Nos quedamos de pie viendo cómo el cangrejo-lobo se acercaba.

—Por favor, chicos, sentaos —dijo una voz a nuestras espaldas—. No me dejáis ver.

—¡Chssss! —susurró alguien.

Marty y yo nos miramos. Supongo que nos sentimos como un par de paletos. Por lo menos yo. Nos derrumbamos en la butaca.

Entonces vimos al cangrejo-lobo que correteaba por la calle, persiguiendo a un crío en triciclo.

—¿Pero qué te pasa, Erin? —susurró Marty, meneando la cabeza—. No es más que una peli. ¿Por qué te has puesto a gritar así?

—¡Tú también has gritado! —repliqué al instante.

—¡Yo he gritado porque tú también gritabas!

—¡Chssss! —suplicó alguien.

Me hundí más en la butaca. Oía crujidos por todas partes. Gente comiendo palomitas. Alguien tosió a nuestras espaldas.

En la pantalla, el cangrejo-lobo extendió sus grandes pinzas rojas y cogió al crío del triciclo. CRAC. CRAC. Adiós, peque.

Algunos espectadores se echaron a reír. Tenía bastante gracia.

Eso es lo bueno de las pelis de Pánico en la calle del Miedo. Chillas y ríes al mismo tiempo.

Marty y yo nos arrellanamos en la butaca y disfrutamos del resto de la película. Nos encantan las películas de terror, pero las de La calle del Miedo son nuestras favoritas.

Al final la policía capturaba al cangrejo-lobo. Lo hervían en una inmensa olla de agua.

Luego servían cangrejo al vapor a toda la ciudad. Se sentaban todos alrededor de la olla y lo untaban en salsa rosa. Todos decían que estaba delicioso.

Era un final perfecto. Marty y yo aplaudimos y gritamos entusiasmados. Marty se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido, como hace siempre.

Acabábamos de ver Pánico en la calle del Miedo VI, y desde luego era la mejor de toda la serie.

Cuando se encendieron las luces del cine salimos al pasillo y empezamos a abrirnos paso entre la gente.

—Unos efectos especiales magníficos —le comentó un hombre a su amigo.

—¿Efectos especiales? —respondió el amigo—. ¡Pensaba que todo era auténtico!

Los dos se echaron a reír.

Marty me pegó un empujón por la espalda. Le encanta empujarme para tirarme al suelo.

—No está mal la peli —dijo.

Me volví para mirarlo.

—Que no está mal…

—Bueno, no da mucho miedo —aclaró—. En realidad es bastante infantil. Pánico V daba mucho más miedo.

Puse los ojos en blanco.

—Marty, has gritado como un loco, ¿no te acuerdas? Has dado un salto en la butaca, me has agarrado del brazo y…

—Sólo lo he hecho porque estabas muy asustada —dijo con una sonrisa burlona.

¡Qué mentiroso! ¿Por qué nunca es capaz de reconocer que pasa miedo?

Adelantó un pie e intentó ponerme la zancadilla.

Lo esquivé apartándome hacia la izquierda, tropecé… y me di de bruces con una señora joven.

—¡Eh, cuidado, gemelos! —nos gritó—. ¡Deberíais mirar por dónde vais!

—¡No somos gemelos! —gritamos Marty y yo al unísono.

Ni siquiera somos hermanos. No tenemos ningún vínculo familiar, pero la gente siempre cree que Marty y yo somos gemelos.

Supongo que nos parecemos mucho. Los dos tenemos doce años. Los dos somos bastante bajitos y un poco regordetes. Los dos tenemos la cara redonda, el pelo corto y oscuro y los ojos azules. Y los dos tenemos la nariz pequeña y un poco respingona.

¡Pero no somos gemelos! Somos amigos, nada más.

Me disculpé con la señora. Cuando me acerqué a Marty, adelantó el pie e intentó ponerme la zancadilla.

Me tambaleé, pero enseguida recobré el equilibrio.

Luego adelanté el pie e intenté derribarlo.

Seguimos poniéndonos la zancadilla por todo el vestíbulo. La gente se nos quedaba mirando, pero nosotros pasábamos mucho. Nos estábamos partiendo de risa.

—¿Sabes qué ha sido lo más guay de esta película? —le pregunté.

—No.

—¡Pues que somos los primeros niños del mundo en verla! —exclamé.

—¡Sí! —Marty y yo nos palmeamos las manos.

Acabábamos de ver el preestreno de Pánico en la calle del Miedo VI. Mi padre se relaciona con mucha gente del cine y nos había conseguido entradas. Los demás espectadores eran adultos. Marty y yo éramos los únicos menores.

—¿Sabes qué ha sido también muy guay? —le dije—. Los monstruos. Todos. Parecen realmente auténticos. No se nota para nada que son efectos especiales.

Marty frunció el ceño.

—Bueno, creo que la mujer anguila eléctrica era un poco chunga. No parecía una anguila. ¡Parecía un gusano gigante!

Me eché a reír.

—Entonces, ¿por qué has pegado un salto en la butaca cuando ha lanzado un rayo eléctrico y ha dejado frita a aquella pandilla de chicos?

—Yo no he pegado ningún salto —insistió Marty—. ¡Tú sí!

—¡No es cierto! ¡Lo has hecho porque parecía de verdad! —insistí—. Y he oído cómo te atragantabas cuando el monstruo tóxico ha salido de la fosa de residuos nucleares.

—Me he atragantado porque tenía un Sugus en la boca.

—Te has asustado, Marty, porque parecía de verdad.

—Oye, ¿y si fueran de verdad? —exclamó Marty—. ¿Y si no fueran efectos especiales? ¿Y si fueran monstruos de verdad?

—No seas tonto —dije yo.

Doblamos la esquina para entrar en otra sala. Allí estaba el cangrejo-lobo, esperándome.

Ni siquiera tuve tiempo de gritar.

Abrió sus poderosas mandíbulas con un largo aullido lobuno y me rodeó la cintura con sus dos pinzas gigantes de color rojo.