El siguiente golpe fue en una casa. Donde hubiera droga, allí me mandaban. Estaba un poco retirada de la calle, rodeada por otras casas, a las afueras, en un pueblo llamado Wamper. El caminito para llegar hasta la puerta desde la acera no tenía más de sesenta pasos. Era una casa de ladrillo de dos plantas, con una farola en el jardín delantero y un bonito patio de piedra a un lado con una barbacoa también de ladrillo. Había viejos árboles que daban mucha sombra, y también flores de vivos colores en los bordes del jardín.
—Tú vas y entras tranquilamente, como si fueras del barrio —dijo Red—. Entras como si fueras el mejor amigo del chaval que vive allí.
—Pero él estará en la casa.
—Está enfermo. No te va a decir gran cosa, y aunque lo hiciera, no te puede hacer nada. Te digo que está enfermo.
—Eso es lo bueno —añadió Basil—. El chaval está enfermo, Shug, y tú tienes que entrar deprisa antes de que le dé tiempo a tomarse todos los analgésicos que le están dando. Encuentra lo que le alivia y llévatelo.
Creo que a eso no contesté nada.
Red consultó una hoja de papel con direcciones y otros datos anotados de arriba abajo.
—Patty dice que habrá un montón. Visitaron al chaval anoche.
Basil recorrió la calle un par de veces de una punta a otra para que pudiera ver bien la casa y el caminito de entrada y la manera de colarme dentro, para que me hiciera un mapa mental. No muy lejos de la calle, los niños del barrio jugaban a soldados en el bosque, junto a un arroyuelo que corría sinuoso entre las casas. Llevaban granadas de juguete y esos fusiles que disparan corchos, y estaban ocupados en tenderse emboscadas unos a otros entre los matorrales, por lo que no nos vieron pasar. Ese día el coche era otra vez el Impala marrón que tanto me gustaba, y Basil había intentado ponerme de buen humor y darme ánimos para el trabajito que me esperaba conduciendo deprisa, haciendo rugir el motor y enseñándome a cambiar las marchas, de segunda a cuarta directamente, hasta que Red le dijo:
—Muy bien, gilipollas, tú haz que nos paren justo cuando vamos a dar un golpe, que la pasma no tenga ninguna duda de que andábamos por aquí.
Dejamos atrás el arroyo y a los niños que jugaban a la guerra, y entonces Basil dio la vuelta en dirección a la casa de ladrillos y aminoró la velocidad. Distinguía a los niños entre los matorrales, tumbados en el suelo, dispuestos a tender una emboscada al resto de la pandilla, que patrullaba la zona. Más allá vi un coche amarillo salir del camino de grava de la casa de ladrillo. Venía hacia nosotros.
—Baja la cabeza. Bajad la cabeza… Vale, ya se ha ido. —Red me agarró con fuerza y me acercó a él para decirme—: Escúchame, si te sorprenden dentro de la casa, si puedes dar algún puñetazo o alguna patada para escapar, bien, hazlo. Pero no pinches a nadie ni hagas ninguna tontería gorda.
—Vale, descuida.
—No te hace falta —dijo Basil—. A tu edad no te hace falta, y te acusarían de allanamiento de morada.
—Tampoco les des en la cabeza con una piedra ni nada por el estilo, con esas cosas nunca se sabe, no sabes si el cráneo aguantará o no, y tú no tienes antecedentes.
—Además eres menor.
—No te harán nada, como mucho te echarán la bronca. Te echarán la bronca y tratarán de amenazarte para que te asustes, por si cuela.
—No lo tengo muy claro —dije—. No me apetece mucho hacer esto.
—No me vengas con cuentos —dijo Red—. Eso no son más que chorradas.
—Relájate, Shug. Que no es para tanto, de verdad.
—Y muévete ya. Sal del coche y mueve ese culo gordo.
Me dieron una bolsa. Tenía una correa para llevarla al hombro y delante ponía Grit. Así parecería que vendía de puerta en puerta esa revista de temas rurales llamada Grit, con información para agricultores y esas cosas. Me imaginé que la bolsa eran unas alforjas. Mi caballo se había roto una pata en el desierto, pero aún tenía el oro en las alforjas. Atravesé el desierto bajo un sol de justicia, dejé atrás a los soldados en el arroyo y pasé por delante del par de casas que se erguían entre el arroyo y la casa de ladrillo.
Había un gato tumbado en el patio, estirándose, y me miró y me dijo algo. Abrió una boca rosa por dentro y soltó un ruido. Le saludé con la cabeza: hola, gato, qué tal. Daba gusto andar a la sombra de los viejos árboles. Estaba sudando a chorros, y la sombra cayó sobre mí, era una sensación tan agradable como si de pronto hubiera soplado una brisa.
Había una motocicleta negra apoyada en la pared de la casa, junto al camino de baldosas, una de esas motos que se conducen de pie y tienen una bocina que apenas suena. Detrás, al lado del garaje, por debajo de una lona verde asomaba la proa blanca de un barco, y allí, a la sombra del barco, descansaba otro gato. La barbacoa olía a carne quemada y a salsa calcinada de muchas reuniones familiares, un olor como a cenizas felices.
La puerta lateral no estaba cerrada con llave. Al abrirla, los goznes chirriaron, y ese chirrido sonó como un largo bostezo.
—¿Grit? —dije, con la esperanza de que nadie me oyera—. ¿Quieren comprar la revista?
Esa otra puerta se abrió con otro bostezo y entré en la cocina. Estaba como los chorros del oro, impecable, todo en su sitio. En la encimera vi jarras, latas y una panera para tenerlo todo bien guardado. En lo alto de una pared había un reloj de cuco con su tictac inagotable. Entré por otra puerta abierta en una sala con una enorme mesa de madera encerada y reluciente, rodeada de sillas de madera igual de relucientes. Repartidos por toda la mesa había mantelitos blancos, pero no estaban puestos de cualquier manera, cada uno tenía su sitio.
En esa casa había cosas bonitas de todo tipo. Por lo que había visto en las series de televisión, sabía que en una casa así el chico tendría su propia habitación en la planta de arriba, y puede que hasta su propio cuarto de baño. Los peldaños de la escalera estaban cubiertos por una gruesa moqueta. La barandilla era de madera maciza, con líneas y muescas que describían un dibujo que no entendí pero que me pareció bonito. La escalera formaba un recodo a la mitad.
Al llegar arriba oí al chaval respirar. Su respiración sonaba como arrugada, como si primero le inflaran cada bocanada de aire y luego se la aplastaran. Sonaba lenta y regular, y me condujo directamente al chaval enfermo, que era un adolescente calvo con la piel color niebla que tragaba el aire con dificultad, un aire que primero tenía que inflar y luego comprimir. Su cama estaba llena de almohadas, pero solo utilizaba dos, bien ahuecadas, sobre las que descansaba, y las demás estaban repartidas por toda la cama.
Las pastillas y lo demás, los jarabes, estaban en una mesilla, bien a la vista. Fui directo hacia ella y me quedé parado entre los fármacos y el chaval enfermo. En una esquina del techo colgaba un avión atado a una cuerda, un avión de dos alas. El chico tenía su propia tele, en lo alto de una cómoda de cajones. En la pared, junto a un espejo con fotos encajadas en el marco, fijados con chinchetas o algo así había tres lazos de ésos que te dan como premio cuando destacas en alguna actividad.
Creo que el chaval enfermo se daba cuenta de que yo estaba ahí. Su cabeza supercalva se movía un poco de vez en cuando, y sus ojos se abrían y se volvían hacia mí, me veían y se quedaban fijos, luego la conciencia se desvanecía de ellos, y seguían fijos en mí pero sin verme, antes de cerrarse de nuevo. Cogí las pastillas, agité el frasco, y ahí estaban de nuevo los ojos, esos ojazos enfermos en esa cabeza tan calva, hasta que la conciencia volvía a desvanecerse, y los ojos se cerraban, y otra vez se oía esa respiración tan trabajosa.
Saqué cuatro pastillas del frasco y las dejé bien a la vista sobre la mesilla, pero tenía que asegurarme de llevarle a Red las suficientes. Supongo que luego arramblé con el resto de la mercancía de farmacia, lo cogí todo, las pastillas y los jarabes, y lo metí en la bolsa de las revistas.
Cuando ya casi había llegado al final del camino de entrada, apareció el coche amarillo, avanzó hasta mí y se detuvo. Era la madre, me imagino, con una botella de leche y no sé qué más en una bolsa de la compra colocada sobre el asiento del acompañante. Bajó la ventanilla, y yo hablé el primero:
—¿Grit, señora?
—No leemos esa revista.
—No se preocupe —contesté—. He vendido bastantes.
—Pues entonces ya tienes lo que querías —dijo ella, y soltó el freno y avanzó hasta la puerta lateral de la casa.
No sé si me miró o no, lo único que sé es que eché a correr. Tomaron la decisión mis piernas más que mi cabeza, y corrí como un loco por la calle, pasé el arroyo y los niños que jugaban a la guerra entre los matorrales, y llegué al Impala marrón.
—¡No corras! —me dijo Red mientras me metía de un salto en el coche—. No corras a menos que te persiga alguien. ¿Te persigue alguien?
—Puede —dije yo. Sudaba tanto que tenía la sensación de que me iba a derretir—. La madre ha vuelto a casa.
Basil arrancó el motor a todo gas y nos sacó de allí a la velocidad del rayo, los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, y luego se metió por un camino de tierra en el que nadie nos buscaría.
—Si alguien te persigue, entonces claro que puedes correr, ¿lo pillas?
—Entonces puedes correr como un loco.
—Pero, si no, no corras.
—No me encuentro muy bien.
—No seas marica. Lo que te pasa es que estás cagado de miedo, gordinflas. Píllate una cerveza y bébetela de un trago. Tenemos la mercancía, y no nos han cogido.
La lista de Red decía que el golpe siguiente había que darlo en West Table, en una casita pequeñaja y blanca con hiedra en las paredes, cerca del parque del pueblo. Cuando me dirigí a la casa por el camino de entrada, a través de una ventana mosquitera me llegó un fuerte olor a ceniceros llenos de colillas. Oía a alguien dormir con un sueño agitado, un sueño lleno de carraspeos, gemidos y escupitajos.
La puerta de servicio daba a la parte de atrás de la casa. Con mi bolsa de las revistas al hombro, entré como si hubiera oído una voz que me invitara a hacerlo para vender un ejemplar. La primera habitación era el zaguán, un reducto pequeño donde se guardaban las herramientas de jardinería y los zuecos llenos de barro. Luego estaba la cocina. Era una cocina como las que yo conocía, y los utensilios, los alimentos y los olores no me llamaron la atención, todos me eran familiares. Encima de la tabla de cortar se descongelaba un buen pedazo de carne, creo que de cerdo.
Me guié por el ruido que hacía la persona que dormía. El enfermo de esa casa ocupaba el salón. Ahí no pegaba nada una cama, pero la habían puesto de todas maneras. Ese enfermo parecía un hombre muy, muy mayor que se estaba consumiendo rápidamente. La piel le formaba pliegues y bolsas por todo el cuerpo. Apenas le quedaba pelo en la cabeza, y tenía el cuero cabelludo pálido y fino, por lo que se le veían muy bien las venas, como grietas en un parabrisas.
En una mesita en su cabecera había una lámpara y pañuelos de papel, así como toda clase de medicinas.
Entonces pensé: tienes que ser fuerte cuando sales de casa por la mañana, y seguir siendo fuerte cuando vuelves por la noche.
El viejo abrió los ojos de repente y dijo:
—¿Hoy no hay partido, Bill?
—Eh… hemos ganado —contesté yo—. Les hemos dado una paliza.
—Qué amable por tu parte dejar la cosecha para venir a verme.
—Lo hago encantado.
—Me parece que me he subido equivocado de barco.
—¿Tú crees?
—Me he equivocado de barco. Me he equivocado de barco. ¿No hay partido, Bill?
Entonces oí una voz detrás de mí, que me dio un susto tremendo:
—Sigue hablándole, chico. Tú sigue hablándole.
La voz era la de una señora mayor, menuda y delicada, con el pelo blanco.
—Le he oído por la ventana y he pensado que me llamaba a mí, señora —dije—. Se cree que soy otra persona, por eso quizá me llamaba.
—No es la primera vez —me explicó ella—. Ha pasado en otras ocasiones. Bill era su hermano.
—Como en Japón —dijo el hombre—. Tráeme algo fuerte, Bill.
—Dile que eres Bill, lleva todo el día llamándolo.
—Soy yo, Bill —dije en voz bastante alta—. Creo que ahora sí estamos en el barco que toca.
—Pensaba que me había equivocado de barco.
—No, escúchame, soy Bill, no te has equivocado de barco.
No sé qué pensó de lo que le dije, pero cerró los ojos.
—Quizá se duerma —dijo la anciana. Me miró de arriba abajo y luego sonrió—. ¿Te apetece tomar una galleta?
—No estaría mal.
—Ven a la cocina.
Se alejó del salón, y yo me volví deprisa hacia las medicinas que estaban en la mesa y arramblé rápidamente con los frascos y las cajas y lo metí todo en la bolsa de Grit. Ahora tintineaba.
Las galletas eran de avena con pasas, y me zampé tres o cuatro en un momento. Ella me ofreció más.
—Tengo que irme —le dije—. Tengo revistas que vender.
—Pues te compro una, chico. Ha sido muy amable por tu parte seguirle el juego.
El enfermo empezó entonces a llamar a Caleb, preguntó si estaba allí Caleb, dónde está Caleb, oh, Caleb.
—No sé quién es ese Caleb al que llama. Es un enigma para mí. No recuerdo a ningún Caleb —dijo la anciana.
—Podría hacer de Caleb también —propuse—. Vuelvo un momentito con él.
—Eso estaría muy bien.
Volví junto al enfermo.
—Caleb está aquí también —le dije—. Está contigo en el barco.
—Me he equivocado de barco, me he equivocado de barco.
Abrí unos cuantos frascos, saqué varios montones de pastillas y los dejé sobre la mesa. Hice mucho ruido.
—¿Quién es? —preguntó.
—Caleb y Bill están en el barco. —Eché un vistazo a los demás frascos que había metido en la bolsa, no sabía de qué eran, pero cogí uno al azar y lo dejé en la mesa, ojalá fuera el que más necesitaba.
—¿Eres tú?
—Sí, soy yo.
Al pasar por la cocina, la anciana me agarró del brazo y dijo:
—Te compro ahora mismo la revista.
—Oh, vaya. Tengo que ir corriendo a buscar a mi jefe para que me dé más. Se me han acabado. Espéreme, ¿quiere? Enseguida vuelvo.
Me latía tan fuerte el corazón que me rebotaba en los dientes. Me iban a pillar de un momento a otro. Por el sol calculé que sería la hora de comer, pero Basil seguía dando vueltas con el coche, sin rumbo fijo, y Red miraba y remiraba en la bolsa de las revistas. Sabía que me daría una paliza cuando lo descubriera. Para él lo que había pillado en casa del viejo era un chasco. Basil y él habían estado venga a probar lo de la casa de ladrillo y se habían colocado, y además de eso estaban bebiendo una cerveza tras otra, mientras me miraban perplejos.
—No llenan los frascos hasta arriba —dijo Red—. Aquí dentro hay mucho aire.
—Claro, así se van luego los médicos a esquiar y a pegarse la gran vida. Así se van a Hawai de vacaciones, los tíos —dijo Basil.
—Que Dios ayude a ese viejo —dijo Red—, porque se ha estado poniendo hasta arriba. Fíjate en esto, Basil, aquí solo hay nueve rojas, y medio frasco de jarabe.
—No me jodas, ¿en serio? Pues ya me gustaría a mí estar como ese viejo ahora mismo.
—He pillado todo lo que he visto por ahí —dije—. Había también una vieja en la casa, ¿sabes?
—¿Crees que se habrá tomado alguna?
—¡No!
—Entonces ¿qué me quieres decir con eso?
—Pues que a lo mejor esconde parte de las pastillas. Para que no las encuentre él.
—Ah. Pues sí, puede ser.
Me sonaban las tripas cuando Basil aparcó delante de una casa en una callecita a una manzana del centro. Era una casucha destartalada pero todavía seguía en pie. La pintura no se había desconchado del todo, y el porche aún se sostenía. Había tumbonas en el jardín y un Ford Fairlane aparcado delante. Una mujer vestida con un uniforme blanco y suaves zapatos del mismo color se acercó a la puerta y nos saludó con un gesto.
—Está en casa —dijo Red—. Vamos a hacerle una visita.
La mujer salió de la casa y vino a nuestro encuentro, y Red y ella se besaron. En la boca. Se besaron en la boca, él le dio una palmadita en el trasero, y ella se le abrazó al cuello, y vi sus lenguas tocarse.
—Seguro que has estado muy ocupado —dijo la mujer. Era más alta que Red. Su cabello era castaño, de lo más común, y lo llevaba recogido en un moño—. Seguro que me has traído algo bueno.
—Sí, señora, la fiesta puede empezar.
—A juzgar por tus ojos, diría que hace un buen rato que empezó.
—Solo hemos sentado un poco las bases, Patty —dijo Basil, con una sonrisa que no parecía dirigida a nada en concreto—. Algo sobre lo que construir.
En la casa había más gente. La radio estaba encendida, se oían noticias o algo así, solo gente hablando. Basil se sentó en una tumbona y abrió una cerveza. Red y ella se besuquearon otro poco, gimiendo y metiéndose mano.
Yo me quedé ahí mirando.
Patty parecía un insecto comparada con Glenda.
Se pusieron en plan superíntimo delante de mí. Cuando se separaron, Red me indicó con un gesto que me acercara.
—Toma un par de pavos, chaval. —Cogí el dinero que me daba, y era justo lo que había dicho, exactamente un par de pavos—. Tienes que irte a casa cagando leches. Lo que está a punto de pasar aquí no es para niños.
—Vale.
—Pues eso, y dime una cosa: ¿qué es lo que hemos hecho hoy?
—¿Cosas de hombres?
—Muy bien, lo has pillado. —Me dio una palmadita en la espalda como si no supiera que le odiaba—. Y, ahora, largo de aquí, chaval. Vuelve corriendo a casa.