caballo y un jinete en un aleteo de velos húmedos. Gareth caminó hasta el borde del suelo alto de la Ladera para tomar la brida del corcel moteado de Trey cuando llegó tropezando sobre la última cuesta, la cabeza baja de cansancio y cubierto de sudor a pesar del día helado. Trey, aferrada de la montura, parecía sólo un poco mejor que él, la cara raspada como si hubiera cabalgado a través de ramas bajas en el bosque y con el pelo en largos mechones sueltos púrpura y blanco.

—Gar, sabía que tenías que estar bien. —Se deslizó desde la montura a los brazos del príncipe—. Dicen que vieron al dragón…, que la señora Jenny lo había encantado…, sabía que tenías que estar bien.

—Estamos bien, Trey —dijo Gareth con dudas, frunciendo el ceño ante el terror y la desesperación de la voz de la muchacha—. Se diría que has cabalgado de un tirón.

—Tenía que hacerlo —jadeó ella. Bajo los jirones desgarrados de su vestido blanco de corte, le temblaban las rodillas y se aferró al brazo de Gareth para mantenerse de pie; tenía la cara sin color bajo lo que quedaba del maquillaje—. ¡Vienen a buscaros! No entiendo lo que está pasando pero tenéis que marcharos de aquí… Servio… —Se detuvo al decir el nombre de su hermano.

—¿Qué pasa con Servio? Trey, ¿qué está pasando?

—¡No sé! —exclamó ella. Lágrimas de desdicha y agotamiento le llenaron los ojos y se las quitó con impaciencia, dejando líneas leves de pintura azul sobre las mejillas redondas—. Hay una multitud que viene hacia aquí. Servio es el líder…

¿Servio? —La idea del elegante y perezoso Servio molestándose en ser el líder de cualquier cosa era absurda.

—Van a matarte, Gar… ¡Les oí decirlo! A ti, a la señora Jenny, al señor Aversin…

—¿Qué? Pero ¿por qué? —Gareth se confundía más y más.

—Creo que lo que importa es quién —dijo John, levantándose de nuevo sobre sus mantas.

—Esta…, esta gente, trabajadores sobre todo…, artesanos y fundidores de Grutas que se quedaron sin trabajo, los que dan vueltas por la Oveja en el Fango todo el día. Hay guardias de palacio con ellos y creo que vienen más…, ¡y no sé por qué! Traté de hacerle decir algo lógico a Servio, pero era como si no me oyera, como si no me conociera… Me dio una bofetada…, y nunca me había pegado, Gar, no desde que éramos chicos…

—Dinos —dijo Jenny con calma, tomando la mano de la muchacha, fría como un pájaro muerto dentro de la suya, cálida, áspera—. Empieza por el principio.

Trey tragó saliva y se frotó los ojos de nuevo, las manos temblorosas de cansancio por la cabalgata de veinte kilómetros. La capa ornamental que llevaba sobre los hombros era un traje para usar dentro de una mansión, seda blanca y piel lechosa, diseñado para cuidarse de las corrientes de aire de un salón de baile, no del frío hiriente de una noche neblinosa como la última. Trey tenía los largos dedos rojos y cuarteados entre los diamantes.

—Estuvimos bailando —empezó ella con dudas—. Era después de medianoche cuando apareció Zyerne. Parecía extraña…, pensé que había estado vomitando, pero yo la había visto por la mañana y entonces parecía bien. Llamó a Servio y se fueron a un nicho junto a la ventana. Yo… —Un poco de color volvió a sus mejillas demasiado pálidas—. Me arrastré para escucharlos. Sé que es de muy mala educación, desagradable, pero después de lo que hablamos cuando te fuiste, no pude dejar de hacerlo. No era para pasar chismes —agregó con ansias—. Tenía miedo por él y tenía tanto miedo porque nunca había espiado antes y no soy tan buena como Isolda o Merriwyn.

Gareth parecía un poco impresionado con esa franqueza, pero John rió y dio unas palmaditas a la punta de los zapatos llenos de perlas de la niña como para consolarla.

—Te perdonaremos esta vez, amor, pero no descuides así tu educación. Te das cuenta de adonde te lleva eso, ¿verdad?

Jenny le dio una patada sin fuerza sobre el hombro que no estaba herido.

—¿Y después? —preguntó.

—La oí decir: «Tengo que conseguir la Gruta. Tengo que destruirlos y debe ser ahora, antes de que lo sepan los gnomos. No deben entrar allí». Los seguí por la puertecita que da al Mercado; fueron hasta la Oveja en el Fango. El lugar todavía estaba lleno de hombres y mujeres; todos borrachos y discutiendo unos con otros. Servio entró corriendo y les dijo que había oído que vosotros los habíais traicionado, que los habíais vendido a Policarpio; que teníais al dragón bajo los hechizos de la señora Jenny y que ibais a enviarlo contra Bel; que ibais a quedaros con el oro de la Gruta y que no se lo daríais a ellos, sus verdaderos dueños. Pero nunca fueron sus verdaderos dueños…, siempre fue de los gnomos, o de los mercaderes ricos de Grutas. Traté de decírselo a Servio… —Su mano roja por el frío se apoyó en su mejilla, como para borrar el recuerdo de un bofetón—. Pero todos gritaban que iban a mataros y a recuperar su oro. Todos estaban borrachos…, Zyerne hizo que el tabernero trajera más jarras de vino. Dijo que iba a reforzar la partida con la guardia del palacio. Todos gritaban y hacían antorchas y conseguían armas. Yo corrí a los establos del palacio y conseguí Pieslindos… —Acarició el cuello moteado del caballo y su voz se hizo de pronto muy débil—. Y luego llegué aquí. Cabalgué lo más rápido que pude…, tenía miedo de lo que me pasaría si me atrapaban. Nunca había cabalgado de noche…

Gareth se sacó la gruesa capa carmesí y se la puso sobre los hombros cuando vio que cada vez temblaba más.

—Así que tenéis que salir de aquí… —terminó ella.

—Eso lo podemos hacer. —John arrojó las pieles de oso de su cuerpo—. Podemos defender la Gruta.

—¿Podéis cabalgar hasta allá? —preguntó Gareth preocupado mientras les alcanzaba el jubón de cuero con placas de hierro.

—Voy a meterme en serios problemas si no puedo, héroe.

—¿Trey?

La muchacha levantó la vista de su tarea de recoger las cosas del campamento cuando oyó que Jenny decía su nombre.

Jenny fue lentamente hasta donde estaba ella y la tomó por los hombros mientras la miraba a los ojos durante un rato. Buscó muy adentro y Trey se sacudió con un gritito de alarma que hizo que Gareth llegara corriendo hasta donde estaban las dos. Pero hasta el fondo, su alma era la de una joven…, no siempre fiable, ansiosa por gustar a otros, ansiosa por amar y ser amada. No había mancha en ella y su inocencia retorció el corazón de Jenny.

Luego Gareth estuvo allí, abrazando a Trey con indignación.

La sonrisa de Jenny era torcida pero amable.

—Lo lamento —dijo—. Tenía que asegurarme.

Por las caras asustadas de los dos jóvenes, se dio cuenta de que no se les había ocurrido que Zyerne hubiera podido usar la forma de Trey…, o a Trey misma.

—Venid —dijo—. Probablemente no tenemos mucho tiempo. Gar, pon a John sobre un caballo. Trey, ayúdalo.

—Soy perfectamente capaz de… —empezó John, irritado.

Pero Jenny ya no lo oía. En algún lugar en medio de las nieblas de los bosques medio quemados bajo la ciudad, sintió movimientos, la llegada de voces furiosas al silencio bordeado de escarcha de los árboles ennegrecidos. Estaban llegando y estaban llegando con rapidez…, casi podía verlos en la curva justo debajo de las ruinas caídas de la torre del reloj.

Se volvió hacia los demás.

—¡Marchaos! —dijo—. ¡Rápido, casi están sobre nosotros!

—¿Cómo…? —empezó Gareth.

Ella cogió la bolsa de drogas y la alabarda y saltó sobre el lomo de Luna.

—¡Ahora! Gar, lleva a Trey contigo. ¡John, VETE, maldición! —Porque él se había vuelto, casi cayéndose de la montura de Vaca, para quedarse junto a ella. Gareth arrojó a Trey sobre el lomo de Martillo de Batalla en un vuelo de faldas deshechas; Jenny casi podía oír el eco de los cascos en el sendero, más abajo.

Su mente se expandió, reuniendo los hechizos y hasta ese pequeño esfuerzo la doblaba en dos. Apretó los dientes por el dolor hiriente mientras reunía las nieblas que se dispersaban ya bajo el brillo pálido del sol que las quemaba…, su cuerpo todavía no se había recuperado del día anterior. Pero no había tiempo para nada más. Tejió una capa con el frío y la humedad para cubrir todo el valle de Grutas; como un dibujo secundario en una capa, trazó los hechizos de desorientación, de jamais vu. Mientras lo hacía, los cascos y las voces furiosas, incoherentes se acercaban cada vez más. Sonaban en los bosques neblinosos alrededor de la Ladera y cerca de la puerta del valle…, Zyerne debía de haberles dicho adonde dirigirse. Jenny hizo girar a Luna y la golpeó con fuerza en las costillas huesudas y la yegua blanca se lanzó por la bajada rocosa en un despliegue delgado de patas hacia las Puertas de la Gruta.

Jenny se unió a los demás en el remolino de nieblas del valle. Habían disminuido la velocidad cuando la visibilidad desapareció; ella los llevó a medio galope sobre los senderos que conocía tan bien. Maldiciones y gritos, atenuados por la niebla, llegaban por detrás, desde la Ladera. Las nieblas frías se enredaban sobre el rostro de Jenny y acariciaban los rizos negros de su cabello. Sentía cómo desaparecían los hechizos que mantenían la niebla en su lugar a medida que ella se alejaba de la Ladera, pero no se atrevía a usar la fuerza de voluntad que necesitaba para mantenerlos allí después de partir. Le dolían los huesos por el esfuerzo pequeño de conjurarlos; sabía que necesitaría toda su fuerza para la batalla final.

Los tres caballos subieron los escalones de granito. Desde la oscuridad del arco de la puerta, Jenny se volvió para ver cómo la multitud peleaba aún contra la niebla cada vez más abierta, unos cincuenta o sesenta, de todas las clases y posiciones pero sobre todo trabajadores sin recursos. Los uniformes del manojo de guardias de palacio se destacaban como manchas fantasmales en el gris. Jenny oyó los gritos y los juramentos. Se perdían en un territorio que conocían desde hacía años. No durará mucho, pensó Jenny.

Luna se asustó y relinchó por el olor del dragón y de la sangre vieja dentro de la penumbra vasta de la Sala del Mercado. El cadáver de Osprey había desaparecido, pero el lugar todavía olía a muerte, y todos los caballos lo sentían. Jenny se deslizó desde el lomo alto de su yegua y le acarició el cuello, luego le murmuró que se quedara cerca en caso de necesidad y dejó que bajara de nuevo los escalones.

Los cascos golpearon detrás de ella sobre las piedras rotas y chamuscadas. Jenny se dio media vuelta y vio a John, color ceniza bajo la barba, todavía sostenido de algún modo sobre la montura de Vaca. Estudiaba el valle con su falta de expresión de siempre.

—¿Está Zyerne allí? —preguntó y Jenny meneó la cabeza.

—Tal vez la herí mucho. Tal vez se quedó en el palacio para reunir más fuerzas.

—Siempre le gustó que otros mataran por ella. ¿Cuánto tiempo durarán tus hechizos?

—No mucho —dijo Jenny con dudas—. Tenemos que mantenerlos lejos de la puerta, John. Si son de Grutas, muchos conocen los primeros niveles de la Gruta. Hay cuatro o cinco formas de salir de la Sala del Mercado. Si retrocedemos, estaremos rodeados.

—Sí. —Él se rascó el costado de la nariz con preocupación—. ¿Y que tal si los dejamos entrar? Podríamos escondernos…, una vez que lleguen al templo de Sarmendes con todo ese oro, no creo que quieran perder energía buscándonos.

Jenny dudó un momento y luego meneó la cabeza.

—No —dijo—. Si eso de ahí afuera fuera una multitud común, diría que sí pero Zyerne quiere que nos maten. Si no puede quebrar mi mente ni vencerla con magia, no va a darse por vencida hasta que destruya mi cuerpo. Hay suficientes para seguir persiguiéndonos y no podemos llevar un caballo por los túneles más profundos; sin un caballo, no podremos moverte lo suficientemente rápido para evitarlos. Nos atraparían en algún lugar cerrado y nos asesinarían. No, si vamos a defendernos, tiene que ser aquí.

—De acuerdo —asintió—. ¿Podemos ayudarte?

Ella había vuelto su atención hacia la multitud furiosa de figuras que se movían entre las ruinas pálidas. Dijo sobre su hombro:

—No puedes ni ayudarte a ti mismo.

—Ya lo sé —aceptó él con voz tranquila—. Pero no es lo que te he preguntado, cielo. Mira… —Señaló—. Ese tarado de allá acaba de ver el camino. Aquí vienen. ¡Ah, si son como hormigas…!

Jenny no dijo nada pero sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo al ver cómo el arroyo de atacantes se ensanchaba hasta convertirse en río.

Gareth se puso junto a los dos, con Martillo de Batalla de la brida. Jenny murmuró algo al gran caballo y lo dejó suelto sobre los escalones. Su mente ya estaba volviéndose sobre sí misma, buscando la fuerza en las profundidades exhaustas de su espíritu y su cuerpo. John, Gareth y la muchacha flaca vestida en los harapos blancos de un traje de corte y aferrada al brazo de Gareth se estaban transformando en meros espectros para ella a medida que su alma se hundía en espiral en un sólo vórtice interno; como la locura que viene después de dar a luz, nada existía excepto ella misma, su poder y lo que debía hacer.

Tenía las manos apoyadas contra la roca fría del pilar de la puerta y sentía que sacaba fuego y fuerza de la roca misma y de la montaña que había bajo sus pies y sobre su cabeza…, los tomaba del aire y de la oscuridad que la rodeaban. Sintió que la magia se movía en sus venas como un remolino dominado de relámpagos comprimidos. Su poder la asustó porque sabía que era más grande que lo que podía tolerar su cuerpo y sin embargo no podía poner Límites a esos hechizos. Era así con los dragones, lo sabía, pero su cuerpo no era el de un dragón.

Vio a John que llevaba a Vaca lejos, como si estuviera asustado; Gareth y Trey ya habían retrocedido. Pero su mente estaba afuera en la luz pálida de los escalones, mirando hacia abajo, a Grutas, contemplando en un ocio sin tiempo a los hombres y mujeres que corrían por las paredes derrumbadas de las ruinas. Vio a cada uno con la exactitud fría de los ojos de un dragón, no sólo la forma en que estaban vestidos, sino la composición de sus almas a través de la piel. A Servio lo vio con claridad, apurándolos con una espada en la mano, el alma carcomida como la madera atacada por las termitas.

Los primeros corredores llegaron al suelo quebrado y polvoriento de la plaza, frente a las puertas. Como el salto de un insecto en una pared, oyó protestar a Gareth:

—¿Qué podemos hacer? ¡Tenemos que ayudarla! —Mientras tanto, ella, sin pasión, reunía el fuego en sus manos.

—Baja eso —dijo la voz de John, débil de pronto—. Prepárate para correr…, puedes esconderte en los túneles durante un tiempo si nos vencen. Aquí están los mapas…

La multitud estaba ya sobre los escalones. El odio incoherente se elevó alrededor de Jenny como una marea tormentosa. Ella levantó las manos con toda la fuerza de la roca y la oscuridad hundiéndose en su cuerpo, la mente relajada en el tirón en lugar de luchar contra él.

La clave de la magia es magia, pensó. Su vida empezaba y terminaba en cada segundo aislado, cristalino de tiempo de impacto.

El fuego creció en el tercer escalón, una pared roja, completa, que lo consumía todo. Ella oyó los gritos de los que quedaron atrapados y olió el humo, la carne chamuscada, la tela que ardía. Como un dragón, mataba sin odio, golpeando con crueldad y dureza, sabiendo que debía matar al primer golpe si quería que su pequeño grupo sobreviviera.

Luego cerró la ilusión de las puertas que hacía ya mucho tiempo habían dejado de existir en el arco oscuro. Aparecieron como vidrio desmayado desde adentro, pero cada clavo, cada viga y cada tirante estaba tallado con perfección en aire encantado. A través de ellos vio a los hombres y las mujeres arremolinándose en la base de los escalones, señalando lo que veían como las Puertas renovadas de la Gruta y gritando su alarma, su sorpresa. Otros yacían en el suelo o se arrastraban indefensos, apagando las llamas de sus ropas con manos enloquecidas. Los que no habían sido atrapados en el fuego ni siquiera se movieron para ayudarlos; se quedaron de pie al final de los escalones, mirando las puertas y gritando con rabia de borrachos. Con la cacofonía de los gritos y los gruñidos de los heridos, el ruido era terrible y todavía peor que el ruido era el olor de la carne chamuscada. Entre todos los demás, Servio Clerlock, de pie, miraba las puertas fantasmales con los ojos comidos por el hambre.

Jenny retrocedió, descompuesta de pronto cuando lo humano que había en ella descubrió lo que había hecho el dragón en su alma. Había matado antes para proteger su vida o las de los que amaba. Pero nunca en esa escala y el poder que tenía la impresionaba en la misma medida en que le quitaba fuerzas.

El dragón que hay en ti contestó, había dicho Morkeleb. Ella se sentía enferma de horror al comprobar la verdad de sus palabras.

Retrocedió, tropezando y alguien la sostuvo…, John y Gareth, que parecían un par de bandoleros no demasiado eficaces, sucios y quebrados e incongruentes en sus anteojos. Trey, con la capa rota de Gareth todavía puesta sobre su seda blanca manchada de barro y su cabello púrpura y blanco colgando en rizos asimétricos sobre la cara color de la cera, tomó una taza de lata plegable de su cajita adornada con perlas, la llenó de agua de la botella que había sobre la montura de Vaca y se la tendió.

—No los detendrá por mucho tiempo —dijo John. Una niebla de sudor le cubría la cara y los orificios de la larga nariz estaban marcados por el dolor que le causaba el sólo esfuerzo de mantenerse de pie—. Mira, ahí está Servio buscando apoyo para un segundo intento. Estúpido plañidero. —Echó una mirada a Trey y agregó—: Lo lamento. —Ella sólo meneó la cabeza.

Jenny se liberó y caminó sin equilibrio hasta el borde de la sombra de la puerta. Su cabeza estaba hinchada de cansancio y sentía náuseas. Las voces de los hombres y la suya propia cuando habló, sonaban chatas e irreales.

—Y lo conseguirá.

En la plaza bajo las puertas, Servio corría aquí y allá entre los hombres, pasando sobre los cuerpos quemados de los moribundos, gesticulando y señalando las puertas fantasmales. Los guardias del palacio no parecían muy decididos, pero los trabajadores del Mercado se estaban reuniendo a su alrededor, escuchando y pasando botas de vino entre ellos. Levantaron los puños cerrados contra la Gruta y Jenny dijo:

—Como los gnomos, ellos también saben lo que es la pobreza.

—Sí, pero ¿por qué nos culpan por ella? —objetó Gareth, indignado—. ¿Por qué culpan a los gnomos? Los gnomos son todavía más víctimas que ellos.

—Sea como sea —dijo John, inclinado sobre el pilar de piedra de la Puerta—, te apuesto a que se están diciendo unos a otros que el oro de la Gruta les pertenece por derecho. Es lo que les dijo Zyerne y obviamente lo creen y están dispuestos a matar por eso.

—¡Pero es una tontería!

—No tanto como enamorarse de una maga, y todos lo hemos hecho —replicó John con alegría. A pesar de su cansancio, Jenny rió—. ¿Cuánto tiempo puedes luchar contra ellos, amor?

Algo en el sonido de la voz de John hizo que ella se volviera a mirarlo con rapidez. Aunque había desmontado de Vaca para ayudarla, era obvio que no podía mantenerse de pie solo y tenía la piel gris como la ceniza. Un momento después unos gritos abajo llamaron la atención de Jenny; más allá del humo que todavía se torcía sobre los escalones, vio a los hombres que se formaban en una línea desgarrada, la locura del odio sin sentido en todos los ojos.

—No sé —dijo ella con suavidad—. Todo poder debe pagarse. Mantener la ilusión de las Puertas me quita más fuerzas. Pero nos da un poco de tiempo y quiebra un poco la voluntad de ellos si piensan que tendrán que echarlas abajo.

—Dudo que esos tengan inteligencia hasta para pensar en eso. —Todavía inclinado sobre el pilar, John miró el sol inclinado sobre la plaza, más afuera—. Mira, ahí vienen.

—Atrás —dijo Jenny. Le dolían los huesos sólo de pensar en volver a sacar poder de ellos y de la piedra y del aire a su alrededor—. No sé qué puede pasar sin Límites.

—No puedo retroceder, amor; si me suelto de esta pared, me caigo.

A través de la forma fantasmal de las Puertas, Jenny los vio venir, atravesando la plaza a la carrera hacia los escalones. La magia vino con más lentitud, arrancada del corazón arrasado de su ser…; su alma se sentía acabada con el esfuerzo. Las voces crecieron más abajo en un crescendo enloquecido en el que las palabras «oro» y «muerte» se arrojaban como espadas de madera en la rabia del ataque que empezaba. Jenny miró a Servio Clerlock o lo que quedaba de Servio Clerlock, en algún lugar en medio de los demás, su traje de corte rosado como una concha entre los tintes sangre y oro de los guardias de palacio. Su mente se enfocó, como la mente de un dragón; todas las cosas se hicieron claras para ella y distantes, impersonales como imágenes en un cristal de adivinación. Llamó a la rabia blanca del dragón como a un trueno y llenó los escalones de fuego, no frente a ellos esta vez, sino bajo sus pies.

Cuando el fuego estalló en la piedra desnuda, una náusea terrible la sacudió, como si en ese segundo se hubieran abierto sus venas. El chillido de los hombres, atrapados en la agonía del fuego, le golpeó los oídos como una mano que da una bofetada, como ese color gris que amenazaba con ahogar sus sentidos; el calor se alzó a su alrededor y luego se hundió, dejando detrás un frío como el de la muerte.

Jenny los vio tambalearse y tropezar, arrancándose las ropas en llamas de la piel chamuscada. Lágrimas de dolor y de debilidad corrían por la cara de Jenny por lo que había hecho, aunque sabía que la multitud los hubiera desgarrado a los cuatro en mil pedazos, aunque esta vez había sabido de antemano que podía conjurar el fuego. La ilusión de las Puertas parecía tenue como una burbuja de jabón alrededor de ella…, como su cuerpo mismo, leve y volátil. Jenny se tambaleó y John llegó tropezando a sostenerla. La llevó hacia atrás y la apoyó sobre el pilar en el que él se había recostado antes; durante un momento, los dos se aferraron a la piedra; no tenían fuerzas ni para estar de pie.

Los ojos de Jenny se aclararon algo. Vio hombres que corrían por la plaza aterrorizados, furiosos, enloquecidos de dolor; y a Servio que corría tras ellos sin pensar en las quemaduras que le cubrían la mano y el brazo, gritando.

—¿Qué hacemos ahora, amor?

Ella meneó la cabeza.

—No sé —murmuró—. Me parece que me voy a desmayar.

El brazo de él se hizo más fuerte en su cintura.

—Ah, hazlo —dijo con entusiasmo—. Siempre he querido ponerte a salvo en mis brazos.

La risa revivió a Jenny y eso era lo que él había querido, sin duda. Ella se separó del pilar mientras llegaban Gareth y Trey, los dos enfermos y asustados.

—¿Podríamos correr a la Gruta? —preguntó Gareth, buscando en los mapas de un bolsillo interno y dejando caer dos al hacerlo—. A la ciudadela, quiero decir.

—No —dijo Jenny—. Le he explicado a John que si dejamos la Sala del Mercado, nos rodearán; y como tenemos que llevar a John, no podemos ir más rápido que ellos.

—Yo podría quedarme, amor —dijo John con calma—. Podría ganar tiempo para vosotros.

—El tiempo que tardarían en levantarse después de haberte deshecho en las escaleras no serviría de mucho —replicó ella, sarcástica.

Uno de nosotros puede tratar de ir —sugirió Trey con timidez—. Policarpio y los gnomos en la ciudadela deben conocer el camino desde allí. Ellos podrían volver a buscar al resto. Tengo unas velas en mi bolsa y algo de tiza para marcar el camino, y no sirvo de nada aquí…

—No —objetó Gareth, peleando con valor contra su miedo a los túneles oscuros—. Iré yo.

—Nunca encontraríais el camino —dijo Jenny—. Ya he estado en la Gruta. Gareth. Créeme, no es algo que se pueda dominar con tiza y velas. Y, como dice John, la puerta al final del camino debe de estar cerrada de todos modos, y eso si no la han volado para cerrar el paso.

Más abajo, podía oírse vagamente la voz de Servio. Gritaba que la Puerta no era real, que era sólo un truco de maga y que todo el oro que se había perdido era de ellos por derecho. La gente empezaba a gritar:

—¡Muerte a los ladrones! ¡Muerte a los amigos de los gnomos!

Jenny inclinó la cabeza contra la piedra del pilar; una barra de luz solar cayó a través de la Puerta a su alrededor y quedó extendida como una alfombra pálida sobre la basura negra de fuego de la Sala del Mercado. Se preguntó si Zyerne se había sentido así alguna vez cuando conjuraba las reservas profundas de sus poderes sin poner Límites…, si se había sentido impotente ante la rabia de los hombres.

Lo dudaba. Cuando uno era impotente, aprendía algo.

Todo poder debe pagarse. Zyerne nunca había pagado.

Se preguntó, sólo por un momento, cómo hacía la encantadora para lograrlo.

—¿Qué es eso?

Al oír la voz de Trey, abrió los ojos de nuevo y miró hacia donde señalaba la muchacha, la luz que llenaba el valle brillaba con fuerza sobre algo que estaba cerca de la torre del reloj. Jenny escuchó con cuidado y logró distinguir el sonido de los cascos y las voces y sintió el clamor distante de la rabia y el odio irracionales. Contra el color pizarra apagado de las piedras de la torre, la maleza de la colina parecía pálida como una enredadera amarina; entre ellos, los uniformes de la mitad de los guardias de la compañía del palacio brillaban como un montón de amapolas de invernadero. El sol ponía fuego en sus armas.

—Ah —dijo John—. Refuerzos.

Servio y un pequeño grupo de hombres corrían subiendo por los escombros y los juncos hacia la nueva compañía; las moscas se reunían a montones sobre las heridas sin atender del cortesano. Pequeños, en la distancia, Jenny vio más y más hombres bajo la sombra de la torre, el cobre brillante de las lanzas y las corazas, el rojo de las crestas de los cascos como sangre derramada contra los colores callados de las rocas. El cansancio mordía como veneno los huesos de Jenny. Sentía la piel como una herida abierta, hirviente; a través de ella, sentía cómo la ilusión de las Puertas se desvanecía en el aire a medida que el poder se secaba y moría en ella.

—Vosotros tres id detrás de las puertas del Gran Pasaje. Gar, Trey…, llevad a John. Cerrad las puertas desde adentro. Allí hay poleas y correas.

—No seas tonta. —John se aferraba al poste de la puerta junto a ella para mantenerse de pie.

—No seas tonto tú. —No sacaba los ojos del enjambre de hombres en la plaza

—No vamos a dejaros —dijo Gareth—. Al menos, yo no. Trey, lleva a John…

—No —insistieron Trey y el Vencedor de Dragones al mismo tiempo. Todos se miraron y se las arreglaron para sonreír levemente.

—O todos o ninguno, amor.

Ella se volvió bruscamente para mirarlos, los ojos brillando pálidos con la frialdad cristalina de los del dragón.

—Ninguno de vosotros puede ayudarme en nada contra tantos. John y Trey, lo único que conseguiréis es que os maten inmediatamente. Gareth… —Los ojos de Jenny se clavaron en los del muchacho como una lanza de escarcha—. Tal vez a ti no te maten. Tal vez tienen otras instrucciones de Zyerne. Y yo quizá tenga fuerzas para un hechizo más. Eso puede daros algo de tiempo. La inteligencia de John tal vez os mantenga con vida un poco más en la Gruta; y necesitáis la voluntad de Trey. Ahora, fuera.

Hubo un corto silencio y en ese tiempo, ella sintió los ojos de John sobre los suyos. Era consciente de los hombres que se aproximaban al valle; su alma gritaba para librarse de esos tres a los que amaba mientras todavía había tiempo. Fue Gareth el que habló.

—¿Realmente creéis que podréis impedirles entrar por la Puerta otra vez? ¿Incluso a los hombres de…, de mi padre?

—Eso creo —mintió Jenny, que sabía que no tenía fuerza ni para encender una vela.

—Entonces de acuerdo, amor —dijo John con suavidad—. Vámonos. —Tomó la alabarda de Jenny para usarla como bastón; se puso de pie con eso, apoyó una mano sobre la nuca de Jenny y la besó. Tenía la boca fría, los labios suaves a pesar de la dureza de la barba de cinco días.

Cuando sus labios se separaron, sus ojos se encontraron, y ella sintió que John sabía que le estaba mintiendo.

—Vamos, niños —dijo él—. No echaremos el cerrojo hasta que sea absolutamente necesario, Jenny.

La línea de soldados bajaba por el laberinto de cimientos partidos y piedras requemadas. Se habían unido a los hombres y mujeres de Grutas, ésos que habían arrojado basura a la señora Mab en la fuente, recordó Jenny.

Armas caseras, además de lanzas y espadas. En el brillo de la luz del día, todo parecía duro y afilado. Cada ladrillo, cada viga de las casas era independiente en los sentidos desnudos de Jenny como un trabajo de filigrana, cada matorral de maleza y brizna de hierba, clara e individual.

El aire color ámbar llevaba el hedor de azufre y carne quemada. Como un fondo lejano para los gritos furiosos de exhortación y delirio, se elevaba el aullido de los heridos y, de vez en cuando, voces que gritaban:

—Oro…, oro…

Casi no saben para qué sirve, había dicho Morkeleb.

Jenny pensó en Ian y en Adric y se preguntó brevemente quién se ocuparía de ellos, y si, sin la protección de John y la de ella, llegarían a adultos en las Tierras de Invierno. Luego suspiró y se adelantó desde las sombras de la luz. El sol pálido la empapó, una mujer pequeña, flacucha, morena, sola en el arco vasto de la Puerta deshecha. Los hombres la señalaron, gritando. Una roca saltó sobre los escalones, a unos metros. El sol era cálido y agradable en la cara de Jenny.

Servio gritaba como un histérico:

—¡Atacad! ¡Atacad ahora! ¡Matad a esa bruja perra! ¡Es nuestro oro! Esta vez atraparemos a esa puta…, atacadla…

Los hombres empezaron a correr hacia los escalones. Ella los miró llegar con un sentimiento curioso de distanciamiento total. Los fuegos de la magia del dragón la habían secado por completo…, una última trampa de Morkeleb, pensó con ironía, una venganza final por haberlo humillado. La multitud se curvó como una ola que va a romper sobre las vigas caídas y los paneles de las hojas deshechas de la puerta; el sol, brillante sobre el acero de las armas que llevaban en las manos.

Luego, una sombra cruzó la luz del sol…, como la de un halcón pero infinitamente más grande.

Un hombre miró hacia arriba, señaló al cielo y gritó. Jenny alzó la cabeza. La luz dorada caía, translúcida, a través de la negra extensión de los huesos y las venas negras de las alas cubiertas de piel, brillaba sobre las espinas que salpicaban los veinte metros de seda silenciosa y tachonaban de oro cada cuerno, cada cinta de la melena lustrosa.

Ella vio cómo el dragón hacía un círculo, cabalgando sobre su estela como un águila vasta y sólo muy atrás en su conciencia, oyó los aullidos aterrorizados de los hombres y los relinchos agudos y enloquecidos de los caballos de los guardias. Chillando y tropezando en la basura, los atacantes de la Gruta se dieron media vuelta y huyeron, cayendo sobre sus muertos y dejando atrás las armas en su huida desesperada.

El valle estaba casi vacío cuando Morkeleb aterrizó sobre los escalones destrozados de la Gruta.