11

Al amanecer, sintió que la mano de John se curvaba un poco, apretando la suya.

Hacía dos noches había formado los hechizos de muerte, tejiendo un aura de veneno y ruinas y los círculos de esos hechizos todavía yacían en la tierra en el extremo de la Ladera. No había dormido más que una hora la noche anterior a ésa, en algún lugar del camino a Bel, acurrucada entre los brazos de John. Ahora, el humo vagabundo del fuego no muy vivo era una mancha de seda gris en el aire pálido de la mañana y ella se sentía helada y extraña, como si le hubieran lijado la piel hasta dejar todos los nervios expuestos. Y sin embargo, estaba extrañamente tranquila.

Había hecho todo lo que podía, lenta, meticulosamente, paso por paso, siguiendo las instrucciones que recordaba de la señora Mab como si el cuerpo que conocía tan bien fuera el de un desconocido. Le había dado los filtros y las drogas como hacían los gnomos, mediante una aguja hueca clavada en las venas y había puesto cataplasmas en las heridas para sacar de ellas el veneno de la sangre del dragón. Había trazado las runas de curación donde las marcas de las heridas cortaban los senderos de la vida en el cuerpo de John, tocándolas con el nombre interior, el secreto de la esencia de su hombre entretejido en los hechizos. Lo había llamado con paciencia, muchas veces, con el nombre que conocía el alma de él, manteniendo su espíritu en su cuerpo con toda la fuerza de la magia que ella podía reunir, hasta que las drogas hicieran efecto.

No había esperado tener éxito. Cuando lo hizo, estaba tan exhausta que ya no sentía ni dolor ni alegría: era incapaz de pensar en nada que no friera el movimiento leve de la caja de esas costillas y esos ojos ennegrecidos que seguían las imágenes de los sueños de John.

Gareth dijo con suavidad:

—¿Se curará?

Y ella asintió. Miró al joven príncipe flaco que se agachaba a su lado, junto al fuego y le impresionó su silencio. Tal vez la cercanía de la muerte y el cansancio infinito de la noche lo habían puesto serio. Había pasado las horas de la noche calentando pacientemente piedras y poniéndolas alrededor del cuerpo de John como Jenny le había pedido que hiciera mientras ella recorría la Gruta…, una tarea aburrida y necesaria, a la que, ella estaba segura, debía el hecho de que John estuviera vivo cuando ella volvió del nido del dragón.

Lentamente, con los huesos lastimados y doloridos, Jenny se sacó el peso escarlata de la capa de John. Se sentía acabada y llena de dolor y sólo quería dormir. Pero se puso de pie; sabía que había algo más que debía hacer, mucho peor que todo lo que había hecho antes. Fue, tropezando, hasta su bolso de drogas y sacó las hojas castañas de tabat que siempre llevaba consigo, hojas secadas al sol para que tomaran la consistencia del cuero. Cortó dos en pedazos, se las puso en la boca y masticó.

La amargura retorcida de las hojas era suficiente en sí misma para despertarla, sin hablar de las otras propiedades. Ya las había masticado antes esa noche, contra el cansancio que había tratado de dominarla mientras trabajaba. Gareth la miró con miedo, la cara larga floja, débil, dentro del marco disperso de su cabello de puntas verdes y Jenny pensó que debía de estar tan cansado como ella. Líneas que antes habían existido sólo como trazos breves de expresiones pasajeras estaban ahora bien marcadas en su rostro, desde la nariz hasta los extremos de la boca y alrededor de los ojos cuando se sacó los anteojos rotos para frotarse los párpados…, líneas que se profundizarían y se fijarían en su madurez y su vejez. Jenny se pasó las manos por la nube suelta del cabello y se preguntó qué aspecto tenía su propia cara ahora y qué aspecto tendría después de que hiciera lo que sabía que debía hacer.

Empezó a poner las drogas dentro de la bolsa.

—¿Adónde vais?

Encontró una de las capas de John y la envolvió alrededor de su cuerpo, con los movimientos lentos por el cansancio. Sentía los tejidos agotados, usados, como un pedazo de tela gastado, pero la fuerza inquieta de las hojas de tabat ya corría por sus venas. Sabía que tendría que tener cuidado, porque el tabat era como un usurero; prestaba, pero tenía la costumbre de pedir devolución con intereses justo en el momento en que uno no podía darse el lujo de pagarle. El aire húmedo parecía frío en sus pulmones; tenía el alma aterida y confusa.

—A cumplir una promesa —dijo.

El muchacho la miró con recelo en sus ojos ansiosos grises mientras ella se ponía en el hombro el bolso una vez más y partía a través del silencio de la niebla de la ciudad ruinosa hacia las Puertas de la Gruta.

—¿Morkeleb?

La voz de Jenny se disipó como un hilo de bruma en la quietud de la Sala del Mercado. Afuera, el vapor y la sombra azul de la mañana cubrían el valle y la luz allí adentro era gris y enfermiza. Frente a ella, el dragón parecía un vestido de seda negra abandonado y su forma seguía siendo la misma sólo por los huesos. Un ala extendida, donde había caído después de las convulsiones la noche anterior; las largas antenas, flojas entre las cintas de la melena. En el aire todavía había un canto leve, un canto que llamaba al corazón de Jenny.

Le había dado el camino a través de la Gruta, pensó; lo que le debía era la vida de John. Trató de decirse que ésa era la única razón por la que ella no quería que esa belleza terrible muriera.

Su voz resonó entre las torres de marfil suspendido del techo.

—¡Morkeleb!

El murmullo cambió en la mente de Jenny, y supo que él la había oído. Una antena delicada, como de cangrejo, se movió de pronto. Los párpados de los ojos de plata se abrieron unos centímetros. Por primera vez, Jenny vio la delicadeza de esos párpados, manchados con suaves tintes de verde y violeta dentro de la negrura. Miró en las profundidades blancas que escondían en parte y tuvo miedo, pero no miedo por su cuerpo; sintió otra vez los vientos cruzados del presente debería y el futuro si acaso, levantándose a través de los abismos de la duda. Jenny llamó a la calma en ella, como llamaba a las nubes o los pájaros de los espinos y se sintió bastante sorprendida ante la firmeza de su propia voz.

—Dame tu nombre.

La vida se movió en él de nuevo, un calor de oro que Jenny sintió a través del canto en el aire. Furia y resistencia; resistencia amarga hasta el final.

—No puedo salvarte sin saber tu nombre —dijo ella—. Si te vas de los límites de tu carne, necesito algo para llamarte de nuevo. La rabia fundida surgió todavía a través de la debilidad y el dolor. Ella recordó a Caerdinn que le decía:

—Salva a un dragón, hazlo tu esclavo.

En aquel entonces, ella no conocía nadie que pudiera desear salvar la vida de una criatura como ésa ni la razón por la cual hacerlo pondría algo tan grande dentro del alcance del poder del salvador. Serpiente por la cabeza; por el cuello, caballo…

—¡Morkeleb! —Ella se adelantó, olvidando el miedo que le tenía, tal vez por la rabia y el miedo de que muriera, tal vez sólo por las hojas de tabat, y puso las manos pequeñas sobre la piel suave alrededor de los ojos. Las escamas allí eran más pequeñas que la punta de una aguja. La piel parecía seda seca bajo su mano, palpitante de vida cálida. Sintió otra vez esa sensación, mitad miedo, mitad respeto, la sensación que se siente al dar un paso por un camino que no debe transitarse, y se preguntó si no sería mejor y más sabio dar media vuelta y dejarlo morir. Sabía lo que era el dragón. Pero ahora que lo había tocado, ahora que había mirado en esos ojos de diamante, le hubiera resultado más fácil dejar su propia vida.

En el fulgor del canto dentro de su mente, una tonada sola pareció desprenderse del resto, como si el hilo que unía los nudos complejos de las muchas armonías hubiera tomado de pronto otro color. Ella lo reconoció enseguida en su totalidad, a partir de los pocos fragmentos truncados que Caerdinn había silbado para ella en un jardín un día de verano. La música misma era el nombre del dragón.

Se le escapaba entre los dedos, suave como cintas de seda; la cogió y empezó a trenzarla en sus hechizos, tejiéndola como una soga de cristal alrededor del alma moribunda del dragón. A través de las vueltas de la música, Jenny vio la entrada a las masas estrelladas, profundas de la mente interna del animal y de su corazón y bajo la luz temblorosa que había allí, le pareció ver los senderos que debía tomar para curar ese cuerpo.

Había traído con ella las drogas de la Gruta pero ahora se dio cuenta de que eran inútiles. Los dragones se curaban a sí mismos y uno a otro sólo a través de la mente. A veces, en las horas que siguieron, se sintió aterrorizada por esa curación; otras, sólo exhausta, agotada más allá de todo lo que hubiera experimentado o imaginado antes, hasta en la larga noche anterior. Su cansancio creció, inundó su cuerpo y su cerebro en una agonía cada vez mayor, mientras ella peleaba para arrastrar al otro lado de una barrera, la fuerza vasta, nebulosa que tiraba de ella hacia la otra fuerza por encima de esa misma frontera. No era lo que ella había pensado hacer, porque no tenía nada que ver con curar seres humanos o animales. Jenny conjuró las últimas reservas de su poder, cavando en busca de fuerzas olvidadas en la médula de los huesos para pelear por la vida del dragón y por la propia. Aferrarse a las cuerdas de esa vida enorme le robó toda su fortaleza y aún más; y en una especie de delirio, comprendió que si él moría, ella moriría con él, tan enredada estaba su esencia en las madejas estrelladas del alma del dragón. Alcanzó a ver algo del futuro, pequeño y claro como una imagen en su cristal redondo: si ella moría, John moriría el mismo día y Gareth duraría un poco menos de siete años, como un tronco seco ahuecado lentamente por los poderes pervertidos de Zyerne. Jenny volvió la vista y se aferró a la fuerza pequeña (pero firme como una roca) de lo que sabía: los hechizos del viejo Caerdinn y su propia meditación larga en la soledad de las piedras de Colina Helada.

Dos veces llamó a Morkeleb por su nombre, atando su música a los hechizos que había aprendido tan laboriosamente, runa por runa, esforzándose por quedar atada a su vida con el recuerdo de las cosas familiares: las formas de las hojas de las plantas, la genciana y la uña de perro, las huellas de la liebre sobre la nieve y las tonadas salvajes, vagabundas tocadas con la flauta de John en las noches de verano. Sintió la fuerza del dragón que se movía y el eco de su nombre que regresaba a ella.

No recordaba haber dormido después. Pero se despertó con el calor de la luz del sol sobre el cabello. A través de las puertas abiertas de la Gruta, veía la cara amenazante de los acantilados manchados de oro y cinabrio por la luz inclinada de la tarde. Volvió la cabeza y vio que el dragón se había movido y dormía también, las grandes alas plegadas otra vez y el mentón sobre las patas delanteras, como un perro. En las sombras, era casi invisible. Ella no veía si respiraba o no, pero se preguntó si alguna vez lo había hecho. ¿Respiraban los dragones?

La inundó una quietud especial que la tapó como arena fina como la seda. Lo último que quedaba de las hojas de tabat se había quemado en sus venas y ese cansancio se agregaba al resto. Limada, seca, consumida, sólo quería dormir otra vez, hora tras hora, días si era posible.

Pero sabía que no podía hacerlo. Había salvado a Morkeleb, pero no se engañaba creyendo que eso le permitiría dormir a salvo en su presencia, una vez que él hubiera recuperado algo de su fuerza. Rió con un hilo distante de humor ante sí misma; Ian y Adric, pensó, se jactarían ante todos los niños de la aldea diciendo que su madre podía dormir en el nido de un dragón…, eso, si es que alguna vez regresaba para contárselo. Los huesos le dolían con el más mínimo movimiento. El peso de la ropa y el cabello colgaban de ella como una cota de malla cuando se puso de pie.

Se tambaleó hasta las Puertas y se quedó allí de pie, un instante, recostada contra el granito cortado y primitivo del vasto pilar; la libertad del aire seco, vivo, le tocó la cara. Volvió la cabeza, miró de nuevo sobre su hombro y encontró los ojos abiertos del dragón. Esas profundidades miraron las suyas un segundo, flores cristalinas de blanco y plata, como pozos brillantes de rabia y odio. Luego, se cerraron de nuevo. Ella salió de las sombras hacia el fulgor de la tarde.

Tenía el cuerpo y la mente entumecidas mientras caminaba de vuelta a través de Grutas. Todo parecía extraño y cambiado; la sombra de cada piedra y cada maleza, una cosa de significado nuevo y desconocido para ella, como si durante años hubiera caminado casi a ciegas y sólo ahora se diera cuenta. Al norte de la ciudad, trepó por las rocas hasta los tanques de agua, lagunas profundas y negras cortadas sobre los huesos de la montaña, con el sol brillante sobre sus superficies opacas. Se desnudó y nadó aunque el agua estaba muy fría. Después se quedó tendida largo rato sobre su ropa extendida, soñando quién sabe qué. El viento rozó su espalda y sus piernas desnudas como pequeñas huellas de pasos y el baile del sol cambió en la laguna cuando las sombras se arrastraron sobre el agua negra. Jenny sintió que le hubiera gustado llorar pero estaba demasiado cansada para eso.

Al cabo de un rato, se levantó, se vistió de nuevo y volvió al campamento. Gareth estaba dormido, sentado con las rodillas recogidas y la cara apoyada sobre los brazos cruzados, cerca de las cenizas brillantes del fuego.

Se arrodilló junto a John y le tocó las manos y la cara. Parecían más tibios aunque no detectaba nada de sangre superficial bajo la piel leve, rubia. Sin embargo, las cejas y el montón rojizo de la barba ya no parecían tan oscuros. Se tendió a su lado, el cuerpo contra el del hombre debajo de las mantas y se durmió.

En la calidez adormecida del despertar, Jenny oyó murmurar a John:

—Creí que eras tú que me llamabas. —Su aliento era sólo un toque leve contra el cabello de ella. Jenny parpadeó y terminó de despertarse. La luz había cambiado de nuevo. Venía el alba.

—¿Qué? —dijo ella y se sentó, sacudiéndose el pelo de la cara. Todavía se sentía mortalmente cansada pero estaba hambrienta. Gareth estaba de rodillas junto al fuego, despeinado y sin afeitar con los anteojos resbalando por la punta de la nariz, haciendo tortas en la sartén. Ella notó que se las arreglaba mejor de lo que había podido John en toda su vida.

—Pensaba que nunca ibais a despertaros —dijo Gareth.

—Yo también lo pensaba, héroe —murmuró John. Su voz estaba demasiado débil para llegar muy lejos, pero Jenny la oyó y sonrió.

Se puso de pie con esfuerzo, volvió a subirse la falda sobre la camisa arrugada, ató el jubón y se colocó las botas mientras Gareth ponía agua a hervir sobre los carbones para el café, un trago negro y amargo muy popular en la corte. Mientras el muchacho buscaba más agua del arroyo en los bosques más allá de la destruida casa de la fuente, Jenny cogió algo de agua hervida para renovar las cataplasmas de John y bendijo la simplicidad de las curaciones de los seres humanos; el olor de las hierbas pronto llenó el pequeño claro entre las ruinas con el aroma cálido, extraño del trago negro. John se durmió de nuevo, incluso antes de que Jenny hubiera terminado con el vendaje, pero Gareth buscó algunos panes y miel y se sentó con Jenny junto al fuego del desayuno.

—No sabía qué hacer, os fuisteis tanto tiempo —dijo él con la boca llena de torta—. Pensé en seguiros, que tal vez necesitabais ayuda, pero no quería dejar a John solo. Además —agregó con una sonrisa picara—, nunca me las he arreglado para rescataros de nada hasta ahora.

Jenny rió y dijo:

—Hiciste bien.

—¿Y la promesa?

—La cumplí.

Él dejó escapar el aliento con un suspiro e inclinó la cabeza como si se hubiera librado de un gran peso. Después de un rato, dijo con timidez:

—Mientras os esperaba, hice una canción…, una balada. Sobre la muerte de Morkeleb, el Dragón Negro de la Pared de Nast. No es muy buena…

—No sirve —dijo Jenny con lentitud, y se lamió la miel de los dedos—. Morkeleb no está muerto.

Él la miró con los ojos muy abiertos, como aquella vez en que John le había dicho que había matado al Dragón Dorado de Wyr con un hacha.

—Pero pensé…, ¿la promesa no fue a John…, de matarlo si… si John no podía?

Ella meneó la cabeza y la nube oscura de su cabello se enredó en el vellón sucio del cuello de su chaqueta.

—Mi promesa fue a Morkeleb —dijo—, y le prometí que lo curaría.

Se puso de pie y caminó hasta donde estaba John, dejando atrás a Gareth que la miraba con una sorpresa incrédula, espantada.

Pasó un día antes de que Jenny volviera a la Gruta. Se quedó cerca del campamento, cuidando a John y lavando la ropa…, una tarea mundana pero necesaria. Para su sorpresa, Gareth le ayudó trayendo agua del arroyo sin hablar demasiado. Sabiendo que necesitaría su fuerza, Jenny durmió mucho pero sus sueños fueron inquietantes. Sus horas de vigilia estaban cargadas de la sensación de que la vigilaban. Se dijo a sí misma que eso era sólo porque Morkeleb, al despertar, debía de haber extendido su conciencia por el valle y probablemente sabía donde estaban, pero un cierto conocimiento extraño que había adquirido en los laberintos de la mente del dragón no le permitía creerlo del todo.

Se daba cuenta de que Gareth también la vigilaba, sobre todo cuando creía que ella no se daba cuenta.

También notaba otras cosas. Nunca había sido tan consciente de los caminos y las vueltas del viento y de las actividades insignificantes de los animales en los bosques que la rodeaban. Se encontró presa de contemplaciones extrañas y de un raro conocimiento de cosas antes insospechadas: cómo crecían las nubes y por qué el viento corría como lo hace, cómo saben los pájaros el camino al sur y por qué, en algunos lugares del mundo, en cierto momento, pueden oírse voces que hablan con claridad en el aire vacío. Le hubiera gustado creer que esos cambios la asustaban porque no los comprendía, pero lo cierto era que la razón de su miedo era que los entendía.

Mientras dormía por la tarde, oyó que Gareth le hablaba de eso a John y los vio y los escuchó a través de las profundidades de sus sueños alterados.

—Ella lo curó —oyó murmurar a Gareth y era consciente del príncipe en cuclillas junto a la cama de pieles de oso y capas en la que yacía John—. Creo que le prometió hacerlo a cambio de que él la dejara pasar para buscar las drogas.

John suspiró y movió un poco una mano vendada sobre su pecho.

—Tal vez hubiera sido mejor que me dejara morir.

—¿Creéis…? —Gareth tragó saliva, nervioso y echó una mirada hacia Jenny como si supiera que aún dormida, ella lo oía—. ¿Creéis que la ha hechizado?

John se quedó callado por un momento, mirando los abismos de cielo sobre el valle y pensando. Aunque el aire estaba quieto abajo, grandes vientos desgarraban la atmósfera por encima, reuniendo enormes masas de nubes grises como el carbón, cegadoramente blancas, contra los flancos flacos de las montañas. Finalmente, dijo:

—Creo que si hubiera otra mente controlando la suya, yo me daría cuenta. O me gusta halagarme pensando así. Dicen que nunca hay que mirar a los ojos de un dragón para que no pueda realizar sus hechizos. Pero ella es fuerte.

Volvió la cabeza un poco y miró el lugar en que estaba tendida Jenny, tratando de enfocarla con sus ojos miopes y castaños. La piel desnuda a los lados de los vendajes de sus brazos y pecho estaba lívida de golpes y sembrada de pequeñas cicatrices donde los eslabones quebrados de la cota de malla se habían arrastrado sobre ella.

—Cuando soñaba con ella, no parecía lo mismo que estando despierta. Cuando deliraba, soñé con ella…, y era como si ahora fuera más ella misma, no menos. —Suspiró y miró a Gareth—. Antes estaba celoso de ella, ¿sabes? No de otro hombre, sino celoso de ella misma, de esa parte de ella que no me daría nunca…, aunque sabe Dios para qué lo quería yo entonces. ¿Quién fue el que dijo que los celos son el único vicio que no da ningún placer? Pero eso fue lo primero que tuve que aprender sobre ella y tal vez lo más difícil que haya aprendido jamás sobre cualquier cosa…: que ella es de ella misma y que lo que me da, me lo da porque quiere dármelo y por lo tanto es más precioso. A veces, una mariposa viene a sentarse en tu mano abierta pero si la cierras, de una forma o de otra, la mariposa…, y su decisión de estar allí, se van.

Desde allí, Jenny se dejó ir a sueños más profundos, sueños de la oscuridad terrible de Ylferdun y de la magia profunda que había sentido agazapada en los Lugares de Curación. Como si hubiera una gran distancia, vio a sus hijos, sus niños, a quienes nunca había querido concebir y había dado a luz sólo para John, pero a quienes amaba de una manera inquieta, sin quererlo y con un corazón desesperadamente dividido. Con su vista de maga, los veía sentados en su cama con cortinas en la oscuridad mientras el viento arrojaba nieve contra las paredes de la torre; no dormían, se contaban cuentos sobre la forma en que su padre y su madre matarían al dragón y volverían con caravanas y caravanas de oro.

Se despertó cuando el sol había bajado tres cuartos en el cielo hacia la cresta aguda del acantilado. El viento había cambiado; ahora todo el valle olía a nieve y a agujas de pino de las altas laderas. El aire en las sombras inclinadas y cambiantes era frío y húmedo.

John estaba dormido, envuelto en todas las mantas y capas del campamento. Se oía la voz de Gareth en los bosques cerca de la pequeña fuente de piedra, cantando tonadas desafinadas y románticas sobre la pasión, para placer de los caballos. Jenny se movió en su silencio habitual. Se ató el jubón, se puso las botas y la chaqueta de cuero de oveja. Pensó en comer algo pero decidió que no. La comida quebraría su concentración y sentía que necesitaba cada hilo de fuerza y capacidad que pudiera reunir para estar alerta.

Se detuvo por un momento y miró a su alrededor. La vieja sensación desagradable de que la vigilaban volvió a ella, como si una mano le tocara el codo. Pero también sentía el tintineo leve del poder de Morkeleb en la parte posterior de su mente y sabía que la fuerza del dragón volvía mucho más rápidamente que la del hombre al que casi había matado.

Tendría que actuar y actuar ahora y la idea le llenaba de miedo.

Salva a un dragón, hazlo tu esclavo —había dicho Caerdinn. Jenny era consciente ahora de la pequeñez de sus propios poderes y eso la aterrorizaba, sobre todo porque sabía contra qué tendría que medirlos. O sea que al final así era como había pagado por el amor de John, se dijo, con ironía. Lo había pagado con una batalla que no podía esperar ganar. Involuntariamente, otra parte de ella pensó que al menos no era la vida de John sino la de ella misma la que estaría en juego y meneó la cabeza maravillada por las tonterías del amor. Con razón siempre se advertía a los poderosos contra el amor, pensó.

Y en cuanto al dragón, tenía la sensación, casi el instinto, de lo que debía hacer, una sensación extraña a ella y sin embargo, terriblemente clara. Le latía el corazón cuando eligió una capa zaparrastrosa de la pila bajo la cual yacía John. Las brisas leves jugaron con los bordes cuando se la colocó sobre los hombros; sus colores se desvanecieron entre los tonos mudos de la maleza y la piedra cuando caminó en silencio hasta el borde de la Ladera una vez más y tomó el sendero que llevaba a la Gruta.

Morkeleb ya no estaba en la Sala del Mercado. Jenny siguió su olor a través de las puertas interiores macizas y a lo largo del Gran Pasaje, un olor que era acre pero no desagradable, muy distinto del hedor ardiente y metálico de sus venenos. Los ecos leves de los pasos de la maga eran como agua lejana que goteara silenciosa en las bóvedas del pasaje. Sabía que Morkeleb los oiría, sentado sobre su oro en la oscuridad. Pensó que hasta oiría el latido de su corazón.

Como había dicho Dromar, el dragón tenía su nido en el Templo de Sarmendes, unos cientos de metros abajo por el pasaje. El Templo había sido construido para los hijos de los hombres y por lo tanto lo habían tallado en forma de habitación y no de cueva. Desde las puertas recamadas de oro y marfil, Jenny miró a su alrededor; sus ojos perforaron la oscuridad absoluta y vieron cómo las estalagmitas que se elevaban desde el suelo habían sido talladas como pilares y cómo se habían construido paredes para disimular la forma irregular de la roca original de la caverna. El suelo estaba alisado en un solo nivel; la estatua del dios, con su lira y su arco, había sido esculpida en mármol en las canteras reales de Istmark, al igual que el altar con sus guirnaldas talladas. Pero nada de eso podía ocultar el tamaño del lugar, ni la grandeza enorme, irregular de sus proporciones. Sobre esas paredes clásicamente modestas se arqueaba el techo, un laberinto de cristal y sinter que ponía al lugar la marca de algo fabricado por la naturaleza y tímidamente convertido en hogar por el hombre.

El olor del dragón era más espeso, aunque estaba limpio de podredumbre y basura. En su lugar, el suelo estaba lleno de oro, todo el oro de la Gruta, platos, vasijas sagradas, relicarios de santos y semidioses olvidados amontonados entre los pilares y alrededor de las estatuas; pequeños envases cosméticos que olían a bálsamo, candelabros con temblores de perlas que pendían como hojas de álamo en el viento de la primavera, tazas con bordes que brillaban con el fuego oscuro de las joyas, una estatua votiva de Salernesse, Señora de las Bestias, de un metro de alto y en oro macizo… Todas las cosas que los gnomos o los hombres habían fabricado en ese metal suave y brillante habían llegado hasta aquí desde los túneles más lejanos de la Gruta. El suelo era como una playa con las monedas envueltas que se habían desparramado desde los bolsos desgarrados y a través de todo eso, se veía el brillo de la oscuridad del suelo como agua reunida en pozos sobre la arena.

Morkeleb estaba tendido sobre el oro, las vastas alas plegadas a los costados del cuerpo, las puntas cruzadas sobre la cola, negro como el carbón y casi brillante, los ojos de cristal como lámparas en la oscuridad. El canto dulce, terrible, que Jenny había sentido con tanta fuerza había desaparecido, pero el aire vibraba alrededor del dragón con música inaudible.

—Morkeleb —dijo ella con suavidad y la palabra murmuró de vuelta hacia ella desde la selva de espinas brillantes por encima de su cabeza. Jenny sintió los ojos de plata sobre ella y buscó, a tientas, en el laberinto negro de esa mente.

¿Por qué oro?, preguntó. ¿Por qué los dragones desean el oro de los hombres?

No era lo que había pensado decirle y sintió que algo más se movía por debajo del enojo enroscado y los recelos del dragón.

¿Te parece que es asunto tuyo, mujer maga?

¿Asunto mío me dices, a mí que volví aquí para salvarte la vida? Hubiera sido mejor para mí y para ti que te dejara morir.

¿Por qué volviste entonces?

Había dos respuestas. La que ella le dio fue:

Porque quedó entendido que si tú me dabas el camino hasta el corazón de la Gruta, yo te curaría y te daría la vida. Pero en esa curación, tú me diste tu nombre, Morkeleb el Negro.

Y el nombre que dijo en su mente era la cinta de música que era el verdadero nombre del dragón, su esencia; y vio que él se encogía al oírlo.

Dicen: «Salva un dragón, hazlo tu esclavo, y por tu nombre harás lo que yo te pida».

La onda de furia contra ella fue como una ola oscura y a lo largo de los flancos del dragón las escalas afiladas como cuchillos se levantaron un poco, como el pelo de un perro que se eriza. Alrededor de ellos en la negrura del Templo, el oro parecía susurrar, llevando en él la colina de la rabia del dragón.

Soy Morkeleb el Negro. No soy ni seré esclavo de nada ni de nadie, y menos que nada de una mujer humana, sea maga o no. Yo no cumplo los deseos de nadie, sólo los míos.

El peso amargo de los pensamientos extraños cayó sobre Jenny, con más fuerza que la oscuridad. Pero los ojos de ella eran los ojos de un mago, ojos que veían en la oscuridad; su mente tenía un tipo de fulgor iluminado que no había estado allí antes. No le tenía miedo ahora; una fuerza extraña que no había sabido que poseía se movía en su interior. Murmuró la magia del nombre del dragón como hubiera formado las notas sobre su arpa, en toda su complejidad de nudos, y lo vio encogerse un poco otra vez. Sus garras afiladas como navajas se movieron un poco sobre el oro.

Por tu nombre, Morkeleb el Negro, repitió ella, harás lo que yo te pida. Y por tu nombre, te digo que no harás daño alguno, ni a John Aversin ni al príncipe Gareth, ni a ningún ser humano mientras estés en el sur. Cuando estés fuerte para emprender el viaje, dejarás este lugar y volverás a tu hogar.

La ira se desprendió de las escamas como un calor y se reflejó de nuevo hacia él sobre el oro lleno de murmullos. Jenny sintió en ella el orgullo de hierro de los dragones y su desprecio hacia la humanidad y también el dolor furioso de Morkeleb al verse separado del tesoro que había conquistado hacía tan poco. Durante un momento, las almas de los dos se encontraron y se trabaron en lucha, retorciéndose juntas como serpientes que pelean por el triunfo. La marea de su nueva fuerza creció en Jenny, más grande y más segura cada vez, como si sacara vida del combate mismo. El terror y la excitación la inundaron como las hojas de tabat, sólo que esto era mucho más fuerte, y dejó de lado la preocupación por las limitaciones de su cuerpo y peleó contra el dragón mente contra mente, retorciendo la cadena brillante de su nombre verdadero.

Sintió el flujo de su rabia venenosa pero no lo dejó ir.

Si me matas, te arrastraré conmigo hacia la muerte, pensó ella. Porque aunque me muera no soltaré tu nombre.

La fuerza que estaba quebrando los tendones de la mente de Jenny retrocedió pero los ojos del dragón seguían fijos en los de ella. Los pensamientos de Jenny se inundaron de imágenes y recuerdos a medias, como las visiones del corazón de la Gruta; cosas que no comprendía, cosas terroríficas, perturbadoras en su cualidad de ajenas. Sintió el vértigo descendente del vuelo en la oscuridad; vio montañas negras que hacían sombras dobles, desiertos rojos que el viento no tocaba desde los comienzos del tiempo, desiertos habitados por arañas de cristal que vivían de la sal. Eran recuerdos de un dragón, recuerdos que la confundían, la llevaban hacia un lugar donde la mente de él se cerraría sobre la de ella como una trampa, y ella se aferró con fuerza a las cosas de su propia vida que conocía bien y a su recuerdo de la música del viejo Caerdinn, que silbaba la tonada inconclusa del nombre verdadero de Morkeleb. En esa tonada enroscó sus propios hechizos de agotamiento y rendición, mezclándolos con el ritmo del corazón del dragón, ese ritmo que había aprendido tan bien en la curación. Así sintió una vez más que la mente de él se retiraba de la suya.

La rabia del animal era como la amenaza del cielo tormentoso que se agolpaba alrededor de Jenny; él se alzaba junto a ella, amenazante, como una nube que lleva el rayo en su seno. Luego, sin aviso, la atacó como una víbora, una garra de huesos finos levantada para golpearla.

No lo hará, se dijo ella mientras el corazón se le encogía de terror y todos sus músculos luchaban por emprender la huida… No podría atacarla porque ella tenía su nombre y él lo sabía… Lo había salvado; tenía que obedecerla… La mente de Jenny se aferró a la música del nombre cuando las garras descendieron. El viento del ataque le movió el cabello y las hojas de sable pasaron a menos de medio metro de su cara. Ojos blancos la miraron, muy abiertos, brillantes de odio, la rabia del dragón golpeó contra ella como una tormenta.

Luego, él se acomodó de nuevo lentamente sobre su cama de oro. El olor de su derrota en el aire era como el de la madera llena de gusanos.

Preferiste darme tu nombre antes que morir, Morkeleb.

Jenny tocó la música de su nombre como un glissando y sintió cómo el poder cada vez más grande que había en ella murmuraba en el oro contra el poder de él.

Te irás de estas tierras y no volverás.

Durante un momento más, sintió su rabia, su rencor y la furia de su orgullo humillado. Pero había algo más en el brillo congelado y precioso de su mirada, la idea de que no podía despreciar a esa mujer. Dijo con calma:

¿No entiendes?

Jenny meneó la cabeza. Miró a su alrededor otra vez en el templo, los arcos oscuros apilados hasta muy arriba con más oro del que ella hubiera visto nunca antes, un tesoro más fabuloso que cualquier otro en la tierra. Habría comprado todo Bel y las almas de la mayoría de los hombres que vivían allí. Pero tal vez porque ella no sentía mucha atracción hacia el oro, tuvo que preguntar de nuevo.

¿Por qué oro, Morkeleb? ¿Fue el oro el que te trajo aquí?

Él bajó la cabeza de nuevo y la puso entre las patas, y alrededor de ellos el oro vibró con el murmullo del nombre del dragón.

Fue el oro y los sueños del oro, dijo. Me sentía insatisfecho con todo; el deseo crecía en mí cuando dormía. ¿No comprendes, mujer maga, el amor que sienten los dragones por el oro?

Ella volvió a menear la cabeza.

Sólo que lo desean, como los hombres.

Una luz rosada y roja bordeó las ventanas de la nariz del dragón cuando estornudó con desprecio.

Los hombres… dijo con suavidad. No entienden el oro; no entienden lo que hay en él y lo que puede llegar a ser. Ven aquí, mujer maga. Pon tu mano sobre mí y escucha con mi mente.

Ella dudó. Pensaba que podía ser una trampa, pero su curiosidad de maga la llevó hacia delante. Caminó sobre las pilas irregulares, frías de anillos, platos y candelabros para poner la mano de nuevo sobre la piel, debajo del gran ojo del dragón. Como antes, era cálida, nada parecida a la piel de un reptil y suave como la seda. La mente de él tocó la de ella como una mano firme en la oscuridad.

En miles de voces susurrantes, oyó cómo el oro recogía la música del nombre del dragón. Los matices fundidos del pensamiento se magnificaron y se hicieron más ricos, distintos, como perfumes sutiles perforaron su corazón con belleza. A Jenny le pareció que podía identificar cada pieza de oro dentro de esa cámara enorme por su sonido separado y diferente y oír la curva armónica de una vasija, las voces dulces de cada una de las monedas, de cada hebilla y el tintineo dulce encerrado en el corazón de cristal de cada joya.

Su mente, en contacto con la del dragón, se dobló de placer y casi de dolor por la caricia de esa dulzura impresionante mientras los ecos le despertaban resonancias y respuestas. Recuerdos de crepúsculos color paloma en la colina que era su hogar la llamaron con la alegría profunda de las noches de invierno pasadas sobre las pieles de oso frente al fuego de Fuerte Alyn, con John y sus hijos a su lado. Una felicidad sin nombre la recorrió de punta a punta quebrando las defensas de su corazón mientras la intensidad de la música crecía y sabía que Morkeleb sentía lo mismo en las profundidades quiméricas de su mente.

Cuando la música se desvaneció, se dio cuenta de que había cerrado los ojos y tenía las mejillas llenas de lágrimas. Miró a su alrededor y aunque la habitación estaba tan negra como antes, pensó que el recuerdo de la canción del dragón estaba en el oro todavía y que una leve luminosidad permanecía en el metal a pesar del silencio.

Después de un momento, dijo:

Es por eso que los hombres dicen que el oro de un dragón está envenenado. Y otros dicen que trae suerte…, pero es que está cargado de deseos y de música, y hasta los tontos lo sienten en los dedos.

Así es, murmuró la voz del dragón en su mente.

Pero los dragones no pueden sacar el oro de la tierra, ni trabajarlo. Sólo los gnomos y los hijos de los hombres.

Somos como las ballenas que viven en el mar, dijo él, civilizaciones sin aparatos. Vivimos entre la roca y el cielo en nuestras islas en los océanos del norte. Hacemos el nido en piedras que tienen oro, pero es impuro. Sólo con el oro puro se puede hacer esta música. ¿Entiendes ahora?

Compartir ese conocimiento había quebrado algo entre los dos y ella ya no tenía miedo de él. Se sentó cerca de la curva huesuda de sus hombros y tomó una copa de oro del tesoro. Mientras le daba vueltas en sus manos, sintió que podría haberla reconocido entre otras doce idénticas. Su sonido era claro e individual en su mente; el eco de la música del dragón se aferraba a ella como el recuerdo de un perfume. Vio la precisión con que estaba formada la copa, depurada y muy pulida; las asas, pequeñas damas con guirnaldas torcidas en el cabello que caía como un arroyo sobre el cuerpo de la copa; microscópicamente finas, las flores podían reconocerse: eran lirios de esperanza y rosas de deseos satisfechos. Morkeleb había matado al dueño de esa taza, pensó Jenny para sí misma, sólo por la música increíble que podía hacer con el oro. Sin embargo, su amor por la música tenía tan poco que ver con la belleza de la música misma como el amor que Jenny sentía por sus hijos con el aspecto agradable y bien parecido de los dos (cualidad que sin duda alguna tenían, pensó ella).

¿Cómo supiste que esto estaba aquí?

¿Crees que nosotros, que vivimos cientos y cientos de años, no conocemos las idas y venidas de los hombres? ¿Dónde construyen sus ciudades y con quién comercian y en qué? Soy viejo, Jenny Waynest. Hasta entre los dragones, mi magia se considera grande. Nací antes de que viniéramos a este mundo; puedo oler el oro en los huesos de la tierra y seguir su camino por kilómetros, como tú sigues el agua subterránea con una rama de castaño. Las grietas de oro de la pared llegan a la superficie como los grandes salmones del norte que se elevan fuera del agua para desovar.

Las palabras del dragón hablaban en la mente de Jenny, y en la mente tuvo una visión breve, distante de la Tierra, como la veían los dragones, extendida como una alfombra moteada de púrpura y verde y castaño. Vio la piel verdinegra de los bosques de Wyr, las formas infinitamente delicadas, como de nube, de las copas de los altos robles, frágiles y llenas de hilos por el invierno, y vio cómo, hacia el norte, desaparecían y las reemplazaban los dientes primitivos, agudos de los pinos y los abetos. Vio las piedras grises y blancas de las desnudas Tierras de Invierno, manchadas de todos los colores del arco iris con líquenes y musgos en verano y vio cómo las formas grandes, relampagueantes de salmones de un metro de largo se movían bajo las aguas de los ríos, y bajo la sombra azul, deslumbrante, de las alas del dragón. Durante un instante, fue como si pudiera sentir el aire a su alrededor, agarrándola y sosteniéndola como el agua; sus corrientes y contracorrientes, sus cambios del calor al frío.

Luego, sintió que la mente de él se cerraba a su alrededor, como los dientes de una trampa. Durante un instante, se quedó encerrada en la oscuridad sofocante, una oscuridad que ni siquiera los ojos de un mago podían penetrar. El horror le aplastó. No podía moverse ni pensar; sentía sólo el placer ácido del dragón a su alrededor y debajo de ella, abriéndose de pronto, una desesperación sin fondo.

Luego, como le había enseñado Caerdinn, como había hecho al curar a John, como hacía siempre dentro de los límites de su magia pequeña, obligó a su mente a calmarse y empezó a trabajar runa por runa, nota por nota, concentrándose con toda su mente sólo en un elemento en particular. Sintió cómo la rabia del dragón la sofocaba como un mar caliente de noches pero abrió una grieta de luz allí como un martillo y dentro de esa grieta puso la música del nombre del dragón, convertida en espada por sus hechizos.

Sintió que la mente del dragón se encogía y se rendía. Entonces, pudo ver de nuevo y se encontró, sobre sus pies, entre pilas de oro que le llegaban hasta las rodillas con la enorme forma negra que retrocedía, furiosa por delante. Esta vez, ella no lo dejó ir: arrojó su propia rabia y su voluntad tras él, jugando con la música de su nombre y tejiéndolo en los fuegos que podían quemar su esencia.

Todos los hechizos de ruina y dolor que había puesto en el veneno inundaron su mente; pero, como la furia que había sentido ante los bandidos en el cruce de camino hacía ya tantas semanas, su rabia no tenía odio y no le ofrecía sostén para entrar en su mente. Él retrocedió, y la gran cabeza bajó hasta que las cintas de la melena barrieron las monedas con un tintineo deslizante.

Envuelta en una rabia de magia y fuego, Jenny dijo:

No me dominarás, Morkeleb el Negro…, ni con tu poder ni con tus trucos. Yo te salvé la vida y harás lo que te pida. Por tu nombre, te irás y no volverás al sur. ¿Me oyes?

Sintió que el dragón se resistía y puso toda su voluntad y su fuerza y sus nuevos poderes contra él.

Como el cuerpo de un luchador, sintió cómo la rabia oscura, sulfúrica, se deslizaba debajo de la presión de su voluntad; se alejó casi instintivamente y se encaró a él. Se agachaba contra la pared como una cobra vasta, negra como la tinta, con todas las escamas brillantes de rabia.

Ella lo oyó murmurar:

Te oigo, mujer maga.

Y oyó, en la voz fría, la resonancia no sólo de su furia enloquecida al verse humillado sino de la sorpresa que sentía por el hecho que ella hubiera podido hacerlo.

Jenny se volvió sin decir ni una palabra y salió del templo hacia la plaza de luz difusa que se abría en la habitación exterior de la Gruta, al final del Gran Pasaje, y hacia las Grandes Puertas más allá.