Cuando me trincaron, llovía. La lluvia se había acumulado en los jardines de las casas formando pequeños estanques inesperados, y por los caminos de grava y las aceras corrían arroyuelos. Caía y caía una lluvia cálida, grandes goterones templados que levantaban volutas de vaho de las calles empedradas. Las gotas martilleaban con fuerza por todas partes, con un ruido incesante. Los repentinos estanques y arroyuelos que habían surgido con la lluvia suponían nuevos obstáculos para mí, obstáculos que tenía que saltar de una zancada o atravesar chapoteando para llegar hasta la siguiente casa en la que me tocaba robar, una bonita casa como hay tantas, en una calle junto a la plaza.
Fuimos hasta allí en el Mercury.
—Apuesto a que el muy machote no se acordará ni del nombre de la tía cuando vuelva en sí —dijo Basil.
El estruendo de la lluvia lo obligaba a gritar.
—Con un poco de suerte —añadió Red—, tampoco recordará su cara.
Las calles estaban inundadas, y a veces parecía que el coche avanzara dando saltos como una piedra sobre el agua. Los cristales se empañaron en cuanto nos subimos los tres, y lo único que se veía desfilar por la ventanilla era una masa gris y triste. Me había calado hasta los huesos solo de correr hasta el coche. Los tres mojamos los asientos y dejamos charquitos a nuestros pies.
—A nadie le importa mucho cómo se llama esa piba, ni siquiera a ella.
—Por eso los presentamos.
—Él no se acordará de nada, ya lo verás.
—¿Y qué? Mira, tío, ¡se lo contaremos todo nosotros! ¿Lo pillas? Y, chaval, lo que le contemos será mucho mejor que lo que pasó de verdad.
—¡Y tanto! Y tanto que sí. ¡Le diremos por ejemplo que era un bellezón mexicano!
—¡Eso, tío, y que la piba tenía unas tetorras con unos pezoncitos rosa que estaban para comérselos!
—Sí, sí, y que solo llevaba un collar de perlas y la parte de abajo del bikini, y, joder, era clavadita a la Raquel Welch esa.
—Eso es, tío, eso es. Le fabricaremos al héroe un recuerdo así. Un recuerdo que querrá conservar en la memoria.
—Eso. En lugar de uno que le dé escalofríos cada vez que lo piense.
—Nada de eso —dijo Red—. Ni hablar. De ésos no necesita ni uno más.
El agua que chocaba contra las ruedas hacía cabecear el buque de guerra. Sentado en el asiento trasero, yo me iba comiendo un sándwich de jamón picante. Glenda le había quitado la corteza al pan, y el sándwich era blandito y fácil de masticar. Ese jamón picante era mi almuerzo, un almuerzo que se iba a acabar enseguida y que no sería suficiente, pero no había más. Bebí un sorbo de la cerveza de Basil para refrescarme la garganta.
—¿Qué número era? —preguntó Red. Consultó su lista, que estaba toda arrugada y manchada, y luego miró hacia fuera por el parabrisas—. Joder, nos hemos pasado.
Abrí un agujerito en el vaho del cristal para mirar. Las casas eran todas buenas casas y parecían construidas por la misma persona y de la misma manera.
—¿Cuál es?
—Ésa de ahí, gordinflas. La del carrito de madera lleno de flores y de mierda en el jardín. ¿Ves el carrito?
—Ah, sí.
—Te esperamos ahí, al doblar la esquina. Date prisa.
—¿No llueve demasiado?
—No, qué va.
—¡Que sí! O sea… Mirad.
—No es más que agua, joder. Solo agua, y no tenemos todo el día, ¿vale? No podemos tirarnos aquí horas esperando hasta que todo esté perfecto, como le gusta a la nena.
—Y esta vez mira mejor, Shug. Porque me parece que el viejo del otro día te la jugó, y no te trajiste todas las cosas buenas que había. No creas que son tontos solo porque estén enfermos. No tienen ni un pelo de tontos. Así que mira bien.
La puerta del coche se abrió, y Red la sujetó con la bota. La lluvia se coló a mares, golpeándonos a los dos. Se volvió para mirarme fijamente, muy serio, mientras las gotas se colaban dentro como ráfagas de ametralladora, y esa mirada que cambiamos fue como un hechizo.
—Largo.
Puede que esta víctima me viera llegar. Atravesé el arroyuelo que bajaba por el camino de grava, con el agua hasta más arriba de los tobillos, y fui hacia el jardín, que se había convertido en un gran barrizal en el que no tardaron en hundírseme los pies. Al hombro llevaba la bolsa de Grit, zarandeada por el viento, y la lluvia me azotaba sin indicios de que fuera a parar. Supongo que el enfermo se fijó en mí desde el principio. Supongo que me vio sacar los pies del barrizal, vio que mis zapatillas dejaban rastros de barro, me vio sacudir los pies para librarme de ese barro, mientras la lluvia me azotaba sin tregua. Ya solo me quedaban unos pasos para llegar hasta la casa donde me esperaba el mismo trabajito de siempre.
Pero, en lugar de eso, estaba en medio de un huracán, contando los supervivientes del naufragio.
Había un montón de cosas flotando en el agua. Juguetes pequeños de varias clases y brillantes colores corrían calle abajo. Los árboles se doblaban, como buscando protegerse de la paliza de la lluvia. Las flores trataban de salirse del carrito de madera del jardín, inclinaban sus cabezas destrozadas y sus largos cuellos por encima del borde, pidiendo clemencia.
Pero, en lugar de eso, estaba remontando el Mississippi para patearle el culo a Mike Fink y convertirme en su mejor amigo.
Los escalones que bajaban a la entrada de servicio estaban resbaladizos. La puerta se levantaba en el centro de un cuadrado que parecía un lavadero de cemento. Se abrió enseguida, y creo que justo en ese momento él llamó por teléfono desde la planta de arriba. El agua lamía el marco de la puerta y trató de colarse dentro de la casa conmigo.
Mis pies crujían al andar. Estaba empapado, y las gotas de agua que caían al suelo sonaban como cuando se aplaude una canción en el momento que no toca. La sala estaba muy oscura y olía a humedad. Se veían butacas, un sofá y una cosa que parecía una barra hecha con toneles. Una barra en la que apoyarse para tomarse una copa. No se oía nada más que los crujidos de mis zapatos y las gotas que caían al suelo.
Caminé de puntillas para acallar los crujidos. Tres o cuatro escalones llevaban a otra parte de la casa. Estaban recubiertos de moqueta. Era de ésas que parecen pelo revuelto, solo que de color naranja. Cuando me paré allí un momento, sobre la moqueta, el aplauso de las gotas sonó lejano.
Había un corto pasillo que pasaba delante de una cocinita pequeña. Se oían voces, pero tenían ese sonido perfecto de las voces de la tele. La única luz que se veía provenía de una habitación situada frente a mí, y, en esa oscuridad, las sombras de la tormenta se agitaban a mi alrededor. Avancé hacia las voces de la tele. La moqueta terminó de repente, aunque entonces no me fijé. Las gotas golpearon el parqué, el hombre sentado ante el televisor oyó los aplausos y levantó la vista.
—Grit, ¿verdad? —dijo. Llevaba una bata azul de cuadros y unas zapatillas de color claro. Tenía el pelo plateado, corto y crespo, y llevaba gafas oscuras. Estaba viendo un culebrón en la tele, fumándose un cigarro—. De modo que eres el chico que reparte Grit.
—Uno de los chicos.
—Como quieras, chaval. Cuéntamelo todo sobre Grit.
—¿Qué? ¿Es que nunca ha visto la revista, señor?
—Quiero oír cómo la vendes tú. Tu discursito. Por ejemplo, descríbeme en qué es especial, desde un punto de vista periodístico, tu publicación.
La habitación tenía varias ventanas a la calle, pero no se veía nada más que lluvia. En una mesita situada bastante lejos del hombre había unas cuantas medicinas. Varios frascos de los que suelen contener pastillas o quizá polvos. La lluvia golpeaba sobre los cristales, las sombras se agitaban y la habitación parecía muy angosta. Demasiado angosta para pasar al lado del hombre, coger lo que tenía que coger, volver a pasar por su lado y salir de allí pitando.
—No me estás vendiendo nada, chico.
—Señor, ya conoce la revista. Temas de agricultores. Trae chistes y cosas así.
Movió la cabeza, como para darme a entender que estaba pensando en lo que le había dicho. Sostenía el cigarro a la altura de las gafas, por lo que parecía que el humo le saliera de la oreja.
—Mmm. Yo ya me sé muchos chistes de agricultores.
—Éstos son nuevos.
—Los chistes de agricultores son todos viejos, chico.
—Pero éstos se han publicado hace poco, ¿vale? Bueno, el caso es que me tengo que ir. Sí, me tengo que ir ya.
—¿Con la que está cayendo? Hay sopa en el fuego, ¿serías tan amable de traerme una poca en un cuenco?
—¿Por qué no puede traérsela usted mismo, qué le pasa? ¿Eh?
Aplastó la colilla y encendió otro cigarro. El cenicero tenía forma de herradura y estaba lleno de colillas. Sobre la mesa, al lado de la cajetilla de tabaco, había también una taza de café, alta y blanca.
—Cáncer, chico. Cáncer de huesos.
—¿De qué huesos?
—Demonios, chico, pues de todos. El cáncer se los come todos.
—Oh.
—Y tráeme también unas galletitas saladas. Están en la alacena, encima del tostador.
Tenía que coger la mercancía y llevársela a Red. Tenía que hacerme con ese montón de medicinas si quería evitarme una buena paliza. Red no podía llevarse otro chasco con las cantidades. Hasta Basil se había cabreado conmigo. Iba a tener que birlarle al viejo esas medicinas de alguna manera en la que no hubiera pensado todavía.
—¿La sopa está caliente?
—La prefiero templada nada más. Un buen cuenco lleno hasta arriba, chico.
Sobre un estante había fotos de todas las personas que debían de ser importantes para ese hombre. Colgada en la pared, encima, había otra foto de una guerra en la que salían unos soldados en lo alto de una colina, intentando plantar bien recta en el suelo fangoso un asta con una bandera. En esa misma pared había también un trozo de tela, enmarcado con cristal y todo, con unas palabras bordadas que decían: «Nos congregaremos en la dorada orilla».
—¿Dónde guarda los cuencos?
—En el armario a la izquierda del fregadero. Mis preferidos son los amarillos. Sírvete tú también una poca, chico.
—Pues la verdad es que hoy apenas he comido.
—Pues tómate un poco de sopa y unas galletitas saladas.
—Vale.
—Pero primero sírveme a mí.
La sopa estaba en una olla reluciente. En el caldo flotaba una fina capa de grasa. Encendí el fuego. La sopa era de pollo con fideos. Entre éstos se veían muchos trozos de pollo. La grasa empezó a derretirse. En solo un minuto ya parecía bastante caliente. Saqué las galletitas saladas, le serví al tipo un cuenco de sopa y se lo llevé todo.
—Ahora voy por mi ración.
—Antes ve a abrir la puerta. Acabo de oír que ha aparcado un coche.
—¿Con lo que está lloviendo?
—Te conviene ir a abrir la puerta. Es para ti.
—¿Para mí?
—Es la poli, chico.
—¿Cómo?
—Correspondes exactamente a la descripción que han publicado de ti en The Scroll, ¿es que no lees el periódico? He llamado a la poli nada más verte. —Se movió hacia un lado en la silla, dejando a la vista la culata de una pistola. Una pistola grande y brillante—. He llegado a pensar que tendría que dispararte, pero no me apetecía. No voy a decir que te merezcas una bala, pero lo que está claro es que te has metido en un buen lío.
Traté de escapar corriendo por donde había entrado. Mis pasos resonaron en toda la casa, y subí los escalones de cemento inundados, pero en lo alto me esperaba un poli grandullón con una gabardina y una porra en la mano.
—Como me hagas perseguirte por esta mierda de barro, te muelo a palos, ¿me oyes? —dijo.
Estuve a punto de echar a correr de todos modos, pero al final no lo hice.
—Llame a mi madre.
—No te preocupes, chico, que ya la llamaremos. —Me agarró de la muñeca y me arrastró por el camino de grava inundado hasta el coche patrulla. Allí había otro poli, y el que me había pillado le dijo—: Al menos no ha intentado escapar.
—Conque no, ¿eh? —El otro poli era Herren, pero esta vez estaba empapado y no parecía tan majo. Se le había mojado el bigote con la lluvia, y ahora, al pesar más, le tapaba la boca—. Anda, pero si yo a este gordito lo conozco. Eres el hijo de Red Akins, ¿verdad? Y ¿dónde está ese cabrón?
—No lo sé.
—Tú hasta ahora no te habías metido en líos, ¿verdad?
—Mmm.
—Bueno, ¿qué? ¿Dónde está Red entonces?
Miré la lluvia que caía a cántaros, los charcos que había formado de pronto, los torrentes de agua y toda esa cantidad de barro.
—Pues estará jugando al golf, me imagino.
—Mira el gordito qué simpático.
—Simpatiquísimo.
—Pues a ver si sigue tan simpático cuando le pongas las esposas.
La víctima de la bata azul había salido al porche de la casa. Me saludó con la mano en la que sostenía el cigarro. Gritando para hacerse oír a pesar de la lluvia, me dijo:
—¡Gracias por la sopa, chico!
—Esposa a este gordito tan simpático y mételo en el coche.
El poli me hizo darme la vuelta de un empujón, me tiró de los brazos hacia atrás con fuerza y me puso las esposas, que se cerraron con ese ruido metálico que te deja claro que de nada sirve resistirte, sabía que me habían trincado, trincado de verdad, y en ese preciso instante sentí que se me ablandaban los huesos, y la carne, los músculos y todo yo nos hundíamos a la vez.
—No está aquí —dije—. Red no está aquí.