—¡Linda! ¡Linda! —grité.

Marty se quedó boquiabierto. Soltó un gorjeo ahogado.

Miré a papá. Estaba sonriendo.

—¡Papá… está… está paralizada! —chillé. Pero cuando me volví para mirar a Linda, ella también lucía una ancha sonrisa.

Pronto nos dimos cuenta de que todo había sido una broma.

—Éste es el primer susto del circuito del terror —anunció Linda, bajando el lanzarrayos rojo. Puso una mano en el hombro de Marty—. Me parece que te he dado un buen susto, ¿eh, Marty?

—¡Qué va! —replicó Marty—. Ya sabía que era una broma. Sólo te seguía la corriente.

—¡Venga Marty! —grité poniendo los ojos en blanco—. Un poco más y te quedas sin dientes.

—¡No me ha dado ningún susto, Erin! —insistió—. En serio. Seguí la broma, eso es todo. ¿De verdad crees que iban a pegármela con un absurdo lanzarrayos de plástico?

Marty es un pelmazo de mucho cuidado. ¿Por qué nunca admite que ha pasado miedo?

—Venga, subid los dos —nos instó papá—. Vamos a poner esto en marcha.

Marty y yo nos encaramamos al asiento delantero del vagón.

Busqué un cinturón o una barra de seguridad, pero no había nada.

—¿Vas a acompañarnos? —le pregunté a Linda.

Negó con la cabeza.

—No, vais solos. El tren es automático. —Dio a Marty su lanzarrayos paralizador—. Espero que no tengáis que usarlo.

—Sí, por supuesto —murmuró Marty poniendo los ojos en blanco—. Esta pistola es de lo más infantil.

—No os olvidéis. Estaré esperándoos aquí cuando acabéis el circuito —dijo papá. Nos dijo adiós con la mano—. Que os lo paséis bien. Quiero un informe completo.

—No os bajéis del tren —nos recordó Linda—. No saquéis la cabeza ni los brazos. Y no os pongáis de pie mientras el tren esté en movimiento.

Pisó un botón azul que había en el suelo del andén. El tren se puso en marcha con un brusco tirón. Marty y yo nos caímos de espaldas en el asiento. Luego el tren empezó a avanzar con suavidad.

—¡La primera parada es la casa encantada del terror! —nos gritó Linda—. ¡Buena suerte!

Me volví para verla decirnos adiós con su larga cabellera pelirroja ondeando al viento. Cuando el tren empezó a ir cuesta abajo, comenzó a soplar un fuerte viento. El cielo estaba casi tan oscuro como si fuera de noche. Algunos de los edificios blancos que integraban los estudios quedaban ocultos entre la espesa niebla.

—¡Qué porquería de pistola! —murmuró Marty mientras la manoseaba—. ¿Para qué íbamos a necesitar una pistola de plástico? Espero que el resto del circuito no sea tan infantil.

—Y yo espero que no te pases toda la tarde quejándote —le dije frunciendo el ceño—. ¿Te das cuenta de lo alucinante que es todo esto? Vamos a ver las magníficas criaturas que salen en las películas de La calle del Miedo.

—¿Crees que veremos al Electricista Asesino? —preguntó. Es su favorito, supongo que porque es la cosa más asquerosa del mundo.

—Es posible —respondí sin dejar de mirar los edificios que íbamos dejando atrás, todos a oscuras y vacíos.

—Quiero ver al chico lobo y a la chica lobo —dijo Marty, contando los monstruos con los dedos de la mano—. Y… a los piraña, y al capitán mareado, a la superardilla mutante, y…

—¡Guau! ¡Mira! —grité, aporreándole el hombro y señalando con la otra mano.

Cuando el tren dobló una curva muy cerrada, la casa encantada del terror se erigió lóbrega ante nosotros. El tejado y los altos torreones de piedra estaban tapados por la espesa niebla. El resto de la mansión se perfilaba grisáceo en el cielo de la tarde.

El tren fue acercándose. El jardín de la casa estaba infestado de altos hierbajos mecidos por el viento. Los troncos grises de la casa estaban astillados y sin corteza. Una pálida luz verde, una luz tenue y misteriosa, se proyectaba desde la alta ventana que se abría en la fachada.

Al acercarnos vi unas rejas oxidadas de hierro, que se abrían y cerraban solas, en un pórtico roto y semiderruido.

—¡Guay! —exclamé.

—Parece mucho más pequeña que en la película —gruñó Marty.

—¡Es exactamente la misma casa! —grité.

—Entonces, ¿por qué parece mucho más pequeña? —preguntó.

¡Qué gruñón!

No le hice caso y me concentré en la casa encantada. Estaba circundada por una cerca de hierro. Cuando empezamos a rodearla por un lado, la verja oxidada se abrió con un chirrido.

—¡Mira! —Señalé las ventanas a oscuras del segundo piso. Todas las contraventanas se abrieron a la vez, y luego volvieron a cerrarse de golpe.

Las ventanas se iluminaron. A través de las persianas, vi siluetas de esqueletos colgados, meciéndose despacio adelante y atrás.

—No está mal —dijo Marty—, pero no da mucho miedo. —Alzó su pistola de plástico y fingió que disparaba a los esqueletos.

Rodeamos la casa encantada del terror. Desde el interior salían desgarrados alaridos. Las contraventanas se cerraban de golpe una y otra vez. La verja del pórtico seguía abriéndose y cerrándose sin dejar de chirriar, como si la guiara la mano de un fantasma.

—¿Vamos a entrar o no? —preguntó Marty con impaciencia.

—Siéntate bien y deja de quejarte —dije de mal humor—. El circuito acaba de empezar. No me lo estropees, ¿vale?

Me sacó la lengua, pero se arrellanó en el asiento. Oímos un largo aullido y luego un agudo alarido de terror.

El tren avanzó en silencio hacia la parte de atrás de la casa. Luego se abrió una verja y la franqueamos. Nos internamos como un rayo en el patio invadido de vegetación e infestado de hierbajos.

El tren ganó velocidad. Avanzamos por el césped a trompicones, hacia la puerta de atrás. Un cartel de madera encima de la puerta decía: ABANDONA TODA ESPERANZA.

«¡Vamos a empotrarnos en la puerta!», pensé. Agaché la cabeza y alcé las manos para protegerme.

La puerta se abrió con un chirrido y la franqueamos a toda velocidad.

El tren redujo la marcha. Bajé las manos y me incorporé en el asiento. Nos hallábamos en una oscura cocina cubierta de polvo. Un fantasma invisible estalló en una malévola risotada. La pared estaba cubierta de ollas y cazuelas abolladas. Al pasar, se cayeron al suelo con gran estruendo.

La puerta del horno se abrió y cerró por sí sola. La tetera empezó a silbar en el fogón. Los platos de los estantes se pusieron a vibrar. Las risotadas se hicieron más fuertes.

—Da bastante miedo —susurré.

—¡Ooh! ¡Qué miedo! —exclamó Marty con sarcasmo. Se cruzó de brazos—. ¡Qué a-bu-rri-mien-to!

—Marty, ya vale, ¿no? —Lo aparté de un empujón—. Haz lo que te dé la gana pero no me estropees la fiesta.

Aquello pareció afectarle.

—Lo siento —murmuró, y se puso de nuevo a mi lado.

El tren salió de la oscura cocina para entrar en un pasillo todavía más oscuro. De las paredes colgaban cuadros de duendes y horrendas criaturas.

Al acercarnos a un armario, la puerta se abrió de golpe y un esqueleto apareció gritando ante nosotros, con las mandíbulas abiertas y los brazos extendidos para atraparnos.

Yo me puse a gritar. Marty se echó a reír.

El esqueleto volvió a meterse en el armario. El tren dobló una esquina. Una luz se puso a parpadear ante nosotros.

Entramos en una gran estancia circular.

—Es el salón —susurré a Marty. Alcé la vista hacia la luz trémula y vi una araña de cristal colgando del techo con una docena de velas encendidas.

El tren se detuvo justo debajo. La lámpara empezó a temblar. Luego, con un silbido, las velas se apagaron de golpe.

La estancia se quedó sumida en la oscuridad.

Entonces una ronca risotada resonó a nuestro alrededor.

Sofoqué un grito.

—¡Bienvenidos a mi humilde hogar! —dijo de pronto una voz ronca.

—¿Quién es? —le susurré a Marty—. ¿De dónde sale?

No obtuve respuesta.

—Eh, ¿Marty? —Me volví hacia él y repetí—: ¿Marty…?

Había desaparecido.