Cuando Jenny subió los escalones de la Gruta, estaba temblando de cansancio y de un ataque de sentido común que le decía que debería haber estado aterrorizada. Sin embargo, sentía muy poco miedo de Morkeleb, incluso después de sus trucos y de su rabia. Le dolía el cuerpo —el poder que había usado contra él había sido mucho más de lo que su cuerpo estaba acostumbrado a sostener— pero tenía la cabeza clara y alerta, sin el cansancio aplastante que sentía cada vez que abusaba de sus poderes. Se daba cuenta hasta la punta de los dedos de la profundidad y la grandeza de la magia del dragón y también de su propia fuerza contra él.
El viento de la noche le azotó la cara. El sol se había hundido detrás de la cresta aguda de la cadena del oeste y aunque todavía había luz en el cielo, Grutas yacía en el fondo de un lago de sombras. Jenny se sintió consciente de muchas cosas que pasaban en el valle; la mayoría de ellas tenía poco que ver con los asuntos de los dragones o de la humanidad: el canto de un solo grillo bajo una piedra quemada, la sacudida de una cola de ardilla que huía de su pareja esperanzadora y los vuelos de los pinzones que buscaban el nido para la noche. Donde el camino daba vueltas hacia abajo alrededor de una pila rota de ruinas que alguna vez había sido una casa, vio el esqueleto de un hombre acostado en la maleza, con la bolsa de oro que aferraba al morir abierta en dos y las monedas cantando suavemente en el lugar donde habían caído entre las costillas.
Se dio cuenta, de pronto, de que alguien más había entrado en el valle.
Era parecido a un sonido, pero no se oía. El sentido de la magia llegó hasta ella como el humo en un cambio de viento. Se quedó inmóvil entre los arbustos secos de retama; los hilos fríos de la brisa que bajaba desde los matorrales jugaron en su capa. Había magia en el valle, sobre el acantilado. Ella oía el roce y el rasguido de la seda contra las agujas caídas de las hayas, el ruido sorprendido de agua que se dejaba caer en el crepúsculo de la montaña y la voz de Gareth detenida en un nombre…
Jenny se levantó la falda y empezó a correr.
El olor del perfume de Zyerne parecía estar por todas partes en el bosque. La oscuridad había empezado a reunirse bajo los árboles. Jadeando, Jenny saltó sobre las rocas blancuzcas hacia el claro junto a la fuente. Una larga experiencia en las Tierras de Invierno le había enseñado a moverse en un silencio absoluto, incluso cuando corría; y por lo tanto, al principio, ninguno de los que estaban cerca del pequeño pozo notó su llegada.
Le llevó un momento ver a Zyerne. A Gareth lo vio enseguida, de pie, congelado, frente al pozo. El agua derramada mojaba las agujas de las hayas entre sus pies; un balde medio vacío se balanceaba sobre el borde de la roca junto al pozo. Gareth no lo miraba; Jenny se preguntó si notaba algo de lo que pasaba a su alrededor.
Los hechizos de Zyerne llenaban el pequeño claro como la música que se oye en los sueños. Hasta ella, mujer, olía el calor perfumado del aire que ensanchaba el frío tintineante más abajo en el valle y sentía la necesidad moviéndose en su piel. En los ojos de Gareth había una especie de locura y sus manos temblaban con los dedos cerrados, anudados en puños, frente a la cintura. Su voz era un murmullo más desesperado que un grito cuando dijo:
—No.
—Gareth. —Zyerne se movió y Jenny la vio: parecía flotar como un fantasma en el crepúsculo entre los abedules al final del claro—. ¿Por qué fingir? Sabes que tu amor por mí ha crecido tanto como el mío por ti. Es como fuego en tu piel; el sabor de tu boca en mis sueños me ha atormentado día y noche…
—¿Mientras te acostabas con mi padre?
Ella meneó la cabeza y movió el cabello, un gesto pequeño, característico y se sacó los mechones de la suave frente. Era difícil ver lo que tenía puesto en la penumbra…, algo blanco y frágil que hacía ondas pequeñas con los movimientos del viento, algo pálido como los abedules. Llevaba el cabello suelto en la espalda como el de una niña; y, como una niña, venía sin velo. Los años parecían haberse desvanecido de su cuerpo, a pesar de lo joven que había parecido antes. Parecía una niña de la edad de Gareth, a menos que, como Jenny, uno la mirara con los ojos de un mago.
—Gareth. Nunca me he acostado con tu padre —dijo Zyerne con suavidad—. Claro que decidimos fingir que lo hacíamos para guardar las apariencias en la corte…, pero incluso si él hubiera querido, dudo que yo hubiera podido hacerlo. Me trató como a una hija. Eras tú a quien yo quería, tú…
—¡Eso es mentira! —La boca de Gareth parecía seca de calor febril.
Ella extendió las manos y el viento levantó la tela leve de sus mangas hacia atrás desde sus brazos cuando dio un paso hacia el claro.
—Ya no podía seguir esperando. Tenía que venir, saber lo que te había pasado…, estar contigo…
Él sollozó.
—¡No te acerques! —Tenía la cara torcida en una mueca de algo que era casi dolor.
Ella se limitó a susurrar:
—Te quiero…
Jenny apareció desde la sombra oscura del sendero y dijo:
—No, Zyerne. Lo que quieres es la Gruta.
Zyerne se dio media vuelta con brusquedad. Su concentración se quebró, como Morkeleb había tratado de quebrar la de Jenny. La sensualidad extravagante que había goteado en el aire se sacudió y desapareció con un ruido audible. De pronto, Zyerne pareció más vieja: ya no era esa niña virgen que podía encender la pasión de Gareth. El muchacho cayó sobre sus rodillas y se cubrió la cara con las manos, el cuerpo sacudido por sollozos secos.
—Eso es lo que siempre quisiste, ¿verdad? —Jenny tocó el cabello de Gareth para consolarlo y él le pasó los brazos por la cintura y se aferró a ella como un hombre que se ahoga se aferra a un palo en el agua. Era extraño, pero Jenny no tenía miedo de Zyerne ahora ni de la fuerza mayor de la magia de la joven. Ahora le parecía ver a Zyerne de otro modo y cuando se encaró con ella, estaba lista y tranquila. Zyerne dejó escapar una carcajada burlona.
—¿Así que éste era el muchacho que no quería sacarle la amante a su padre? ¿Los tuviste a los dos para ti, no es cierto, puta, desde el norte incluso? Tiempo más que suficiente para enredarlo en tus hilos.
Gareth se soltó de Jenny y se puso de pie, temblando de rabia. Aunque Jenny veía que todavía estaba aterrorizado, se enfrentó a la hechicera y le gritó, jadeando:
—¡Mentira!
Zyerne rió otra vez, con un sonido feo, como había hecho en el jardín cerca de las habitaciones del rey. Jenny dijo solamente:
—Ella sabe que es mentira. ¿Para qué has venido, Zyerne? ¿Para hacerle a Gareth lo que le hiciste a su padre? ¿O para ver si por fin está libre el camino para entrar en la Gruta?
La boca de la hechicera se movió, sin sentido y desvió la mirada bajo los ojos fríos de Jenny. Luego rió pero la burla de la risa estaba manchada de dudas.
—¿Qué te parece para arreglar unos asuntos con tu precioso Vencedor de Dragones?
Una semana, un día antes, Jenny habría respondido a la burla con miedo por la seguridad de John. Pero sabía que Zyerne no se había acercado a él. Sabía que si hubiera habido una magia así, tan cerca, lo habría sentido…, hasta habría oído las voces, no importa lo bajo que hablaran y de todos modos, John no podía escaparse. Uno siempre se ocupa primero de los enemigos sanos.
Vio que la mano de Zyerne se movía y sintió la naturaleza del hechizo al mismo tiempo que olía la lana chamuscada de sus faldas que ya empezaban a humear. Su contra hechizo fue rápido y duro, conjurado con la mente y el gesto mínimo de la mano más que con el trabajo difícil que había necesitado antes. Zyerne retrocedió, tambaleándose, las manos sobre los ojos, cogida totalmente por sorpresa.
Cuando levantó la cabeza de nuevo, sus ojos estaban lívidos de rabia, amarillos como los del diablo, la cara transformada por la furia.
—No puedes apartarme de la Gruta —dijo en una voz temblorosa—. Es mía, será mía. Saqué a los gnomos de allí. Cuando la tome, nadie, pero nadie podrá contra mí y mi poder…
Se agachó, tomó un manojo de hojas viejas y frutos de hayas de la masa que había entre sus pies y se las arrojó a Jenny. En el aire, se encendieron y crecieron mientras ardían: una hoguera enredada que Jenny alejó de sí con un hechizo que casi había ignorado que sabía. Los troncos ardientes se esparcieron por todos lados, como arroyos de fuego amarillo en la penumbra azul, troncos que se encendieron en media docena de lugares en los que tocaron la maleza seca. Doblada como una liebre sobre sus huellas, Zyerne escapó hacia el sendero que llevaba al valle. Jenny saltó tras ella y sus suaves botas alcanzaron en tres pasos la distancia cubierta por los zapatos precarios de corte que llevaba la joven.
Zyerne se retorció bajo las manos de Jenny. Era más alta que ella pero no tan fuerte físicamente, a pesar del agotamiento de Jenny; durante un instante los ojos de las dos estuvieron a centímetros unos de los otros; la mirada amarilla, penetrante como una bola de fuego en el azul.
Como el golpe de un martillo, Jenny sintió el impacto de una mente en la suya, hechizos de dolor y espanto que aferraban y retorcían sus músculos, totalmente diferentes del peso y la fuerza viviente de la mente del dragón. Los detuvo no tanto como otros hechizos como con la fuerza de su voluntad. Arrojó las palabras mágicas de vuelta contra Zyerne, y oyó que la joven maldecía en un ataque de furia como una alcantarilla que estalla. Unas uñas le desgarraron las muñecas mientras ella buscaba de nuevo los ojos amarillos con los suyos. Tiró de los rizos sedosos de Zyerne con un puño como una roca y la obligó a mirar. Era la primera vez que se había encarado con la fuerza de otro mago en furia, no en calma y le sorprendió lo instintivo que era en ella el acto de buscar la esencia…, como había buscado en la de Gareth y Mab en la de ella, no sólo para comprender, sino para dominar con la comprensión, para no dar nada de su propia alma a cambio. Tuvo una visión instantánea de algo horrible y pegajoso como esas plantas que se comen a los que son lo suficientemente tontos para acercarse, los restos erosionados de un alma, como el cuerpo muerto y animal de la mente de la joven.
Zyerne gritó cuando sintió que desnudaban los secretos de su ser y el poder estalló en el aire entre las dos, un fuego ardiente que las rodeó en un remolino de fuerza desgarradora. Jenny sintió que caía un peso sobre ella, una negrura como la mente del dragón pero más grande, la sombra de algún poder destructor, aplastante, como un océano de años incontables. La hizo poner de rodillas, pero se sostuvo, desechando los dolores agudos, inquietos que le desgarraban la piel, la agonía terrible de sus músculos, el fuego y la oscuridad, mientras taladraba la mente de Zyerne con la suya, como una aguja blanca de fuego.
El peso de la sombra se desvaneció. Jenny sintió que los nervios y la voluntad de Zyerne se quebraban y volvió a ponerse de pie. Separó el cuerpo de la muchacha del suyo con todas sus fuerzas. Zyerne se dejó caer sobre el polvo del sendero, el cabello negro colgando en un torrente sobre el vestido blanco, las uñas rotas que había clavado en las muñecas de Jenny, la nariz llena de líquido y el polvo pegado con moco contra su cara. Jenny se quedó de pie a su lado, jadeando, con todos los músculos doloridos por el impacto torcido de los hechizos de la otra mujer.
—Vete —dijo, con la voz tranquila pero con todo el poder en las palabras—. Vete a Bel y no vuelvas a tocar a Gareth.
Sollozando de furia, Zyerne se puso de pie como pudo. La voz le temblaba.
—¡Tú, cerda maloliente! ¡Nadie me apartará de la Gruta! Es mía, te digo; y cuando vaya, te lo demostraré. ¡Lo juro por la Piedra: cuando tenga la Gruta, te aplastaré como a una cucaracha comemierda, porque eso es lo que eres! ¡Ya verás! ¡Se lo mostraré a todos! ¡No tienen derecho a apartarme de ella!
—Sal de aquí —dijo Jenny suavemente.
Zyerne la obedeció, sollozando; reunió su vestido blanco y caído y se alejó tropezando por el camino que llevaba a la torre del reloj. Jenny se quedó allí un largo rato, mirándola. El poder que había conjurado para protegerse se desvaneció lentamente, como el fuego bajo las cenizas, escondido hasta que se lo necesita de nuevo.
Sólo cuando Zyerne desapareció de su vista, Jenny se dio cuenta de que no debería haber podido hacer lo que había hecho…, ni aquí ni en la Gruta.
Y entonces comprendió lo que había pasado cuando había tocado la mente del dragón.
La magia del dragón estaba viva en su alma como una marca de hierro en el oro. Debería haberlo sabido antes; si no hubiera estado tan agotada, pensó tal vez lo habría sentido. Su comprensión, como la de Morkeleb, se había ensanchado hasta llenar el valle y así, hasta cuando dormía, sentía las cosas que pasaban a su alrededor. Un temblor le recorrió el cuerpo y sacudió sus huesos con terror y curiosidad, como si acabara de concebir de nuevo y algo vivo y extraño estuviera creciendo dentro de ella.
El humo de los bosques le mordió la nariz y los ojos y unas oleadas blancas le dijeron que Gareth había logrado extinguir las llamas. En algún lugar, los caballos relinchaban aterrorizados. Se sintió agotada y llena de dolor, el cuerpo entero doblado por los calambres de los poderosos hechizos, las muñecas partidas donde las habían desgarrado las uñas de Zyerne. Empezó a temblar y la nueva fuerza se alejó bajo el impacto de la impresión y el miedo.
Una ráfaga de viento distinto movió los árboles a su alrededor como un ala gigante. El cabello revoloteó en su cara y miró hacia arriba. Por un momento, no vio nada. Era algo que había oído decir: que los dragones, a pesar de su tamaño y sus colores chillones, podían ser más difíciles de ver a la luz del día que un ratón en medio de los arbustos. Ahora Morkeleb parecía doblarse saliendo de la penumbra, una forma vasta de ébano y seda negra, ojos de cristal y plata como pequeñas lunas en la oscuridad.
Ha notado que mi poder se acababa, pensó ella con desesperación, recordando la forma en que él la había atacado antes. El peso terrible, sombrío de los hechizos de Zyerne todavía estaba allí, en sus huesos; sintió que iban a quebrársele si trataba de conjurar el poder para defenderse del dragón. Envuelta en un cansancio que casi llegaba hasta las náuseas, se volvió para mirarlo y endureció su mente otra vez para defenderse del ataque.
Y mientras lo hacía, se dio cuenta de que él era hermoso, flotando un momento como un barrilete negro, liviano en el aire.
Luego, la mente de él tocó la de ella y el último dolor de los hechizos de Zyerne desapareció.
¿Qué te pasa, mujer maga?, le preguntó él. Son sólo palabras malas como las que se gritan las mujeres en el mercado.
El dragón bajó al sendero frente a ella, dobló sus alas grandes con una articulación extraña y llena de gracia y la miró con los ojos de plata en el crepúsculo. Dijo:
Tú lo entiendes.
No, replicó ella. Creo que sé lo que ha pasado, pero no lo entiendo.
Bah.
En la penumbra gris y húmeda bajo los árboles, Jenny vio cómo las escamas de los costados del animal se movían levemente como el pelo de un gato enojado.
Creo que sí entiendes. Cuando tu mente estaba en la mía, mi magia te llamó y el dragón que hay en ti contestó esa llamada. ¿No conoces tu propio poder, mujer maga? ¿No sabes lo que podrías ser?
Con un vértigo frío que no era miedo del todo, Jenny lo comprendió y luego deseó no haber comprendido.
Él sintió cómo la mente de ella se cerraba y la irritación humeó desde su cuerpo como una espuma blanca de niebla.
Entiendes, dijo de nuevo. Has estado en mi mente y sabes lo que sería ser dragón.
Jenny dijo: No, no a él sino a ese hilito de fuego en su mente que se convertía en arroyo de pronto.
Como en un sueño, aparecieron imágenes que sentía que había conocido una vez y luego había olvidado, como la alta libertad del vuelo. Vio a la tierra perdida allá abajo entre las nubes y a su alrededor había una eternidad de vapores cuyo silencio absoluto se quebraba sólo con el brillo de sus alas de dragón. Como desde una altura inmensa, vio el círculo de piedra en Colina Helada, el pantano abajo como un pedazo roto de vidrio sucio y la pequeña casa de piedra como una crisálida, abierta para dejar salir a la mariposa que había dormido adentro. Dijo:
No tengo el poder para cambiar mi esencia.
Yo sí, murmuró la voz entre las visiones de su mente. Tienes la fuerza para ser dragón cuando hayas aceptado esa forma. La sentí en ti cuando luchamos. Estaba furioso entonces porque me vencía un ser humano. Pero tú puedes ser más que humana.
Ella meneó la cabeza mientras miraba hacia arriba al esplendor oscuro de la forma angulosa del dragón.
No me pondré así en tu poder, Morkeleb. No puedo dejar mi forma sin tu ayuda ni podría después volver a ella. No me tientes.
¿Tentarte?, dijo la voz de Morkeleb. No hay tentación que venga de fuera del corazón. Y en cuanto a volver…, ¿qué eres como humana, Jenny Waynest? Despreciable, quejosa, como todos los tuyos una esclava del tiempo que pudre al cuerpo antes de que la mente haya podido ver otra cosa que una sola flor de todas las colinas del Cosmos. Para ser maga debes ser maga y veo en tu mente que luchas por el tiempo para hacer aunque sea eso. Para ser dragón…
—Para ser dragón —dijo ella en voz alta, para obligar a su mente a escuchar—, sólo tengo que darte el control a ti. No me perderé de esa forma en la mente de un dragón y la magia de un dragón. No conseguirás que te deje ir de ese modo.
Sintió que la fuerza presionaba contra las puertas cerradas de su mente, luego se aflojó y oyó el crujido acerado de las escamas del dragón cuando su larga cola golpeó el pasto seco con rabia. Los bosques oscuros volvieron otra vez a sus ojos; las visiones extrañas se alejaron como la niebla que se afina ante el sol. La luz se iba con rapidez alrededor de los dos, todos los colores sangraban desde los helechos y los brezos dispersos. Y como si su negrura tomara los matices más suaves de la noche, el dragón era casi invisible ahora, su forma fundida en los hilos lechosos de niebla que habían empezado a velar los bosques y en las líneas negras, abruptas de las ramas muertas y los troncos quemados. En algún lugar del risco, sobre ella, Jenny oyó a Gareth que la llamaba.
Descubrió que estaba temblando, no sólo por el cansancio o por el frío penetrante que la envolvía. La necesidad en ella era terrible…, ser lo que siempre había querido ser, tener lo que siempre había querido desde que tenía catorce años, fea y maldita con su terrible necesidad. Había probado la fuerza del fuego del dragón y el gusto se dejaba ir, dulce, en su boca.
Puedo darte eso, dijo la voz en su mente.
Ella meneó la cabeza, esa vez con más violencia.
No. No traicionaré a mis amigos.
¿Amigos? ¿Los que te atan a la pequeñez por su propia conveniencia de mortales? ¿El hombre que te saca la esencia de tu alma porque quiere su cena? ¿Te aferras a esas pequeñas alegrías porque tienes miedo de probar las grandes, Jenny Waynest?
El dragón tenía razón cuando decía que no hay tentación que no venga del corazón. Ella sacudió el cabello sobre sus hombros y conjuró toda la fuerza que le quedaba contra la oscuridad salpicada de estrellas que parecía llamarla desde la médula de sus propios huesos.
Apártate de mí, le dijo al dragón. Vete y vuelve a las islas del norte que son tu hogar. Canta tus canciones a la roca de oro y a las ballenas y deja tranquilos para siempre a los hijos de los hombres y a los gnomos.
Como si hubiera golpeado un tronco negro que, al romperse, revelara el fuego vivo que guardaba dentro, volvió a sentir la onda de la rabia del dragón. Él retrocedió, el cuerpo arqueado contra el cielo que se desvanecía. El alambre y la seda oscura de sus alas temblaron cuando dijo:
Así sea entonces, mujer maga. Te dejo el oro de la Gruta…, toma lo que quieras. Mi canción está allí. Cuando llegue la vejez, la vejez cuyo hielo mortal ya has empezado a sentir en tus huesos, aprieta ese oro contra tu corazón y recuerda la oportunidad que perdiste.
Se alzó sobre su anca, la forma compacta de serpiente elevándose sobre ella mientras reunía a su alrededor el brillo de la magia en el aire. Alas negras se abrieron contra el cielo, amenazantes, y ella vio el brillo de obsidiana de sus costados, la suavidad de piel de bebé del vientre de terciopelo, todavía marcada por las bocas feas, arrugadas de las heridas del arpón. Luego se alejó hacia el cielo. El gran golpe de sus alas lo levantó. Ella sintió la magia que giraba a su alrededor, un remolino de hechizos, el rastro estrellado de un cometa invisible. Los últimos rayos de la luz del día tocaron sus alas cuando se elevó por encima de la sombra azul del acantilado. Luego, desapareció.
Jenny lo vio partir con el corazón desolado. Todo el bosque parecía cargado con el olor de la madera húmeda y quemada y el olor terrenal y sombrío del humo muerto. Se dio cuenta lentamente de que el borde de su falda estaba mojado. Había estado arrodillada sobre el sendero húmedo. Tenía las botas mojadas y los pies fríos. Un cansancio sin límites la arrastraba desde abajo por el esfuerzo que habían hecho sus músculos para detener los hechizos de Zyerne y también por las palabras que le había dicho el dragón después de que ella rechazara su oferta.
Como dragón, ya no habría podido dominarlo ni le habría interesado apartarlo de la Gruta. ¿Era por eso que le había ofrecido la libertad espléndida y aterrorizante de esa forma bella? Decían que los dragones no atrapaban con mentiras sino con la verdad y ella sabía que él había leído bien los deseos de su alma de maga.
—¿Jenny? —Un Gareth sucio, tiznado, llegó corriendo hasta ella por el sendero. A los oídos de Jenny, acostumbrados a la voz del dragón, la del muchacho sonaba metálica y falsa—. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado? Vi al dragón… —Se había sacado los anteojos y buscaba un lugar limpio en su camisa agujereada, gastada, para frotarlos; sin mucho éxito, claro. Contra la suciedad de su cara, los lentes habían dejado dos círculos blancos, como una máscara, en los cuales parpadeaban desnudos sus ojos grises.
Jenny meneó la cabeza. Se sentía cansada hasta las lágrimas, casi incapaz de hablar. Se puso a su lado cuando ella empezó a subir lentamente por el sendero de la Ladera.
—¿Zyerne ha escapado?
Ella lo miró, asustada. Después de lo que había pasado entre ella y Morkeleb, casi había olvidado a Zyerne.
—Se…, se fue. La eché. —Parecía haber sucedido hacía días.
—¿La echasteis? —jadeó Gareth, confundido.
Jenny asintió, demasiado cansada para explicar. Al pensar en eso de nuevo frunció el ceño mientras algo se movía en su mente. Pero sólo preguntó:
—¿Y tú?
Él apartó la vista y enrojeció de vergüenza. Parte de Jenny suspiró exasperada ante su estupidez, tan pequeña después de la fuerza de la seducción mayor del dragón; pero parte de ella recordó lo que era tener dieciocho años y ser presa de los deseos incontrolables del cuerpo. Tocó el brazo huesudo bajo la tela arrugada de la manga para consolarlo.
—Es un hechizo —dijo—. Nada más. Todos nos tentamos… —Apartó de ella el eco del recuerdo de las palabras del dragón—. Y lo que está enterrado muy abajo en nuestros corazones no es lo que debe usarse para juzgarnos, sino lo que hacemos con eso. Ella usa hechizos para atraerte, para dominarte como hace con tu padre.
—Lo sé. —Gareth suspiró y levantó el balde del suelo embarrado para hundirlo otra vez en el pozo. Se movía con dificultad, por la tensión en los músculos y por el esfuerzo, pero no se quejó como hubiera hecho hacía tiempo. Buscó la taza de lata en el borde del pozo y la hundió en el agua del balde para dársela a Jenny; percibió la humedad, como de hielo entre sus dedos.
Ella se dio cuenta con sorpresa de que no había comido ni bebido nada desde el desayuno. No había tenido tiempo y se sentía vieja y agotada cuando tomó la taza de manos de Gareth.
—¿La echasteis y nada más? —preguntó Gareth de nuevo—. ¿Y se fue? ¿No se convirtió en un halcón…?
—No. —Jenny levantó la vista mientras se daba cuenta de lo que le molestaba sobre los hechos de la tarde—. Morkeleb… —Se detuvo; no quería hablar de lo que le había ofrecido Morkeleb.
Pero aún así, pensó, no podría haber tomado la forma del dragón sin su ayuda. Los poderes de él habían entrado en los de ella, pero de todos modos seguía siendo una maga primitiva y pequeña. Y Zyerne…
—La vencí —dijo con lentitud—. Pero si puede cambiar de forma como tú dices…, si tiene ese tipo de fuerza…, no podría haberlo hecho, aunque mis poderes han crecido.
Estuvo a punto de decir: «aún con los poderes del dragón en mí», pero las palabras se trabaron en sus labios. Sentía los poderes moviéndose dentro de ella como un niño ajeno en el vientre del destino y trató de dejar de lado la idea de esos poderes y de lo que podían significar. Se llevó la taza a los labios pero se detuvo sin tomar el agua y miró de nuevo a Gareth.
—¿Has bebido algo de agua del pozo? —preguntó.
La miró, sorprendido.
—Todos estamos bebiendo de ella hace días —dijo.
—Esta noche, quiero decir.
Él miró a su alrededor en el claro y a sus propias mangas mojadas.
—He estado muy ocupado tirando agua. No he bebido —dijo—. ¿Por qué?
Ella pasó la mano por la boca de la taza. De la misma forma en que las cosas son visibles para un mago en la oscuridad, vio el brillo viscoso y verde en el agua.
—¿Está mala? —preguntó él preocupado—. ¿Cómo podéis daros cuenta?
Ella volcó la taza y el agua cayó al suelo.
—¿Dónde estaba Zyerne cuando llegaste al claro?
Él meneó la cabeza, sin entender.
—No me acuerdo. Fue como un sueño… —Miró a su alrededor, aunque Jenny sabía que el claro, empapado y pisoteado en la penumbra triste, parecía muy diferente del lugar suave de dulzura encantada que había hacía una hora. Finalmente dijo—: Creo que estaba sentada donde estáis vos ahora, sobre el borde del pozo.
Morkeleb había dicho: Creen que no puedo ver la muerte que mancha la carne. ¿Y era Dromar el que había dicho que era imposible envenenar a los dragones?
Jenny torció el cuerpo y movió las manos sobre la superficie del balde que había sacado Gareth. El hedor de la muerte subió hacia su rostro y ella retrocedió horrorizada, asqueada, como si el agua se hubiera convertido en sangre entre sus dedos.