Durante un tiempo los días normales fueron un poco distintos. A veces me daba la impresión de que la casa se estremecía. Pasaban las cosas de siempre, pero ya no parecían las de siempre, y cada día pasaban cosas que nunca habían pasado antes. Una casa que se estremece lo tira todo por los aires. Jimmy Vin guardó las distancias y la dejó sola con sus pensamientos, y ella estaba borracha a todas horas. Empezaba el día esperándolo, intentando sonreír, esperando, cada vez más nerviosa, pero él no venía. Antes de mediodía se encerraba en su habitación con su termo y se tumbaba en la cama, y de vez en cuando me preguntaba si veía el Thunderbird rondando por ahí.
—No. Deja ya de preguntar.
El cementerio me tenía ocupado. Había zonas con malas hierbas que nunca me había parado a arrancar, y ahora las dejé prácticamente calvas. Algunas de las lápidas más antiguas, las blancas que estaban en la parte más vieja del cementerio, se habían derrumbado antes incluso de nacer yo y desde entonces se sostenían apuntaladas con montones de piedras planas más pequeñas. La mayoría estaban torcidas. Me fijé en cómo estaban apiladas esas piedras y las volví a apilar de nuevo, para que las lápidas se sostuvieran mejor. Hice los montones a mi manera, como yo quería. Los nombres seguían sin leerse, pero las viejas lápidas se erguían ahora algo más orgullosas. Algunos días derrumbaba de una patada los montones de piedras y los volvía a levantar de nuevo.
—Deja ya de preguntar.
Me habría gustado saber si Red estaba enterrado y si los gusanos ya se estaban comiendo las partes blandas de su cuerpo. Los ojos, los labios, las orejas, la lengua. Legiones de gusanos zampándoselas. Gusanos entrando y saliendo de su carne. ¿O todavía estaban reptando bajo tierra, rumbo a su cuerpo? ¿Estaría enterrado muy hondo envuelto en algo duro que frenara el avance de los voraces gusanos? O tal vez se habían limitado a aparcar el coche al borde de un barranco y lo habían hecho rodar hasta abajo, entre la maleza y los hierbajos, para que descansara al aire libre, y allí las bestias salvajes y hambrientas lo olisquearían y devorarían primero las partes más blandas de su cuerpo. Y, cuando las bestias hubieran engullido hasta hartarse, acudirían los gusanos reptando a zamparse lo que quedara pegado a los huesos.
—¡Que no, joder! Deja ya de preguntar.