—¿Qué pasa, Marty? ¿Qué ocurre? —aullé.

—Yo… yo… yo… —No podía hablar. Los ojos se le salían de las órbitas. Se quedó con la lengua fuera.

Alzó la mano y se quitó un gusano blanco de la coronilla.

—¡Yo… yo… yo… también tengo uno! —consiguió decir por fin.

—¡Puaj! —grité. ¡Su gusano era casi tan largo como un cordón de zapatos!

Entre los dos tiramos los gusanos fuera del vagón.

Pero entonces noté un plop suave y húmedo en el hombro. Y luego un frío plop en la coronilla. Y después otro en la frente, como una fría bofetada.

—¡Ohhhh! ¡Socorro! —grité. Empecé a bracear, intentando agarrar los gusanos, luchando por quitármelos de encima.

—¡Marty… por favor! —Me volví hacia a él en busca de ayuda.

Pero Marty también estaba peleándose con ellos, retorciéndose, agachándose, intentando esquivarlos, mientras la lluvia de gusanos blancos seguía arreciando cada vez con más intensidad.

Vi uno que le caía en el hombro, y otro que empezaba a enroscársele en la oreja.

Me quité las húmedas y viscosas criaturas tan rápido como pude y las eché fuera del vagón, que ahora avanzaba lentamente.

«¿De dónde salen?», me pregunté.

Alcé la vista… y un gordo gusano blanco me cayó en los ojos.

Solté un chillido y me lo quité de un manotazo.

El tren giró con brusquedad, haciéndonos resbalar en el asiento. La cueva volvió a estrecharse cuando entramos en otra galería. La tenue luz plateada nos acompañaba en nuestro accidentado avance.

Dos gusanos blancos de más de un palmo avanzaban por mi regazo. Me los saqué de encima de otro manotazo.

Miré si había más. Me picaba todo el cuerpo. La nuca me escocía. Temblaba de pies a cabeza.

—Han dejado de caer gusanos —anunció Marty con voz temblorosa.

¿Por qué me seguía picando todo el cuerpo entonces?

Me rasqué la nuca. Me puse en pie y miré el asiento, luego el suelo. Encontré un último gusano que me subía por el zapato. Me deshice de él de un puntapié; luego me derrumbé en el asiento con un sonoro suspiro.

—¡Ha sido superasqueroso! —gemí.

Marty se rascó el pecho; luego se frotó la cara con ambas manos.

—Supongo que por eso la llaman la cueva de las larvas vivientes —dijo. Se pasó la mano por su pelo negro.

Me estremecí. El cuerpo seguía picándome. Sabía que nos habíamos deshecho de los gusanos, pero seguía notándolos.

—Esos gusanos blancos tan asquerosos, ¿crees que estaban vivos?

Marty negó con la cabeza.

—Claro que no. Eran de mentira —respondió con una sonrisa burlona—. Supongo que te lo has creído, ¿eh?

—Parecían realmente de verdad —respondí—.

Y se movían de una forma…

—Eran robots o algo así —dijo Marty, rascándose las rodillas—. Aquí todo es de mentira. Tiene que serlo.

—Yo no estoy tan segura —dije, sintiendo aún el picor en todo el cuerpo.

—Bueno, pregúntaselo a tu padre —respondió Marty gruñón.

Me eché a reír. Sabía por qué Marty se había puesto de tan mal humor de repente. Fueran los gusanos de verdad o de mentira, se había asustado.

Y él sabía que yo sabía que se había asustado.

—No creo que a los niños pequeños les vayan a gustar los gusanos —dijo Marty—. Me parece que les darán demasiado miedo. Voy a decírselo a tu padre.

Iba a replicarle, pero entonces noté algo que me caía encima. Algo rasposo y reseco.

Me cubría la cara, los hombros, el cuerpo entero.

Intenté quitármelo con las dos manos. «Debe de ser una especie de red», pensé.

Hice desesperados esfuerzos por quitármela de la cara. Entonces vi que Marty se revolvía y agitaba los brazos, preso de la misma red.

El tren siguió avanzando por la lóbrega galería subterránea. La red se me pegaba a la cara como el algodón dulce de feria.

Marty,saltó un alarido.

—¡Es-es una telaraña enorme! —tartamudeó.

Di tirones, manotazos y empujones, pero los pegajosos hilos se me adherían a la cara, los brazos y la ropa.

—¡Puaj! ¡Qué asco!

Entonces vi los puntos negros que correteaban por la telaraña. Tardé unos segundos en darme cuenta de que eran arañas. ¡Cientos de arañas!

—¡Ohhh! —De mi garganta salió un gemido ronco.

Sacudí la telaraña con ambas manos. Me froté las mejillas frenéticamente, intentando desprender los pegajosos hilos. Me quité una araña de la frente y otra del hombro de la camiseta.

—¡Las arañas! ¡Las tengo en el pelo! —gimoteó Marty.

De repente se olvidó de su sangre fría. Empezó a rascarse el pelo con las dos manos, pegándose en la cabeza, estrujando y aplastando las arañas.

Mientras el tren avanzaba en silencio, los dos nos revolvíamos angustiados para desprendernos de las arañas negras. Me quité tres del pelo. Luego noté una que me subía por la nariz. Lancé un alarido de horror… y la expulsé de un estornudo.

Marty me sacó una araña del cuello y la tiró al aire. La última araña.

No veía ni notaba ninguna más.

Nos derrumbamos en el asiento, respirando trabajosamente. El corazón me latía enloquecido.

—¿Sigues pensando que todo es de mentira? —le pregunté a Marty con un hilillo de voz.

—No lo sé —respondió quedamente—. A lo mejor las arañas eran títeres. Sí. Teledirigidos.

—¡Eran de verdad! —grité—. ¡Admítelo, Marty! ¡Eran de verdad! ¡Estábamos en la cueva de las larvas vivientes y estaban vivas!

Los ojos de Marty se abrieron de par en par.

—¿Lo dices en serio?

Asentí.

—Tenían que ser arañas de verdad.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Marty.

—¡Qué tope! —exclamó—. ¡Arañas de verdad! ¡Qué pasada!

Suspiré profundamente y me hundí más en el asiento. Para mí no era ninguna pasada. Para mí era algo espeluznante y asqueroso.

Todo el mundo cree que estos circuitos tienen que ser de mentira. Por eso son divertidos. Decidí decirle a mi padre que los gusanos y las arañas daban demasiado miedo. Tendría que deshacerse de ellos antes de abrir el circuito al público.

Me crucé de brazos y miré al frente. Me pregunté en qué íbamos a meternos ahora. Esperaba que no hubiera más insectos asquerosos al acecho para caer sobre nosotros y subírsenos por la cara y por todo el cuerpo.

—¡Me parece que oigo murciélagos! —bromeó Marty. Se acercó a mí, sonriendo burlón—. ¿Oyes esos aleteos? ¡Vampiros gigantes!

Lo aparté de un empujón. No estaba de humor para bromas.

—¿Cuándo salimos de esta cueva? —pregunté con impaciencia—. Esto no es nada divertido.

—Yo lo encuentro guay —repitió Marty—. Me gusta explorar cuevas.

La angosta galería se abrió en una amplia caverna. El techo parecía estar a más de un kilómetro de distancia. Había rocas gigantes diseminadas por el suelo de la caverna. Rocas apiladas unas sobre otras. Rocas por todas partes.

Más adelante se oía el goteo de agua. Chop, chop,chop.

Las paredes de la caverna despedían una misteriosa luz verde. El tren se iba acercando a la pared del fondo, y de pronto se detuvo.

—Y ahora, ¿qué? —susurré.

Nos dimos la vuelta en el asiento y escrutamos la inmensa caverna. Sólo se veían rocas. Rocas lisas, algunas redondas, otras cuadradas.

Chop, chop, chop. El agua goteaba a nuestra derecha. El aire era frío y húmedo.

—Esto es un poco aburrido —murmuró Marty—. ¿Cuándo nos ponemos en marcha?

Me encogí de hombros.

—No sé. ¿Por qué nos hemos parado aquí? Esto no es más que una inmensa cueva vacía.

Esperamos a que el tren hiciera marcha atrás y nos sacara de allí.

Y esperamos.

Pasó un minuto. Luego unos cuantos más.

Los dos nos volvimos y nos pusimos de rodillas en el asiento, mirando hacia la cola del tren.

Ningún movimiento. Oíamos el goteo continuo del agua, resonando en las altas paredes de piedra. Ningún otro sonido.

Me incliné sobre el respaldo del asiento, ahuequé las manos junto a la boca y grité:

—¡Eh! ¿Hay alguien por ahí?

Me quedé escuchando. Ninguna respuesta. Volví a intentarlo.

—¿Hay alguien por ahí? ¡Nos hemos quedado atascados!

Ninguna respuesta.

Sólo el constante chop, chop, chop del agua.

Esperé, escrutando aquel resplandor verde.

¿Por qué no se ponía en marcha el tren? ¿Se había averiado? ¿Nos habíamos quedado atascados de verdad?

Me volví hacia Marty.

—¿Qué le pasa a este tren? ¿Crees que estamos…? ¡Eh!

Me quedé sin respiración cuando vi el asiento vacío a mi lado.

Alargué las manos, intentando palpar a Marty.

¿Otro truco de iluminación? ¿Otra ilusión óptica?

—¿Marty? ¿Eh, Marty?

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Esta vez Marty había desaparecido de verdad.