Le dejé preparar todo el día el equipaje. Metió sus cosas en cajas de cartón. Me gustaba cómo movía las manos, doblando ropa limpia recién cogida de la cuerda de tender. Me gustaba cómo tarareaba mientras sus manos se movían.

—No se te olvide llevarte esos vestidos con los que estás tan guapa según él. Una auténtica muñeca.

En total seis cajas de cosas que llevarse.

—Volveremos por aquí dentro de un año o así —me dijo—. Quizá menos.

Dejé que siguiera haciendo el equipaje.

—Todavía es pronto —dijo ella cuando se dio cuenta por primera vez de que él se retrasaba—. Se habrá quedado a tomarse una copa de despedida con la gente del Echo. Seguro que estará ahí. No es tarde todavía. No estarás tan mal en casa de la abuela —añadió—. Y dentro de unos años te alistarás en los marines.

El sol le dio la espalda, como burlándose de ella. El crepúsculo despeñó sus esperanzas. No dejaba de mirar el camino que atraviesa el cementerio, lo vigilaba, preocupada, suspirando al ver que no venía nadie.

—No te olvides de cepillarte el pelo como a él le gusta —le dije.

—Se le habrá estropeado el coche.

—Sí, seguramente.

Cuanto más se desesperaba, más dulce se volvía. Le preparé su té. Seguía sin apartar los ojos del camino, mientras se hacía más de noche.

—Está Johnny en la tele —le dije—. ¿Quieres ver a Johnny?

Le preparé otro termo de té cuando terminó el programa de Johnny.

—No sé qué demonios pasa —me dijo—. A lo mejor prefiero no saberlo.

—Sabes lo que necesitas saber. Que él no va a venir. No va a venir a buscarte.

—No hace falta que lo digas así.

—Te ha dejado tirada, Glenda, te ha dejado tirada. Jimmy Vin no va a venir.

Estaba destrozada. Hecha polvo. Sus esperanzas, hechas añicos. Se sentó a la mesa, apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados y lloró hasta que las lágrimas formaron un charquito junto a sus manos.

Tiré para atrás de su cabello negro con los dedos para mirarla a la cara mientras lloraba.

—No estás sola.

Nos quedamos así toda la noche.

—Pero tú no me dejarás tirada, ¿verdad, cariño?

—No.

—Tú eres diferente, cariño. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que eres diferente de todos los demás?

—Así me has educado tú.

—Pero ¿cómo nos apañaremos con el dinero?

—Yo puedo conseguir dinero.

—Y ¿cómo, cariño?

—Eso a ti no te importa.

A lo largo de la noche no hizo más que emborracharse más y más y apegarse más y más a mí. Me abrazó un montón. Bailamos sin música hasta casi el amanecer. Apoyó la cabeza en mi hombro. Olía bien. Sus labios me acariciaban el cuello.

—Como más me gustas es con esos pantalones largos verdes que te pones a veces —le dije.

—Oh, mi vida, ya están guardados en la maleta.

—Te he dicho que son mis preferidos.

Abrí la puerta mosquitera y salí al porche. Me senté de cara al sol. Ella no tardó en asomarse a la puerta y me susurró algo. Me volví para mirar cómo iba vestida.

Me había hecho caso.

Levanté los ojos al sol, y ella se colocó detrás de mí. Sentí sus rodillas en mi espalda. Había algo raro en el sol. No estaba tan redondo como siempre, pero brillaba fuerte. Todo ese sol sobre mí, y nada que yo quisiera ver. Miré al sol hasta que ya no pude ver nada. Sentí sus dedos en mi pelo. Levanté las manos, las llevé hacia atrás y acaricié sus largas piernas dentro de esos pantalones verdes tan, tan suaves. Le acaricié las piernas de arriba abajo. Ella no se movió. Yo no veía nada más que luz, una mancha borrosa de luz. No se movió cuando subí las manos y la acaricié más arriba.

Diría que ya nunca más se levantó el sol como siempre para ella y para mí.