—A quién se le habrá ocurrido la estúpida idea de poner una señal justo ahí —dijo la abuela, fumando en el calor de la tarde un largo cigarrillo que solo había encendido a medias. Los pies no los movía, pero se balanceaba como la hierba al viento. Tenía los párpados medio cerrados y una mirada como de vaquero que vigila una pradera recalentada. El cigarrillo se consumía solo por un lado.

—Es una señal de stop, Ma —le dijo Carl.

Los tres, la abuela, Carl y yo nos quedamos mirando la señal. La abuela la había derribado. Habíamos estado repartiendo periódicos, y ella por alguna razón quería dar marcha atrás, pero los refrescos se le cayeron encima, se subió a la acera y empotró la camioneta contra la señal.

—Anda y que le zurzan —dijo. Y soltó un ruido, eso que llaman una risita socarrona. Se dio una palmada en la rodilla. Al hablar metía para dentro los labios y luego los sacaba junto con las palabras—. Serán imbéciles, mira que poner una señal justo ahí, les está bien empleado.

—Es una esquina, Ma. Las señales de stop se ponen en las esquinas.

Cuando estaba borracha, la abuela daba órdenes a la carretera y debía de creer que iba a obedecerlas. Quería que hubiera una curva, o que apareciera enseguida otro carril o que se quitaran de delante todos los demás coches. Los desconocidos no sabían muy bien si estaba borracha o no, pero yo sí. Cuando estaba borracha, la abuela se ponía chulita. Se envalentonaba. Cuando empezaba a alardear de lo que se le pasaba por la cabeza, más te valía bajarte de la camioneta y largarte, porque si te quedabas ya te podías ir preparando para chocar contra algo.

—Venga, vamos a levantarla —dijo Carl—. Ésos que están ahí lo han visto todo.

—Espérate tú que no vaya y les meta un sopapo a todos, a ver si aprenden a no meterse donde no les llaman.

—No, nada de hostias, Ma.

Estaba de pie junto a la camioneta llena de periódicos enrollados, y el motor seguía encendido, por lo que vibraba detrás de ella, soltando humo por el tubo de escape.

—Estoy segura de que podría hacerlo sin problemas.

—Y yo estoy seguro de que vas a acabar en la cárcel si no arreglamos la señal ahora mismo.

—No hay cárcel que pueda pararme a mí, hijo.

—¡No te muevas de ahí! —Carl llevaba unos pantalones beis largos, normales y corrientes. No quería que se le viera el cráter. Todavía cojeaba un montón cuando fue hasta la señal—. Échame una mano, Shug.

Entonces le dije lo que ya había visto.

—La señal está toda torcida, Carl.

—Torcida, ¿eh?

—Casi tiene forma de herradura. Ahí abajo, mira. Una herradura no hay manera de ponerla derecha.

Carl se medio apoyó en mí, olía como siempre, a tabaco y cerveza. Ya le había crecido un poco el pelo, le llegaba hasta las orejas, y estaba intentando dejarse bigote, pero por ahora tenía solo cuatro pelos. No pesaba mucho, y nos quedamos los dos mirando la señal.

—No creo que podamos arreglarla —dijo.

—Va a ser imposible.

—Entonces di di mau[4], chaval. Nos abrimos. Conduzco yo.

Para que repartir periódicos fuera más divertido, nos inventamos un juego. Carl conducía sentado de lado, con la pierna mala medio estirada sobre el asiento delantero, para poder pisar los pedales con la buena, la izquierda. Tenía siempre una lata de cerveza en el regazo y la radio a todo meter. La abuela se asomaba por la ventanilla delantera, y yo, por la trasera, y lanzábamos los periódicos, apuntando al porche de la casa o a la acera. Atinar en el porche valía cinco puntos, y en la acera, dos.

—Tienes que apuntar mejor —le dije.

—Ten cuidado no te vaya a apuntar a ti a la cabeza.

—No tengas mal perder, abuela.

—Todavía no he perdido, gordito.

Tenía que indicarle el camino a Carl, porque no se sabía todas las casas de la ruta de reparto. Le decía «¡Ésa de ahí!», y uno de los dos lanzaba el periódico. Carl contaba los puntos. Íbamos a casas de todas clases, menos a las muy pobretonas como la nuestra, por lo visto en ésas a casi nadie le interesaban las noticias. En algunas de las casas más ricas el porche estaba rodeado de arbustos supertupidos o lo que fuera, y a veces al lanzarlos los periódicos se quedaban enganchados entre las ramas. Cuando eso ocurría, tenía que bajarme a recuperarlos. Tenía que rebuscar entre las ramas hasta encontrarlos. A veces las espinas pinchaban, o me arañaban, pero nunca llegaban a hacerme sangre, así que no pasaba nada. Volvía lleno de arañazos y le decía a la abuela:

—Tira bien, abuela. O, si no, no tires.

—Si yo fuera una maricona como tú, chico, no lo iría diciendo por ahí.

No sé cuántos periódicos lanzamos, pero me parecieron un montón. Los dueños estaban fuera, regando el césped, y nos saludaban al pasar. Los niños golpeaban pelotas de plástico con bates de plástico. Agachadas en los parterres de flores, paleta en mano, las mujeres removían la tierra. En algunas casas se oía gente preparando la cena.

Cuando terminamos la ruta, Carl nos anunció el resultado.

—Bueno, lo suyo es que seas capaz de ganarle a la vieja de tu abuela —me dijo ella.

—Y es lo que he hecho.

Carl fue hacia el cementerio y subió hasta casa. Frenó y bajó el volumen de la radio. La puerta principal estaba abierta, pero no había ningún coche en la entrada.

—Lo suyo es que seas capaz de ganarme.

—Y lo soy.

—Me pondría tristísima si no pudieras ganarme.

—Pero sí que puedo, abuela. Te he ganado. Y te ganaré por más la próxima vez.

Carl estaba cantando una canción que sonaba en la radio, pero se volvió para mirarme y soltó un par de carcajadas.

—¿A qué esperas para bajar? —dijo la abuela—. Baja ya y corre con tu mamaíta. A ver si tiene una galletita para ti.

—Ya me voy. Nos vemos, Carl.

Alguien que sangraba había dado vueltas y vueltas por toda la cocina. Había platos rotos por todas partes, un desastre. La sangre había dejado extrañas manchas y salpicaduras en los fogones, las paredes, el suelo y el techo. Los platos que se podían romper estaban todos hechos añicos en el suelo. En la radio sonaban viejas canciones de rock and roll. A la mesa le faltaba una pata y estaba inclinada hacia abajo, el tablero tocaba el suelo como si se hubiera arrodillado para suplicar.

Teníamos ya la costumbre de que, cuando venía Jimmy Vin de visita, yo me subía al tejado del cobertizo a vigilar. Nunca sabía bien del todo qué vehículo tenía que identificar, qué ruedas nos traerían la desgracia. Red podía aparecer en cualquier coche, en cualquier camioneta, yo buscaba su tupé engominado y sus brazacos.

Saqué la navaja.

Otras veces Jimmy Vin pasaba a recogernos en el T-Bird y nos llevaba a sitios que le gustaban. Los dos se reían mucho juntos. Sonreían sin parar, menos cuando ella se asustaba por algo y bajaba la cabeza. A él le gustaba comer, así que íbamos sobre todo a restaurantes. Había uno en el lago donde servían unos espaguetis supergordos y rodajas de salchicha con una salsa de tomate que nunca había probado antes. A Glenda y a mí nos gustaba muchísimo esa comida, nos chupábamos los dedos una y otra vez, hasta que él comentaba: «Le falta ajo. Se han pasado con el azúcar en la salsa. Pero, quitando eso, está muy bueno».

El agua borboteaba en el fregadero. Todavía corrían regueros de sangre por todas partes. Sonaba esa música que no me gustaba nada, así que la apagué.

A él siempre le había gustado gastar, y eso hacía que a ella se le iluminara la mirada. Él nunca miraba los precios de la carta, solo la comida. Solía decirle al cocinero que añadiera tal o cual cosa a lo que pedía. «Algo tan simple como añadirle una rodajita de cebolleta a una hamburguesa la convierte en un bocado exquisito». Dejaba tan buenas propinas que las camareras nos acompañaban hasta el aparcamiento, deseándonos un buen día.

Unas manos habían dejado marcas de sangre por toda la pared hasta el pasillo. Las marcas estaban emborronadas. Su dormitorio estaba al fondo del pasillo. Su dormitorio con la cama estaba al fondo del pasillo.

No habían tardado en empezar a besarse delante de mí.

Abrí mi navaja y avancé sin hacer ruido.

Unas sábanas habían aterrizado en el pasillo.

Algunas cosas las quería a su manera. Quería que ella se pusiera ese peinado redondo y duro, como un casco de pelo, con mucha laca. Opinaba que con el maquillaje siempre era mejor pasarse que quedarse corto. «Tengo los gustos bien definidos —decía—. Eres una auténtica muñeca».

Había largos mechones negros en la sábana, mechones de pelo como los que quedan en el suelo después de una pelea de gatos.

El tipo llevaba unas corbatas superelegantes para lo que se estilaba por aquí.

Cuando estábamos solos, ella no paraba de hablar de él.

—¿No crees que sería un buen padre?

—No me gustan los padres. Son una mierda.

El dormitorio no tenía tan mal aspecto, si no fuera por unas cuantas cosas tiradas por el suelo. Entré buscando cadáveres. Pensaba que habría cadáveres. Nunca había imaginado que tuviera que ser yo quien los encontrara.

Otro día me había sentado en el capó del T-Bird a vigilar, y desde allí donde estaba no oía mucho sus voces ahogadas ni el ruido que hacían. El cielo estaba de ese humor gris, ese humor gris en un día cálido que quizá anuncia lluvia, lluvia y mal tiempo, o quizá no, quizá no llueva, quizá el cielo se quede así de gris y haga mucho calor toda la tarde. Se había levantado viento, y los pájaros habían corrido a refugiarse en los árboles del cementerio. Ellos salieron de la casa abrazados. Cuando él se fue, ella me abrazó a mí. Ahora sí tenía tiempo de abrazarme. Me zafé de su abrazo.

—Oh, Shug, ¿me odias? Dime que no me odias.

—Déjalo ya, Glenda.

—Dilo. Dímelo, mi vida.

—¿Es que lo parece?

—Podría ser. Podrías odiarme, y si es así quiero saberlo.

—¡Que no te odio, joder!

Abrí la puerta mosquitera y me quedé ahí, con un pie dentro de la casa y los ojos fijos en el cielo gris y ventoso.

—No hace falta que me grites.

Cerré de un portazo y luego me volví a mirarla a través de la mosquitera.

—Abróchate bien la blusa.

Los cadáveres no estaban en el dormitorio. Así que fui al cuarto de la tele, pero allí no parecía que hubiera ocurrido nada.

La pata de la mesa había aterrizado detrás de la nevera. La recogí. En el extremo más ancho había sangre y pelos pegados. Me la llevé al retrete y me puse a rasparla con la navaja sobre el charco de agua del váter. Lo que había pegado era un trozo de carne arrancado de alguna parte del cuerpo de una persona. Quizá un labio. O una oreja. Casi casi un párpado, pero seguramente no. La carne parecía triste sin la cara a la que pertenecía. Chorreó hasta el váter y cuando tocó el agua, tiré de la cadena.

Volví a la cocina y me fijé en que había una bota dentro del fregadero.

El agua borboteaba encima. La bota tenía alas blancas de águila.

Me faltó poco para desmayarme.

Lavé la pata de la mesa en el fregadero. Levanté la mesa de donde estaba tirada en el suelo y le volví a poner la pata para que se sostuviera. Cogí el cepillo, la fregona, un cubo con agua y una esponja. Empecé por barrer los platos rotos. Recogí del suelo los que no estaban rotos. Ya casi había terminado cuando vi la sartén negra debajo de una silla. Tenía algo raro pegado, y me agaché para verlo de cerca. Cogí el trozo de carne de la sartén con los dedos y vi que tenía pelos.

Pelos rojos.

Volví al retrete, y los pelos dieron vueltas y vueltas como saludándome antes de desaparecer por el váter.

Limpié toda la sangre de la cocina con la esponja. En algunos sitios había salpicado en los cuadros. En su mayor parte cuadros con caras o mapas. Froté, froté y froté. Me subí a los fogones para limpiar los chorros de sangre que habían saltado hasta el techo. Había salpicaduras por todas partes. Hasta en los sitios más raros. Froté y froté, barrí y barrí, y luego pasé la fregona. Y después me puse manos a la obra con las marcas de sangre del pasillo.

Tiré el agua de la bota en el fregadero y vi que estaba llena de sangre. Restregué todo el fregadero. Crucé el jardín con la bota para llevarla al cobertizo. Trepé hasta las vigas del techo y la escondí en el rincón más alejado y oscuro.

Lo recogí todo. Me preparé de cena un bocata de mortadela con mayonesa. Puse la tele y me senté a ver lo que fuera. Estuve ahí mucho tiempo. Encontré unos restos de patatas fritas en una bolsa y me los comí.

Ella entró cuando yo estaba viendo la tele. La oí ir de un lado a otro de la casa. Oí sus pasos por el pasillo. La oí en la cocina. No hice un solo ruido.

Sabía que estaba en el umbral mirándome mucho antes de que hablara.

—¿Qué hay, Shug?

—Ya he comido.

Un ratito después seguía ahí mirándome, y entonces apareció él, y ella le dijo:

—Ya ha comido.

—¿Ah, sí?

—¿Qué has encontrado de comer?

Me volví para mirarlos, él tenía un chichón morado en la frente. Le había salido un bollo negro debajo del ojo izquierdo que le hacía bizquear. Y le vi las aletas de la nariz llenas de costras, como cuando has sangrado. Ella estaba pálida y asustada, con el cabello revuelto. Los dos tenían manchas en las rodillas y las manos muy sucias.

—Mortadela.

Él señaló la cocina y la miró perplejo, con los ojos muy abiertos, pero ella solo se encogió de hombros dos o tres veces.

—¿Mortadela? —dijo ella—. ¿Solo eso? Entonces supongo que no te vendrá mal un tentempié, ¿no?

Volví los ojos hacia el televisor. Me puse a ver lo que estaban poniendo. Un programa de no sé qué.

—Sí, no estaría mal.