Contuve la respiración. El barro me cubrió hasta la barbilla.

«Dentro de un segundo me habrá cubierto toda la cabeza», pensé.

Se me escapó un sollozo.

El barro siguió cubriéndome. Por encima de la barbilla. Me puse a escupir cuando me llegó a la boca.

Y entonces noté que algo me agarraba del brazo. Unas poderosas manos que surcaban el barro se deslizaron bajo mis brazos.

Me agarraron con más fuerza.

Sentí que alguien tiraba de mí, alguien muy fuerte.

El barro hizo sonoros plops cuando me sacaron. Noté el barro resbalándome por el pecho, las piernas, las rodillas.

Y luego me encontré de pie en la superficie, cogida aún por las dos poderosas manos.

—¡Marty…! —grité, sintiendo el gusto áspero del barro en mis labios—. ¿Estás…?

—¡Estoy fuera! —oí su ronca respuesta—. ¡Estoy bien, Erin!

Las fuertes manos dejaron por fin de cogerme. Me temblaban las piernas. Me tambaleé, pero mantuve el equilibrio.

Me volví para ver a mi salvador.

Y me encontré con los fulgurantes ojos rojos de un lobo.

Un ser humano con cara de lobo. Manos como zarpas cubiertas de pelo negro. Un largo hocico marrón que sonreía enseñando los colmillos. Puntiagudas orejas erguidas sobre un espeso mechón de negro pelo de lobo.

Era una hembra. Llevaba un traje de gato plateado, brillante y muy ceñido.

Cuando la miré consternada, su boca abierta soltó un gruñido gutural.

La reconocí enseguida. ¡La Chica Lobo!

Me volví para ver a su compañero, el Chico Lobo. Había sacado a Marty del agujero de barro. Marty tenía el cuerpo entero rebozado de barro. Intentó limpiarse la cara, pero sólo consiguió ensuciarse las mejillas con más barro.

—¡Nos… nos habéis salvado! ¡Gracias! —grité, recuperando por fin el habla.

Los chicos lobo contestaron con roncos gruñidos.

—He-hemos perdido el tren —expliqué a la Chica Lobo—. Tenemos que volver. Tenemos que volver al principio del circuito.

Gruñó ruidosamente. Luego cerró las mandíbulas con un chasquido.

—Por favor… —supliqué—. ¿Puedes ayudarnos a regresar al tren, o guiarnos hasta el edificio principal? Papá nos está esperando allí.

Los ojos de la Chica Lobo centellearon. Volvió a gruñir.

—¡Sabemos que sois actores y nada más! —soltó Marty con estridencia—. Pero no queremos pasar más miedo. Por hoy ya hemos pasado bastante.

Gruñeron de nuevo. Un largo hilo de saliva rezumó por los labios negros del Chico Lobo.

Algo estalló en mi interior. Perdí totalmente el control.

—¡Basta ya! —chillé—. ¡Basta de una vez! ¡Marty tiene razón! Ahora no queremos pasar miedo. Así que basta de actuaciones… y, ¡ayudadnos!

Volvieron a gruñir. La Chica Lobo cerró las mandíbulas.

Sacó una larga lengua rosa y se relamió los colmillos con avidez.

—¡Ya estoy harta! —aullé—. ¡Dejad de actuar! ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

Estaba tan enfadada, tan furiosa, que alcé las manos. Agarré el pelo a ambos lados de la careta que llevaba puesta la Chica Lobo y tiré de ella con todas mis fuerzas, con todas las fuerzas de que fui capaz.

Y palpé pelo de verdad.

Y el calor de la piel.

No era una careta.