Los gruñidos y bufidos resonaban por todo el cementerio a medida que las horrendas figuras verdes iban surgiendo del suelo.
Miré por última vez sus ropas rotas y deshilachadas, las cuencas ennegrecidas de sus ojos, las muecas de sus bocas desdentadas.
Y luego eché a correr.
Marty y yo corrimos sin decir una palabra. Hombro con hombro, atravesamos como un rayo la alta hierba entre las hileras de lápidas semidesenterradas.
Tenía el corazón desbocado. Me latían las sienes. Mis pies descalzos se hundían en la tierra fresca, resbalaban en la hierba húmeda.
Marty fue el primero en llegar a la puerta de madera. Corría tan deprisa que se estampó contra la cerca. Dio un grito. Luego se coló por la puerta para salir a la calle del Miedo.
Yo oía los gemidos, los gruñidos y las espeluznantes llamadas de los asquerosos seres de color verde que me pisaban los talones. Pero no volví la vista atrás. Me abalancé hacia la puerta. Me colé por la abertura. Luego la cerré de un empujón.
Me detuve en la calle para recuperar el aliento y apoyé las manos en las rodillas. Me dolía el costado. Respiraba el aire a grandes bocanadas.
—¡No te pares! —gritó frenéticamente Marty—. ¡Sigue corriendo, Erin!
Respiré hondo y lo seguí por el centro de la calle. Nuestros pies descalzos restallaban en el asfalto.
Aún oía los gemidos y las voces a nuestras espaldas, pero estaba demasiado asustada para volver la vista atrás.
—Marty… ¿dónde está todo el mundo? —dije sin aliento.
La calle del Miedo estaba vacía, las casas y las tiendas a oscuras.
«¿No tendría que haber alguien por aquí? —me pregunté—. Son unos estudios importantes. ¿Dónde está la gente que trabaja aquí? ¿Dónde está la gente que supervisa el circuito por los estudios? ¿Por qué no hay nadie que pueda ayudarnos?»
—¡Ha pasado algo! —dijo Marty con voz entrecortada mientras corría a toda velocidad. Pasamos junto a la tienda de artículos de miedo y junto al almacén de material eléctrico—. ¡Me parece que los robots se han descontrolado!
Por fin Marty opinaba lo mismo que yo. Por fin opinaba que algo muy grave estaba pasando.
—¡Tenemos que encontrar a tu padre! —dijo Marty, atravesando la calle a toda velocidad hacia la siguiente manzana de edificios a oscuras—. Tenemos que decirle que hay problemas.
—¡Tenemos que encontrar el tren! —grité yo, esforzándome por no quedarme rezagada—. ¡Ay!
Pisé algo duro, tal vez una piedra. Sentí un latigazo de dolor en toda la pierna pero seguí corriendo.
—¡Si podemos subirnos otra vez al tren, nos llevará hasta papá! —grité.
—Tiene que haber una forma de salir de la calle del Miedo —dijo Marty—. No es más que un decorado de cine.
Pasamos corriendo junto a una mansión muy alta con dos torreones. Parecía un malévolo castillo. No recordaba haberla visto en ninguna película de la calle del Miedo.
Más allá de la mansión, se extendía un amplio solar vacío. Al final del solar había un muro bajo de ladrillo, sólo medio metro más alto que Marty y yo.
—¡Acorta por aquí! —le dije a Marty—. Si conseguimos subirnos a ese muro, posiblemente veremos la carretera del estudio.
Era una simple suposición, pero merecía la pena intentarlo.
Nos internamos en el solar vacío.
Mis pies descalzos se hundieron en la tierra blanda.
La tierra estaba fría y húmeda. A medida que atravesábamos el campo, levantábamos con los pies grandes trozos de barro.
Corrí con más fuerza cuando el barro se fue ablandando.
Mis pies descalzos se hundían cada vez más. A medida que avanzaba, el frío barro fue cubriéndome hasta los tobillos.
Cuando ya casi habíamos alcanzado el muro de ladrillo, caímos en la ciénaga.
—¡Aaaayyyy! —gritamos a dúo cuando la tierra cedió bajo nuestros pies.
El barro nos engulló con un repugnante plop.
Alcé las manos, intentando cogerme a algo, pero no había nada a lo que agarrarse.
El barro burbujeó a mi alrededor, cubriéndome los tobillos, las piernas, las rodillas.
«Me está engullendo», pensé.
Intenté volver a gritar, pero el pánico me había dejado sin habla.
Vi a Marty de soslayo, agitando ferozmente los brazos. Se retorcía y se revolvía al hundirse. El barro le llegó a la cintura… y siguió hundiéndose con rapidez.
Pateé con todas mis fuerzas. Intenté levantar las rodillas.
Pero estaba atrapada. Atrapada y hundiéndome en aquel cieno oscuro y húmedo.
Mis brazos cubiertos de barro chapotearon en la superficie.
Seguí hundiéndome sin remedio.
El barro burbujeó alrededor de mi cuello. Y yo seguí hundiéndome cada vez más.