—¡Aaaaaauuuuuu!
Las dos furiosas criaturas lanzaron un largo aullido de triunfo.
Con el corazón desbocado, me puse torpemente en pie.
—¡Levántate! —Tiré con todas mis fuerzas de Marty, agarrándolo por los brazos.
Salimos corriendo detrás del tren, pisando el duro asfalto con nuestros pies descalzos. El último vagón estaba a pocos metros de nosotros.
Fui la primera en alcanzarlo. Alargué la mano derecha y me aferré al vagón.
Con un salto desesperado, conseguí encaramarme. Arriba. Y me derrumbé en el último asiento.
Luchando por recuperar el aliento, me volví para ver a Marty corriendo detrás del tren. Intentaba agarrarse al vagón.
—¡No-no puedo! —suspiró.
—¡Corre! ¡Tienes que conseguirlo! —chillé.
Detrás de él, vi a los chicos lobo persiguiéndolo a poca distancia.
Marty aceleró. Se agarró con las dos manos al vagón, que lo arrastró varios metros… hasta que consiguió encaramarse y se derrumbó junto a mí en el asiento.
«¡Lo hemos conseguido! —pensé con gran alegría—. ¡Nos hemos librado de esas espeluznantes criaturas!»
O tal vez no.
¿Saltarían al interior del vagón para continuar persiguiéndonos ?
Me volví de golpe. El cuerpo entero me temblaba. Y vi a los chicos lobo desvaneciéndose a lo lejos. Corrieron durante un rato, luego desistieron. Los dos se quedaron en la carretera, encorvados bajo el peso de la derrota, viéndonos escapar.
Escapar.
Qué palabra tan maravillosa.
Marty y yo nos sonreímos. Nos palmeamos las manos.
Los dos respirábamos con dificultad, cubiertos de barro. Me dolían las piernas tras la carrera. Los pies descalzos me latían. El corazón aún me palpitaba enloquecido tras la aterradora persecución.
Pero habíamos escapado. Y ahora estábamos a salvo en el tren, de camino al andén. Pronto veríamos a papá.
—Tenemos que decirle a tu padre que este sitio está hecho un lío —dijo Marty sin aliento.
—Hay algo que funciona fatal.
—Esos chicos lobo no estaban bromeando —prosiguió Marty—. Eran… eran de verdad, Erin. No eran actores.
Asentí. Estaba muy contenta de que Marty estuviera por fin de acuerdo conmigo. Y ya no fingía que no le daba miedo nada. Ya no fingía que todo eran robots y efectos especiales.
Los dos sabíamos que nos habíamos enfrentado a peligros reales, a monstruos reales.
Algo horrible estaba pasando en los estudios de la calle del Miedo. Papá nos había dicho que quería un informe completo. Pues bien, le íbamos a informar con pelos y señales.
Me arrellané en el asiento, intentando calmarme.
Pero me puse en pie de un salto cuando me di cuenta de que no estábamos solos.
—¡Mira, Marty! —Señalé la cabeza del tren—. No somos los únicos pasajeros.
Todos los vagones parecían llenos.
—¿Qué está pasando? —murmuró Marty—. Tu padre dijo que seríamos los únicos en hacer el circuito. Y ahora el tren está… ¡OH!…
Marty no acabó la frase. Se quedó boquiabierto y sin habla. Los ojos se le salieron de las órbitas.
Yo también me quedé sin habla.
Los pasajeros se volvieron todos al mismo tiempo. Y vi sus mandíbulas desdentadas, las cuencas oscuras y vacías de sus ojos, la osamenta gris de sus cráneos.
Esqueletos.
Todos los pasajeros eran esqueletos.
Abrían sus mandíbulas y soltaban ásperas carcajadas. Carcajadas crueles que sonaban como el rechinar del viento entre árboles sin hojas. Alzaron sus huesudas manos amarillentas para señalarnos, haciendo sonar los huesos.
Las calaveras cabeceaban y se bamboleaban mientras el tren surcaba cada vez más veloz las tinieblas de la noche.
Marty y yo nos hundimos en el asiento, temblando, sin dejar de mirar las desdentadas calaveras, los dedos que nos señalaban.
¿Quiénes eran?
¿Cómo se habían subido al tren?
¿Adónde nos llevaban?