Nada más cruzar la frontera del estado, Red me hizo bajar de la camioneta y pintarla de otro color. Cuando me hablaba, su voz sonaba como si la tuviera llena de esos gusanos que te devoran cuando estás muerto y enterrado. Se le notaba en la voz que tenía ganas de presentarme a esos gusanos que me estaban esperando. Disponía de una gran variedad de tonos desagradables para expresarse y se dirigía a mí con todos ellos casi todos los días. Se salió bruscamente de la carretera comarcal, estrecha y pedregosa, y se lanzó por una pendiente de hierbajos hacia un arroyo espumeante que se adentraba formando meandros bajo unos árboles, en busca de sombra. Allí aparcó. Glenda, mi madre, daba tumbos entre él y yo en la cabina de la camioneta; olía a una mezcla de «té» —como ella llamaba al ron con cola—, sudor de la noche anterior y perfume de esa mañana, y con frecuencia su cabeza se apoyaba blandamente sobre mi hombro, y me llegaba su aliento. El tiempo había dado un vuelco, y volvía a hacer bueno otra vez, tanto que no podía durar; el calor había hecho que florecieran los capullos, las flores silvestres se irguieran, bonitas y orgullosas, entre la maleza, y se oyeran los trinos de los pájaros, el zumbido de los abejorros y todas esas chorradas de la primavera. La arboleda en la que estábamos nos protegía de las miradas curiosas de cualquier persona honrada que pudiera pasar por allí y se interesase por lo que hacíamos, de poder vernos. La vida que llevábamos solía requerir no dejarnos ver. Red se había llevado algo que no era suyo en una camioneta blanca en Arkansas, y quería llegar a Missouri en una azul.
—Chaval, saca ese culo gordo y ponte a tapar las ventanillas con periódicos. Ya te enseñé una vez cómo se hace.
—Y me enteré bien.
—¿Ah, sí? Pues mueve esas mollas y ponte a currar.
Glenda lo escuchaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre mi hombro. Entonces, con un rápido movimiento de la mano derecha, pálida y elegante, me agarró un michelín y me lo pellizcó superfuerte, y ese dolor fue como un recordatorio silencioso de que tenía que ir de duro y plantarle cara a su marido.
—No le hables así —le dijo.
—Así ¿cómo? —contestó él.
—Shuggie no está gordo.
—Y un huevo que no.
Glenda se incorporó y puso morritos; sus labios eran preciosos, incluso con cara de sueño y aunque apenas se hubiera maquillado. Tenía el pelo de ese color que llaman ala de cuervo, lo llevaba cepillado hacia atrás para darle volumen y se había puesto laca. Ése era el peinado de cuando se emperifollaba, con el de todos los días el pelo le caía suelto sin más. A Glenda nunca se la veía ni demasiado corriente ni demasiado arreglada. Sus ojos eran de un azul sobrecogedor, un azul azulísimo, como el que suelen tener las cosas que se ven en la distancia, muy lejos en el agua o en el cielo.
—Si acaso un poco corpulento —matizó— pero no…
—¡Venga, no me jodas! —De un codazo, Red abrió la puerta de la camioneta, que chirrió—. Tu hijo está como una vaca. —Cerró dando un portazo y asomó la cabeza por la ventanilla. La miró y le dijo—: ¿Se puede saber por qué sonríes?
—Aunque solo sea para que no me salgan arrugas —contestó ella—, he decidido parecer feliz. —Me dio otro pellizco y me guiñó el ojo. Red fue a la trasera de la camioneta y empezó a sacar cinta adhesiva, botes de pintura y periódicos—. ¿Me queda té en el termo, Shug?
—Sí. Te he preparado otro poco en el aparcamiento del bar.
—Pues pásamelo, corazón. Me está entrando una sed tremenda, mejor atajarla antes de que vaya a más.
Le pasé el termo, salí de la camioneta y recogí la cinta adhesiva y los periódicos que Red había tirado al suelo. Tapé con ellos el parabrisas y las ventanillas, y rasgué la cinta con los dientes. Al desenrollarla hacía un ruido como si estornudara.
Red se alejó unos pasos hasta el arbusto más grande y se puso a mear, azotándolo con el chorro de pis mientras cantaba una de esas viejas canciones que todavía ponían de vez en cuando en la radio, aunque eran del año de la nana. Era una de esas canciones de rock and roll con letras en plan Ready Teddy o Tutti Frutti o Good Golly, Miss Molly. Esas canciones con rimas que tanto le gustaban, ahora y siempre. No sé qué le había dado ganas de cantar ni por qué. Ese viaje a Hot Springs era uno más de los muchos que en principio hacían Glenda y él para arreglar las cosas entre ellos y volver a ser un matrimonio normal y corriente, pero nunca lo conseguían.
Ese año cumplí los trece, y a mi edad Red medía como yo pero era ya un hombre. Con los músculos, los apetitos salvajes y la maldad de un hombre. Qué músculos tenía, parecía un luchador, un vikingo o algo así. Era pelirrojo, como cabía esperar de su nombre, pero tenía el pelo de un rojo raro, como de personaje de tebeo o de circo. Le brillaba el cuero cabelludo entre el cabello ralo, que se engominaba en un fino tupé, como esos moteros rockeros de hace una década, a cuyo estilo seguía fiel.
Descargó contra el arbusto las cuatro o cinco tazas de café que se había desayunado esa mañana y siguió cantando. La canción decía algo así como Lawdy Lawdy Clawdy. Ya se la había oído cantar alguna vez, pero hasta entonces nunca me había fijado.
Me di prisa en tapar el parabrisas y la ventanilla del conductor con periódicos pegados con cinta adhesiva. Eso sumió en la penumbra el interior de la cabina, por lo que Glenda se bajó de la camioneta con su termo plateado, y, al hacerlo, la falda amarilla se le subió casi hasta las ingles. Se sentó al sol sobre la hierba, cubriéndose las piernas con la falda en plan muy fino, y se dedicó a mirarme. Me miró tapar la última ventanilla y la luna trasera y coger la pintura. Era azul, en espray, y solo había cuatro míseros botes.
Empecé con el capó, intenté no apretar muy fuerte el pulverizador, pero soplaba una suave brisa, como el aliento de un recién nacido, que arrastraba un poco la pintura. Entonces me di cuenta de que no había protegido los faros, y se habían salpicado un poco de azul. Intenté limpiar disimuladamente las manchas con el faldón de la camisa, pero Red me vio.
—¡Eh, tú, gordo de mierda! Eres un inútil, te voy a moler a palos, ¿me oyes?
—Lo estoy limpiando…
—Joder, mira que eres imbécil. No hay manera de que hagas nada bien, ¿eh?
—Red, por Dios, no le hables así a nuestro hijo, le vas a traumatizar.
—Nuestro hijo, y una mierda.
Glenda se apartó un poco, con los ojos puestos en sus puños, porque Red podía ser muy rápido con ellos.
Me pegó una colleja.
Lo de que Red era mi padre era la versión oficial según la que todos vivíamos, pero no creo que ninguno de nosotros creyera que fuera verdad, ni tuviera ganas siquiera de demostrarlo. Yo era su único hijo, y lo más probable es que ni siquiera fuera suyo, y claro, eso no contribuía mucho a suavizarle el carácter. Siempre estaba a punto de estallar, todo le ponía de un humor de perros menos esas viejas canciones de rock and roll. Por esa música sentía un amor puro y profundo, y por Glenda algo así como un amor deteriorado y hecho polvo pero que aún duraba, aunque yo de eso no sé gran cosa.
Cubrí los faros con periódicos. De todas maneras no iba a haber pintura suficiente. Por aquel entonces las camionetas eran de gran tamaño, y con cuatro míseros botes no se podía pretender pintar una camioneta grande de un color distinto al que trajera de fábrica.
Glenda levantó la cara e inspiró hondo; su pecho se infló con gracia.
—No suele haber muchos días seguidos como éste, así que disfrútalo todo lo que puedas, tesoro —dijo.
Era cierto que flotaba en el aire toda una variedad de perfumes de lo más prometedores. Las laderas y las zanjas estaban llenas de plantas bonitas y alegres. Esos hermosos días de primavera animaban a los animales a retozar y a piar como si acabaran de heredar lo necesario para tener la vida resuelta.
—Es muy temprano para tanto té —le advertí—. Las reglas son primero el almuerzo y luego el té.
—Estamos de viaje, Shug. En los viajes no hay reglas.
Red escupió y restregó las botas en el suelo.
Me incliné sobre el capó y seguí pintando, mientras miraba a Glenda abrir el termo plateado, servirse un poco en su vasito del mismo color y beber a sorbitos. Incluso los momentos más tontos los vivía con estilo, había valentía en todo lo que hacía, hasta lo más insignificante. Muchas veces había tenido que levantarse en su vida después de caer, levantarse una y otra vez era algo que sabía hacer muy bien, al contrario que yo. Yo daba tumbos y me magullaba, y casi nunca sabía levantarme como ella, lo cual no ayudaba mucho.
La camioneta ya se iba viendo de otro color, un azul celeste que en determinados sitios clareaba, casi blanco. La pintura había dejado en el aire un olor como a hospital. Este olor se movía a rápidas bocanadas. Me puse a pintar el guardabarros trasero y noté sobre mí una sombra, así que levanté la mirada, y vi a Red, con el torso desnudo y cara de enfado. Tenía rizado el vello del pecho, los rizos siempre estaban mojados de sudor, incluso cuando no hacía calor. ¡Se le veía tan fuerte!
—Muy listo, gordinflón.
—¿Eh?
—Cuando digo gordinflón, tonto del culo, te hablo a ti, ¿vale? O ¿es que no te has dado cuenta de que estás como una vaca?
—Ya. Pero has dicho listo.
Señaló la trasera de la camioneta. Había motas azules en el suelo porque la brisa había empujado la pintura hasta ahí. Eran tantas que parecían brochazos de pintura.
—¿Te crees que da el pego, una birria de chapuza como ésta? ¿Te crees que esta mierda de mano de pintura me salvará de la trena si nos encontramos con un control en la carretera o si nos obligan a pararnos en el arcén? Tendría que recurrir a esto. —Se inclinó y se tocó la bota derecha, donde escondía una pistola secreta y peligrosa—. Y eso estaría de más, y la culpa sería tuya, gordinflón.
Entonces Glenda dijo:
—Red, cariño, ven aquí.
Cuando lo llamaba así nos hacía daño a los dos, pero se había dado cuenta de que sobre mí planeaba un nubarrón demasiado negro. Ella sabía de sobra lo que podía pasar. Como también sabía yo que más me valía estar atento al puño izquierdo de Red, pues podía estrellarse contra mi tripa en cualquier momento. Sabía que tenía que tirarme al suelo y fingirme hecho polvo si su puño me alcanzaba en la barriga.
—Te gustaría que me metieran otra vez en la trena, ¿eh, chaval? Te gustaría hacer un par de cagadas que me devolvieran al trullo una temporadita, o más que eso. ¿Por qué no de por vida, eh?
No llegué a contestar porque lo que de verdad me hizo daño ese día fue cuando Glenda se levantó, vino hasta nosotros y se interpuso entre él y yo, haciendo su numerito completo de gatita en celo, moviendo el pecho al respirar, pestañeando y enseñando esos preciosos hoyuelos que le enmarcaban la sonrisa. Se apoyó sobre ese hombre y ronroneó. Le olisqueó el vello húmedo del pecho, susurrándole palabritas cariñosas. Y le acarició el brazo con sus bonitos dedos.
Por fin él desvió la atención de mí y la centró en ella. Le dio unas tobas en los pezones. Ella se esforzó por sonreír, y él llevó la mano a su teta derecha y la sopesó en la palma, como sujetando a un bebé que aún no ha echado el aire. Al ver que ella no le ponía la cara de costumbre, la de «lárgate», le levantó la falda amarilla y la tocó en un sitio y de una manera que le borró de la cara la expresión de gatita en celo.
—Eh, eh, cuidado —le dijo ella—. Ve con cuidado.
—O si no ¿qué?
Y yo me quedé ahí sin más, con el bote de pintura en la mano y la boca abierta, imagino.
Entonces empezó el besuqueo, que sé que nos hacía daño a los dos.
Ella evitó mirarme.
Se lo llevó de allí y se metió con él entre los arbustos. Yo intenté seguir pintando. Se metieron entre los arbustos, y oí que se quitaba las botas. Ella soltó gruñiditos cuando se las quitó. Después se oyeron unas risitas lujuriosas, supongo, y el ruido de una hebilla. La pintura se estaba acabando, pues ya no apuntaba bien y echaba demasiada hacia el cielo, la hierba y mi mano izquierda. Oía un golpeteo de piel contra piel y toda clase de gruñidos. Hubiera preferido que me pegara una paliza. Red se la trabajaba en plan bestia, haciendo mucho ruido, y ella le susurraba arrumacos y toda esa mierda.
Me volví hacia la camioneta y apreté el disparador del bote de pintura.
Entonces se me llenó el corazón de ganas de gritar muy fuerte, pero sabía que no podía, sabía que no podía, y me limité a agachar la cabeza, ojalá hubiera tenido menos oído, y seguí pintando de azul.
Los gritos que me guardé dentro esa vez y otras veces como ésa se morían de ganas de salir, hasta que llegó el día en que pude darles rienda suelta.
Ojalá pudiera añadir que nada de eso ocurrió.