1

A menudo los bandidos acechaban entre las ruinas de la antigua ciudad en la encrucijada. Esa mañana Jenny Waynest calculó que había tres de ellos.

Ya no estaba segura de que fuera cosa de magia, tal vez era simplemente la habilidad, el instinto del habitante de los bosques para detectar el peligro, ese instinto que desarrollaba cualquiera que hubiera llegado a adulto en las Tierras de Invierno. Pero cuando tiró de las riendas al llegar a los primeros muros en ruinas, donde sabía que aún la ocultaba la mezcla de niebla otoñal y penumbra matutina bajo los árboles más frondosos de la selva, advirtió al instante que las bostas de caballo en la arcilla húmeda del camino estaban frescas, libres de la helada que bordeaba las hojas a su alrededor. Notó también el silencio en las ruinas frente a ella: no se oía ni el susurro de un conejo por entre la retama que cubría la colina que había ocupado la vieja iglesia, la iglesia consagrada a los Doce Dioses que amaban los antiguos reyes. Le pareció oler el humo de un fuego escondido cerca de las ruinas de la posada de la encrucijada, pero las gentes honestas se habrían acercado directamente, dejando una huella en las redes de rocío que cubrían la maleza de los alrededores. Luna, la yegua blanca de Jenny, levantó las largas orejas al oler otros animales y Jenny le musitó algo para que guardara silencio mientras le alisaba la desordenada crin contra el cuello. Había estado buscando esos signos antes de que aparecieran.

Se quedó inmóvil en el manto protector de la niebla y la sombra, como una perdiz que se funde con los tonos marrones del bosque. Era un poco como una perdiz, oscura, pequeña y casi invisible en las apagadas y fortuitas telas a cuadros del norte; una mujer robusta, fuerte como las raíces de los brezos en los páramos. Después de un momento de silencio, tejió la magia en una soga de niebla y la proyectó sobre el camino hacia las ruinas de la ciudad sin nombre.

Era algo que había hecho desde niña, antes de que el viejo mago errante Caerdinn le enseñara los caminos del poder. Tenía treinta y siete años y siempre había vivido en las Tierras de Invierno. Conocía el olor del peligro. Debería oírse el despertar de los últimos pájaros de otoño, mirlos y tordos, en la retorcida maraña marrón de hiedra que ocultaba a medias las paredes de la vieja posada, pero estaban callados. Al cabo de un momento, sintió el olor de los caballos y el hedor sucio y agudo de los hombres.

Seguramente habría un bandido en las ruinas de la vieja torre que daba a los caminos del sur y del este, parte de las defensas de la ciudad, abandonada desde los tiempos en que la prosperidad de la ley del rey le había dado algo que defender. Siempre se escondían allí. Adivinó que había otro sobre las paredes de la vieja posada. Después de unos instantes sintió al tercero, que vigilaba el cruce de caminos desde el matorral amarillo de un alerce destartalado. La magia le trajo el tufo de sus almas, antiguas ambiciones y recuerdos ya convertidos en carroña, recuerdos de una violación o un asesinato muy queridos que habían dado un fulgor momentáneo de gloria a vidas que se reducían a dar y recibir dolor físico. Jenny había pasado toda la vida en las Tierras de Invierno y sabía que esos hombres no podían evitar ser lo que eran; tendría que dejar de lado el odio y la piedad que sentía por ellos para poder trenzar los hechizos que quería poner sobre sus mentes.

Se concentró más. Hurgó con sensatez en ese conjunto de recuerdos, susurrando a unas cabezas embotadas el cansancio de una larga vigilia. A menos que urdiera cuidadosamente cada ilusión y cada Límite, la verían cuando se moviera. Luego, aflojó la alabarda en su funda sobre la montura, se apretó un poco más la chaqueta de piel de cordero sobre los hombros y con un movimiento casi invisible indicó a Luna que avanzara hacia las ruinas.

El hombre de la torre nunca llegó a verla. A través de las hojas de tonos rojos y castaños de una red de espinos, Jenny vislumbró dos caballos atados detrás de una pared caída, cerca de la posada: su aliento formaba penachos blancos en el frío del alba; un momento después, vio al bandido agachado detrás de la pared derruida, un hombre robusto con viejos pantalones grasientos. Había estado vigilando el camino, pero de repente se puso de pie y maldijo. Miró hacia abajo y empezó a rascarse la entrepierna con fuerza, muy molesto, pero no sorprendido. No vio a Jenny cuando pasó por su lado como un fantasma. El tercer bandido, sentado sobre su jamelgo entre una esquina rota de la pared y una línea de desiguales abedules, miraba fijo hacia delante, perdido en los ensueños que ella le había enviado.

Jenny estaba justo delante de él cuando la voz de un muchacho gritó desde abajo, desde el camino hacia el sur:

—¡CUIDADO!

Sacó la alabarda de su funda mientras el bandido se despertaba con una sacudida. La vio y soltó una maldición. Jenny percibió el sonido de cascos sobre el camino que subía hacia ella: el otro viajero, pensó con rabia y amargura, cuyo aviso bien intencionado había sacado al hombre de su somnolencia. Mientras el bandido se precipitaba sobre ella, llegó a ver a un joven saliendo de la niebla al galope, con la intención evidente de rescatarla.

El bandido iba armado con una espada corta, pero la atacó con la parte roma para derribarla del caballo sin herirla y poder luego violarla. Ella fintó con la alabarda para que bajase el arma y luego hundió la larga hoja bajo la guardia del hombre. Apretó las piernas alrededor de Luna para recibir el golpe cuando el arma penetró en el vientre del bandido. El cuero era duro; pero no había metal debajo. Sacó la hoja mientras el hombre se doblaba sobre ella, gritando con las manos crispadas; los caballos brincaron inquietos con el olor de la sangre caliente derramada. Antes de que el hombre cayera al camino enlodado, Jenny ya había hecho girar su caballo e iba en ayuda del caballero errante, hundido en una batalla sucia, desesperada, con el bandido que había estado escondido detrás de la pared exterior en ruinas.

El hombre que había querido rescatarla luchaba contra la larga capa de terciopelo color rubí, enredada en el mango trabajado de su espada larga y enjoyada. Su caballo estaba evidentemente mejor entrenado y más acostumbrado a la batalla que él: las maniobras de ese gran potro bayo eran la única razón por la que el muchacho aún no había muerto. El bandido, que había montado en su caballo apenas el muchacho dio su grito de alarma, los había arrastrado de nuevo hacia los bosquecillos de avellanos que crecían a lo largo de las piedras caídas de la pared interior, y en el momento en que Jenny impulsaba a Luna hacia la pelea, la capa larga del muchacho se enganchó en las ramas bajas y sacó a su dueño ignominiosamente de la montura cuando el caballo volvió a girar.

Jenny usó su brazo como punto de apoyo de un péndulo y levantó la hoja de la alabarda hacia el brazo del bandido que sostenía la espada. El hombre hizo girar su caballo para enfrentarse a ella. Jenny vio en un segundo esos ojos, cercanos uno de otro como los de un cerdo, bajo el borde de un casco de hierro sucio. Oía detrás los gritos del primer atacante. Evidentemente, su enemigo también los oía, porque se agachó para evitar el primer golpe y dio una bofetada a la cara de Luna para hacerla retroceder; luego, pasó corriendo junto a Jenny y salió al camino. No quería luchar contra un arma más poderosa que la suya ni esperar al compañero que lo había hecho antes.

Se oyó un crujido breve en los bosquecillos de brezos cuando el hombre que había estado escondido en la torre huyó entre las nieblas que se deshacían, luego silencio y los sollozos ásperos y húmedos del bandido moribundo.

Jenny descabalgó con rapidez. El joven caballero luchaba todavía en los matorrales como un armiño en una bolsa, medio estrangulado por su capa enjoyada y rota. Jenny usó el gancho de su alabarda para sacarle la espada de la mano, luego se acercó para desenredar los pliegues de terciopelo. Él la golpeó con las manos, como un hombre que trata de golpear un enjambre de avispas. Luego, pareció verla por primera vez y se detuvo, mirándola con ojos grandes, grises, de miope.

Después de un momento de silencio, sorprendido, se aclaró la garganta y desenganchó la cadena de oro y rubíes que mantenía la capa debajo de su mentón.

—Er… gracias, señora. —Suspiró con voz un poco ahogada y se puso de pie. Aunque Jenny estaba acostumbrada a que la gente fuera más alta que ella, el joven parecía más alto de lo común—. Yo…, mm…

Tenía la piel tan rubia y fina como el cabello, que a pesar de su juventud empezaba a ralear. No podía tener más de dieciocho años y su timidez natural había aumentado por lo menos diez veces ante la difícil tarea de tener que agradecer por su vida a quien había intentado defender galantemente.

—Mi más profunda gratitud —dijo, e hizo una elegante reverencia del tipo Cisne Moribundo, que ella no había visto en las Tierras de Invierno desde que los nobles reyes partieron siguiendo a los ejércitos reales en su retirada—. Soy Gareth de Magloshaldon, un viajero errante en estas tierras y deseo extenderos mis humildes expresiones de…

Jenny meneó la cabeza y lo hizo callar con una mano levantada.

—Esperad aquí. —Y se alejó.

El muchacho la siguió, curioso.

El primer bandido que la había atacado todavía yacía en el barro arcilloso del camino. La sangre había convertido el barro en un montón de ranuras rojas, salpicado de entrañas desgarradas; el olor era terrible. El hombre todavía gruñía débilmente. Contra la palidez mate de la mañana neblinosa, el rojo escarlata de la sangre parecía horrendamente brillante.

Jenny suspiró: de pronto se sentía fría y cansada y sucia, viendo lo que había hecho y sabiendo lo que todavía tenía que hacer. Se arrodilló junto al hombre moribundo y recogió de nuevo a su alrededor la quietud de su magia. Se dio cuenta de que llegaba Gareth, las botas vadeando con ruido a través de la enredadera mojada de rocío con un ritmo rápido que se quebró cuando tropezó sobre su espada. De repente se sintió furiosa; él era quien había provocado todo eso. Sin ese grito, ella y el pobre y vicioso bruto moribundo habrían seguido cada uno su camino…

Y sin duda el hombre habría matado a Gareth después de que ella se hubiera marchado. Y también a otros viajeros.

Hacía mucho que había dejado de intentar separar el mal del bien, el debe presente del si condicional futuro. Si había un esquema, un orden en todas las cosas, ya había dejado de pensar que era lo suficientemente simple como para que ella pudiera entenderlo. Y sin embargo, sentía su alma sucia mientras ponía las manos sobre las sienes grasientas, pegajosas del moribundo y trazaba las runas correctas mientras murmuraba los hechizos de muerte. Notó cómo la vida se iba de ese cuerpo y su boca se llenó de la bilis del desprecio y el odio hacia sí misma.

Detrás de ella, Gareth murmuró:

—Vos…, él…, está muerto.

Ella se puso de pie, mientras se sacudía el polvo de las faldas.

—No podía dejarlo para los zorros y las comadrejas —replicó, mientras empezaba a alejarse. Oía ya a los pequeños animales de carroña: se reunían sobre el borde de tierra, por encima del corte neblinoso del camino, atraídos por el olor de la sangre, y esperaban impacientes a que el asesino abandonara su presa. La voz de Jenny era brusca: siempre había odiado los hechizos de muerte. Había crecido en una tierra sin ley y había matado al primer hombre a los catorce años, y luego a seis más, sin contar los moribundos a los que había ayudado a abandonar la vida como única curadora y comadrona desde las Montañas Grises al mar. Nunca le parecía fácil.

Quería alejarse de ese lugar, pero el muchacho Gareth puso una mano sobre su brazo y la miró, luego al cadáver con una especie de fascinación nauseabunda. Nunca había visto la muerte, pensó ella. Al menos no de esta forma cruda y primitiva. El terciopelo verde pera de su jubón manchado por el viaje, el trabajo en oro de sus botas, el bordado apretado de su camisa fruncida y las crestas elaboradas y ligeras de su cabello de puntas verdes proclamaban que pertenecía a la corte. Todas las cosas, incluso la muerte, se hacían sin duda con cierto estilo en el lugar de donde venía.

Tragó saliva de pronto.

—Sois…, sois una bruja…

Un extremo de la boca de Jenny se movió apenas. Dijo:

—Sí.

Se apartó de ella con miedo, luego vaciló y se apoyó en un árbol joven para sostenerse. Jenny vio entonces que entre las cuchilladas decorativas de la manga del jubón tenía una abertura más fea y la camisa que se veía por debajo estaba húmeda y oscura.

—Estaré bien —protestó él con voz débil cuando vio que se acercaba para sostenerlo—. Lo único que necesito… —Hizo un esfuerzo vano por liberarse de la mano que ella le tendía y caminar. Los ojos miopes miraban con esfuerzo los remolinos de hojas sueltas, profundos hasta la rodilla, que cubrían el camino.

—Lo que necesitas es sentarte. —Lo llevó hasta un mojón roto y lo obligó a sentarse y le desabotonó los broches de diamante que mantenían la manga contra el cuerpo del jubón. La herida no parecía profunda, pero sangraba mucho. Jenny se soltó las tiras de cuero que sujetaban las guedejas negras de su cabello para hacer un torniquete. Él se quejó y jadeó y trató de desatarlo mientras ella arrancaba una tira del borde del vestido para usarla como vendaje. Le golpeó los dedos como a un niño. Al cabo de un momento, trató de levantarse.

—Tengo que encontrar…

—Yo los encontraré —dijo Jenny con firmeza, que ya sabía lo que él estaba buscando. Terminó de vendarle la herida y fue hasta los arbustos de avellanos en los que habían luchado Gareth y el bandido. La luz helada del día se reflejaba con fuerza entre las hojas. Encontró los anteojos, doblados y retorcidos, con el fondo de uno de los lentes redondos decorado con una rotura en forma de estrella. Les sacó el polvo y la humedad y se los llevó.

—Ahora —dijo, mientras Gareth trataba de ponérselos con las manos temblorosas de debilidad y espanto— es necesario que alguien mire ese brazo. Puedo llevarte…

—Señora, no tengo tiempo. —La miró, parpadeando un poco para defenderse del brillo cada vez mayor del cielo—. Estoy en medio de una búsqueda, una búsqueda de la mayor importancia.

—¿Es lo suficientemente importante como para que te arriesgues a perder el brazo si la herida se gangrena?

Como si algo así no pudiera pasarle y ella sólo necesitara una pizca de inteligencia para darse cuenta, continuó, ansioso y decidido:

—Estaré bien, seguro. Busco a lord Aversin, Vencedor de Dragones, barón de Alyn y señor de Wyr, el más grande de los caballeros que hayan cabalgado por las Tierras de Invierno. ¿Habéis oído hablar de él por aquí? Alto como un ángel, hermoso como una canción… Su fama ha llegado hasta el sur como se esparce el agua de las inundaciones en primavera, el más noble de los caballeros… Tengo que llegar a Alyn antes de que sea demasiado tarde.

Jenny suspiró, exasperada.

—Exactamente —dijo—. Es a Alyn adonde voy a llevarte.

Los ojos miopes se le saltaban de las órbitas y la boca se le abrió con asombro.

—¿A Alyn? ¿En serio? ¿Está cerca de aquí?

—Es el lugar más cercano en que podemos ver ese brazo —dijo ella—. ¿Puedes montar?

Aunque hubiera estado muriéndose, pensó Jenny, divertida, el muchacho habría saltado sobre sus pies como lo hizo.

—Sí, por supuesto. Yo…, ¿conocéis a lord Aversin, entonces?

Se quedó callada por un momento. Luego, dijo con suavidad:

—Sí, sí. Lo conozco.

Reunió los caballos, la alta y blanca Luna y el gran potro bayo, cuyo nombre, según Gareth, era Martillo de Batalla. A pesar del cansancio y el dolor de la herida mal vendada, Gareth avanzó para ofrecerle una ayuda totalmente innecesaria para montar. Mientras subían sobre las laderas rocosas y desgarradas para evitar el cadáver del bandido en las lagunas malolientes de barro, Gareth preguntó:

—Si…, si sois una hechicera, mi señora, ¿por qué no peleasteis con magia en lugar de usar un arma? No sé, arrojarles fuego o convertirlos en ranas o dejarlos ciegos…

Los había dejado ciegos en cierto modo, pensó Jenny con amargura, al menos hasta que él gritó.

Pero dijo solamente:

—Porque no puedo…

—¿Por razones de honor? —preguntó él dudoso—. Porque hay situaciones a las que el honor no se aplica…

—No. —Ella lo miró de reojo a través de la sorprendente mata de pelo suelto—. Es sólo que mi magia no es tan poderosa.

Y apresuró la yegua para entrar bajo las sombras vaporosas de las ramas colgantes, desnudas, de la selva.

Incluso después de todos esos años de admitirlo, todavía le oprimía la garganta cuando lo decía. Había aceptado su falta de belleza, pero nunca la falta de genio en la única cosa que siempre había deseado. Lo más que podía hacer era fingir que lo aceptaba, como ahora.

A ras de suelo, la niebla se enroscaba alrededor de los cascos de los caballos; a través de los vapores húmedos, las raíces de los árboles salían de las orillas del camino como brazos de cadáveres a medio enterrar. El aire era denso y olía a tierra y de vez en cuando, desde los bosques, por encima de ellos llegaba un crujido furtivo de hojas muertas, como si los árboles estuvieran tramando algo en la niebla.

—¿Lo visteis…, lo visteis matar el dragón? —preguntó Gareth, después de cabalgar en silencio durante unos minutos—. ¿Me lo contaríais? Aversin es el único Vencedor de Dragones vivo, el único hombre que haya matado a un dragón. Hay baladas sobre él en todas partes, sobre su coraje y sus nobles hazañas… Ése es mi pasatiempo, las baladas, quiero decir, las baladas sobre los Vencedores de Dragones, como Selkythar el Blanco en tiempos del reinado de Ennyta el Bueno y Antara Damaguerrera y su hermano durante las Guerras de Familia. Dicen que su hermano mató… —Por la forma en que se detuvo, Jenny adivinó que hubiera seguido hablando de los grandes Vencedores de Dragones del pasado durante horas, pero era evidente que alguien le había dicho que no aburriera a la gente con ese tema—. Siempre quise ver eso…, un verdadero Vencedor de Dragones, un combate glorioso. La fama de Aversin debe cubrirlo como un manto de oro.

Y para sorpresa de Jenny, empezó a cantar con voz de tenor, suave y oscilante:

Cabalgando en la ladera, brillante

como la llama de la luz del sol dorada y ardiente;

con la espada de acero fuerte en la mano,

rápidos como el viento sobre la tierra los cascos,

alto como un ángel, fuerte como un potro,

firme como un dios, brillante como el canto…

A la sombra del dragón, las muchachas lloraban,

pálidas como margaritas en la oscuridad guardadas.

—Lo reconozco de lejos: alto sin par,

sus plumas tan brillantes como la rabia del mar

—le dijo ella a su hermana—, no temas nada…

Jenny desvió la vista. Sentía que algo se revolvía dentro de su mente al pensar en el Dragón Dorado de Wyr.

Lo recordaba como si hubiera sucedido ayer y en realidad, a pesar de que ya habían transcurrido diez años del alto resplandor de oro en el cielo desmayado del norte, de la zambullida de fuego y sombra, de los muchachos y muchachas gritando sobre el suelo que se movía en Gran Toby. Sabía que eran recuerdos que deberían haber estado teñidos sólo de horror; sabía que debería haber sentido sólo alegría por la muerte del dragón. Pero el regusto de una pena y una desolación sin nombre volvía a ella, más fuerte que el horror, desde esos días, con el olor metálico de la sangre del dragón y la canción que parecía temblar en el aire conmovido…

El corazón le oprimía. Dijo con frialdad:

—En primer lugar, de los dos chicos que se llevó el dragón, John sólo logró salvar con vida al muchacho. Creo que la niña murió por los olores y los gases del nido del dragón. Era difícil decirlo por el estado del cuerpo. Y si no hubiera estado muerta, tampoco habría tenido fuerzas para hacer discursos sobre el aspecto de John, incluso en el caso de que John hubiera llegado realmente galopando por la colina, cosa que no hizo, con toda lógica.

—¿Ah, no? —Casi podía oír cómo se quebraba una imagen en la mente del muchacho.

—Claro que no. Si lo hubiera hecho, habría muerto inmediatamente.

—Entonces, ¿cómo…?

—De la única forma que se le ocurrió para luchar contra algo tan grande y tan bien armado. Me hizo fabricar el veneno más poderoso que conociera y empapó los arpones en él.

¿Veneno? —Una vileza semejante desgarraba el corazón de Gareth, eso era evidente—. ¿Arpones? ¿Sin espada?

Jenny meneó la cabeza, sin saber si sentirse divertida por la expresión de desilusión del muchacho, exasperada por la forma en que hablaba de lo que para ella y cientos de otros había sido una época de horrores de pesadilla e insomnio, o compasiva como una hermana mayor por la inocencia de alguien que creía que se podía levantar una hoja de metal de un metro contra ocho metros de muerte, fuego y púas.

—No —dijo solamente—. John subió por el saliente del barranco en el que había anidado el dragón. No era una cueva, además, no hay cuevas tan grandes en estas colinas. Le golpeó las alas primero para que no pudiera volar y caer sobre él desde arriba. Usó arpones envenenados para hacerlo más lento, pero lo remató con un hacha.

—¿Un hacha? —exclamó Gareth, totalmente sorprendido—. Es…, es lo más horrible que he oído en mi vida. ¿Dónde está la gloria en algo así? ¿Dónde está el honor? ¡Es como lastimar al oponente en un duelo para dejarlo inválido! ¡Es hacer trampa!

—No estaba en un duelo —señaló Jenny—. Si un dragón vuela, el hombre está perdido.

—¡Pero no es honorable! —insistió el muchacho con pasión, como si con eso lo hubiera dicho todo.

—Tal vez si hubiera estado peleando con un hombre que lo hubiera desafiado con honor…, cosa que John no ha hecho nunca. Hasta cuando se pelea con bandidos es conveniente atacar por la espalda si ellos son más. Como único representante de la ley del rey en estas tierras, ellos siempre son más que él. Un dragón mide más de seis metros y puede matar a un hombre con un solo golpe de cola. Tú mismo dijiste —agregó ella con una sonrisa— que hay situaciones en las que el honor no puede tenerse en cuenta.

—¡Pero eso es diferente! —dijo el muchacho con pena y guardó un silencio desilusionado.

El suelo se elevaba bajo los cascos de los caballos; las paredes del túnel de niebla a través del cual cabalgaban empezaban a terminarse. Más allá, se podían ver vagamente las formas plateadas de las colinas redondas. Cuando salieron de entre los árboles, los vientos cayeron sobre ellos y limpiaron las nieblas y olieron las ropas y las caras como perros bien entrenados. Jenny se sacudió el cabello de los ojos y miró el rostro de Gareth que examinaba los páramos a su alrededor. Era una cara llena de sorpresa, desilusión y curiosidad, como si nunca hubiera esperado encontrar a su héroe en ese mundo triste sin huellas, ese mundo de musgo, agua y piedra.

En cuanto a Jenny, ese mundo desierto la conmovía extrañamente. El páramo se extendía cientos de kilómetros al norte hacia las orillas congeladas del océano; conocía cada uno de los recodos de ese paisaje de granito, cada turbera negra y cada hondonada donde crecían los brezos en los breves veranos de las alturas; había seguido las huellas de liebres, zorros y ratones de campo durante tres décadas de nieves de invierno. El viejo Caerdinn, medio loco por inclinarse sobre los libros y leyendas de los días de los reyes, recordaba el tiempo en que éstos habían retirado sus tropas y su protección de las Tierras de Invierno para pelear en guerras por la soberanía del sur; se había enojado con Jenny cuando ella habló de la belleza que veía en esas extensiones salvajes, plateadas, de roca y viento. Pero a veces, la amargura de Caerdinn se agitaba en la propia Jenny cuando trabajaba para salvar la vida de un niño de aldea cuya enfermedad estaba más allá de su diminuto poder y no había nada en ningún libro que hubiera leído que pudiera decirle cómo hacerlo, o cuando los Bandidos del Hielo llegaban deslizándose por los témpanos en los inviernos brutales y quemaban los graneros que tanto había costado levantar y mataban el ganado que sólo podía alimentarse con la poca paja que había en esos graneros. Sin embargo, esa misma falta de poder le había enseñado a disfrutar de las pequeñas alegrías y las bellezas duras, y de los esquemas simples, eternos de la vida y la muerte. No era algo que pudiera explicar; ni a Caerdinn, ni a ese muchacho, ni a nadie. Finalmente, dijo con suavidad:

—John nunca habría atacado al dragón, Gareth, si el animal no lo hubiera forzado a hacerlo. Pero como barón de Alyn, como señor de Wyr, es el único hombre en las Tierras de Invierno entrenado para las artes de la guerra. Por eso es el señor. Peleó contra el dragón como hubiera peleado contra un lobo, peleó contra una plaga que estaba haciendo daño a su gente. No tenía alternativa.

—¡Pero un dragón no es plaga! —protestó Gareth—. Es el desafío más honorable y más grande a la valentía de un verdadero caballero. ¡Seguramente estáis equivocada! No puede haber peleado sólo por deber. ¡No es posible!

En su voz había tanto deseo de creer que Jenny lo miró por encima del hombro, curiosa.

—No —aceptó—. Un dragón no es una plaga. Y ése era verdaderamente hermoso. —La voz se le ablandó con el recuerdo, a pesar de la neblina horrenda de muerte y miedo de su esplendor anguloso, extraño—. No era dorado, como lo llama vuestra canción, sino de un color casi ámbar, que iba hacia el castaño a lo largo de su lomo y hacia el marfil en su vientre. Los dibujos de las escamas sobre sus costados eran como el bordado de lentejuelas de un par de sandalias; como un arco iris tejido, todo en sombras de púrpura y azul. La cabeza era como una flor; los ojos y las fauces rodeados de escamas como cintas de colores y con antenas como las de un cangrejo, adornadas con borlas de gemas. Matarlo fue una carnicería.

Rodearon el hombro de un peñasco. Abajo, como una ruptura en el paisaje frío de granito, se extendía una línea quebrada de campos castaños donde las nieblas yacían como travesaños de lana sucia sobre el rastrojo de la cosecha. Un poco más alejado había un caserío, desordenado y sucio bajo el manto azulado del humo de madera y el olor del lugar vagaba sobre los vientos congelados: el perfume a jabón hirviendo; un hedor casi invisible a desperdicios humanos y animales; la dulzura podrida, nauseabunda de la cerveza que fermenta. El ladrido de los perros salió a recibirlos como tañidos de campanas en el aire. En medio de todo había una torre gruesa, obviamente resto de una fortificación mayor.

—No —dijo Jenny con suavidad—, el dragón era una criatura hermosa, Gareth. Pero también lo era la niña que se llevó a su nido y que mató. Tenía quince años…, John no quiso que sus padres vieran los restos.

Taconeó los costados de Luna y empezó a bajar por el camino de arcilla húmeda.

—¿Ésta es la aldea donde vos vivís? —preguntó Gareth cuando se acercaron a los muros.

Jenny negó con la cabeza mientras trataba de sacar de su mente la maraña amarga y confusa de los recuerdos de la muerte del dragón.

—Mi casa está a unos nueve kilómetros de aquí, en Colina Helada. Vivo sola. Mi magia no es grande; necesito silencio y soledad para estudiarla. —Y agregó con dolor—: Aunque no tengo ninguno de los dos. Soy comadrona y curadora de todas las tierras de lord Aversin.

—¿Llegaremos pronto a sus tierras?

El muchacho tenía la voz insegura y Jenny lo miró preocupada y vio lo pálido que parecía y cómo el sudor corría por las mejillas hundidas levemente doradas a pesar del frío.

—Éstas son las tierras de lord Aversin.

Levantó la cabeza para mirarla, asustado.

¿Éstas? —Miró a su alrededor los campos fangosos los campesinos que se gritaban unos a otros mientras recogían la última cosecha de grano, las aguas tachonadas de hielo del foso que rodeaba el terraplén de escombros y las manchas de las piedras de la pared medio derruida—. Entonces, ¿ésta es una de las aldeas de lord Aversin?

—Esto —dijo Jenny con tranquilidad mientras los cascos de los caballos retumbaban en el vacío de la madera del puente levadizo— es Alyn.

La ciudad que bullía dentro de la cortina del muro… —un muro construido por el abuelo del señor de ese momento, el viejo James Cabeza de Hierro, como medida temporal de seguridad— era de una pobreza infinita. A través del arco que quedaba bajo la cuadrada casa de guardia se veían casas amontonadas en desorden alrededor del muro del fuerte mismo, como si ese edificio mayor las hubiera sembrado. El fuerte estaba construido con piedras y escombros sobre los cimientos del muro exterior bajo, techado con paja de los juncos del río y decaído por la edad. Desde la ventanita de la torre de la puerta, la vieja Peg, la guardiana, sacó la cabeza y sus largas trenzas castañas manchadas de gris colgaron como fragmentos de una soga a medio trenzar y se dirigió a Jenny:

—Tienes suerte —dijo en el tono profundo y bajo del habla del norte—. Mi señor volvió anoche de recorrer los lindes. Está por aquí.

—¿No estaba…, no estaba hablando de lord Aversin? —murmuró Gareth, escandalizado.

Las cejas de media luna de Jenny se curvaron hacia arriba.

—Es el único señor que tenemos.

—Ah. —Él parpadeó, tratando de hacer otro ajuste mental—. ¿Recorriendo los lindes?

—Los lindes de sus tierras. Hace patrullas casi todos los días, él y hombres voluntarios de las milicias. —Jenny vio cómo la cara de Gareth se derrumbaba y agregó con amabilidad—: En eso consiste ser un señor.

—No es verdad —dijo Gareth—. Ser un señor es caballerosidad y honor y… —Pero ella ya había cabalgado adelante, fuera de la oscuridad negra del pasaje de la puerta y hacia la luz fría del sol en la plaza.

A pesar del ruido y los chismes, a Jenny siempre le había gustado la aldea de Alyn. Había sido su hogar de infancia; la casita de piedra en la que había nacido y donde todavía vivían su hermana y su cuñado —aunque el esposo de su hermana no quería que le recordaran que eran parientes— todavía estaba al fondo de la calle, contra el muro. Tal vez esa gente trabajadora, con sus pequeñas vidas limitadas por el ritmo de las estaciones, la miraba con temor, pero ella conocía sus vidas sólo un poco menos íntimamente de lo que conocía la suya propia. No había una sola casa en la aldea en la que no hubiera asistido a una mujer en un parto o atendido a un enfermo o peleado contra la muerte en una de las mil formas que tomaba en las Tierras de Invierno; los conocía, a todos ellos y a las formas largas e intrincadas de sus dolores y alegrías. Mientras los caballos chapoteaban por el barro y por el agua estancada hacia el centro de la plaza, vio cómo Gareth miraba a su alrededor con desaliento mal disimulado, a los cerdos y gallinas que compartían de forma amistosa el lugar maloliente con bandadas de niños gritones. Una ráfaga de viento sacudió el humo de la fragua sobre sus cabezas, y con él llegó una onda leve de calor y un fragmento de la canción obscena de Muffle, el herrero; en un terreno cercano la ropa colgada se balanceó con ruido, y en otro, Deshy Werville, cuyo bebé de tres meses había venido al mundo a manos de Jenny, ordeñaba una de sus amadas vacas, metida a medias en la puerta de su choza. Jenny vio cómo la mirada disgustada de Gareth se detenía en el templo medio derruido, con sus imágenes primitivas y torpes de los Doce Dioses, casi indistinguibles uno de otro en la penumbra, y luego pasaba a la cruz redonda de la Tierra y el Cielo tallada en las piedras de tantas chimeneas de aldea. La espalda del muchacho se tensó un poco ante esa evidencia de paganismo, y su labio superior pareció alargarse al ver el chiquero construido junto a uno de los muros del templo y el par de porquerizos vestidos de cuero y tela a cuadros que se recostaban contra los maderos de la cerca, charlando y pasándose chismes.

—Claro que los cerdos ven el clima —decía uno de ellos, mientras estiraba un palo a través de la empalizada baja para rascarle el lomo a una enorme cerda negra que reposaba dentro—. Está en Sobre la granja de Clivy, pero además los vi hacerlo. Y son muy, pero muy inteligentes, más que los perros. Mi tía Mary, ¿recuerdas a Mary?, solía entrenarlos desde que eran chiquitos y tenía uno, blanco, que le buscaba los zapatos.

—¿Ah, sí? —dijo el segundo porquerizo, mientras se rascaba la cabeza. Jenny se detuvo a su lado; Gareth esperaba impaciente junto a ella.

—Sí. —El hombre más alto lanzó besos a la puerca que levantó la cabeza para contestarle con un gruñido profundo de afecto infinito—. Dice en las Selecciones de Polyborus que los Viejos Cultos adoraban al cerdo y no como un demonio, como querría el padre Hiero, sino como a la Diosa Luna. —Empujó los anteojos de armazón de acero un poco más arriba en el puente de su larga nariz, un gesto curiosamente profesional para un hombre hundido hasta las rodillas en la suciedad de una porqueriza.

—¿En serio? —preguntó el otro con interés—. Ahora que me lo dices, esta buena pieza, cuando era joven y briosa, claro, había descubierto cómo abrir la puerta y salía a buscar… ¡Ah! —Hizo una reverencia rápida al ver a Jenny y al furioso Gareth sentados en silencio sobre sus monturas.

El más alto se dio la vuelta. Cuando los ojos castaños que había detrás de los lentes se encontraron con los de Jenny, perdieron su habitual expresión de retracción y timidez y se fundieron de pronto en un brillo travieso. Mediano de altura, poco atractivo, peludo y sin afeitar, enfundado en su zaparrastrosa ropa de cuero oscuro, con el viejo jubón de piel de lobo sostenido por pedazos de metal y tiras de cadena para proteger las junturas…, después de diez años, se preguntó Jenny, ¿qué había en él que todavía la llenaba de una alegría tan absurda?

—Jen. —Sonrió y le tendió las manos.

Ella las tomó y se deslizó desde la montura de la yegua blanca hacia sus brazos, mientras Gareth miraba con desaprobación, impaciente por continuar con su búsqueda.

—John —dijo ella y se volvió hacia el muchacho—, Gareth de Magloshaldon…, te presento al lord John Aversin, el Vencedor de Dragones de Alyn.

Por un instante, Gareth se quedó absolutamente mudo. Permaneció sentado durante un momento, mirando, atónito y confundido como si lo hubieran golpeado en la cabeza; luego desmontó con tanto apuro que tuvo que aferrarse el brazo lastimado con un gemido. Era como si en todas sus fantasías alimentadas por las baladas, en todos sus sueños de conocer al Vencedor de Dragones, nunca se le hubiera ocurrido que su héroe estaría de pie, para no decir hundido hasta los tobillos en el barro, junto al chiquero del pueblo. Su rostro era prueba evidente de que, aunque medía más de un metro ochenta y debía de ser más alto que cualquiera que conociera, nunca había conectado eso con el hecho de que, a menos que su héroe fuera un gigante, seguramente era más bajo que él. Y las baladas, pensó Jenny, tampoco mencionaban los lentes.

Gareth seguía sin hablar. Aversin, que interpretaba su silencio y la mirada que había en su rostro con su exactitud diabólica de siempre, le dijo:

—Te mostraría mis heridas de la lucha con el dragón para demostrarte que soy Aversin, pero están en un lugar que no se puede exhibir en público.

La cortesía de Gareth debía de valer un imperio —y también el estoicismo especial de los hombres de la corte, suponía Jenny— para que incluso bajo la impresión más fuerte de su vida y el dolor del brazo herido, pudiera hacer una reverencia muy creíble como saludo. Cuando se enderezó de nuevo, se ajustó la capa con una especie de orgullo lastimado, empujó los anteojos torcidos un poco más sobre el puente de su nariz y dijo en una voz que temblaba pero tenía una firmeza interior innegable:

—Lord Aversin, Vencedor de Dragones, he cabalgado hasta aquí desde el sur con un mensaje para vos del rey, Uriens de Belmarie. —Esas palabras parecieron darle fuerzas y volvió a la sonoridad heráldica de las baladas con sus espadas de oro y sus plumas brillantes, a pesar del olor del chiquero y la lluvia leve y fría que había empezado a caer—. Lord Aversin, he sido enviado para llevaros al sur. Ha llegado un dragón que destruye la ciudad de los gnomos en la Gruta de Ylferdun; ahora está allí, a veinte kilómetros de Bel, la ciudad del rey. Éste os ruega que vayáis a matarlo antes de que destruya toda la región.

El muchacho se enderezó al quedar libre de su misión, con un aspecto de serenidad noble de mártir en su cara, muy parecido a alguien sacado de una balada, pensó Jenny. Luego, como todo buen mensajero de balada, se derrumbó sin conocimiento y cayó sobre el barro líquido, lleno de estiércol.