Vivir junto a todos los muertos de nuestro pueblo no era algo que nos diera miedo a Glenda y a mí, porque nunca les habíamos hecho nada malo mientras aún vivían. Eso al menos era lo que Glenda decía, me lo dijo muchísimas veces, desde que tengo memoria. Sobre todo por la noche, cuando era pequeño. «Están todos muertos y enterrados, cariño, y ninguno tiene nada contra ti». Desde todas las ventanas de la casa se veían lápidas y más lápidas, incluida la ventana de al lado de mi cama. Supongo que tantos atardeceres y tantos amaneceres mirando por esa ventana me echaron a perder y me hicieron cada vez más solitario. También crecían árboles en el cementerio, robles descomunales y pinos como centinelas, y las ardillas correteaban a su antojo por todas partes, pero son esas hileras de tumbas lo que de verdad te deja una huella aterradora imposible de olvidar. Cuando miras hacía allí eso es lo que ves: muertos, muertos de hace tiempo, muertos recientes y otros a medio camino entre una cosa y otra.

Llevaban enterrando a los muertos en el cementerio de West Table desde hacía más de un siglo, pues nombres como Zebedías, Aquiles, Verdad y Permelia habían sido nombres corrientes en las montañas Ozark, y Glenda se las apañó para conseguir un trabajo en el cementerio que nos daba derecho a vivir en una casa en mitad de todos esos muertos de nombres antiguos y severos. En teoría el trabajo se lo habían dado a ella pero, en cuanto crecí lo suficiente, lo hacíamos todo entre los dos. Red aparecía de vez en cuando y al principio echaba una mano, pero solo hasta que tuve edad para manejar una máquina cortacésped. Con el trabajo venía un tractor que Glenda nunca fue capaz siquiera de arrancar. «¡Maldito trasto!», decía, así que yo me encaramaba al volante y arrancaba el motor, y cada vez ella se quedaba pasmada y soltaba un «¡Vaya!» y me miraba mientras lo conducía. Con el tractor cortaba la hierba alrededor del cementerio y entre las hileras de tumbas, pero el espacio entre cada tumba era demasiado estrecho, y por ahí pasaba con una máquina cortacésped.

Nuestra casa parecía que la hubiera pintado un niño pequeño y torpe con ceras muy grandes de colores brillantes, un niño que pronto hubiera perdido el interés en la tarea. Ese niño era yo, por lo general, y echaba mano de cualquier cubo de pintura que guardáramos en el cobertizo. La casa estaba pintada sobre todo a franjas de distintos tonos de blanco, con un poco de amarillo, de azul y de rojo. Glenda a lo mejor pintaba la parte baja de una esquina o el marco de una ventana, hasta que le hacía efecto el té, y entonces sacaba una silla de la cocina y se sentaba a la sombra a parlotear de cosas como la ropa que tenía antes y que ahora añoraba, jerséis, estolas y prendas de seda, o los sitios a los que la habían llevado a comer en tiempos y a los que esperaba poder llevarme a mí algún día, restaurantes de Kentucky, Miami o Cleveland, con manteles elegantes en las mesas.

Red estaba a veces con nosotros y a veces no, y desde el principio nos dejó muy claro que eso era algo que decidía solo él. Estaba muy ocupado lejos de nosotros, con sus compinches, planeando golpes de poca monta y otros que quizá no lo fueran tanto. Cuando estaba en casa nunca se quedaba más de tres o cuatro días seguidos y, cuando no estaba, se ausentaba dos o tres semanas. Estaba lejos el tiempo suficiente para que yo empezara a albergar esperanzas y a sentirme bien, hasta el día en que oía acercarse por el camino de grava el motor de la tartana que condujera en esa época, y entonces todos mis sueños se iban al garete.