Intentaba avisar a Marty, pero de mi garganta sólo salían gruñidos de terror.

Él seguía andando de espaldas, directamente hacia la enorme criatura.

—¡Erin, muévete! ¿Qué te pasa?

—¡A-ahí! —Por fin conseguí señalar con el dedo.

Marty se volvió de golpe y también la vio.

—¡Guau! —gritó. Sus zapatillas rechinaron en el resbaladizo suelo de la cueva cuando echó a correr hacia mí—. ¿Qué es eso?

Al principio creí que se trataba de alguna máquina. Se parecía a una de esas grúas metálicas y plateadas que se ven en las obras de construcción.

Pero al erguirse sobre sus patas traseras, tan delgadas que parecían de alambre, vi que aquella cosa estaba viva.

Tenía unos ojos negros y redondos, grandes como bolas de billar, que giraban furiosamente en su descarnado cráneo plateado. Dos esbeltas antenas se agitaban sobre su cabeza. Su boca parecía blanda y carnosa. La lengua gris le salía disparada entre los largos y erizados bigotes.

Su cuerpo alargado tenía forma de hoja doblada por la mitad. Al erguirse, agitó las patas delanteras, cortas y de color blanco.

En conjunto, la asquerosa criatura parecía una especie de figura construida de palitos. Flexionaba las largas patas traseras y saltaba; las flexionaba de nuevo y volvía a saltar. Movía su gruesa lengua de un lado al otro. Sus ojos negros dejaron de girar y se fijaron en mí.

—¿Es-es un saltamontes? —dije con un hilillo de voz.

Marty y yo habíamos retrocedido hacia el tren.

La criatura dio un salto hacia nosotros, agitando sus escuálidos brazos y dibujando círculos con las antenas.

Marty y yo pegamos la espalda a la fría pared de la cueva. Ya no podíamos retroceder más.

—Creo que es una mantis religiosa —respondió Marty sin dejar de mirarla. El insecto era tres veces más alto que nosotros. Al avanzar, casi rozaba el techo de la cueva con la cabeza.

Se lamía con la lengua su boca suave y carnosa. Luego fruncía y aspiraba ruidosamente por la boca. Era un ruido tan desagradable que se me revolvió el estómago.

Clavó sus negros ojos redondos en Marty y en mí. La mantis religiosa gigante, con su cuerpo de brillo metálico, dio otro salto hacia nosotros y empezó a bajar la cabeza. .

—¿Qué-qué va a hacer? —tartamudeé, apretándome contra la pared de la cueva.

Marty se echó a reír de pronto.

Me volví hacia él y lo agarré del hombro. ¿Estaba perdiendo el juicio?

—Marty, ¿te encuentras bien?

—¡Claro! —respondió. Se apartó de mí y dio un paso hacia el colosal insecto—. ¿Por qué vamos a tenerle miedo, Erin? Es un robot muy grande. Está programado para acercarse al tren.

—Eh, pero…

—Todo está informatizado —prosiguió, alzando la vista cuando el insecto flexionó su cuerpo escuálido para bajar su cabezota—. No es de verdad. Es parte del circuito.

Miré a la criatura. Grandes gotas de saliva se escurrían de su carnosa lengua y se estrellaban contra el suelo de la cueva. Plof.

—Parece… parece que esté viva —murmuré.

—¡Tu padre es un genio! —declaró Marty—. Tenemos que decirle que la mantis religiosa le ha salido fenomenal. —Se echó a reír—. Tu padre dijo que a lo mejor algún «bichito» nos daba una buena sorpresa, ¿te acuerdas? ¡Debía de referirse a las mantis!

El insecto se frotó las patas delanteras y silbó con estridencia.

Me tapé los oídos. ¡Aquel sonido tan penetrante me hacía daño!

De pronto una segunda mantis gigante saltó desde una roca altísima.

—¡Mira, otra! —gritó Marty señalándola y tirándome del brazo—. ¡Guau! Se mueven con tanta armonía que no parecen máquinas.

Los dos insectos plateados intercambiaron estridentes chirridos. Sus ojos negros daban vertiginosas vueltas. Sus antenas giraban rápidamente, presa de la excitación.

Babas de saliva les resbalaban por la lengua y se estrellaban contra el suelo. La segunda mantis desplegó unas alas plateadas, y enseguida volvió a cerrarlas.

—¡Qué robots tan impresionantes! —exclamó Marty. Se volvió hacia mí—. Será mejor que regresemos al tren. Seguramente, volverá a ponerse en marcha, ahora que hemos visto a estos bichos gigantes.

Los dos insectos seguían comunicándose. Dieron otro salto hacia nosotros, impulsándose con sus delgadas patas, rebotando en el liso suelo de la cueva.

—Espero que tengas razón —le dije a Marty—.

Esos insectos son demasiado reales. ¡Quiero salir de aquí!

Empecé a seguirlo hacia el vagón.

La primera mantis dio un vertiginoso salto, aterrizando entre nosotros y la vagoneta e interponiéndose en nuestro camino.

—¡Eh! —grité.

Intentamos sortearla, pero dio un gran salto para ponerse frente a nosotros.

—No-no quiere dejarnos pasar —tartamudeé—. ¡Ohhh! —grité cuando la enorme criatura se agachó de repente y me dio un cabezazo en el pecho que me tiró de espaldas.

—¡Eh, basta ya! —gritó Marty—. ¡Esta máquina debe de estar estropeada!

Con ojos fulgurantes, la mantis volvió a bajar la cabeza y me dio otro fuerte empujón hacia el centro de la cueva.

Su compañera se apresuró a capturar a Marty. Se agachó y fue a darle un cabezazo, pero Marty se echó atrás con rapidez, alzando las manos para protegerse.

Luego vino corriendo hacia mí.

Oí unos añarazos y chirridos estridentes.

Me volví de golpe para descubrir dos mantis más, horribles e inmensas, que salían de entre las rocas.

Luego dos más, retorciendo excitadas las antenas y relamiéndose con sus carnosas lenguas grises.

Marty y yo nos apretujamos uno contra otro en el centro de la caverna mientras las criaturas saltaban y nos rodeaban. Luego se irguieron sobre las patas traseras, echando fuego por los ojos y agitando sus cortos brazos de alambre.

—¡Es-estamos rodeados! —grité.