Aunque las diferentes compañías militares montaron guardia durante toda la noche alrededor de los restos de la ciudad, el único sonido que se oyó fue el constante repiqueteo de la lluvia sobre los tejados. Después de apurar una escasa ración de gachas y queso, Jill se incorporó al primer turno de guardia en el edificio del Consejo. Los supervivientes refugiados en el gran salón medio vacío se inclinaban ante ella con respeto, del mismo modo que hacían ante los demás guardias.
Rudy vio el cambio que se había operado en ella cuando entró en el gran salón un rato después. Y le sorprendió, ya que su experiencia con las mujeres, aunque muy abundante, no era demasiado amplia.
—Veo que has decidido curarte en salud —comentó con una sonrisa.
Jill sonrió, y se dio cuenta de que la opinión que el muchacho tuviera de ella le importaba mucho menos que antes.
—Al fin y al cabo, todos corremos el mismo peligro —respondió con seriedad—. Y si tengo que estar ahí fuera, prefiero que sea con un arma en las manos.
—¿Pero has visto cómo se entrenan? —preguntó Rudy con incredulidad.
—Creo que vale la pena pagar ese precio por la seguridad.
Pero ambos sabían que aquélla no era la razón de que hubiera aceptado la oferta de Gnift, aunque ni Rudy ni ella conocían la verdadera causa.
Durante las primeras horas de la noche muchos se mantuvieron despiertos, aunque los gritos y las peleas de la noche anterior no se repitieron. La masacre de Karst había acabado con las fuerzas de los supervivientes, y les había hecho comprender, igual que a sus gobernantes, que no había escapatoria ni defensa posible.
Sin embargo Rudy se sorprendió al ver cuántos habían sobrevivido. Reconoció entre ellos algunas caras. Allí estaba el hombre gordo del rastrillo, y las dos mujeres con las que había hablado en el bosque la tarde anterior. También reconoció a un grupo de niños que rodeaban a una joven dormida. Poco a poco iban entrando nuevos supervivientes que habían estado escondidos en el bosque todo el día o que se habían refugiado en otros edificios de la ciudad durante la masacre. Desde el puesto de Jill, Rudy y ella los observaron. Los había de todas las edades, desde adolescentes a ancianos encorvados. Entraban en el salón y recorrían lentamente los grupos en busca de rostros conocidos. Alguno encontraba el que buscaba, y entonces había lágrimas y abrazos, preguntas y, generalmente, más lágrimas. Con más frecuencia el visitante no encontraba a nadie y volvía a irse. Un hombre fornido de unos cuarenta años, vestido con una túnica negra llena de barro, estuvo recorriendo la sala durante más de dos horas, y al final se sentó sobre los restos de una columna, junto a la puerta, y rompió a llorar desconsoladamente.
Rudy se sentía muy deprimido cuando Seya se acercó a ellos con gesto sombrío.
—¿Sabéis dónde puede estar Ingold? —les preguntó suavemente—. Ahí arriba hay un hombre muy enfermo. Necesitamos su consejo.
—Debería estar todavía en la torre de guardia —dijo Jill.
—Iré a ver —se ofreció Rudy. Cruzó la plaza principal chapoteando pesadamente en el barro empapado, que adquiría reflejos dorados a la luz de las antorchas. La vieja fuente rebosaba de agua, y miles de olas diminutas rizaban su superficie. El viento helado le mordía las piernas y le hacía tropezar constantemente con la capa que le habían dado los guardias. Decidió que con una noche como aquélla, ni siquiera a los Seres Oscuros debía de apetecerles salir a la calle.
Un resplandor rojizo lo hizo dirigirse hacia la torre de guardia. Desde los viejos establos donde dormían los guardias alguien rasgueaba un instrumento de cuerda y cantaba una canción:
Mi amor es como el sol de primavera,
como un halcón que, veloz, levanta el vuelo;
y una paloma soy yo que tras él vuela,
por los caminos del aire, hasta el cielo…
Era una simple canción de amor, con palabras de alegría y esperanza, pero la melodía resultaba profundamente melancólica y la voz del cantor se alzaba con tristeza tras la cortina de lluvia. Rudy entró en el oscuro edificio y subió la escalera siguiendo la suave luz que brillaba en el piso superior. Vio que Ingold estaba solo en la estrecha habitación. Sobre su cabeza flotaba una bola de suave luz azulada que iluminaba los contornos de sus cejas y nariz, y que sumía todo lo demás en las sombras. Delante de él, sobre el alféizar de la ventana, estaba el cristal, rodeado por un anillo de fuego.
La habitación respiraba silencio y paz. Rudy se quedó un momento en el umbral, sin atreverse a interrumpir la meditación del mago. Vio sus ojos y supo que estaba observando algo en el corazón del cristal, claro y brillante como una diminuta llama. Sabía que si lo interrumpía con su voz haría pedazos el profundo silencio que permitía aquella concentración. Decidió esperar, y el silencio que reinaba en la habitación lo serenó como un sueño reparador.
Al cabo de un rato Ingold alzó la cabeza.
—¿Querías hablarme?
La luz que flotaba sobre él brilló con más fuerza, y los cabellos y la barba del mago resplandecieron con un fulgor plateado. Sus rayos llegaban a los rincones más oscuros de la habitación dibujando las formas de sacos y piezas de carne seca, y formando en el techo signos incomprensibles y caprichosos.
Rudy asintió, y rompió de mala gana aquel silencio.
—Hay gente muy enferma —dijo con suavidad—. Creo que te necesitan.
Ingold suspiró y se levantó entre el revuelo de su túnica y su capa.
—Me lo temía —repuso. Recogió el cristal y lo guardó entre sus ropas. Entonces se cubrió con la capucha y se dirigió hacia la puerta, seguido de la suave luz azulada, que dejaba a su paso una estela luminosa.
—Ingold.
El mago se volvió y alzó las cejas en un gesto de interrogación.
Rudy pareció dudar. La pregunta le parecía estúpida, pero no pudo evitar hacerla.
—¿Cómo lo haces? —Señaló con un gesto la delgada pluma luminosa que flotaba en el aire—. ¿Cómo dominas la luz?
El anciano extendió la mano abierta y en su palma se formó lentamente una bola de luz.
—Sabes lo que es… y la llamas —respondió con voz baja y clara. La luz de la pequeña esfera luminosa se intensificó, blanca y pura, hasta que Rudy tuvo que apartar la vista—. Conoces su verdadero nombre y sabes lo que es —explicó el mago—, y en consecuencia la llamas. Es tan sencillo como coger una flor que crece al otro lado de un cercado. —El resplandor blanco hizo bailar sus sombras. El joven volvió a mirar al mago y vio cómo cerraba la mano alrededor de la luz. Durante un instante los rayos se filtraron entre sus dedos, y finalmente el resplandor se desvaneció y murió.
La suave pluma de luz los precedió por la escalera iluminando los oscuros escalones.
—¿No ha habido suerte con Quo? —preguntó Rudy al cabo de un momento.
Ingold sonrió cansadamente.
—No, no ha habido suerte.
Al mirar al ágil y robusto anciano, Rudy recordó que él mismo había sido protagonista del sutil encantamiento de las lenguas, y lo vio de nuevo avanzando entre los Seres Oscuros armado solamente de su luz.
—¿Son todos como tú? —Inquirió de repente—. Los magos, ¿sois todos así?
Ingold pareció un viejo duende al sonreír.
—No, gracias a Dios. Los magos somos gente muy individualista, como los guerreros, los juglares o los granjeros. Pero no, yo no diría que nos parecemos.
—¿Cómo es Lohiro? El archimago, el Señor del Consejo de Quo. —A Rudy le resultaba difícil imaginarse al hombre que Ingold llamaba maestro. Se preguntó cómo se llevaría aquel viejo zorro con su superior.
—Ah —sonrió el anciano—. Ésa es una buena pregunta. No hay dos personas que lo hayan conocido que tengan la misma respuesta. Dicen que es como un dragón, porque es el más atrevido y astuto, el más valiente y calculador. Y también dicen que, como un dragón, está hecho de luz y fuego. Espero que algún día puedas juzgar por ti mismo.
Se detuvieron un momento en el umbral. Desde allí podían ver el patio de la guardia, convertido en un inmenso barrizal.
—¿A ti te cae bien? —preguntó Rudy.
—Le confiaría mi vida sin dudar —dijo Ingold suavemente—. Lo amo como si fuera mi hijo. —Entonces se apartó del joven y su cansada figura, algo encorvada, desapareció entre las sombras de la calle. Al verlo alejarse, Rudy pensó que era la primera vez que lo había oído hablar claramente de sus sentimientos. La capucha de Ingold se iluminó por un momento al pasar junto a una ventana de la que salía una suave luz. Debía de proceder de una vela o de una pequeña lámpara. Rudy miró con más atención la ventana y vio que una sombra la cruzaba.
Conocía aquella ventana.
«¿Qué diablos? —Se preguntó al cabo de un momento—. ¿Y por qué no?».
Salió de su refugio y echó a correr por el negro callejón bajo la lluvia.
Alde levantó la vista con sorpresa al oír el suave tamborileo contra la puerta de su habitación, la cual se abría a la galería del jardín. La habitación estaba sumida en un gran desorden. La cama, las sillas y el suelo estaban cubiertos de ropa, libros y objetos diversos. Rudy vio un peine adornado con rojos rubíes, y a su lado unos guantes blancos que le recordaron dos manos abiertas y suplicantes. Minalde vestía el traje blanco con el que la había conocido. Evidentemente era su ropa preferida, como lo eran los vaqueros viejos para Rudy. Sus cabellos negros y sueltos caían en brillantes ondas negras sobre sus finos hombros.
—He venido por si necesitas que te eche una mano con el equipaje.
—Eres muy amable —dijo ella sonriendo—. Pero creo que lo que necesitaría es otra cabeza. —Hizo un gesto elocuente indicando la confusión que la rodeaba.
Se oyeron en el pasillo pisadas de tacones y al momento la gruesa matrona que Rudy había conocido en la terraza el día anterior —«Dios mío, ¿fue realmente ayer?»— irrumpió en la habitación. Arrastraba un pequeño cofre y llevaba unos sacos vacíos en el brazo. Lanzó al joven una mirada furibunda, pero no se dignó dirigirle la palabra.
—Esto es todo lo que he podido encontrar, Majestad —le comunicó a Alde—. Pero no creo que podamos llevar en el carro más de lo que cabe aquí. Hay que contar con el baúl grande de mi señor Alwir.
—Muy bien, Medda —agradeció Minalde con una sonrisa mientras cogía los sacos—. Es un milagro que hayas encontrado esto entre tanta confusión. Gracias.
Medda pareció complacida.
—Vaya, sí que es verdad que la casa está hecha un desastre, pero al final encontré esto. Aunque no sé si os servirá de mucho, Majestad. En un carro y apenas con la ropa que podéis llevar puesta, no sé si llegaremos vivas a Renweth.
—Lo conseguiremos, Medda —la animó la muchacha—. Alwir nos llevará hasta allí.
Sin decir una palabra ni mirar a Rudy, Medda se retiró al fondo de la habitación y empezó a doblar mantas y sábanas y a guardarlas en uno de los sacos. Alde siguió doblando una gran pieza de terciopelo rojo que Rudy reconoció como la capa que el canciller vestía aquella tarde.
—Casi todo esto es de Alwir —dijo señalando con la cabeza el gran montón de capas, túnicas y mantos que casi cubría la cama—. Me pidió que le hiciera una selección de todo ello. Es difícil decidir qué llevar y qué abandonar.
Dejó la capa doblada a un lado y cogió una colcha de seda tornasolada con estrellas bordadas. Rudy, que había adquirido una amplia experiencia en las lavanderías, la ayudó a doblarla. Alde se lo agradeció con una sonrisa.
—Bueno, a mí no me ha costado nada hacer la maleta —repuso él—. Todo lo que tengo es una manta, una cuchara y la ropa que llevo puesta. Pero tú viajas muy ligera para ser una reina.
Ella sonrió y se apartó los cabellos de la cara.
—¿Has visto el carro en el que haré el viaje? Es aproximadamente del tamaño de esa cama. Normalmente cuando salgo de viaje llevo carros y carros llenos de ropa, libros y todo tipo de caprichos inútiles. Y mi doncella es… —Su voz se quebró de repente—. Era peor que yo. —Entonces continuó con una sonrisa forzada—. Y en los viajes más largos llevábamos muebles, camas, servicios de cocina, ventanas…
—¿Ventanas?
—Claro. —Alde lo miró genuinamente sorprendida, olvidando por un momento, como el Halcón de Hielo cuando hablaba con Jill, que venía de una tierra lejana y diferente—. ¿No sabes lo que cuesta el cristal? Incluso los ricos tienen que llevárselo cuando viajan. Nadie puede permitirse tener cristales en todas sus casas. —Sonrió al ver que Rudy empezaba a comprender, pero su rostro se ensombreció de repente—. Aunque me parece que no vamos a necesitar ventanas en la torre de Dare.
—¿Cómo es? —Preguntó el joven—. La torre.
Ella se encogió de hombros.
—En realidad no lo sé. Nunca he estado allí. Los reyes antiguos abandonaron Renweth hace mucho tiempo, y la torre quedó desierta. Hasta que… Eldor… —De nuevo le tembló la voz. Parecía resistirse a pronunciar aquel nombre—. Hasta que el rey lo visitó hace años para acondicionarlo y establecer una guarnición, creo que ningún rey de Darwath había estado allí desde los tiempos antiguos. Pero él lo recordaba. Y mi abuelo también.
—¿Tu abuelo?
—Sí. La Casa de Bes desciende indirectamente de Dare de Renweth. En ocasiones han aparecido en mi familia recuerdos de aquellos tiempos, a veces con un intervalo de varios siglos. Mi abuelo decía que recordaba pasillos iluminados por lamparillas de aceite y sólidas escaleras de piedra que subían y bajaban en la oscuridad. Y también recordaba haber recorrido aquellos pasillos sin saber si era de día o de noche, invierno o verano, porque todo estaba iluminado con lámparas. Cuando me lo contaba —explicó, y sus manos quedaron inmóviles sobre el vestido que estaba doblando—, recuerdo que casi podía verlo. Veía las escaleras que ascendían vertiginosamente y la débil luz de las lamparillas contra la piedra. Y sentía el húmedo olor a cerrado y la oscuridad que me rodeaba. Será difícil acostumbrarse a vivir sin ver la luz del día nunca más.
—Nunca digas nunca. Es demasiado tiempo —dijo Rudy, y Minalde apartó la mirada.
Siguieron hablando de la torre, del palacio de Gae, de las pequeñas obligaciones que formaban la vida de la reina de Darwath. El fuego brillaba en el brasero abierto que calentaba la habitación, y entre los carbones escarlata brotaban fugazmente pequeñas llamas. La ropa doblada despedía un ligero olor a alcanfor y limón.
—Me temo que muchas de estas cosas tendrán que quedarse aquí —suspiró Alde—. Sólo tenemos tres carretas, y una de ellas llevará las crónicas y archivos del reino. —Estaba sentada en el suelo, seleccionando libros de una gran pila. El resplandor de las brasas iluminaba los adornos dorados de sus cubiertas y confería un suave tono anaranjado a la barbilla y a la garganta de la reina—. Me gustaría llevármelos todos, pero algunos me parecen ahora terriblemente frívolos. Los libros son muy pesados, y los que llevemos deben ser serios, de filosofía y teología. Probablemente sean los únicos libros que se pueda leer en la torre en los próximos años.
Bajo su suave voz, Rudy oyó otra, la de Jill, que decía: «¿Te das cuenta de cuántas grandes obras de la literatura clásica han desaparecido? Y todo porque algún inculto monje medieval pensó que no valía la pena conservarlas…». Había olvidado el contexto y la conversación, pero las palabras resonaron en su cabeza con claridad.
—Probablemente mucha gente va a tener que aficionarse a la filosofía y a la teología —aventuró. «Y Dios sabe que no me gustaría pasarme años enteros encerrado sin tener otra cosa para leer que la Biblia».
—Tienes razón —dijo ella mientras sopesaba los libros en las manos, como si estuviera midiendo el valor del placer y las emociones frente al de las sutilezas escolásticas. Entonces volvió la cabeza y el negro manto de sus cabellos rozó la rodilla de Rudy, el cual estaba sentado tras ella, sobre la cama—. ¿Medda?
La corpulenta ama, que durante todo el tiempo había estado haciendo cosas por los rincones sumida en un indignado silencio, se acercó, y sus movimientos se suavizaron imperceptiblemente.
—¿Sí, mi señora?
—¿Puedes subir otra vez al desván y ver si encuentras otro baúl? Con uno pequeño bastará.
La mujer hizo una leve reverencia.
—Sí, mi señora. —Al cabo de un momento sus sonoros pasos se perdieron en el pasillo.
«Diez puntos para Jill y la literatura clásica», pensó Rudy.
Alde sonrió.
—Medda desconfía de ti —dijo—. O de cualquiera a quien no parezca impresionarle demasiado mi condición de reina. Ella fue mi ama de cría, y está muy orgullosa de seguir a mi lado. Pero te aseguro que cuando estamos solas no es así. No se lo tomes a mal.
Rudy le devolvió la sonrisa.
—Lo sé. La primera vez que os vi juntas pensé que eras una especie de aprendiza de niñera por la forma en que te hablaba.
Las finas cejas de Alde se arquearon, y sus ojos brillaron como los de una niña traviesa.
—¿Si hubieras sabido que era la reina de Darwath, habrías hablado conmigo?
—Claro. Bueno, no sé… —Rudy pareció dudar—. No sé. Si alguien me hubiera dicho «Mira, por ahí va la reina», seguramente no te hubiera visto, no te hubiera mirado. —Se encogió de hombros—. En mi tierra no hay reyes ni reinas.
—¿De verdad? —Alde frunció el entrecejo sin comprender—. ¿Quién os gobierna entonces? ¿A quién ama y honra tu pueblo? ¿Y quién ama y defiende su honor?
Las preguntas de la dama eran igualmente incomprensibles para Rudy, quien, dada la frecuencia con que había hecho novillos en su juventud, no conocía con mucho detalle el funcionamiento del gobierno de los Estados Unidos. De todos modos, le explicó sus impresiones generales, sin demasiada teoría política, mientras ella escuchaba atentamente abrazándose las piernas y con la barbilla apoyada en las rodillas.
—No creo que me gustara —dijo finalmente—. Y no es porque aquí sea una reina… Me parece demasiado impersonal. Y en realidad ya no soy reina de nada.
Alde apoyó la cabeza contra una de las patas de la cama, muy cerca de la rodilla de Rudy. Su rostro se recortaba contra el resplandor del brasero. Parecía muy joven, frágil y cansada.
—Bueno, sí, la gente me sigue considerando su reina, y honran a Tir. Pero todo ha desaparecido. No queda nada.
Su voz era baja y tensa, como si estuviera haciendo un esfuerzo por reprimir una emoción. Rudy vio el brillo de las lágrimas en sus ojos violeta.
—Y todo ha ocurrido tan de repente… No es el honor, Rudy. No se trata de que quiera tener sirvientes a mi alrededor. Es mi pueblo. No me importa hacer mi propio equipaje, aunque siempre me lo hayan hecho. Pero esos sirvientes de palacio han estado conmigo durante muchos años. Algunos de ellos eran de nuestra Casa, me habían visto nacer… Gente como los guardias de mis aposentos. No los conocía bien, pero formaban parte de mi vida, una parte a la que nunca había dedicado mucha atención. Y ahora están todos muertos.
Su voz tembló por un momento, pero pareció serenarse de inmediato.
—¿Sabes? —Siguió diciendo—, había un viejo esclavo dooico que fregaba suelos en palacio. Probablemente era lo que había hecho durante toda su vida, y debía de tener unos veinte años, edad a la que llegan muy pocos. Siempre me dedicaba un gruñido de afecto y lo más parecido a una sonrisa cuando pasaba junto a él. En la batalla final del Gran Salón del Trono en Gae, cogió una antorcha y se lanzó con ella contra los Seres Oscuros, enarbolándola como los hombres sus espadas. Lo vi morir. Vi morir a mucha gente que conocía…
Una lágrima se deslizó por su mejilla, y aquellos profundos ojos violeta se clavaron en los de Rudy, buscando en ellos consuelo, una salida al miedo y al dolor que la torturaban.
—No era cuestión de ser reina o no serlo —añadió mientras se secaba la mejilla con dedos temblorosos—. Tir es todo lo que tengo, y en la última batalla lo abandoné. Mi doncella y yo lo encerramos en la pequeña cámara que había detrás del trono. Todo el mundo tenía que empuñar una espada, aunque ninguna de nosotras sabía cómo usarla. Era una pesadilla de fuego y oscuridad. Todavía no puedo creerlo. Pensé que iba a morir, y no me importaba, pero me aterraba pensar que matarían a Tir. Y lo dejé solo. —Repetía aquellas palabras una y otra vez como una letanía desesperada—. Lo dejé solo. Y… y le dije a Ingold que lo mataría si no se llevaba a Tir. Él iba a quedarse, quería luchar hasta el final. Yo tenía una espada, y le dije que lo mataría… —Por un momento sus ojos parecieron no ver nada, sólo el horror que había vivido.
—Bueno, probablemente no te creyó —musitó Rudy con suavidad, y vio con satisfacción que ella sonreía débilmente—. Y de todas maneras no creo que le hubieras podido hacer mucho daño.
—No —dijo ella con una risilla nerviosa—, pero me sentí muy avergonzada al verlo después. —Volvió a sonreír, y el horror y aquellos terribles recuerdos parecieron diluirse.
La lluvia casi había cesado y su persistente repiqueteo se había reducido a un suave rumor. Las brasas se consumían lentamente, y su resplandor era como el del último sol de la tarde. Minalde se levantó y, tras encender una astilla con las brasas, se acercó a un candelabro de tres velas y las encendió.
—No podía soportar la idea de que había dejado morir a mi hijo. Hasta que Ingold no llegó, anteanoche, y me devolvió a Tir, ni siquiera supe si había sobrevivido. Apenas recuerdo todo lo demás: los Seres Oscuros que caían sobre nosotros sofocando las antorchas, su… su tacto, sus garras, el abrazo de sus colas, como cuerdas de hierro, el rostro del Halcón de Hielo cuando me recogió del suelo en los subterráneos… Nada me parecía real. Sólo sabía que había abandonado a mi hijo, lo único que me quedaba en la vida…
Sus dedos y su voz comenzaron a temblar otra vez. Rudy se acercó a ella y le cogió las manos. Sintió sus frágiles huesos y su piel, y pensó que sus propias manos eran toscas y ásperas. El contacto pareció tranquilizar a Alde: sonrió como disculpándose y bajó la vista.
—Alwir me ha dicho que estuve delirando —continuó ella con voz débil—. Me alegro de no recordar la huida de Gae. Me han dicho que no hubiera reconocido la ciudad. Al menos así siempre la recordaré con toda su belleza. —Volvió a mirar a Rudy a los ojos y de nuevo afloró a sus labios una sonrisa de autocompasión—. Por eso casi todo lo que hay aquí es de Alwir, y no mío. No son las cosas que yo me habría llevado si hubiera estado consciente.
—No te preocupes por eso.
—Pero anoche —siguió diciendo Alde— creo que te habría matado si hubieras intentado detenerme. No iba a dejarlo otra vez. Siempre te estaré agradecida por acompañarme, por estar a mi lado en los subterráneos, por protegernos. Pero creo que también lo hubiera hecho sola.
—Sigo creyendo que estás loca —murmuró Rudy afectuosamente.
Ella sonrió.
—Nunca he dicho que no lo esté.
En el exterior la lluvia había cesado por completo. Junto a ellos, las llamas de las velas se alargaban formando delgadas columnas de luz amarilla y blanca. Durante un rato permanecieron inmóviles, arropados por la paz que respiraba la habitación, disfrutando de un breve y extraño momento de felicidad en medio de la confusión y el desastre. Rudy era consciente, como pocas veces lo había sido en su vida, de que los dedos de Alde descansaban ligeramente sobre los suyos. El olor de su cabello llegaba con claridad hasta él. Era un olor a hierba y heno, que se mezclaba con el de la cera al quemarse y con las ricas fragancias de cedro y lavanda. Libres del tiempo por un instante, se sentían solos y en paz. Los ojos de Alde, casi negros entre las sombras, estaban fijos en los suyos. Al sumergirse en sus profundidades, Rudy supo lo que iba a suceder, y fue consciente de que ella también lo sabía. La certeza atravesó su cuerpo como un rayo, pero no lo sorprendió. Era como si siempre lo hubiera sabido.
Así permanecieron durante un espacio incalculable de tiempo, compartiendo aquel descubrimiento. El único sonido que se podía oír era el de su respiración. Entonces se abrió una puerta en el piso inferior y las llamas del candelabro temblaron imperceptiblemente. La musical voz de Alwir resonó en el vestíbulo, extrañamente vacío.
—… Que traigan los caballos al patio. Hará falta la mayor parte de la noche para cargarlos. Tus cosas irán en la tercera carreta.
La voz aflautada de Bektis contestó algo, y a continuación Medda hizo una pregunta. Súbitamente resonó el chasquido metálico de una espada y una cota de malla.
Alde se apartó de Rudy, pero él retuvo sus manos. Sus ojos volvieron a encontrarse, interrogantes, como buscando una explicación a lo que había ocurrido entre ellos. Su relación había cambiado…, todo había cambiado después de lo que había ocurrido. El joven vio deseo en aquellos ojos violeta, pero también miedo a la intimidad recién descubierta, y percibió el reflejo de su propio asombro ante unos sentimientos que nunca había creído llegar a experimentar. Entonces las mejillas de Alde se arrebolaron violentamente. Se soltó las manos con un gesto brusco y apartó la mirada.
—No…, no puedo… —murmuró con voz temblorosa mientras se alejaba de él.
—Alde —dijo Rudy suavemente, y ella se detuvo ante el sonido de su voz, respirando con dificultad—. Te veré mañana en el camino.
—De acuerdo —susurró ella, y volvió a apartar la vista.
Un instante después Rudy oyó sus pasos, ligeros, perderse escaleras abajo.