10

—¡No es posible que se esté muriendo! —Gareth terminó de poner un montón de ramas recién cortadas junto al fuego y se volvió hacia Jenny, con súplicas en los ojos. Como si ella, con el poder que quedaba en su mente paralizada, pudiera hacer verdad ese deseo, pensó Jenny.

Sin hablar, se inclinó para tocar la cara fría como el hielo del hombre que yacía cubierto con la capa y la piel de oso, bien cerca de las llamas temblorosas.

Había sabido que todo terminaría así cuando aceptó a John por primera vez. No debería haber cedido nunca a la travesura de esos ojos castaños. Debería haberlo alejado de ella y no ceder a esa parte débil de sí misma que murmuraba:

—Quiero un amigo.

Se puso de pie, se sacudió las faldas y se colocó la capa alrededor de la chaqueta de cuero de oveja. Gareth la miraba con ojos de perro asustado y herido; la siguió hacia el montón de paquetes al otro lado del fuego.

Ella podría haber tenido amantes. Siempre hay quien quiere dormir con una maga por la novedad o la suerte que dicen que trae. ¿Por qué lo había dejado quedarse hasta la mañana y había hablado con él como si no fuera un hombre y un enemigo que desviaría su alma a pesar de que ya entonces lo sabía? ¿Por qué le había dejado tocar su corazón tanto como su cuerpo?

La noche estaba inmóvil; el cielo, oscuro salvo por el disco blanco de la luna desmayada. Su luz fantasmal casi no delineaba los huesos rotos del pueblo vacío allá abajo. Un tronco se acomodó en el fuego moribundo; la chispa de luz tocó una mancha roja sobre los eslabones retorcidos de la cota de malla de John y brilló, pegajosa, sobre la palma de una mano abrasada. Jenny sintió que todo su cuerpo era una sola herida abierta de dolor.

Cambiamos lo que tocamos, pensó. ¿Por qué había dejado que él la cambiara? Ella había sido feliz, sola con su magia. La clave de la magia es magia…, debería haber cumplido con ese precepto desde el comienzo. Había sabido incluso en ese entonces que él era un hombre capaz de dar su vida por ayudar a otros, incluso a otros que no conocía.

Si hubiera esperado a Zyerne…

Alejó la idea de ella con violencia amarga, sabiendo que la magia de Zyerne podía haber salvado a John. Había querido llorar todo el día, no sólo de dolor sino también de rabia ante sí misma por todas las elecciones del pasado.

La voz de Gareth, débil y suplicante como la de un niño, quebró su círculo de odio a sí misma.

—¿No hay nada que podáis hacer?

—He hecho lo que puedo —replicó ella con cansancio—. Le lavé las heridas y las cerré y puse hechizos de curación sobre ellas. La sangre del dragón es un veneno en sus venas y ha perdido demasiada sangre propia.

—Pero tiene que haber algo… —En el brillo leve del fuego, ella se dio cuenta de que el muchacho había estado llorando. Ella tenía el alma fría ahora, y seca como la piel de John.

—Ya lo has preguntado siete veces desde que ha oscurecido —dijo—. Está más allá de mis habilidades…, más allá de los poderes de las drogas que tengo, más allá de mis poderes mágicos.

Trató de decírselo a ella misma: incluso si no lo hubiera amado, incluso si no le hubiera dado el tiempo que tenía para el estudio, habría sido así.

¿Habría podido salvarlo si no le hubiera dado todas esas horas; si hubiera pasado todas esas mañanas meditando entre las piedras en la soledad de la cumbre de la colina en lugar de estar hablando con él en su cama?

¿O sólo habría sido un poco más deprimente como persona, un poco más loca, un poco más como la peor parte de sí misma, un poco más como Caerdinn?

No lo sabía y el dolor era casi tan grande como el dolor de pensar que en realidad sí lo sabía.

Pero sólo tenía sus pequeños poderes, hechizos escritos de a una runa por vez, con paciencia, en un pensamiento que crecía lentamente. Detuvo su mente, la calmó como hacía cuando quería hacer magia, y se dio cuenta de que no podría curarlo. ¿Qué podía hacer por él entonces? ¿Qué había dicho Mab, al hablar de curaciones?

Se pasó las manos por el largo cabello, sacándoselo de la cara y el cuello. Le dolían los hombros entumecidos; no había dormido en dos noches y su cuerpo se resentía.

—Lo único que podemos hacer es seguir calentando piedras y ponerlas a su alrededor —dijo finalmente—. Tenemos que mantenerlo caliente.

Gareth tragó saliva y se rascó la nariz.

—¿Sólo eso?

—Por ahora, sí. Si parece un poco más fuerte por la mañana, tal vez podamos moverlo. —Pero sabía en su corazón que John no viviría hasta la mañana. Como el eco de un susurro, la visión del cuenco de agua volvió a ella, una pesadilla amarga de esperanza fallida.

Gareth se ofreció, tembloroso.

—Hay médicos en Halnath. Policarpio, en primer lugar.

—Y un ejército alrededor de sus muros. —La voz de Jenny sonaba fría en sus propios oídos—. Si todavía está vivo por la mañana… No quisiera que te arriesgaras a estar cerca de Zyerne una vez más, pero por la mañana creo que deberías montar a Martillo de Batalla y volver a Bel.

Gareth pareció asustarse ante la sola mención del nombre de Zyerne y ante la idea de tener que enfrentarse a ella solo, pero asintió. Jenny notó, interesada en una parte distante de su alma agotada, que después de haber buscado el heroísmo toda su vida, Gareth no retrocedía ante él aunque tal vez lo temía. Jenny siguió hablando.

—Ve a casa de los gnomos y busca a la señora Mab. Tal vez las drogas de los gnomos estén atrapadas en la Gruta pero… —La voz se interrumpió. Luego repitió en voz baja—: Las drogas de los gnomos.

Como agujas y alfileres sobre un miembro entumecido, con el dolor de la esperanza renovado como una onda súbita de agonía. Jenny murmuró:

—Gareth, ¿dónde están los mapas de John?

Gareth la miró parpadeando sin comprender, demasiado preocupado en ese momento con su miedo ante Zyerne para darse cuenta del sentido de las palabras de la maga. Luego pegó un salto, la esperanza llenó su rostro, y dejó escapar un grito que tal vez se oyó hasta Bel.

—¡Los Lugares de Curación! —gritó, le pasó los brazos por el cuello y la levantó del suelo—. ¡Lo sabía! —gritó, con toda su joven impertinencia—. ¡Sabía que vos podríais encontrar una forma! Podréis…

—No sabes nada. —Ella peleó para liberarse, enojada con él por expresar lo que ya estaba moviéndose en sus propias venas como un trago largo de coñac barato. Pasó corriendo junto al muchacho y casi voló hasta John, mientras Gareth, que se bamboleaba como un gran muñeco, empezaba a revolver el campamento en busca de los mapas.

Si había algo peor que el dolor de las desesperación, pensó Jenny, era el dolor de la esperanza. Al menos la desesperación descansa. Ahora el corazón le golpeaba como un martillo mientras quitaba de la frente de John el cabello rojizo, casi negro ahora contra la carne sin sangre. La mente de Jenny corría por delante, pensando en las drogas de las que había hablado Mab: líquidos destilados para detener y fortalecer el latido del corazón, que era casi un hilo ahora; ungüentos para curar la piel; y filtros para actuar contra el veneno y devolverle la sangre que había perdido. Habría libros de hechizos también, pensó ella, escondidos en los Lugares de Curación, palabras con las cuales atar el alma al cuerpo hasta que el cuerpo mismo pudiera recobrarse. Las encontraría, se dijo con desesperación, debía encontrarlas. Pero sabía lo que había en juego y el peso de ese conocimiento latía sobre su corazón como una piedra enorme. Durante un momento, se sintió tan cansada que casi deseó que John estuviera muerto porque entonces ya no tendría que seguir luchando y ya no habría la amenaza del fracaso.

Le tomó las manos heladas y se dejó ir un momento hacia las regiones exteriores del trance de curación mientras murmuraba el nombre interior de John. Pero era como si llamara en el extremo de una pendiente por la que él ya había bajado hacía ya mucho…: nadie contestó.

Pero había algo más. En su trance, llegó a oírlo, un toque suave de sonido que le retorció el corazón de miedo…, el roce de las escamas en la piedra, el temblor de una música extraña.

Abrió los ojos; descubrió que estaba temblando, que tenía frío.

El dragón estaba vivo.

—¿Jenny? —Gareth llegó, elegante, a su lado, las manos llenas de pedazos sucios de papiro quebrado—. Los he encontrado pero…, pero los Lugares de Curación no están aquí. —Tenía los ojos llenos de preocupación detrás de los anteojos torcidos, partidos—. He buscado…

Jenny se los quitó de las manos con dedos que temblaban. A la luz del fuego, logró distinguir pasajes, cavernas, ríos, todos marcados con la mano rúnica, fuerte, de Dromar y los lugares en blanco, sin marcas, sin nombres. Es asunto de los gnomos.

La furia la llenó por completo y arrojó los mapas al suelo.

—Maldito sea Dromar y todos sus secretos —murmuró con rabia—. ¡Claro! ¡Los Lugares de Curación son el corazón de la Gruta, eso por lo que todos ellos juran!

—Pero… —tartamudeó Gareth con debilidad—, pero ¿podéis encontrarlos de todos modos?

La furia se movió dentro del cuerpo de Jenny, furia de esperanzas no cumplidas, primero por el miedo y ahora por el empecinamiento de un gnomo. Furia, como roca líquida cayendo a través de las grietas del cansancio sobre su alma.

—¿En esa madriguera? —preguntó. Durante un momento, la rabia, el cansancio y la idea del dragón la dominaron, la desgarraron. Casi gritó para que el rayo quebrara la tierra.

Como Zyerne, se dijo a sí misma, luchando por calmarse. Cerró los puños, uno alrededor de otro y apretó los labios contra ellos mientras deseaba que pasaran el miedo y la rabia; cuando pasaron, no quedó nada. Era como si el grito no pronunciado hubiera quemado todo en ella y dejado sólo un pozo de calma oscura y antinatural, un universo de profundidad.

Gareth todavía la miraba, los ojos suplicantes. Ella dijo con calma:

—Tal vez. Mab habló del camino. Tal vez pueda encontrarle una lógica. —Mab también le había dicho que un paso en falso la condenaría a la muerte por hambre, vagando en la oscuridad.

Sabía lo que John le hubiera dicho como respuesta:

—Por la Abuela de Dios, Jen, el dragón te comerá antes de que puedas morirte de hambre.

Se puede confiar en John, pensó ella, para hacerme reír en un momento como éste.

Se puso de pie, con el frío en los huesos. Se sentía cien años más vieja. Caminó hacia los paquetes de nuevo. Gareth la siguió arrastrando los pies, envuelto en su capa carmesí para calentarse y hablando de una cosa y otra, al azar; encerrada en su extraño momento de calma, Jenny apenas lo escuchaba.

Sólo cuando ella se puso su gran bolso al hombro y levantó su alabarda, Gareth pareció sentir el silencio.

—Jenny —dijo dudoso, tomándola del borde de la capa—. Jenny, el dragón está muerto, ¿verdad? Quiero decir, ese veneno hizo efecto, ¿no? Tiene que ser así o no habríais podido sacar a John de allí dentro.

—No —dijo Jenny con calma. Se preguntó un poco sobre el silencio extraño que sentía en su interior; había tenido más miedo al escuchar a los Murmuradores en los bosques de Wyr que ahora, frente al dragón. Empezó a caminar hacia la oscuridad de las ruinas sombrías. Gareth corrió y la tomó por el brazo.

—Pero…, quiero decir…, ¿cuánto tiempo…?

Ella meneó la cabeza.

—Demasiado, seguramente demasiado.

—Puso la mano sobre la muñeca del muchacho para separarlo de ella. Ahora que había tomado una decisión, quería hacer lo que había pensado aunque sabía que no lo lograría. Gareth tragó saliva, la cara delgada preocupada y tensa en la leve luz rubí del fuego.

—Iré yo —se ofreció, temblando—. Decidme lo que tengo que buscar y yo…

Durante un instante, la risa amenazó con destruir la difícil decisión de Jenny…, no es que fuera a reírse de él sino de la galantería tonta que lo forzaba, como el héroe de una balada, a tomar el lugar de ella. Pero él no habría entendido que ella lo amaba por ese ofrecimiento a pesar de lo absurdo que era; y si se reía, empezaría a llorar y sabía que no podía darse el lujo de una debilidad como ésa. Así que se puso de puntillas y empujó los hombros de él hacia abajo para besarle la mejilla suave, delgada.

—Gracias, Gareth —murmuró—. Pero yo veo en la oscuridad y tú no, y sé lo que busco.

—En serio —insistió él, obviamente desgarrado entre el alivio, la comprensión de que en realidad, ella estaba más preparada para hacerlo, una vida entera de educación caballeresca y un deseo muy real de protegerla de cualquier daño.

—No —dijo ella con amabilidad—. Sólo cuida de que John esté caliente. Si no vuelvo… —La voz se le quebró con el conocimiento de lo que le esperaba…, la muerte en las garras del dragón o la muerte en los túneles. Puso fuerza en sus palabras—. Haz lo que te parezca mejor, pero no intentes moverlo demasiado pronto.

La recomendación era inútil y ella lo sabía. Trató de recordar las palabras de Mab sobre los laberintos oscuros de la Gruta y se le escaparon de la mente como escapa el agua de un puño crispado, dejando sólo el recuerdo de las ruedas brillantes de diamante, los ojos abiertos y vigilantes del dragón. Pero tenía que tranquilizar a Gareth; y mientras John respirara, sabía que nunca podría quedarse sin hacer nada en el campamento.

Apretó la mano de Gareth y se alejó de él. Se colocó bien la capa sobre los hombros, se volvió hacia los caminos sombríos del valle y hacia el bulto oscuro de la Pared de Nast que se alzaba, amenazante, contra un cielo bajo y negro. Lo último que vio de John fue el brillo del fuego moribundo que delineaba la forma de su nariz y sus labios contra la oscuridad.

Mucho antes de llegar a las Grandes Puertas de la Gruta, Jenny ya era consciente del canto. Mientras cruzaba las piedras escarchadas de las ruinas, desangradas de todo su color diurno por el agua débil de la luz de la luna, lo sentía allí, con ella: hambre, deseo y belleza que aterraba, más allá de su capacidad de comprensión. El canto interrumpía el cuidadoso rompecabezas que estaba tratando de armar con sus recuerdos fragmentarios de los comentarios de Mab sobre los Lugares de Curación, quebraba incluso sus temores por John. Parecía flotar a su alrededor en el aire y, sin embargo, sabía que sólo ella lo oía; le temblaba en los huesos hasta la punta de los dedos. Cuando se detuvo frente a las Puertas, con la negrura de la Sala del Mercado frente a ella y su propia sombra, una mancha difusa sobre los restos sucios, cubiertos de sangre del suelo, el canto era poderoso, casi infinito.

No había sonido, pero su ritmo hablaba a la sangre de Jenny. Imágenes trenzadas que ella no podía sentir del todo ni comprender por completo se retorcían en su conciencia: nudos de recuerdos, de oscuridad estrellada que el sol nunca había tocado, del cansancio gozoso de un amor físico cuyos modos y motivos eran extraños para ella, y de matemática y relaciones curiosas entre cosas que ella nunca había pensado en relacionar. Era más fuerte y muy distinto del canto que había llenado el barranco cuando el Dragón Dorado de Wyr yacía allí, moribundo. Había una fuerza en él, una fuerza apilada de años vividos en plenitud y de esquemas atrapados a través de abismos incognoscibles de tiempo.

El dragón era invisible en la oscuridad. Ella oyó el roce suave de sus escamas y adivinó que estaba acostado frente a las puertas interiores de la Sala del Mercado, las que llevaban al Gran Pasaje y luego a la Gruta. Luego, las lámparas plateadas de lo ojos del animal se abrieron y parecieron brillar suavemente en la luz reflejada de la luna y en la mente de Jenny el canto fluyó y fortaleció sus colores en el vórtice de un núcleo duro y blanco. En ese núcleo se formaron las palabras.

¿Has venido a buscar remedios, mujer maga? ¿O esa arma que llevas es algo que quieres creer suficiente para terminar lo que tus venenos hacen demasiado lentamente para tus deseos?

Las palabras eran casi imágenes, música y formas creadas tanto por el alma de Jenny como por la de él. Me dolerían, pensó ella, si las dejaran bajar demasiado.

—He venido a buscar remedios —contestó; la voz hizo un eco contra la piedra aflautada del techo lleno de puntas—. El poder de los Lugares de Curación tiene mucho renombre.

Lo sabía. Había un grupo de gnomos que cuidaba el lugar al que llevaban a todos los heridos. La puerta era baja, pero yo llegaba como un lobo que ataca un grupo de conejos. Comí durante muchos días, hasta que se fueron todos. También hacían venenos allí. Envenenaron los cadáveres, como si creyeran que yo no vería la muerte que manchaba la carne. Ese debe de ser el lugar que buscas.

Como el dragón hablaba parcialmente en imágenes, Jenny vio también los caminos oscuros hacia el lugar, como un sueño que se recuerda a medias en la mente. Su esperanza creció y fijó las imágenes en sus pensamientos…, fragmentos muy pequeños, pero tal vez suficientes como para servirle de alto.

Con su vista de maga, lo distinguía extendido frente a ella junto a las puertas en la oscuridad. Se había sacado los arpones de la garganta y el vientre y ahora yacían esparcidos alrededor con su sangre, en el barro de ceniza y suciedad del suelo. Las escamas puntiagudas de su espalda y sus costados estaban lacias ahora; las puntas brillaban levemente en el reflejo suave de la luna. Las cadenas pesadas de espinas que cuidaban su columna y las coyunturas de sus piernas todavía eran filosas como armas. Las alas enormes yacían plegadas con cuidado a lo largo de los costados y también esas coyunturas estaban armadas con espinas. La cabeza era lo que más fascinaba a Jenny, larga y delgada, parecida a la de un pájaro, la forma escondida bajo una máscara de placas de huesos. Desde esas placas crecía un manojo vasto de escamas parecidas a cintas, mezcladas con pedazos de cuero peludo y lo que parecían crecimientos de helechos y plumas; sus antenas largas, delicadas, con las puntas redondas, brillantes de agua, estaban apoyadas contra el suelo alrededor de su cabeza. Yacía como un perro, el mentón entre las patas delanteras; pero los ojos que quemaban los de Jenny eran los ojos de un mago que, al mismo tiempo, era un animal.

Haré un trato contigo, mujer maga.

Ella sabía, con premonición congelada pero nada de sorpresa, lo que él iba a ofrecerle y su corazón se aceleró, aunque no sabía si era por miedo o por una extraña esperanza. Dijo:

—No. —Pero sentía dentro de ella, como un deseo prohibido, la idea de impedir que muriera algo tan hermoso, tan poderoso. Él era el mal, se dijo sabiéndolo, creyéndolo en su corazón. Y sin embargo había algo en esos ojos plateados que la atraía, una canción de fuego negro y latente cuya música entendía.

El dragón movió un poco la cabeza sobre la curva poderosa de su cuello. La sangre cayó desde las cintas rotas de su melena.

¿Acaso crees que tú, aunque seas una maga que ve en la oscuridad, podrás encontrar los caminos de los gnomos?

Las imágenes que llenaron su mente eran de oscuridad, de laberintos húmedos e infinitos en el mundo bajo tierra. El corazón de Jenny pareció hundirse de miedo al verlos, al comprenderlos; las pocas imágenes del camino hacia los Lugares de Curación, las palabras fragmentarias de Mab, se convirtieron entre sus dedos en las piedrecitas con las que un niño cree que matará leones. Pero dijo:

—He hablado con uno de ellos sobre esos caminos.

Y, ¿te dijo la verdad? Los gnomos no tienen fama de decirla con respecto al corazón de la Gruta.

Jenny recordó los lugares vacíos en los mapas de Dromar. Pero replicó:

—Ni los dragones.

Por debajo del cansancio y el dolor, sintió cómo el dragón se divertía con su respuesta, como un jarrón de agua fría en el calor.

¿Qué es la verdad, mujer maga? La verdad que ven los dragones no es agradable a los ojos de los hombres a pesar de lo incómodamente comprensible que pueda ser para sus corazones. Tú lo sabes.

Jenny se dio cuenta de que él sabía que ella estaba fascinada. Los ojos de plata la atraían; la mente del dragón tocó la de ella, como un seductor tocaría su mano, y ella supo que comprendía que ella no se alejaría de ese roce. Hizo un esfuerzo para alejar sus pensamientos de él, se aferró a los recuerdos de John y de sus hijos contra el poder que la llamaba como un murmullo de la noche amorfa. Con un gran esfuerzo, arrancó sus ojos de los de él y se volvió para alejarse.

Mujer maga, ¿crees que ese hombre por el que arriesgas los huesos de tu cuerpo vivirá más que yo?

Ella se detuvo. La punta de sus botas tocaban el borde de la alfombra de luz de luna que yacía sobre el suelo empedrado. Luego, se volvió de nuevo para mirar al dragón, desesperada y desgarrada. La luz débil le mostró los charcos de sangre que se secaban sobre gran parte del suelo, el aspecto desmayado de la piel del dragón, y se dio cuenta de que la última pregunta había querido golpear su debilidad y su desesperación en un intento por cubrir las que él también sentía.

Dijo, con calma:

—Hay una posibilidad.

Sintió la rabia en el movimiento de la cabeza del dragón y el dolor que lo perforó al hacerlo.

Y ¿te atreverás a apostar a eso? ¿Apostarás a que, aunque los gnomos hayan dicho la verdad, serás capaz de seguir el camino correcto a través de sus madrigueras, espiral dentro de espiral, oscuridad dentro de oscuridad, hasta encontrar lo que necesitas a tiempo? Cúrame, mujer maga y te guiaré con mi mente, te mostraré el lugar que buscas.

Durante un tiempo, ella sólo miró el bulto largo de oscuridad brillante, la melena oscura de cintas ensangrentadas y los ojos como metal aceitado girando alrededor de la oscuridad eterna. El dragón era una maravilla que no se parecía a nada que ella hubiera visto, una sombra espinosa y suave desde las puntas agudas de las alas en la espalda hasta el pico de cuerno de su nariz. El Dragón Dorado que había matado John en las colinas de Wyr, barridas por el viento, había sido un ser de sol y fuego; éste era un fantasma de humo de la noche, negro y fuerte y viejo como el tiempo. Las espinas de su cabeza crecían hasta ser cuernos fantásticos y retorcidos, suaves y fríos como el acero; sus garras delanteras tenían la misma forma que las manos de un ser humano, salvo que había dos pulgares en lugar de uno. La voz que hablaba en la mente de Jenny era firme, pero ella veía cómo la debilidad arrastraba cada línea del gran cuerpo y sentía el temblor leve del último rastro de la fuerza que peleaba por seguir mostrando poder frente a ella.

Dijo, contra sí misma:

—No sé nada sobre curar dragones.

Los ojos plateados se estrecharon, como si ella le hubiera pedido algo que él no había pensado dar. Durante un momento, se miraron uno al otro, cubiertos por la oscuridad de la cueva. Ella era consciente de John y del tiempo…, a lo lejos, como algo urgente en un sueño. Pero dejó sus pensamientos en la criatura que yacía frente a ella y en la oscuridad salpicada de diamantes de esa mente extraña que luchaba con la suya.

Luego, de pronto, el cuerpo brillante tuvo una convulsión. Ella sintió, a través de los ojos de plata, el dolor que recorría las cuerdas de acero de los músculos del animal como un grito. Las alas se estiraron sin control, las garras se extendieron en un espasmo terrible mientras el veneno cambiaba de lugar en las venas. La voz en la mente de Jenny murmuró:

Ve.

Y en ese mismo momento, sus pensamientos se inundaron de recuerdos de un lugar en el que nunca había estado. Imágenes vagas llenaron su mente de una oscuridad tan vasta como la noche que había afuera, una oscuridad llena de una selva de árboles de piedra que murmuraban el eco de cada aliento, de estratos de roca de pocos metros de ancho cuyos techos se perdían en la oscuridad distante y de murmullos de agua infinita debajo de la roca. Sintió un vértigo de terror como en una pesadilla, pero también una extraña sensación de deja vu, como si ya hubiera recorrido ese camino.

Comprendió que era Morkeleb y no ella el que lo había hecho; las imágenes mostraban la ruta a los Lugares de Curación, el verdadero corazón de la Gruta.

El cuerpo espinoso y negro frente a ella se retorció en otro paroxismo de angustia, la gran cola golpeó como un látigo contra la roca de la pared. El dolor se veía ahora en los ojos de plata y el veneno carcomía la sangre del dragón. Luego, el cuerpo cayó, flojo, un ruido seco de cuernos y espinas como un esqueleto que cae sobre un piso de piedra y desde una gran distancia oyó murmurar de nuevo:

Ve.

Las escamas estaban alzadas como una manta de navajas en la agonía; temblando, se alisaron de nuevo a lo largo de los costados enflaquecidos. Jenny reunió su coraje y siguió adelante; sin darse tiempo para pensar lo que estaba haciendo, trepó sobre la colina del flanco de ébano, que le llegaba a la cintura y bloqueaba el camino hacia el Gran Túnel. La columna era como un cerco de espadas, que se elevaba, tieso, desde el flanco, y era muy difícil pisar sobre él. Jenny levantó su falda, puso una mano sobre un pilar de piedra de la puerta para sostenerse y saltó mal sobre las espinas, con miedo de que una nueva convulsión la arrojara entre las patas traseras.

Pero el dragón estaba quieto. Jenny sentía sólo los ecos de la mente del animal en la suya propia, como un brillo leve de luz lejana.

La oscuridad de la Gruta se extendía frente a ella.

Si pensaba en ellas, las visiones que había visto se retiraban de su mente. Pero descubrió que si se limitaba a caminar hacia delante, como si hubiera pasado antes por ese lugar, sus pies la llevaban solos. Recuerdos soñados le murmuraban sobre cosas que había visto pero a veces el ángulo de la visión era distinto, como si estuviera mirándolas desde arriba.

Los niveles superiores de la Gruta eran secos, tallados por los gnomos siguiendo los gustos de los seres humanos. El Gran Pasaje, de nueve metros de ancho y pavimentado con granito negro, gastado y erosionado por las huellas de incontables generaciones de pies, tenía las paredes cubiertas de piedra cortada para cubrir las irregularidades de la forma; había estatuas rotas que yacían como huesos esparcidos en la oscuridad y daban testimonio del aspecto clásico del lugar en su apogeo. En medio de la blancura fragmentada de los miembros de mármol había huesos reales y con ellos los marcos de bronce retorcido y el vidrio quebrado de las grandes lámparas que una vez habían colgado del techo, todos amontonados contra las paredes, como hojas en una alcantarilla, arrastrados por el paso del dragón. Hasta en la oscuridad, la vista de maga de Jenny le mostró los lugares chamuscados por el fuego en que el aceite derramado se había encendido con el aliento del dragón.

Más abajo, el lugar ya tenía el aspecto de los sitios de los gnomos. Las estalagmitas y las columnas ya no estaban talladas en los pilares rectos que gustaban a los hijos de los hombres, sino en forma de árboles con hojas o bestias o cosas grotescas que podían ser cualquiera de las dos cosas; muchas veces, cada vez con más frecuencia, les habían dejado su forma original de agua surgente. Los cursos de agua rectos, bien terminados de los niveles superiores, dejaban lugar a arroyos saltarines más abajo; en algunos sitios, el agua caía directamente, quince, treinta metros desde un techo muy lejano como un pilar viviente o rugía hacia la oscuridad a través de conductos con forma de calavera de gárgola. Jenny pasó por cavernas y sistemas de cuevas que habían sido transformadas en las viviendas vastas e interconectadas de los grandes clanes y familias de los gnomos pero en otros sitios encontró habitaciones lo suficientemente grandes como para contener toda la aldea de Grutas, donde las casas y los palacios se habían construido como estructuras separadas, sus espirales y senderos extraños, indistinguibles de los bosques de estalagmitas que formaban grandes selvas sobre las orillas de las lagunas y ríos como de ónix lustrado.

Y a través de esos reinos silenciosos de maravilla no vio nada excepto la ruina y la decadencia y la huella crujiente del dragón. Había sapos blancos en todas partes, peleando con las ratas sobre los restos podridos de comida guardada o de cadáveres de más de un mes; en algunos lugares, el hedor de lo que había sido kilos y kilos de queso, carne o verduras era casi irrespirable. Los gusanos blancos, sin ojos, de los pozos más profundos, cuyos nombres apenas si podía adivinar por los relatos de Mab, se deslizaban al oírla acercarse o se escondían detrás de las calaveras quemadas por el fuego o las vasijas caídas de plata cascada esparcidas por las habitaciones.

A medida que bajaba, el aire se hacía más frío y más húmedo, la piedra cada vez más resbaladiza bajo las botas; el peso de la oscuridad era demoledor. Mientras caminaba por los túneles sin luz, comprendió que Mab tenía razón; sin guía, ni siquiera ella, con ojos que podían taladrar la mayor oscuridad, habría encontrado el camino hacia el corazón de la Gruta.

Pero lo encontró. El eco estaba en la mente del dragón y levantaba resonancias extrañas en su alma, una lámina de sentimientos y conciencia cuya naturaleza la asustaba, porque no la comprendía. Junto a las puertas del corazón, Jenny sintió el aura de curación que flotaba quieta en el aire y el aliento leve de un poder antiguo.

En esa serie de cavernas, el aire era cálido y olía al alcanfor y especias secas; los gusanos y el olor podrido de carne abandonada habían desaparecido. Pasó por las puertas a la caverna de techo abovedado en el centro, donde las estalactitas pálidas como fantasmas se miraban en la oscuridad aceitosa de un charco central y se preguntó por el poder del hechizo que mantenía esa tibieza curativa no sólo contra el frío en los abismos de la tierra sino durante tanto tiempo después de que hubieran muerto los que la habían conjurado.

La magia allí era grande en verdad.

Permeaban todo el lugar; mientras pasaba cautelosamente por las habitaciones de meditación, de sueños, de descanso, Jenny la sentía como una presencia viva, más que como una detención de los hechizos de muerte. A veces, la sensación era tan fuerte que miraba sobre su hombro y decía a la oscuridad:

—¿Hay alguien ahí? —Aunque su razón sabía que no encontraría a nadie. Pero como con los Murmuradores en el norte, sus sentidos discutían con su razón; una y otra vez extendía sus sentidos a través de ese lugar oscuro, con el corazón latiéndole de esperanza y de miedo…, no sabía bien cuál de los dos. Pero no tocaba nada, nada que no fuera oscuridad y las gotas del agua que caían eternamente desde los dientes colgantes de las piedras.

Había una magia viviente allí, una magia que murmuraba para sí misma en la oscuridad… y como el toque de una cosa horrible sobre la piel, Jenny sintió el mal.

Tembló y miró a su alrededor, nerviosa de nuevo. En una habitación pequeña, encontró los remedios que buscaba, línea tras línea de frascos de vidrio y jarras con tapones de ese tipo de artículos de mármol verde y blanco que hacían los gnomos en cantidad. Leyó las etiquetas en la oscuridad y guardó algunas en su bolso; trabajaba con rapidez, en parte por una sensación cada vez más grande de inquietud y en parte porque sentía que el tiempo se le escapaba y que la vida de John se retiraba como una marea que se acaba.

No morirá, se dijo con desesperación, no después de todo esto…, pero en sus años de curadora había llegado demasiado tarde a demasiadas camas para creer eso. Sin embargo, sabía que las drogas solas tal vez no serían suficientes. Con rapidez, mirando sobre su hombro mientras se movía de habitación en habitación oscura y silenciosa, empezó a buscar los lugares interiores del poder, las bibliotecas donde los gnomos debían de guardar los libros y los rollos de magia que hacían el verdadero corazón de la Gruta, según creía ella.

Sus botas hacían un ruido acuático sobre los suelos resbaladizos y hasta ese pequeño ruido le retorcía los nervios. Como en todos los lugares habitados por gnomos, los suelos de las habitaciones nunca estaban a un solo nivel: formaban una serie de terrazas; hasta las cámaras más pequeñas tenían dos o más. Y mientras buscaba, la sensación fantasmal de que la vigilaban se hizo más fuerte en ella, hasta que empezó a tener miedo de pasar por otras puertas, como si esperara que alguna cosa mala la atacara brillando en la oscuridad. Sentía un poder más grande que ninguno que hubiera encontrado antes…, más fuerte que el de Zyerne, más fuerte que el del dragón. Pero no encontró nada, ni ese mal acechante, silencioso, ni ningún libro de poder por el cual pudiera transmitirse la magia a lo largo de los años entre los gnomos magos…, sólo hierbas, anatomías o catálogos de enfermedades y curas. A pesar de su miedo y su inquietud, sentía curiosidad…; Mab había dicho que los gnomos no tenían Líneas, pero el poder tenía que transmitirse de algún modo. Así que se obligó a buscar, más y más adentro, los libros que pudieran contener ese poder.

El cansancio estaba empezando a debilitarla como una enfermedad lenta. La última noche de guardia y la noche anterior a ésa le pesaban en los huesos y sabía que tendría que abandonar la búsqueda. Pero su conciencia de su propia debilidad, de su falta de poder, la llevaron más adentro, hacia el corazón prohibido de la Gruta, buscando, desesperada, eso que tal vez podría encontrar antes de volver a la superficie a hacer lo que pudiera con lo que ya tenía.

Pasó por una puerta hacia un lugar oscuro que respondía con un eco a su respiración.

Antes había sentido frío pero ahora eso parecía nada; nada comparado con el miedo que le congelaba el corazón.

Se quedó de pie en el lugar que había visto en el cuenco de agua, en las visiones de la muerte de John.

La impresionó porque había llegado inesperadamente. Había esperado encontrar un archivo allí, un lugar de enseñanza, porque le parecía que ése era el corazón y el centro de los lugares en blanco en los mapas ambiguos de Dromar. Pero a través de la selva anudada de estalactitas y columnas, sólo vio una oscuridad vacía que olía levemente a la cera de cientos de velas que caían como cosas muertas en los nichos de la roca. No había nadie vivo allí, pero sintió de nuevo la sensación del mal y caminó con cuidado hacia delante, hacia los espacios vacíos de negrura, hacia el altar de piedra deforme.

Puso las manos sobre una piedra tan negra que era casi azul, suave como el jabón. A sus ojos, el lugar estaba lleno de murmullos secretos pero ahora sólo había silencio. Durante un momento, remolinos negros se agitaron en su mente, murmullos incipientes de visiones fragmentarias pero pasaron como una loma sobre el suelo, sin dejar siquiera el regusto de un sueño.

Sin embargo, fue como si se hubieran llevado lo último de su fuerza y su voluntad; se sintió amargamente cansada y de pronto, muy asustada del lugar. Aunque no oía nada, se volvió con el corazón latiéndole en el pecho con tanta fuerza que casi podía oír su eco desesperante en la oscuridad. Allí estaba el mal, en alguna parte…, ahora lo sabía. Lo sentía cerca de ella, tan cerca que casi parecía colgarse de su hombro. Se puso el bolso sobre el hombro y se alejó rápidamente como un ladrón a través de la oscuridad resbaladiza del salón de baile de los gnomos, buscando los caminos que llevaban fuera de la oscuridad, de vuelta hacia el aire, más arriba.

La mente de Morkeleb la había guiado al abismo, pero ahora no sentía su toque. Siguió las marcas que había hecho, runas que sólo ella podría ver, trazadas sobre las paredes con el dedo índice. Mientras subía por las grietas y las escaleras de piedra ámbar, se preguntó si el dragón estaría muerto. Una parte de ella esperaba que lo estuviera, por la gente de esas tierras, por los gnomos y por el Señor de la ciudadela; una parte de ella sentía el mismo dolor que había sentido de pie junto al cadáver del dragón en el barranco de Wyr. Pero había algo en ese dolor que la hacía esperar todavía más que el dragón estuviera muerto, por razones que no quería pensar demasiado.

El Gran Pasaje estaba oscuro como las entrañas de la Gruta un poco antes, sin siquiera la pequeña luz de luna que se había deslizado antes a iluminarlo; pero hasta en la más profunda oscuridad, el aire era distinto aquí, frío pero seco y movedizo, totalmente diferente de la guardia quieta, pensativa del corazón de la Gruta.

Su visión de maga le mostró la forma oscura, huesuda del cuerpo del dragón que yacía atravesada frente a las puertas, con las espadas afiladas de su columna levantadas y apuntándole. Cuando se acercó, vio lo hundida que estaba la piel de escamas sobre la curva de los huesos.

Por más que escuchara, no oía ningún murmullo en su mente. Pero la música que parecía llenar la Sala del Mercado todavía tenía ecos allí; era leve y penetrante, con temblores dorados de sonido moribundo.

Estaba inconsciente…, se moría, pensó ella. ¿Crees que ese hombre puede vivir más que yo?, le había preguntado.

Jenny se desenvolvió la capa de los hombros y apoyó los pliegues sobre los cuchillos cortantes de la columna del dragón. El filo pasó por la tela y la desgarró; agregó la piel de cordero pesada de su chaqueta y, temblando con el frío que cortaba las mangas leves de su camisa, apoyó el pie sobre la más grande de las espinas. Se asió otra vez del poste de la puerta para sostenerse, se balanceó y saltó por encima. Durante un instante, se balanceó sobre el anca, sintió la suavidad elegante de los huesos bajo las escamas de acero y el calor suave que irradiaba del cuerpo del dragón; luego, saltó. Se quedó de pie un instante, escuchando con los oídos y la mente.

El dragón no se movió. La Sala del Mercado yacía frente a ella, azul negra y marfil con la luz débil de las estrellas que parecía tan brillante después de la noche total bajo la tierra. Aunque la luna se había puesto, cada vasija, cada lámpara colgante parecía llena de brillo a los ojos de Jenny, cada sombra como tinta derramada. La sangre se secaba aunque el lugar todavía estaba impregnado de ese olor. Osprey todavía estaba tendido en un charco manchado de oscuridad, rodeado de arpones brillantes. La noche parecía muy vieja. Una ráfaga leve de viento le trajo el olor del humo de madera desde el fuego en la Ladera de los Curtidores.

Como un fantasma, Jenny cruzó la sala, temblando en el frío muerto. Sólo cuando llegó a la noche abierta de los escalones, empezó a correr.