La mayoría recordamos partes de nosotros mismos que no sobrevivieron a la adolescencia. En un momento dado, para apañárnoslas en la vida, hicimos lo que recomendaba la Biblia y dejamos a un lado las cosas de niños. Y así ocurre en La muerte del pequeño Shug, donde la muerte en cuestión no es física. En cierto modo, sin embargo, es peor aún. Es la muerte del «niño» que hay en nosotros, la muerte del alma, el final de cualquier cosa que guarde un mínimo parecido con la infancia o la inocencia.
El verdadero nombre del pequeño Shug es Morris Akins. Su padre es supuestamente Red Akins, un delincuente de profesión propenso a violentos ataques de ira. Su madre es la hermosa y alcohólica Glenda, una mujer demasiado sexy para el rural Missouri, quizá demasiado sexy para el mundo en general, una mujer que «podía hacer que un simple “hola, ¿qué hay?” sonara tan pecaminoso que corrieras a lavarte los oídos después de oírlo y luego probablemente volvieras para oírlo otra vez».
Shug no es sexy. Shug es obeso y no sabe relacionarse bien con los chicos de su edad. Tiene trece años y ha acumulado en su interior un sinfín de gritos en los años y años que lleva Red maltratándolo. Está tan solo que te parte el alma casi en cada página. La novela trata de cómo deja atrás la infancia un verano a finales de los sesenta en las montañas Ozark. Dejar de ser un niño en las Ozark probablemente nunca fuera fácil, pero estas montañas no son solo las Ozark, son las Ozark de Daniel Woodrell, un territorio despiadado. Pocos escritores han descrito esas vidas echadas a perder por generaciones y generaciones de pobreza con la precisión de Woodrell. Su obra ya es canónica en el sentido de que no cabe concebir la literatura norteamericana de los últimos veinte años sin él. Y, hasta nuevo aviso, las montañas Ozark son suyas y solo suyas, y están tan marcadas por la impronta imborrable de su poesía salvaje y sobria como lo están el Mississippi de Faulkner o la Albany de William Kennedy. En el mundo de Woodrell los violentos son la norma, no la excepción, y arrasan con toda la bondad, la empatía y la generosidad que hay en este mundo.
Cuando empieza la novela, Shug aún tiene todo eso. Se identifica con las víctimas y los vencidos. «No muy lejos había un perro atado o encerrado, un perro que aullaba y aullaba con voz lastimera, aullaba como si pudiera entenderlo, aullaba como me sentía yo». Después se topa con unos petirrojos «tan ocupados zampándose a los gusanos que siguieron ahí tan tranquilos con su festín incluso cuando me acerqué, así que me puse del lado de los gusanos y los ahuyenté a patadas».
Red, sin embargo, no tiene ni idea de lo que es la empatía. Reprende y denigra a Shug sin cesar. Utiliza a Glenda y la deja tirada cuando le da la gana; si ella protesta, recurre a los puños, con los que puede «ser muy rápido». También utiliza a Shug, implicándolo cada vez más como cómplice en los robos de medicinas que comete con Basil. La mayor parte de esos trabajitos se desarrolla en la segunda planta de una casa, por lo que, en ese verano en el que su vida cambiará irrevocablemente, Shug descubre que la altura le procura un lugar privilegiado desde el que ver el mundo, y constata que éste está «como siempre, solo que desde ahí podía ver más cosas de un solo vistazo».
Ver más mundo es un paso necesario para cualquiera que dé el paso de la inocencia a la experiencia, pero lo que Shug alcanza a ver es derramamiento de sangre, crueldad y una versión particularmente tóxica del complejo de Edipo.
Cuando Glenda se junta con un bondadoso cocinero llamado Jimmy Vin, que conduce un Thunderbird, sabemos que la matanza no se hará esperar, pero eso apenas mitiga nuestra fascinación. En todas sus novelas, pero en particular en ésta y en Los huesos del invierno, Woodrell trasciende con creces la estrecha etiqueta de escritor de country noir que le han puesto los críticos. Lo que Woodrell escribe es pura tragedia, ambientada entre gente pobre. Sus novelas tratan de temas escandalosos —asesinato, tribalismo, incesto y la estupidez de la regeneración a través de la violencia como concepto— sin caer en el sensacionalismo en su manera de narrarlos. Escribe, en cambio, con una claridad poética tal que su prosa parece lavada y relavada en un arroyo frío.
Una vez enterrados todos los muertos (por lo general en fosas sin nombre) y saldadas todas las cuentas (al menos hasta el siguiente ciclo de venganzas), y una vez que se ha hecho añicos el «frasco en el que [Shug] escondía todos los gritos de [su] vida», concluye nuestro viaje por una de las obras maestras literarias del último cuarto de siglo. No conozco a nadie que haya leído esta novela y no se haya sentido fascinado y transformado por ella. Porque lo que muere en este chico es lo que todos rezamos porque no haya muerto en nosotros, aquello que, en lo más hondo de nuestro corazón, nos tememos que hace mucho tiempo que desapareció.
DENNIS LEHANE