Apéndice 1
¿Cuánto hay de las montañas Ozark en mí?

Dos horas antes de empezar este escrito, tuvimos otro encontronazo con los del laboratorio de meta de la esquina, nuestros vecinos más cercanos por el oeste. El macho dominante de esa casa se autolesiona; tiene docenas de cicatrices de pequeños cortes en los brazos. Lleva coleta, es un viejo conocido de todos los polis del pueblo y no se ha puesto una camisa en su vida. Nos acusó de «mirarle de arriba abajo» al pasar por delante de su casa, algo que no podemos evitar hacer muchas veces al día. En otros tiempos, esa casucha destartalada fue hogar de agresores sexuales, violadores y pedófilos, otros adictos a la meta y algunos delincuentes a los que habría que llamar generalistas: mañana les detendrán por el delito que más fácil les resulte cometer esta noche. No es fácil llevarse bien con los adictos a la meta. Son impredecibles y a menudo violentos cuando llevan varios días sin dormir. Ponemos cuidado en no meternos donde no nos llaman, dentro o fuera de la legalidad, pero cocinar meta libera toxinas y supone un peligro para todo el vecindario. Hace diez años había varios laboratorios como ése funcionando en el barrio, pero ya solo queda uno, el de esa casa, y esos yonquis tendrían que ir haciendo las maletas ellos también.

Mi madre nació a menos de cien metros de mi casa. La suya fue la primera generación que se crió ya en la ciudad, y de niña jugaba en mi jardín. Alcanzo a ver el tejado de la casa de su padre desde el porche de la mía cuando los árboles están pelados. Los dos lados de mi familia, el materno y el paterno, llevan mucho tiempo viviendo en las montañas Ozark. Fue muy difícil desde el principio ganarse la vida en esta región de animales salvajes y escasa tierra fértil, y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Mi familia paterna, los Woodrell (con apellidos tales como Mills, Terry, Dunahew y Profitt), llevan aquí un poquito más de tiempo que mi familia materna, los Daily (Davidson, DeGeer, Riggs y Shannon). Los Woodrell llegaron a este continente hacia 1690 y se asentaron en esta región en la década de 1830, procedentes de Kentucky y Tennessee, que se habían convertido en estados demasiado civilizados y fácilmente gobernables para su gusto. Los primeros colonos blancos vinieron aquí para liberarse de las numerosas limitaciones que suelen ir de la mano de la civilización: sheriffs, impuestos y la conformidad con las normas de la sociedad. Buscaban vivir aislados. Mi familia nunca ha creído mucho en la justicia esencial de un orden social que se rige por el dinero; aquí siempre se ha dado por hecho que los poderes arraigados eran corruptos y corruptibles, y por lo tanto había que rehuirlos y evitarlos, excepto cuando eso no era posible y no había más remedio que pagarles tributo.

Un antepasado mío de la rama Davidson mató a un hombre en el centro del pueblo, delante de numerosos testigos, y hubo que venderlo todo —las tierras, el ganado y todo lo que diera un poco de dinero— para salvarle de la cárcel. Mató a su amigo de toda la vida, un hombre que siempre le ganaba en las competiciones de lucha que solían amenizar las meriendas campestres. Se emborracharon en Washington Avenue y decidieron luchar en la calle. Esa vez ganó Davidson, pues el otro hombre no podía tenerse en pie sin ayuda, y, según cuentan, sacó su pistola al saberse victorioso y dijo, disparando a los pies de su amigo: «Ahora que por fin te he ganado, qué demonios, pues ya puestos te mato». A cambio del dinero entregado a la justicia, el incidente pasó a considerarse un caso de defensa propia, y él no fue a la cárcel ni un solo día. Eso ocurrió hace más de un siglo, pero aún lo recordamos, como también lo recuerda la familia de la víctima: hasta en la década de 1970 hubo roces cuando mi hermano mayor salió con una chica que llevaba ese apellido.

Me crié escuchando esas historias, y las viejas historias se mezclan unas con otras cuando se cuentan; las fechas y los hechos se confunden. ¿Cuándo ocurrió esto y lo otro, en 1885, en 1965 o no ocurrió nunca? ¿Esa historia les pasó a los DeGeer o a los Dunahew? Las historias violentas son las primeras que recuerdo —son muchas y me alimentaron de niño— pero ahora me interesa más saber cómo la abuela Mills perdió un trozo de nariz por una enfermedad; cómo mi padre se dejó un palmo de piel de la pierna cuando era niño en la cerca de alambre de espino de un huerto cuyo dueño le sorprendió robando melones; cómo el abuelo Daily iba a misa los domingos a lomos de una mula para impresionar a las chicas. Me gustan los trenes que surcan la noche, los perros que ladran a los mapaches y escuchar durante horas el viento que sopla en las colinas y aúlla sobre los arroyos. Miles de veces he sido testigo aquí de la bondad de la gente. Por lo general es un placer vivir entre tantos individuos que se niegan a acatar hasta las normas sociales más sencillas si les resultan insoportables. Por supuesto, esta manera de ser puede meterte en líos. Algunos de mis parientes cercanos han estado en la cárcel, unos cuantos recientemente, no por robar, eso jamás, sino siempre por negarse a tomarse en serio todas y cada una de las míseras leyes que nos gobiernan: no hay quien te salve de meterte en líos alguna que otra vez cuando amas la vida con tanta pasión.

Creo que me hice escritor por mi abuela Woodrell. Estaba orgullosa de haber ido a la escuela y terminado tercero de primaria, aunque apenas sabía leer y escribir. Se ganaba la vida con el trabajo doméstico: doncella, cocinera y ama de llaves. Mi abuelo era un borracho que abandonó a la familia cuando mi padre era muy pequeño. La abuela crió sola a sus tres hijos, uno de ellos con leucemia, tres hijos que estaban siempre muertos de hambre. A los nueve años mi padre era el único sustento de la familia. Mi tío James Mills se alistó en la marina, y mi tío Alfred agonizaba en el salón de la casa, por lo que mi abuela tuvo que dejar su empleo para atenderle. Mi padre repartía periódicos y trabajaba en unos billares, donde muchas veces se quedaba a dormir para no tener que oír cómo su hermano del alma luchaba por respirar. Los fines de semana los pasaba ayudando en la granja de una familia polaca a la que quiso mucho, fue muy feliz allí, y me llamó a mí Daniel en honor al hijo de esa familia, muerto en la guerra. Mi padre nunca se volvió malo ni se convirtió en un delincuente, aunque uno de sus recuerdos de infancia favoritos era el de la noche en que su primo mayor C. llamó a la ventana de su habitación y le pidió que le ayudara a escapar de la zona, a escaparse para siempre, y él lo hizo, y siempre lo recordaba con alegría. Una infancia difícil donde las haya, pero mi padre se las apañó para descubrir los libros y se entregó con pasión a la lectura. Leía siempre que tenía un momento libre. Gracias a la guerra vio mundo y descubrió también mejores bibliotecas, y todo lo que vio y lo que leyó le apasionó. Siempre ha sido difícil ganarse la vida en las montañas Ozark, cada generación cribada y mermada conforme la gente iba emigrando a Detroit, Houston, Cincinnati y Kansas City por la hillbilly Highway. (Steve Earle tiene una canción muy buena sobre el tema). Cuando yo era pequeño, mi padre tomó esa autopista y nos llevó a St. Louis para ganarse allí la vida un poco mejor y poder estudiar, que era su sueño. Tuvo tres hijos y vivió en una casa destartalada de seiscientos metros cuadrados en la que nunca hubo menos de cinco habitantes, a veces siete. Trabajaba todo el día vendiendo metal y durante años fue a clases nocturnas en la Universidad de Washington. Conservo muchísimos recuerdos de mi padre, ya adulto, haciendo los deberes en la mesa de la cocina, bebiendo una lata de cerveza tras otra mientras estudiaba y fumando cigarrillos Pall Mall. Crecí pensando que hacer deberes e ir al colegio era un gran privilegio. Descubrí joven la pasión por la literatura, y es un hábito que aún no he conseguido quitarme. Creo que mi abuela analfabeta le inculcó a mi padre algo importante que cambió el futuro de sus hijos, de los que quisieron darse cuenta de ello. A los veintitrés años declaré que sería escritor o una pesadilla, y él dijo: «Pues ojalá que seas más bien lo primero»…

A dos manzanas de mi casa hay un gran cementerio antiguo, y en sus tumbas descansan muchos de mis parientes. Paseo por él a menudo. De vez en cuando descubro en algún rincón perdido parientes que no sabía que estuvieran allí enterrados. Un Davidson asesinado y abandonado en una cueva, un caso que nunca se resolvió. Un Mills fallecido en un horrible naufragio que no creemos que se debiera a causas accidentales. (No tenemos pruebas, pero sabemos quién lo hizo). Bebés muertos, víctimas de la gripe, cuánto dolor. Pienso en las carretas que mis ancestros empujaban por los montes Apalaches, con todo un cortejo de niños y cerdos, en su esfuerzo de años y años por arrancarle el sustento a una tierra casi yerma. La tierra siempre fue poca y mala, pero aún más con la llegada del progreso. Cuando los barones de la madera pusieron el pie en las montañas Ozark arrasaron los grandes bosques y dejaron solo tocones y barro, un barro que la lluvia arrasaba a su vez. Se llevaron toda la madera y nos dejaron los tocones. Ésas son las Ozark que tenía que conocer, hasta la puñetera médula, para escribir como escribo.

DANIEL WOODRELL