Los esqueletos se reían ásperamente. Sus huesos se entrechocaban. Sus calaveras amarillentas cabeceaban sobre sus hombros descarnados.
El tren aceleró la marcha. Surcábamos las tinieblas a la velocidad del rayo.
Me obligué a apartar los ojos de las desdentadas calaveras y miré fuera.
Más allá de los árboles vi los edificios bajos de los estudios cinematográficos, que se fueron empequeñeciendo hasta desvanecerse en la negrura de la noche.
—Marty… no estamos volviendo al andén —susurré—. Vamos en la dirección contraria. Nos estamos alejando de los edificios.
Tragó saliva.
Vi el pánico reflejado en sus ojos.
—¿Qué podemos hacer? —dijo con un hilillo de voz.
—¡Tenemos que salir del tren! —respondí—. Tenemos que saltar.
Marty se había escurrido totalmente en el asiento, intentando esconderse de los esqueletos.
Ahora alzó la cabeza y se asomó por el flanco del tren.
—¡No podemos saltar, Erin! —gritó—. ¡Vamos demasiado deprisa!
Tenía razón.
Avanzábamos a la velocidad del rayo, y el tren seguía acelerando.
Los árboles y arbustos se desdibujaron a nuestro paso.
Y entonces, al coger una curva muy cerrada, tuvimos la impresión de que un edificio muy alto se había interpuesto en nuestro camino.
Un castillo iluminado por reflectores giratorios. Gris y plateado. Dos torreones gemelos tocaban el cielo. Una maciza muralla de piedra se erigía en la carretera.
La carretera.
Giraba justo hacia la muralla del castillo. La carretera terminaba en la muralla.
Y nosotros avanzábamos por ella como una exhalación, sin dejar de acelerar.
Avanzábamos hacia el castillo.
Los esqueletos entrechocaban sus huesos y lanzaban risas chirriantes.
Daban tumbos en el asiento, les crujían los huesos, saltaban de emoción a medida que nos acercábamos vertiginosamente al castillo.
Más cerca. Más cerca.
Ahora estábamos frente a él. Frente a la maciza muralla de piedra.
A punto de estrellarnos contra ella.