Salió el sol, la hierba crecía deprisa, tenía trabajo que hacer. El sol brilló varios días seguidos, y, con la cantidad de lluvia que había caído, la hierba parecía cubierta de espuma, como si fuera cerveza. Pero era una espuma de un bonito color verde muy veraniego.
Glenda me ayudó, o al menos lo intentó, hizo lo que ella creía que podía serme útil. Recogió y amontonó todas las ramitas. Cortó a mano los finos flecos de hierba que dejaba la cortacésped, avanzando a gatas por el suelo, a la luz del sol, tarareando cancioncillas mientras cortaba. Encontró tres monedas perdidas, once centavos en total. Y de cuando en cuando entraba en casa a buscar algo de beber.
A veces se enfrascaba en sus pensamientos en plena trayectoria del tractor, y tenía que gritarle para que se apartara.
—Glenda, puedo ocuparme de esto yo solo.
—No, no, cariño, quiero ayudarte.
—Pero es que yo tengo mi propia manera de hacer las cosas.
—Bueno, pero me viene bien un poco de ejercicio. Quiero quitarme este michelín de aquí. ¿Lo ves?
—Tú no tienes michelines.
—No tanto desde que te ayudo, cariño. Trabajar con este calor quema grasa. De tanto agacharse y levantarse. De tanto inclinarse. Quiero volver a estar tan guapa como antes.
Uno de esos días soleados enterraron al primer enfermo al que robé. El chico calvo de la piel que parecía niebla. Lo enterraron en la parte antigua del cementerio, en una gran sepultura familiar donde las fechas se remontaban a hace un siglo. Había quitado las malas hierbas de esa zona un montón de veces. La lápida que le pusieron era marrón y brillante, con una parte que imitaba un pergamino enrollado en lo alto de la piedra. Los números que grabaron encima decían que tenía casi diecinueve años. La multitud se alejó de la tumba del chico calvo formando un círculo compacto, subió un poco la colina y se resguardó del sol a la sombra de unos pinos. La gente que va a los entierros siempre huele a esos perfumes que les gustan a las viejas, como a flores raras, y también a flores más normales, las que se llevan en la mano hasta que llega el momento de dejar los ramos encima de la tierra recién amontonada. Cuando dejaron las flores, alguien cantó una canción como de iglesia que no me gustó nada.
—Ojalá dejaran de cantar eso.
—Es góspel, Shug. —Glenda sacó un cigarro para cada uno y encendió el mechero. La brisa hacía inclinarse la llama, inclinarse, levantarse, inclinarse, levantarse—. Son cánticos espirituales.
—Pues ojalá se callaran.
—Oh, cariño, pero ¿no entiendes cómo se sentirá esa gente, teniendo que enterrar a un chico tan joven?
Expulsé una nube de humo que no duró mucho más allá de mi nariz.
—Glenda, ese chico era uno de los enfermos a los que les robé las medicinas.
Me miró atónita, con el cigarro en la boca, luego su cara se replegó sobre sí misma, o algo parecido, con un débil ruido que sonó más fuerte que el góspel, y arrojó el cigarro al suelo. Se fue hacia casa caminando encorvada, tapándose los oídos con las manos y mascullando entre dientes maldiciones y blasfemias.
La puerta mosquitera se cerró con un sonoro portazo.
Entonaron otro cántico.