El primer sitio al que Red me mandó a robar estaba en lo alto de una pared de ladrillos, y la única manera de llegar hasta allá arriba era trepando por el canalón. Red me puso una zarpa en el hombro y con la otra me señaló la ventana por la que tenía que entrar. La persiana estaba medio bajada, y era como si la ventana nos guiñara un ojo amarillento. Nos guiñaba el ojo desde una esquina del tercer piso de una vieja casa destartalada de ladrillo de un color desvaído, un color golpeado por el paso del tiempo, una casa de tres pisos de altura que se erguía entre los corrales y casi parecía pedir a gritos que la desvalijaran.
—Peso demasiado para trepar hasta allá arriba por ese canalón.
—Aguantará.
—No sería la primera vez que algo se rompe bajo mi peso.
—Aguantará —repitió Red—. Y, si no aguanta, Basil y yo te cogeremos al vuelo, ¿verdad, Bas?
—Sí, claro. Gritaremos: «¡Lo tengo, lo tengo!», para no chocarnos y dejarte caer sin querer.
Red me clavó las uñas en la piel.
—Hace un siglo que ese canalón aguanta donde está, gordinflas, y no eres tan especial, no se va a derrumbar justo ahora. Así que deja de preocuparte.
Miré a esa ventana que nos guiñaba el ojo, calculando la distancia en mi cabeza.
—Esa ventana estará a unos… doce metros, calculo. Me parece que son muchos metros como para caerse y levantarse del suelo tan ricamente.
La zarpa se alejó de mi hombro y se convirtió en un puño que se abatió sobre mi cabeza.
—Joder, vaya un marica estás hecho —dijo Red—. Esa bruja te ha convertido en un inútil.
Esa noche había luna llena. Red y Basil bebían por turnos de una botella de ginebra, creo. Se la pasaban el uno al otro, soltando ruiditos al chupar y al tragar. Sus caras se veían pálidas a la luz de la luna. Los corrales estaban vacíos, pero aún apestaban y tenían una buena capa de estiércol en el suelo. Estábamos los tres junto a una de las puertas de madera, de esas oscilantes, de pie o apoyados en ella. Los mosquitos nos acribillaban la carne, y el ruido de los manotazos que dábamos para defendernos se oía pasado el pasto por un lado, y hasta la plaza del pueblo por otro.
Red me echó el aliento a ginebra en la cara. La oscuridad volvía borrosas sus facciones, pero acertaba a distinguir que me estaba mirando fijamente.
—Y, si algo sale mal y te trincan, ¿qué?
—No soy más que un niño —dije, poniendo voz de niño pequeño—. No soy más que un niño, estaba haciendo travesura, agente, lo siento mucho, de verdad.
—¿Y si no te trincan?
—Lleno esta funda de almohada con medicinas y todo lo que pille.
Basil añadió:
—También líquidos, Shug. Algunas de las mejores drogas vienen en formato líquido.
—Ya lo sé.
Basil Powney era el socio principal de Red en la vida. Tenían en común que los dos estaban como una chota. Habían crecido juntos y habían ido a la cárcel casi juntos también, con tan solo un mes de diferencia porque sus respectivos juicios no se habían celebrado a la vez. Basil era un tipo alto y delgado, de modales amables. Era alto por constitución y seguía estando delgado por la droga, supongo. La cabeza no le cuadraba del todo con el resto del cuerpo, era quizá un poco demasiado pequeña para ese cuerpo desgarbado. Tenía el pelo y los ojos oscuros. Por lo general llevaba barba, barba poblada o de cuatro días, y tenía los dientes muy blancos y brillantes, pues se los cuidaba mucho. Siempre iba con un cepillo de dientes en el bolsillo, donde otros llevarían un peine. Se los cepillaba cada dos por tres, incluso cuando estaba tan borracho que no se tenía en pie, o se había puesto hasta arriba y quería irse de juerga. Él casi nunca me insultaba ni me trataba mal.
—Y armas —añadió Red—. Si el viejo médico tiene armas, son siempre bienvenidas.
—Echaré un vistazo —dije—. Si es que consigo subir hasta ahí.
—No te queda más remedio.
—A lo mejor lo consigo.
—Como sigas en ese plan te zurro, ¿te enteras?
—Me voy enterando, sí.
Faros de coches iluminaban la noche, faros de coches que torcían esquinas o tomaban curvas, y así las luces devoraban la oscuridad. Un par de veces vi parejas acarameladas detenerse en la plaza. No muy lejos había un perro atado o encerrado, un perro que aullaba y aullaba con voz lastimera, aullaba como si pudiera entenderlo, aullaba como me sentía yo.
—Ahora sería un buen momento, Red —dijo Basil.
—Ya te digo. —Red me agarró y me zarandeó, antes de pasarme un escoplo—. Mete esto en la funda de almohada y átatela al cinturón.
Antes de que me diera tiempo a obedecerle y a apretar bien el nudo, añadió:
—Vamos, gordinflas, haz el mono y sube ese culazo por el canalón.
El tubo era color óxido, pero era por la pintura, que iba a juego con los viejos ladrillos. Apenas lo abarcaba con las manos. La superficie no era lisa, estaba llena de pegotes de porquería seca, con pequeñas aristas afiladas que me arañaban las palmas.
—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué no avanzas?
En la esquina del edificio los albañiles habían hecho como un dibujo con los ladrillos, cuyos bordes sobresalían de la pared cada pocos centímetros. Podía apoyar en ellos los dedos de los pies y auparme hacia arriba, y gracias a eso conseguí trepar por el canalón. En poco tiempo había llegado a una altura desde la que no me habría gustado caerme, a menos que abajo hubiera habido agua o algo más blando aún, así que seguí subiendo. El canalón hacía ruiditos mientras trepaba, unos chirriditos suaves, como los viejos cuando respiran y parece que no consiguen que les llegue a los pulmones todo el aire que necesitan, y jadean y jadean, ruidos así, y de vez en cuando algo parecido a un gruñido o a un grito.
—¡Vamos, gordo, vamos!
Ya estaba bastante cerca de la ventana, lo suficiente para escupir en el cristal, cuando el canalón se combó. Se combó, chirriando y despegándose de la pared, pero no del todo, una parte quedó aún agarrada a los ladrillos. Resbalé y me aferré con todas mis fuerzas, y dije cosas que ya no recuerdo.
—No te vas a caer. No te vas a caer.
Me agarré con todas mis fuerzas a la parte del canalón que había cedido. Desde ahí arriba alcanzaba a ver las luces de la colina, pasada la plaza, y, por el otro lado, las luces de Broadway y el rótulo luminoso de Dog’N Suds en esa misma calle. El viento que soplaba ahí arriba parecía feliz de mi presencia.
—No eres una estatua. Sigue subiendo.
Me quedé absorto un momento en uno de mis sueños preferidos, que me enterraran en una lata. Que el médico me dejara reducido a pedacitos del tamaño de semillas y los metiera en una vieja lata de conserva, de ésas con la tapa abierta sujeta todavía al borde, y me clavara en lo alto de un árbol para que los pájaros me comieran en la lata y luego se fueran volando por todo el mundo y me cagaran sobre los que aún siguen vivos. Éste es el funeral con el que soñaba algunas veces, en concreto esa noche, sujeto con fuerza a ese canalón. Quería que la lata estuviera clavada más o menos a la altura en la que me encontraba ahora.
—Estoy cansado.
—Que estás ¿qué?
—Cansado.
—No, a tu edad no. A tu edad nunca se puede estar cansado.
—Me tiemblan los brazos.
—Entra en la casa. Haz tu trabajo.
—Mira, Shuggie —dijo Basil—, intenta pensar en el trenecito que podía con todo, ¿sabes cuál te digo? ¿Todavía enseñan eso en el colegio? El trenecito y la colina esa altísima, o no sé qué parida. ¡Chu-chú!
Supongo que los dedos de mis pies se apoyaron en el borde de un ladrillo. Supongo que mis brazos temblorosos tiraron y tiraron de mí. Sé que llegué hasta el alféizar de la ventana. Era lo bastante ancho para subirme encima, y eso es lo que hice. Allí de pie, con el trasero a la altura del cristal, desaté el nudo de la funda de almohada y saqué el escoplo.
Abajo, en el suelo, Red y Basil hacían el tonto, jugando a boxear y tal, y una vez Red se puso bajo una farola y le vi patear el aire con sus botas, unas botas que tenían unas alas blancas dibujadas que empezaban en la punta y luego se desplegaban cubriendo toda la caña. Imitaban las alas blancas de un águila. Red daba patadas a la velocidad del rayo.
Luego se quedaron quietos y se pusieron a enumerar en voz baja lo que esperaban que robara. Desde donde estaba alcanzaba a oír lo que decían.
—Pájaros rojos[1].
—Balones de fútbol.
—Dexys.
—Avispas.
—Un bonito calibre treinta y ocho.
—Algún que otro cóctel de Brompton[2].
—Tuinals.
La madera de la ventana había aguantado mucha tralla, sol, heladas, nieve y lluvia, durante años y años. Bailaba un poco en el marco y en las juntas, y por ahí metí el escoplo y le di un golpe seco con la otra mano, zaca, y otro más, zaca, y esos dos golpetazos fueron suficientes. La madera se salió del marco fácilmente, fue como arrancar un diente de leche. Con ella salió también una parte del cristal, pero de una pieza, así que la cogí, me la llevé dentro y la dejé en el suelo.
—¡Eh, lo he conseguido! ¡Miradme, lo he conseguido!
—Cállate la boca. Cuando salgas de ahí, entonces será cuando lo hayas conseguido, ¿vale? Solo entonces podrás presumir.
Nada más dar un paso dentro me topé con una mesa y la palpé, tanteé la superficie plana con las manos por si acaso había encima alguna lámpara, y sí, la había. La palpé hacia arriba, pero no había ningún interruptor, así que bajé las manos hacia la base. Ahí sí lo encontré y lo pulsé. La luz era muy intensa.
Cogí el escoplo y lo utilicé para abrir todo lo que pillaba, cajones, armarios y escritorios. Todo lo que me parecía que podía ser una pastilla, un frasco de jarabe o una caja en los que pudiera haber una cosa u otra lo iba metiendo en la funda de almohada. Fui metiendo y metiendo hasta que la llené; pesaba bastante. Cuando me asomé a la ventana y miré el canalón combado, una vocecita en mi cabeza no paraba de repetir oh-oh, oh-oh.
Ya en el coche, Red me dijo:
—No entraba en los planes que bajaras tranquilamente la escalera y salieras por la puerta principal, joder. Eso no es lo que te dije, hostia.
Conducía Basil. Ese coche yo no lo había visto nunca, era un Corvair blanco que metía tanto ruido como un aspirador. Basil sonreía de oreja a oreja, silbando y dando golpecitos con los dedos sobre el volante.
—Bueno, pero el chaval ha arramblado con todo lo que había. Y era casi todo lo que queríamos.
—Le dije que bajara por el canalón, maldita sea.
Red y Basil habían comprado cerveza en Slager’s. Era la que solían tomar entonces, venía en bolsas de plástico, seis latas en cada bolsa, y era la más barata. Abrían una lata tras otra, y la cerveza añadía un olor más al coche, otro olor que no me gustaba. Estaba el olor a ginebra, a sudor, a cerveza y otros más que no identificaba. Ninguno me gustaba.
—Pero lo has hecho bien —dijo por fin Red—. Has pillado mucha merca.
—Ya. Entonces ¿cuál… esto… cuánto me llevo yo?
Red torció el cuello para mirarme, y su expresión no era precisamente generosa.
—Vaya, ¿oyes lo que dice el gordinflón?
—Creo que me merezco una parte.
—Ni lo sueñes —dijo Red—. No mientras yo viva.
—Bueno, yo en su lugar también pensaría que me merezco una parte —intervino Basil.
—Tú ni siquiera tienes hijos, así que cállate la boca. ¿Vale?
El Corvair nos llevó un rato por el pueblo, por calles por las que los coches circulaban despacio y en silencio, delante de casas que se sumían en la oscuridad para dormir. Nadie dijo nada durante un rato, un largo rato de silencio en el que ellos dos se limitaron a beber. Seguían abriendo cervezas, esparciendo esa espuma apestosa.
Por fin Red rompió el silencio.
—Quería que bajaras por el canalón, Shug. Era más seguro. Recuerda que tengo que andarme con mucho cuidado con mis antecedentes. Siempre están ahí encima de mí, como una carga.
No dije nada, solo asentí, pero él lo vio.
—Eh, Red —dijo Basil—, ¿qué me dices de una visita a Patty y compañía?
—Aparca, Basil.
Estábamos delante del cementerio, en el punto más lejos de la casa. Algunos de mis muertos preferidos estaban enterrados justo al lado de donde se había parado Basil, muertos de los que me había ocupado, muertos entre los que me había sentado. Red abrió la puerta del coche para que se encendiera la lamparita del techo, desató el nudo de la funda de almohada con un gesto brusco y hurgó entre la tintineante mercancía que había robado.
—No está mal. Con esto nos basta. Ahora baja y vete a casa, tenemos que irnos a otra parte. Y, si esa bruja mete las narices y te pregunta qué hemos estado haciendo, chaval, le dices que «cosas de hombres». Ni una palabra más. No tienes que decirle nada más, solo «cosas de hombres». Lo entenderá.
—No me gusta mucho cómo suena eso —declaró Glenda.
—No hemos hecho nada más.
—¿Ha sido majo contigo?
—Bastante.
—Ya —contestó—. Seguro que ahora te apetece tomarte tu tentempié, ¿verdad, pequeño?
—Pues la verdad es que sí.
La tele estaba encendida, sintonizada en el canal de siempre a esas horas entre semana, su preferido, el que seguía dando programación pasada la hora en que la gente que trabajaba se iba a la cama. Salía Johnny con sus amigos actores, que hablaban por los codos y se contradecían unos a otros. Enfrente del televisor podías tumbarte en un sillón gris, grande y mullido y ver la pantalla entera sin tener que torcerte el cuello. En el suelo había un puf amarillo chillón que intentaba devorarte cuando te sentabas encima, como las típicas flores carnívoras que salen en las pelis de miedo. Tiradas por el suelo se veían bandejas con dibujos de botellas de cola con delantales que iban a una barbacoa, bailaban en un corral con sombreros de vaquero o jugaban al bádminton en un picnic, todo en plan muy familiar. El té de Glenda solía estar en una de esas bandejas y dejaba un charquito conforme se iba fundiendo el hielo.
Me senté en el sofá, ligeramente ladeado hacia la pantalla, donde un gigante calvo de dibujos animados daba vueltas a toda velocidad para enseñarle a una madre de carne y hueso cómo limpiar su casa. Desde la cocina me llegaban los distintos sonidos de la preparación de mi tentempié: la puerta del congelador que se cerraba con un ruido como de succión, el tintineo de los cubiertos en el cajón mientras mi madre buscaba la cuchara para el helado, y el agua que rompía a hervir.
Por las noches a Glenda le gustaba vestirse como si tuviera algún sitio adonde ir. Un sitio al que la gente iba de etiqueta. Llevaba una prenda bonita y fina de color verde, a juego con sus joyas, una prenda cuyas parte de arriba y de abajo estaban unidas, la de arriba le dejaba toda la espalda al descubierto y tenía unos tirantes finos que se ataban con un nudo en la nuca. Esa prenda verde le quedaba suelta en las piernas, pero superceñida allí donde tocaba.
—Toma, Shug.
El tentempié venía servido en un cuenco, siempre el mismo, uno color cereza por fuera y blanco nieve por dentro, y consistía en una bola de helado de vainilla mezclada con una taza de café hasta formar una pasta dulce. Mientras me lo tomaba, como siempre Glenda me rodeaba con el brazo y saboreaba su té a sorbitos, comportándose como si hubiéramos salido esa noche a algún sitio. Yo me concentraba en tomarme todo el helado, cucharada a cucharada, mientras su brazo reposaba sobre mis hombros.
—Pues a mí ese tío no me parece tan gracioso, Shug —dijo Glenda—. No es más que un grosero. Johnny debería mandarlo a paseo.
Me incliné para dejar el cuenco vacío en una bandeja, sobre la que vi un cuaderno con garabatos a boli que decían: «¿Glinda? ¿Glynda? ¿Glenda Ambers Akins? ¿Gllynda? ¿Glynnda? ¿Glenda Akins?».
Un poco después Glenda apoyó la cabeza en mi cuello, y yo sentí su cálido aliento en mi piel y saboreé su aroma, el aroma de su perfume y su té.
—Conque cosas de hombres, ¿eh? —masculló—. No me gusta cómo suena eso, cariño.