—¿Marty?
Se me cortó la respiración. Me quedé paralizada, con los ojos clavados en la oscuridad.
«¿Adónde habrá ido? —me dije—. Sabe que no debemos bajarnos del vagón. ¿Habrá saltado?»
No.
Si lo hubiera hecho, yo lo habría oído.
—¿Marty?
Alguien me agarró del brazo.
Oí una risa sofocada, la risa de Marty.
—Eh, ¿dónde estás? ¡No te veo! —grité.
—Yo tampoco te veo a ti —respondió—. Pero no me he movido. Sigo sentado a tu lado.
—¿Eh? —Alargué el brazo y palpé la manga de su camisa.
—¡Qué pasada! —exclamó Marty—. Estoy moviendo los brazos pero no veo nada. ¿De verdad que no me ves?
—No —respondí—. Pensaba que…
—Es algún truco de iluminación —dijo—. Luz negra o algo así. Algún efecto especial tope guay.
—Pues me ha puesto los pelos de punta —confesé—. Creí que habías desaparecido de verdad.
—Boba —se burló.
Y entonces dimos un brinco.
De repente surgió un fuego en la gran chimenea de ladrillo. Una intensa luz naranja llenó la estancia. Un sillón muy grande giró vertiginosamente, y un esqueleto de malévola sonrisa apareció ante nosotros.
El esqueleto alzó su amarillenta calavera. Las mandíbulas se movieron.
—Espero que os guste mi casa, porque nunca podréis salir de aquí.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una maligna risotada.
El tren se puso en marcha de golpe. Salimos con gran estrépito del salón a un largo pasillo a oscuras. Las risas del esqueleto resonaban a nuestras espaldas.
Me hundí en el asiento a medida que el tren ganaba velocidad.
Doblamos una esquina. Descendimos por otro largo pasillo, tan oscuro que no se veían las paredes.
Más deprisa. Más deprisa.
Doblamos otra esquina a la velocidad del rayo. Volvimos a girar con brusquedad.
Ahora estábamos ascendiendo. Y luego el tren se inclinó tanto que nos pusimos a gritar, alzando los brazos.
Otro giro brusco. Arriba, arriba, arriba. Y luego empezamos a descender bruscamente.
Unas montañas rusas en la más completa oscuridad.
Era alucinante, sobre todo porque no nos lo esperábamos. Nos pusimos a gritar como locos. Chocábamos el uno contra el otro cuando el tren giraba vertiginosamente por los negros pasillos de la casa encantada del terror. Arriba, arriba, otra vez. Entonces volvimos a inclinarnos bruscamente hacia abajo.
Me agarré desesperadamente al vagón con tanta fuerza que me dolían las manos. No había cinturón, no había barra de seguridad.
«¿Y si volcamos?», me pregunté.
El vagón se inclinó bruscamente a un lado, como si hubiera leído mis temerosos pensamientos. Di un alarido y se me soltaron las manos. Me deslicé contra el lado del vagón. Marty se cayó encima de mí. Intenté frenéticamente asirme a alguna cosa.
El vagón volvió a ponerse horizontal. Respiré hondo y recuperé mi posición en el largo asiento.
—¡Guau! ¡Ha sido magnífico! —gritó Marty, riéndose—. ¡Magnífico!
Me agarré al vagón, volví a respirar hondo y contuve la respiración, intentando apaciguar mi corazón desbocado.
Una puerta se abrió ante nosotros y la franqueamos a toda velocidad.
El vagón vibró intensamente. Vi árboles. El cielo tras la niebla gris.
Ya volvíamos a estar fuera, cruzando el patio a toda velocidad. Los dos chocábamos contra los lados del vagón mientras el tren rugía y sorteaba los lóbregos árboles.
Me ahogaba. No podía respirar. El viento me azotaba la cara. El vagón traqueteaba y chirriaba mientras avanzábamos a bandazos por aquel relieve tan accidentado.
Íbamos sin control. Seguro que el tren se había estropeado.
Dando grandes tumbos en el asiento de plástico, agarrándome con todas mis fuerzas, busqué con la mirada a alguien que nos pudiera ayudar.
Todo estaba desierto.
Entramos en la carretera.
El tren empezó a reducir la marcha. Miré a Marty. Tenía el pelo arremolinado en la cara, las mandíbulas desencajadas, los ojos en blanco. Estaba alucinando.
El tren fue reduciendo poco a poco la velocidad hasta avanzar suave y silenciosamente.
—¡Ha sido fantástico! —afirmó Marty. Se retiró el pelo de la cara y me miró burlón. Yo sabía que él también había pasado miedo, aunque fingía que había disfrutado con aquel trayecto tan loco y salvaje.
—Sí. Magnífico. —Yo también intenté disimular, pero la voz me salió débil y temblorosa.
—Voy a decirle a tu padre que el trayecto por los pasillos ha sido tope guay —afirmó Marty.
—Es bastante díver —comenté—. Y da bastante miedo.
Marty apartó la vista.
—¡Eh! ¿Dónde estamos?
El tren se había parado. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Nos habíamos detenido entre dos hileras de arbustos. Los arbustos eran esbeltos, en forma de lanzas que apuntaban al cielo.
El sol de la tarde pugnaba por atravesar la espesa niebla. El cielo gris filtraba tenues rayos solares. Las sombras altas y delgadas de los arbustos se proyectaban sobre el vagón.
Marty se puso en pie y miró hacia la cola del tren.
—Por aquí no hay nada —dijo—. Estamos en el quinto pino. ¿Por qué nos hemos parado?
—¿Crees que…? —empecé a decir, pero enmudecí cuando vi un arbusto que se movía.
Se onduló. El arbusto contiguo se onduló también.
—Marty… —susurré, tirándole de la manga. Vi el destello de dos círculos rojos detrás del arbusto. ¡El destello de dos ojos rojos!—. Marty, ahí hay alguien.
Otro par de ojos. Y luego otro par más. Mirándonos desde los arbustos.
Y luego dos zarpas oscuras.
Y luego el crepitar de la hojarasca. El arbusto se inclinó, y una oscura silueta apareció de un salto. Y después otra.
Gruñendo, bufando.
Sofoqué un grito. No había tiempo de huir.
Estábamos rodeados de horribles criaturas, criaturas que surgían de entre los arbustos, resoplando y jadeando. Se acercaron…, se acercaron a nosotros y empezaron a encaramarse al tren.