Abrí la boca para gritar, pero sólo me salió un agudo chillido.

Oí risas.

Las grandes pinzas interrumpieron su abrazo. Pinzas de plástico.

Detrás de la careta de lobo, vi dos ojos oscuros que me miraban. Debería haber sabido que era un hombre disfrazado, pero no esperaba encontrármelo allí.

Me había sorprendido, simplemente.

Un destello de luz blanca me obligó a parpadear. Un hombre acababa de hacer una foto a la criatura. En la pared vi un gran cartel rojo y amarillo que decía: VEA LA PELÍCULA. LUEGO DIVIÉRTASE JUGANDO EN CD-ROM.

—Siento haberte asustado —dijo el hombre del disfraz con voz queda.

—¡Se asusta enseguida! —afirmó Marty.

Le di un empujón y nos alejamos corriendo. Me volví para ver a la criatura diciéndome adiós con la pinza.

—Tenemos que subir a ver a papá —le dije a Marty.

—¡No me digas!

Se cree muy gracioso.

El despacho de papá está encima del cine, en la planta veintinueve. Fuimos corriendo a los ascensores del fondo del pasillo y nos metimos en uno.

Papá tiene un trabajo muy guay. Construye parques temáticos y diseña circuitos de todo tipo.

Papá fue uno de los diseñadores del Parque Prehistórico. Es ese parque temático tan grande en el que regresas a tiempos prehistóricos. Tiene un montón de circuitos y espectáculos fantásticos, y docenas de robots de dinosaurio enormes paseándose por ahí.

Y papá colaboró en el circuito por el estudio de Fantasy Films. Todos los que vienen a Hollywood hacen ese circuito.

La idea de atravesar una enorme pantalla de cine y encontrarte en un mundo de personajes de cine fue de papá. ¡Puedes protagonizar todas las películas que quieras!

Ya sé que parece que esté fardando, pero papá es muy inteligente, y un genio en ingeniería. Creo que es un experto mundial en robots. ¡Puede construir robots capaces de hacer cualquier cosa! Y los utiliza en todos sus parques y en sus circuitos por estudios de cine.

Marty y yo salimos del ascensor en la planta veintinueve. Saludamos con la mano a la recepcionista y luego nos fuimos corriendo al despacho de papá, al final del pasillo.

Se parece más a una sala de juegos que a un despacho. Es una habitación grande. Bueno, enorme. Está llena de juguetes y muñecos de felpa que encarnan a personajes de dibujos animados, pósters de películas y maquetas de monstruos.

A Marty y a mí nos encanta pasearnos por la habitación y mirar todas esas cosas tan fantásticas. Papá tiene en las paredes unos pósters preciosos de montones de películas. Y en una mesa alargada tiene una maqueta de «el saltimbanqui», el coche de montaña rusa diseñado por él que se pone cabeza abajo. La maqueta tiene cochecitos que corren de verdad.

Y tiene muchas cosas guay de La calle del Miedo, como una de las zarpas originales que la chica lobo llevaba en Pesadilla en la calle del Miedo. La guarda en una vitrina de cristal en el alféizar de la ventana.

Tiene maquetas de tranvías, trenes, aviones y cohetes. Hasta un globo plateado de plástico. Está teledirigido y papá puede hacerlo volar por todo el despacho.

¡Qué sitio más fantástico! Siempre pienso que el despacho de papá es el lugar más feliz del mundo.

Pero hoy, cuando llegamos, papá no parecía muy contento. Estaba encorvado sobre su escritorio con el teléfono pegado a la oreja. Tenía la cabeza gacha y los ojos bajos, y se apretaba la frente con una mano mientras hablaba en voz baja por teléfono.

Papá y yo no nos parecemos en nada. Yo soy bajita y de tez oscura. Él es alto y delgado, y tiene el pelo rubio, aunque no le queda mucho. Está bastante calvo.

Tiene una piel que enseguida se ruboriza.

Cuando habla, los mofletes se le ponen de un rosa intensísimo. Y esconde sus ojos marrones detrás de unas grandes gafas redondas con montura oscura.

Marty y yo nos detuvimos en el umbral. Creo que papá no nos vio. No apartaba los ojos del escritorio. Se había aflojado el nudo de la corbata y tenía el cuello de la camisa abierto.

Siguió hablando un rato más en voz baja. Marty y yo entramos sigilosamente en el despacho.

Al fin papá colgó el teléfono. Alzó la vista y nos vio.

—Hola pareja —dijo con suavidad. Sus mejillas adoptaron un tono rosa intenso.

—¿Qué pasa, papá? —pregunté.

Suspiró. Luego se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz.

—Tengo malas noticias, Erin. Muy malas noticias.