Red estuvo fuera bastante tiempo, hasta una tarde en que llegó a casa en una camioneta bicolor, amarilla y beis, se paró delante de la entrada trasera y dijo:

—Me llevo al chico a pescar.

Estábamos en los escalones de cemento, y Red nos dijo eso sin bajarse de la camioneta. Nos habíamos sentado a la sombra. Uno de sus brazos colgaba fuera de la ventanilla, levantó el otro y se llevó el puño a la barbilla para apoyarse en él. Vestía una camiseta comprada en una tienda, blanca, sin mangas y con cuello de cisne. Llevaba el tupé bien peinado y engominado. Tenía su típica mirada vidriosa.

—No —dijo Glenda—. No creo que él quiera ir a pescar.

—He venido a llevarme al chico a pescar.

—Él no pesca. No le gusta el pescado.

—No hace falta que se lo coma, bruja.

Red me echó esa mirada suya, muy fija, que me hacía sentir que los gusanos que hay bajo tierra ya se me estaban colando por las cuencas de los ojos, metiéndose por el cerebro y por toda la carne. Esa mirada suya que me amenazaba con una muerte rápida que se hace eterna.

—Red, por favor —le suplicó Glenda—. Por favor te lo pido, Red.

—Pero ¿qué coño pasa? Soy su padre, ¿no? ¿No se supone que un padre tiene que enseñar a su hijo a pescar y todas esas paridas? ¿Eh? Y, puesto que soy el padre de Morris aquí presente, digo yo que me corresponde a mí enseñarle. ¿O no? ¿Es que no lo ves tú así?

—No me vengas con chorradas —le contestó ella—. Hasta ahora, que yo sepa, nunca te ha interesado pescar, así que ¿por qué ahora, de repente?

—Déjalo ya, ¿quieres? Deja ya de entrometerte entre un padre y su hijo.

Yo no hacía más que preguntarme de dónde habría salido esa camioneta. Tenía un motor potente que rugía, cuatro velocidades y, en la trasera, sobre el suelo cubierto por una fina capa de paja maloliente, había una perrera de contrachapado sin perro dentro. También había una neverita blanca.

—Es más sencillo que me vaya con él y ya está.

—¿Por qué vamos a recogerla?

—Porque ella también se viene.

—¿Para qué la necesitamos?

—Porque las cañas son suyas, ¿vale?

Ese día hacía un calor de pleno verano. Todo el mundo se movía despacio. Los perros se metían debajo de los porches y no salían a jugar. La gente se enfadaba cuando alguien se ponía en medio, bloqueando el aire del ventilador. En la carretera, algunos trozos de alquitrán burbujeaban como tortitas negras en una sartén, a punto para darles la vuelta. Todo lo que normalmente no olía muy bien ahora apestaba.

—¿Cuándo tienes la vista con el juez de menores?

—No lo sé. Pero ya no faltará mucho.

Patty no nos saludó cuando aparcamos delante de su casa. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó. Luego se volvió y cogió una bolsa de papel marrón. Tenía el pelo suelto, le llegaba casi hasta el culo. Llevaba vaqueros, una camiseta naranja con un árbol de ésos que crecen en las playas dibujado y unas zapatillas que no podían estar más hechas polvo.

Red se inclinó para besarla. El beso fue a parar a su mejilla porque ella apartó la boca.

—Vaya, la princesita está de morros. Bueno, qué, ¿vienes o no?

—Llegas tarde.

—Sí, vale, ¿y? ¿Para qué coño te molestas en recordármelo?

Bajé para dejarla subir. Red tiró a la trasera un montón de cosas que cayeron haciendo un ruido metálico. La bolsa marrón olía a comida. Ella se sentó entre los dos, con la palanca de cambios entre las piernas. Para cuando llegamos a las afueras del pueblo ya le había puesto la mano izquierda en el cuello a Red y le estaba acariciando el nacimiento del pelo.

—Nunca nos han presentado, jovencito —me dijo al cabo de unos kilómetros.

—Ni falta que hace.

—¿Quieres que te parta la cara? Ahora mismo la saludas y le dices cómo te llamas.

El bosque se había hecho más tupido a ambos lados de la carretera. Los árboles no dejaban ver nada que no estuviera muy cerca de la cuneta, o a corta distancia por delante y por detrás de la camioneta.

—Hola. Shuggie.

—Vale. Con eso vale, Red. Ya lo ha dicho. Puedes llamarme Patty, sin más.

La carretera era gris pero brillaba al sol y nos llevaba entre curvas por espesos bosques lúgubres, monte arriba hasta crestas desde donde muy, muy abajo se veía correr un río entre riscos rocosos. Los rayos del sol se reflejaban en el río y teñían las aguas de un dorado opaco. Entonces el bosque volvió a cerrarse sobre nosotros, como un túnel, hasta que bajamos la otra ladera y llegamos a un puente negro que parecía un esqueleto, con el suelo hecho de anchos tablones de madera clara que temblequearon cuando pasamos por encima. En un cartel leí: «Twin Forks River».

—Hará por lo menos tres años que no veía este río.

—¿Ha cambiado algo?

—Pues no.

—Entonces no te has perdido nada.

Al otro lado del puente la carretera pasaba a ser un camino de tierra. En esa parte del bosque habían talado muchos árboles, y la hierba estaba segada. Había unas cuantas mesas de picnic, una fuente y un retrete. Red escupió al pasar por esa zona civilizada y siguió adelante por un sendero con profundas rodadas. Era muy estrecho, y a los lados las hierbas altas se inclinaban para arañar la camioneta a nuestro paso. Al cabo de un rato el sendero desembocó en una ribera plana y pedregosa delante de unos altos riscos que nos contemplaban desde el otro lado del río.

Un gran pájaro negro con un cuello claro tan largo como tres o cuatro cuellos levantó torpemente el vuelo desde la orilla y se alejó por el barranco.

Red aparcó sobre las piedras, frente a los riscos.

—Busca en la guantera, nena, y dame una avispa.

—¿Solo una?

—Por ahora.

El río que corría a mis pies sonaba igual que un grupo de amigas que parlotearan a pocos pasos de mí y me hacía sentir a gusto. Me entretuve tirando ramitas al agua y viendo cómo flotaban tan contentas hasta desaparecer. La corriente era bastante fuerte, con olitas como las que hace el azúcar glas sobre las tartas, y las piedras que lanzaba no rebotaban muy bien. Olía como el agua de un pozo, solo que se juntaba también una mezcla de olor a algas y a peces.

Los aparejos de pesca estaban hechos un lío, y nos costó prepararlos. En cuclillas sobre las rocas, fumando, Red y Patty trataban de desenredar los sedales.

—Todo esto era de Dave —dijo ella—. No se lo llevó cuando se fue.

—Me parece que voy a necesitar una cerveza para aclararme con el lío que dejó el bueno de Dave en esta mierda.

—Ahora te la traigo.

Había cabezas de peces esparcidas sobre los guijarros. Los pájaros les habían picoteado los ojos y las escamas. El sol había recocido los cráneos hasta dejarlos tan blancos que daban miedo. No pesaban nada y no llegaban muy lejos al lanzarlos.

—Red, cariño, me parece que en los ríos no se usan corchos.

—Yo sí los uso.

—Pero en los ríos los corchos saltan todo el rato. Por la corriente. Así que si están venga a saltar, ya no te indican nada.

—Corchos y cebos, eso es lo único que sé yo de esta mierda. Nunca tuve a nadie que me enseñara a pescar. Me metieron en el trullo por primera vez a los catorce años. Allí no te enseñaban a pescar. Y de todas maneras, ¿a quién coño le importan los putos peces?

Patty se inclinó sobre él, le acarició el cuello y le dijo:

—A mí el pescado me gusta frito. Con patatas bien doraditas.

—Y ¿tú sabes lo que me gusta a mí? Las avispas. Así que dame otra.

Lo siguiente fueron los cebos.

—Pásame tu navaja, chico —me dijo Red—. Nos vamos a hacer con unas cuantas lombrices en un pispás.

Saqué mi navaja y la abrí. La sujeté con fuerza. Hace años esa navaja había sido de Red. La hoja era delgada y brillante. La sostuve a un par de palmos de su tripa, y él me sonrió, una lenta sonrisa crispada, y me cogió la navaja.

—Bonito cuchillo —dijo—. Pero, claro, lo que pasa con los cuchillos es que hay que tener huevos para usarlos.

Lejos del río, donde terminaba la playita de guijarros, empezaba otra vez el bosque. Entre los primeros árboles y la playa había una pequeña cresta de tierra, como una arruga en el terreno. El sol hacía brillar los guijarros, que parecían piedras preciosas. La cresta de tierra era marrón claro. Estaba blanda, y, al pisarla, la costra de encima se desmoronaba.

Red se arrodilló al lado y empezó a clavar la navaja en la tierra una y otra vez. La clavaba hasta las cachas. Pescar quizá no, pero eso que estaba haciendo ahora sí que le gustaba. Retorcía la hoja de la navaja, la sacaba y la volvía a clavar una y otra vez, arrancando pedazos de tierra, cosiendo la cresta a puñaladas. Clavaba la hoja y la sacaba hacia un lado, como si estuviera destripando a un vigilante nocturno, esperando ver brotar montones de lombrices en lugar de intestinos.

No había lombrices.

Vi que la hoja de mi navaja estaba torcida.

Las lombrices no viven en una cresta de tierra que se desmorona.

—Qué jodienda —dijo Red. Tiró la navaja al suelo para que la recogiera—. A la mierda. Mucha trabajera para mí.

—Las lombrices viven debajo de las cosas —dijo Patty—. Un poco más dentro del bosque, donde hay tierra buena.

—Pues ve tú a cogerlas, no te jode. —Red fue a la bolsa de la comida. Metió la manaza y rebuscó dentro—. ¿Qué has traído de comer?

—Hamburguesas. Hamburguesas caseras, nada más.

Cuando sacó la zarpa de la bolsa sostenía entre los dedos un trocito de hamburguesa. El trozo era más o menos del tamaño de una nuez sin cáscara. Cogió un hilo de pescar, lo siguió hasta llegar al anzuelo y le clavó el trozo de hamburguesa.

—Prefiero no encontrarme nunca con el pez que se coma eso —dijo Patty.

—Si estás pensando en burlarte de mí, mejor que yo no lo oiga.

Ninguno de los carretes de las cañas funcionaba. Red cogió el anzuelo y lo llevó a donde estaba el corcho. Los sujetó juntos, fue hasta la orilla del río y lanzó a la corriente el corcho y la hamburguesa, que arrastraron consigo el hilo. Cayeron hacia la mitad del río. Parecía que la fuerte corriente arrastrara al corcho. El agua no tardó en empujarlo hacia la orilla, a cinco o seis metros de donde estábamos Red y yo.

—Me encerraron y me tuvieron ahí ocho horas, chico. Les encantaría cargarme ese muerto. Desde luego que sí. —Miramos cómo el corcho iba a la deriva hacia donde el agua apenas cubría, a un metro o así de la playa. Allí no saltaba tanto, pero no servía para nada—. Dime una cosa, Shug, tú nunca… tú nunca te irías de la lengua sobre tu pa… sobre Red, ¿a que no? Tú nunca te irías de la lengua sobre el bueno de Red, ¿verdad?

—No lo he hecho.

—Quiero decir que nunca lo harías, ¿verdad?

—No soy tan tonto.

—Más te vale.

El corcho se quedó allí donde había ido a parar, golpeando suavemente contra el fondo pedregoso de la orilla. Comimos y bebimos, y el corcho no se movió. Patty hablaba de compañeros suyos del hospital que no le caían bien, y él le contestaba: «¿Ah, sí? Qué cabronazos». Las hamburguesas estaban buenas, tenían queso. Me cogí una cerveza de la neverita, una que tenía la cara de un zorro pintada en la lata, y ellos se bebieron varias cada uno. No tardaron en ponerse a abrazarse y a besuquearse a lo bestia.

—Eh, gordinflas, ¿por qué no mueves el culo y vas a bañarte un poco? —me dijo Red—. Seguro que está muy buena el agua.

El río no era muy ancho, pero había partes en las que no se veía el fondo. Donde cubría había menos olas. El agua parecía clara, pero se movía deprisa.

—No sé nadar.

—¿No sabes? ¿No sabes nadar? ¿Ni siquiera un poco?

—No sé ni mantenerme a flote.

Se inclinó hacia un lado como si estuviera pensando, que puede que así fuera, y luego asintió.

—Pues no te metas muy adentro, aunque no creo que cubra mucho.

—Además acabo de comer.

—Yo te vigilo.

—Pero ¿no dicen que si acabas de comer…?

—Venga, ve a bañarte de una vez, gordinflas. Por Dios. No seas tan cagueta. —Patty empezó a decir algo, pero él le lanzó una mirada que le cerró la boca enseguida—. ¡Venga! ¡Vete ya, hombre!

Las sombras de los riscos coloreaban de oscuro la otra orilla del río. Más de una vez un pez u otra cosa pasó por el lecho de piedras, en busca de algo de comer. El agua hacía ese ruido como de amigas que no iban a hacerme daño. Ese ruido como de voces parloteando a las que podía sumarme. Avancé hacia las voces, hasta que el agua me llegó a las rodillas, y luego un poco más adentro, y otro poco más.

El río estaba formado por fuentes subterráneas. Estaba hecho de agua muy, muy antigua, agua fría. Al principio me pareció demasiado fría, pero al cabo del rato ya no tanto, y luego se estaba genial. Me senté en el fondo con las piernas cruzadas, y el agua me llegaba justo por debajo de la barbilla.

Cuando me volví hacia ellos, ya no los vi allí. Ahora estaban junto a la camioneta, comiéndose el uno al otro. Abrieron una de las puertas. Ella se metió de culo en la camioneta, mientras él no se le quitaba de encima. La aupó sobre el asiento, y ella se tumbó de espaldas. La puerta no me dejaba ver casi nada mientras seguían besuqueándose sin parar. Pero sus pies colgaban por debajo de la puerta abierta, y pronto vi que Patty tenía los vaqueros bajados hasta las zapatillas. Entonces sacudió un pie, y los vaqueros cayeron al suelo. Él también se bajó los pantalones hasta las botas. Metió la cabeza por debajo del marco de la puerta, se puso de puntillas y desapareció de mi vista.

El río se había convertido en un lugar acogedor para mí. Mi cuerpo se acostumbró a la temperatura, y el agua no tardó en demostrarme lo agradable que resultaba ese frescor en verano. Algunas olas eran más altas que otras, pasaban de mi barbilla hasta mi boca; probé el sabor del río y me gustó.

Cuando me quedé quieto, los pececitos uno tras otro se acercaron a morderme, a lamer y mordisquear la amplia extensión de piel blanca de mi tripa. En fila, me rodearon la barriga. Me picotearon por debajo de los brazos. Como una manada, me lamieron y mordisquearon las mollas del pecho. Les gustaba mi sabor. Los peces eran pequeños y alargados, algunos beis con rayas oscuras, otros amarillos lisos, y todos se movían deprisa. Me hacían sentir que era un festín, tenía la impresión de que, si me pusiera a flotar y me dejara llevar por la corriente, se vendrían conmigo, me acompañarían, una manada de peces nadando entre las sombras debajo de mí mientras yo me dejaba llevar, cada vez más lejos.

—Eh, mueve el culo —dijo de pronto Red—. Nos vamos.

Ella no me miraba a la cara. Red no quiso esperar a que me secara. Por todas partes había latas vacías y aplastadas. Tirado sobre los guijarros quedaba un resto de hamburguesa a medio comer. Ella arrugó la bolsa de comida. Red puso la neverita en la trasera de la camioneta.

—Pasa de la chatarra del bueno de Dave —dijo—. Total, para lo que nos ha servido.

Nos sentamos como a la ida, ella en medio de los dos. Red conducía como si tuviera las manos pegajosas, tardaba en llevarlas del volante a la palanca de cambios, y sus ojos estaban más vidriosos que nunca. Ella se quedó dormida, o casi, con la cabeza apoyada en él. El sol se puso detrás de los riscos. Recorrimos el sendero estrecho, y las malas hierbas nos arañaron al pasar. Cuando llegamos al puente negro que cruzaba el río, Red puso el motor casi a dos por hora, se inclinó hacia mí y me miró. Su mirada vidriosa reclamaba toda mi atención.

—Escucha —me dijo—, Basil no es un tío para nada responsable. No, no. Nadie confía en él. No, señor. Nadie en absoluto.

Cuando lo cruzamos, el puente tembló y chirrió muy fuerte.