El viento soplaba con fuerza, y la funda de almohada blanca que colgaba de mi cinturón se agitaba como el ala de un pájaro herido, aleteaba para alzarme del canalón. Llevaba un escoplo en el bolsillo trasero. Esa noche había bueyes en los corrales. Alcanzaba a verlos desde donde me encontraba, agarrado al canalón. Habían puesto un marco nuevo en la ventana del médico. Estaba pintado de un rojo apagado a juego con los ladrillos. Los bueyes yacían acurrucados en los corrales, muy tranquilos, esperando la aurora y los cuchillos de los matarifes. No se movían ni mugían. Me subí al alféizar y saqué el escoplo. Observé un momento el mundo desde esa altura. Estaba como siempre, solo que desde ahí podía ver más cosas de un solo vistazo. Todos esos bueyes ahí acurrucados, esperando. El ala se agitaba en mi cinturón. Esta vez levanté un pie y pateé el cristal de la ventana, y luego pateé de nuevo los trozos afilados que quedaban para arrancarlos del marco. El cristal tintineó al romperse. El viejo médico estaba pasando por una mala racha. Debía de estar sin blanca, pues había intentado reparar los viejos armaritos desvencijados en lugar de comprarse otros nuevos y mejores. Los forcé con ayuda del escoplo. Se abrieron con menos golpes que la otra vez. Llené la funda de almohada hasta que estuvo bien gorda y luego me la volví a atar al cinturón. Regresé al canalón, me agarré a él y bajé. Ahora el ala blanca colgaba de mí. Ya no se agitaba. Los bueyes no se movieron ni cuando pasé por su lado diciéndoles: «¡Muu! ¡Muu! Por aquí, estúpidos, por aquí. ¡Muu! ¡Muu!». Di la vuelta a la plaza mugiendo y pasé por delante de tiendas cerradas, recorrí aceras oscuras y llegué hasta la calle en que vivía esa tal Patty. El Mustang blanco estaba aparcado junto al bordillo. Abrí la puerta y volqué todos los frascos y las cajas de medicinas sobre el asiento del acompañante, y luego eché a correr. No era mucha distancia hasta mi casa, pero cuando llegué estaba empapado en sudor, un sudor asqueroso y maloliente.