Me temblaban las piernas. El corazón me latía enloquecido. Pero sin saber cómo, conseguí ponerme de pie en el asiento.
Respiré hondo. Contuve la respiración. Cerré los ojos… y salté.
Caí pesadamente de costado y rodé por el suelo.
Vi que Marty titubeaba. El tren dio un bandazo. Marty saltó por un lado.
Paró el golpe con el vientre. Rodó por el suelo.
Y siguió rodando.
Me paré al pie de un árbol y miré el castillo… a tiempo de ver cómo el tren embestía la muralla de piedra.
Sin hacer el más leve ruido.
El primer vagón topó con la muralla y la atravesó.
En silencio.
Vi a los esqueletos bambolearse y brincar.
Y vi cómo el vagón siguiente, y el siguiente y el siguiente, arremetían contra la muralla del castillo y desaparecían a su través sin hacer el más leve ruido.
A los pocos segundos, el tren había desaparecido.
Un pesado silencio invadió la carretera.
Los reflectores que iluminaban la muralla perdieron intensidad.
—Erin… ¿estás bien? —preguntó débilmente Marty.
Me volví para verlo a cuatro patas al otro lado de la carretera. Me puse en pie con dificultad. Me había arañado el costado, pero no me hacía mucho daño.
—Estoy bien —le dije. Señalé el castillo—. ¿Has visto eso?
—Lo he visto —respondió Marty poniéndose lentamente en pie—. Pero no me lo creo. —Se estiró—. ¿Cómo ha atravesado el tren la muralla? ¿Es una ilusión óptica? ¿Es algún truco?
—Hay una forma muy fácil de averiguarlo —dije.
Caminamos juntos por la carretera. El viento meció los árboles, haciéndolos susurrar a todo nuestro alrededor. El asfalto estaba frío para nuestros pies descalzos.
—Tenemos que encontrar a papá —dije quedamente—. Estoy segura de que él nos lo explicará todo.
—Eso espero —murmuró Marty.
Nos acercamos a la muralla del castillo. Alargué las dos manos, esperando verlas atravesar la pared.
Pero las manos palparon piedra maciza.
Marty bajó el hombro y arremetió contra la muralla. El hombro se estrelló contra la piedra.
—Es maciza —dijo Marty, meneando la cabeza—. Es una muralla de verdad. ¿Cómo la ha atravesado el tren?
—Es un tren fantasma —susurré, frotando la fría piedra con la mano—. Un tren fantasma lleno de esqueletos.
—¡Pero nosotros nos hemos subido! —gritó Marty.
Golpeé la muralla con las palmas y le di la espalda.
—¡Estoy harta de misterios! —gemí—. ¡Estoy harta de pasar miedo! ¡Estoy harta de chicos lobo y de monstruos! ¡No voy a ver más películas de miedo mientras viva!
—Tu padre nos lo explicará todo —dijo Marty en voz baja, meneando la cabeza—. Estoy seguro de que lo hará.
—¡No quiero que me explique nada! —grité—. ¡Sólo quiero salir de aquí!
Fuimos rodeando el castillo. Oía extraños aullidos de animales a mis espaldas. Y un espeluznante graznido atravesó el aire sobre nuestras cabezas. Hice caso omiso de todos los ruidos. No quería plantearme si los hacían monstruos de verdad o de mentira. No quería pensar en las espeluznantes criaturas con las que nos habíamos topado… ni en las veces en que Marty y yo nos habíamos escapado por los pelos.
No quería pensar.
La carretera volvió a aparecer detrás del castillo.
—Espero que vayamos en la dirección correcta —murmuré, siguiéndola cuando giró hacia la colina.
—Yo también —respondió Marty con un hilillo de voz.
Aceleramos el paso, caminando deprisa por el centro de la calzada. Intentábamos no prestar atención a los penetrantes ruidos de animales, los gritos estridentes, los aullidos y gemidos que parecían seguirnos a todas partes.
La carretera empezó a ascender por la ladera. Marty y yo nos inclinamos hacia delante mientras subíamos. Los terroríficos gritos y aullidos nos siguieron colina arriba.
Al acercarnos a la cima, vi una serie de edificios bajos.
—¡Sí! —chillé—. ¡Mira, Marty! Debemos de estar regresando al andén. —Empecé a correr hacia los edificios. Marty me siguió a poca distancia.
Al darnos cuenta de dónde estábamos nos detuvimos. Otra vez en la calle del Miedo.
Sin saber cómo, habíamos caminado en círculo.
Más allá de las viejas casas y de las tiendecitas se divisaba el cementerio. Al mirar la puerta, recordé las manos verdes saliendo del suelo. Los hombros verdes. Las caras verdes. Las manos tirando de nosotros. Tirando para hundirnos en la tierra.
Sentí un estremecimiento por todo el cuerpo.
No quería estar aquí. No quería ver aquella calle espeluznante en toda mi vida.
Pero no podía apartar los ojos del cementerio. Mientras contemplaba las viejas lápidas desde el otro lado de la calle, vi moverse algo.
Una espiral de humo gris se elevó entre dos viejas lápidas torcidas y se quedó silenciosamente suspendida en el aire.
Otro hilillo gris se alzó desde el suelo. Y luego otro.
Miré a Marty de soslayo. Estaba a mi lado, con los brazos en jarras, mirando lo mismo que veían mis ojos.
Decenas de espirales se elevaban en silencio desde las tumbas, como copos de nieve o borlas de algodón.
Sobrevolaron el cementerio y salieron a la calle.
Pasaron sobre Marty y sobre mí, flotando a poca distancia del suelo.
Y entonces, al mirarlas, empezaron a crecer, a inflarse como globos de color gris.
Y vi que tenían rostro. Rostros lóbregos, bañados de sombras, como el hombre de la luna. Los rostros nos miraron con los ceños fruncidos. Rostros viejos, llenos de surcos y arrugas. Con los ojos entornados como oscuras hendiduras. Rostros ceñudos. Rostros desdeñosos en aquellas infladas espirales de humo.
Me agarré al hombro de Marty. Quería echarme a correr, huir, dejarlas atrás.
Pero las espirales con rostros malignos se arremolinaron a nuestro alrededor. Nos atraparon. Nos atraparon rodeándonos.
Los rostros, los horrendos rostros ceñudos, giraron vertiginosamente a nuestro alrededor. Giraron más deprisa, más deprisa, atrapándonos en un asfixiante torbellino de humo.