—¿Se pondrá bien?
—Si el brazo no se infecta, sí.
Las voces llegaban claramente hasta Jill, pero sonaban como en un sueño. Y, al igual que en un sueño, podía identificarlas sin dificultad. Como si estuviera en el fondo de un pozo, al abrir los ojos veía, muy lejos, la alta figura de Alwir, que le ocultaba el sol como una nube. Junto a él estaba el Halcón de Hielo, ligero y frío como el viento. Pero en el fondo de aquel pozo sentía dolor, un dolor nítido, agudo y penetrante.
—Si se infecta el brazo lo perderá —añadió la melodiosa voz del canciller.
—¿Dónde está Ingold? —preguntó el Halcón.
—¡Quién sabe! Parece tener un talento especial para desaparecer.
«Maldito sea», pensó Jill ciegamente. «Maldito sea, maldito sea…». Alwir se apartó y Jill sintió el sol en los ojos cerrados como si de un cuchillo se tratara. Giró la cabeza a un lado, y el movimiento despertó el lacerante dolor que envolvía todo su brazo izquierdo. Lágrimas de sufrimiento y desesperación brotaron de sus ojos.
Estaba delirando, y soñó con él. Desde un lugar oscuro y sombrío podía ver la cocina de su apartamento de Clarke Street. La luz estaba encendida. La mesa se hallaba cubierta de tazas sucias, envoltorios de comida y folios sueltos de su inacabada tesis esparcidos como hojas secas. Le parecía que con solo dar un paso podría tocarlo, que podía volver en un instante a su casa, a la Universidad, a la vida tranquila y a la seguridad que le daban sus amigos, su mundo. Oyó el lejano timbre del teléfono y supo que era una de sus amigas, y que hacía dos días que llamaba constantemente. Todos estarían preocupados, y pronto empezarían a buscarla. El pensar en el sufrimiento de las personas que la querían le producía tanto dolor como el brazo, e intentó entrar en la cocina para descolgar el teléfono. Pero Ingold se interponía en su camino. Encapuchado, con la espada resplandeciente como un fuego fatuo, se alzaba ante ella como una forma oscura y fantasmal. Aunque la joven intentaba esquivarlo, el mago siempre volvía a aparecer ante ella y la rechazaba. «¡Déjame en paz!», comenzó a gritar presa de una furia impotente. El viento hizo que su capa lo envolviera en una nube de sombras, y en su lugar apareció un Ser Oscuro flotando en el aire. Intentó correr, pero el monstruo cayó sobre ella. Trató de defenderse con una espada que había aparecido en sus manos, pero al lanzarle un golpe la horrenda boca del monstruo atrapó su brazo, dejando un rastro de ácido que penetró en su carne y la hizo gritar de dolor.
Entonces se miró el brazo, y vio la carne desgarrada y los huesos. Y también vio una mano que moldeaba y trenzaba pacientemente los músculos desgarrados. Jill pensó que era como si estuviera modelando el brazo con arcilla o plastilina. Se trataba de la mano de Ingold, huesuda y marcada por incontables cicatrices, encallecida por el uso continuo de la espada. Y allí estaba él, el mago, cansado y sucio. Sus ojos brillaban rodeados por oscuras ojeras de agotamiento. Jill trató de golpearlo con la mano sana mientras musitaba maldiciones débilmente, culpándolo de no dejarla escapar, de haberla atrapado en aquel mundo de horror, a la vez que intentaba evitar el contacto fuerte y seguro de su mano. Entonces todo pareció desvanecerse y de nuevo se hizo la oscuridad en su mente.
Desde la escalinata del Consejo, Rudy contempló lo que quedaba del reino. Serían las cuatro de la tarde, y las nubes altas y difusas habían comenzado a teñir de gris el cielo, amontonándose lentamente sobre las montañas como la amenaza de una maldición. Había comido, y dormido; y luego había ayudado a los guardias y a los escasos supervivientes de la noche anterior que todavía tenían fuerzas a sacar de la plaza los cadáveres desangrados y los huesos que la cubrían. Tenía frío y estaba aturdido por el cansancio y el horror. Pero incluso después de limpiar lo peor de la masacre, la plaza ofrecía un aspecto desolador. Por todos lados se veían los restos del desastre, ropa, calderos volcados, libros rotos y llenos de barro, restos inútiles de la civilización de Gae que ya no servirían de nada. Durante la recogida de cadáveres que había tenido lugar aquella mañana, Rudy había encontrado un pequeño tesoro de joyas perdidas entre los escombros, objetos preciosos abandonados la noche anterior en la desesperada búsqueda de un refugio.
Karst era una ciudad muerta. La gente se movía ciegamente por las calles, tropezando por el cansancio y el dolor. Por todas partes se oían lamentos y sollozos. Los lugares que el día anterior hervían de refugiados, ahora parecían extrañamente vacíos. La gente recorría las calles y se miraba, pero nadie se atrevía a preguntar lo que todos tenían en mente. ¿Y ahora qué?
«Buena pregunta», se dijo Rudy con amargura.
¿Qué iba a pasar ahora? Los Seres Oscuros estaban por todas partes, y él era un exilado en un mundo extraño: no podía hacer otra cosa que huir y esconderse hasta que algo, los Seres Oscuros, el frío, el hambre o la enfermedad acabaran con él. Cada vez le parecían más lejanas las posibilidades de volver a la seguridad de su mundo. ¿Sería todavía posible? Ni siquiera Ingold parecía saberlo. ¿Y qué ocurriría si volvían a capturar al mago y nadie lo encontraba esta vez? ¿Y si lo encarcelaban a él? Existía la posibilidad: estaba en un mundo extraño, e ignoraba las costumbres y las leyes que podían hacer que uno fuera a dar con sus huesos en una de aquellas mazmorras que había visto la noche anterior. Pensándolo bien, en realidad ni siquiera conocía la lengua de aquella gente.
Rudy era consciente de que no había hablado ni una palabra de inglés desde que había llegado a aquel lugar. Ni siquiera sabía cómo podía comprender y hablar el wath, la lengua común del reino. Pero recordó que Ingold le había dado una explicación hacía mucho tiempo, en California, cuando él todavía lo consideraba un viejo e inofensivo lunático. Rudy pensó que no estaba nada mal el hechizo, teniendo en cuenta que Alwir consideraba a su autor poco menos que un charlatán de feria.
Vio que Ingold y el canciller cruzaban la plaza juntos. Indudablemente no se llevaban bien. Alwir marchaba con paso orgulloso entre el revuelo de su capa escarlata, y los rubíes resplandecían poderosamente sobre el forro de sus guantes. El anciano caminaba a su lado con aire cansino, y se apoyaba en su báculo como un viejo peregrino cansado y polvoriento. Rudy se preguntó cómo habría recuperado el báculo y la espada.
Su voz, rasposa y fuerte como siempre, llegó hasta el joven mientras los dos hombres ascendían por la escalinata del Consejo.
—Nuestra forma de vida, todo nuestro mundo, ha cambiado, y sería de necios negarlo. Todas las estructuras de poder se han derrumbado, y ningún tipo de maniobra, fuerza o fe pueden devolvernos lo que hemos perdido.
Alwir respondió con su voz profunda y musical.
—¿Y tú qué me dices, amigo mío? La magia también ha fallado. ¿Dónde está ahora tu archimago? ¿Y el Consejo de Quo? ¿Dónde está todo ese poder del que tanto presumíais…?
Los dos entraron en el edificio. «También tiene su parte de razón —pensó Rudy cansadamente—. Quizá yo sea un ignorante, pero no soy idiota. Y sea como campo de refugiados o como baluarte de la civilización, esta ciudad ha recibido lo suyo». Recorrió con la mirada la silenciosa plaza. El día anterior aquello había sido un próspero centro de comercio y cultura, y ahora no era más que un montón de piedras, escombros, barro y sangre.
Reconoció a algunos de los que acudían al edificio del Consejo para celebrar una asamblea. Eran los nobles y prohombres del reino que dos días antes debían de haber hecho el mismo recorrido pavoneándose ante la admiración y la envidia del populacho. Reconoció también a un par de señores feudales que habían acudido a Gae a ayudar al rey y que posteriormente habían tenido que refugiarse en Karst: eran un tipo joven y atlético con aspecto de deportista que practica surf y un corpulento gigante que le hizo pensar en John Wayne disfrazado de sheriff de Nottingham. También vio entrar a Janus, con un uniforme negro limpio, pero maltrecho como un policía irlandés después de una juerga nocturna. Tenía un ojo morado y la frente cubierta por una venda pardusca, y su paso era cansado. Govannin se apoyaba para andar en el brazo de un sacerdote con el cráneo afeitado. Y por último llegaron un par de mercaderes de aspecto deprimido que habían estado beneficiándose del mercado negro de comida y agua cuando todavía había alguien que pagara por ello.
Rudy observó el ángulo de la sombra que proyectaba la fuente de piedra y calculó la hora. Posiblemente la asamblea duraría la mayor parte de la tarde, ya que en ella se decidirían las nuevas acciones que debían seguirse. Se preguntó si podría hablar con Ingold antes de que anocheciera acerca del viaje de vuelta. Quizás hubiera alguna forma de cruzar el Vacío sin que un montón de Seres Oscuros se colaran detrás de ellos. Quizá Lohiro, el archimago de Quo, tuviera alguna idea. Al fin y al cabo era el jefe de Ingold. El problema era que Lohiro tampoco aparecía.
Pero entonces divisó un rostro familiar al otro lado de la plaza. Alde había cambiado el camisón blanco que llevaba la noche anterior por un vestido de terciopelo negro. Con el cabello trenzado y recogido en dos elaborados moños a ambos lados de la cabeza parecía mayor. Le hizo pensar en un manzano al que brotan sus primeras flores, delicado, esbelto y gracioso como una bailarina.
Se levantó de la escalinata y se acercó a ella.
—Veo que estás sana y salva —dijo—. Siento no haber ido yo mismo a recogerte, pero en aquel momento no tenía fuerzas para hacer otra cosa que tirarme en un rincón y dormir.
Ella sonrió tímidamente.
—No pasa nada. Los hombres que envió Alwir encontraron la celda sin ninguna dificultad. Y después de todo lo que hiciste anoche, no habría podido mirarte a la cara si hubieras perdido un minuto de descanso sólo para venir y comprobar que no me había metido en más líos. —Parecía muy cansada y más frágil que la noche anterior. El muchacho pensó que casi podía cogerla en una mano—. Te debo la vida, Rudy. Y a Tir se la has salvado dos veces.
—Bueno, en fin…, todavía me parece que fue una locura seguirte.
—Ya dije una vez que eras valiente. —Alde sonrió con afecto—. Ahora no puedes negarlo.
—Pues lo niego —repuso él devolviéndole la sonrisa.
Los ojos azul violeta de Minalde chispearon con alegre incredulidad.
—¿Incluso después de haberme seguido por la escalera?
—Oh, bueno… No podía dejar que subieras sola. —Rudy la miró con un gesto grave al recordar el horror de la oscura galería azotada por el viento maligno y las formas diabólicas suspendidas del techo—. Debes de querer mucho a Tir para arriesgar así tu vida por él.
Alde le tomó la mano y la apretó brevemente con sus dedos finos y cálidos.
—Sí —dijo simplemente—. Tir es mi hijo. Si yo hubiera muerto anoche, a nadie le habría importado. Ya no. Pero siempre tendrás mi gratitud por haberlo salvado a él.
Sin añadir nada más, se volvió y subió la escalinata con pasos flexibles y ligeros, como una bailarina. Los guardias de la puerta se inclinaron ante ella cuando cruzó el gran portón y desapareció en el edificio, dejando a Rudy boquiabierto al pie de los escalones.
La guardia tenía su cuartel general en las afueras de la ciudad, en lo que habían sido los establos de una gran propiedad. El ojo experto de Jill detectó en los recargados escudos de armas que remataban puertas, ventanas y columnas el olor a dinero fácil y el eterno complejo de inferioridad de los nuevos ricos. Desde la camilla en la que descansaba podía ver casi todo el gran patio central a la fría luz de la tarde. El dolor del brazo había cedido levemente, y Jill se dedicó a inspeccionar con la vista el improvisado cuartel.
La luz del día no le sentaba bien al lugar. La galería que rodeaba el patio estaba atestada de catres de campaña, armas y cotas de malla de unos setenta guardias, y por todos lados se amontonaban balas de forraje para los animales. El patio se hallaba cubierto de un barro resbaladizo y maloliente. En una esquina alguien estaba preparando un gran caldero de gachas. El humo de la fogata le irritaba los ojos.
En el centro del patio se entrenaban unos treinta guardias cubiertos de barro hasta las cejas, pero eran muy buenos. A pesar de su falta de experiencia, Jill observó que su rapidez y equilibrio resultaban asombrosos. Eran guerreros profesionales, un cuerpo de elite. Tumbada a la sombra de la galería, los había visto salir del servicio y volver, trabajar y entrenarse. Y sabía que todos ellos habían combatido la noche anterior y muchos habían sufrido heridas, como ella. En la confusión del combate había notado que muy pocos de los muertos eran guardias, y ahora comprendía por qué: la velocidad y la reacción instintiva eran conceptos que les inculcaban durante el entrenamiento, hasta que los movimientos de defensa y ataque eran tan naturales como el parpadear. Se entrenaban con espadas de madera similares a los shinai japoneses, armas que no mataban ni herían, pero que dejaban dolorosas marcas. Nadie llevaba armadura ni escudo. Jill los observó con profunda admiración.
—¿Qué piensas? —preguntó una voz clara y fría. La joven levantó la vista y descubrió al Halcón de Hielo junto a su camilla.
—¿Sobre eso? —inquirió haciendo un gesto en dirección a las figuras que combatían en el patio. Él asintió—. Queréis ser perfectos, ¿verdad? —Repuso sin dejar de contemplar la rápida y armoniosa danza de los luchadores—. Y eso es lo que sois, perfectos.
El Halcón de Hielo se encogió de hombros, pero Jill detectó en las profundidades plateadas de sus claros ojos un brillo de intriga.
—Cuando sólo tienes una oportunidad de sobrevivir, debes ser perfecto —dijo por fin—. ¿Qué tal va tu brazo?
Ella sacudió la cabeza cansadamente, intentando no pensar en el dolor.
—Fui una estúpida —respondió. Los vendajes parduscos asomaban bajo la manga desgarrada de una vieja camisa que debía de haber pertenecido a alguno de los muertos—. Estaba cansada. No debería haber sucedido.
El capitán apoyó la espalda en el muro y encajó los pulgares en el cinturón, adoptando una postura característica de los guardias.
—No lo hiciste nada mal —dijo—. Tienes talento para esto. Personalmente, no pensé que resistieras el primer combate. Los novatos nunca lo resisten. Pero tú tienes instinto para matar.
—¿Qué? —exclamó ella, más asombrada que horrorizada.
—Es cierto —insistió el Halcón de Hielo con su voz fría y cristalina—. Entre mi gente es un cumplido. Matar es sobrevivir en la lucha. Matar es amar la vida por encima de todo. —Se acercó a la baranda de la galería y apoyó un pie en ella. Entonces cruzó los brazos sobre la rodilla y miró el cielo claro y despejado de la tarde—. Aquí, en el reino, a todos les parecen absurdas estas cosas. Quizás en tu tierra también. Por eso dicen que los guardias estamos locos. Y desde su punto de vista tal vez tengan razón.
«Tal vez —pensó Jill—. Tal vez».
Desde fuera parecía incomprensible. La gente no solía entender aquel tipo de pasión. Rudy no comprendía que ella hubiera abandonado su casa y a su familia por la ingrata y apasionante vida del investigador. En cierto modo era el mismo tipo de locura.
Un hombre bajito y calvo se movía entre los grupos de combatientes observando hasta el menor detalle con los pequeños y brillantes ojos castaños de un elfo. Se detuvo detrás Seya, rascándose la barba y contempló sus evoluciones contra un adversario de peso y altura parecidos a los suyos. La mujer lanzó un golpe e hizo una finta: cuando se disponía a asestarle un nuevo golpe, su contrincante avanzó un paso, se situó casi bajo su cuerpo y barrió sus dos piernas limpiamente con un pie. Seya cayó estrepitosamente en medio del barro.
—Más estabilidad en la posición —le dijo el hombrecillo, y siguió deambulando entre los luchadores. Seya se levantó lentamente, se limpió el barro de la cara con el dorso de la mano y volvió a ponerse en guardia.
—Casi nadie comprende esta forma de vida —siguió diciendo la voz suave del Halcón—. Hay muy pocos que compartan este instinto de supervivencia, esta obsesión por la perfección. Quizá por eso la guardia de Gae ha sido siempre un grupo muy reducido. —Entonces miró a Jill a los ojos—. ¿Te gustaría ser guardia?
La muchacha sintió que se ruborizaba violentamente y que el pulso se le aceleraba. Guardó silencio un momento antes de responder.
—¿Quieres decir… quedarme aquí y convertirme en una de vosotros?
—Estamos muy necesitados de guardias.
Ella permaneció de nuevo en silencio, aunque una extraña tensión se apoderó de sus músculos y su corazón. Miró al hombrecillo calvo, que en aquel momento saltaba despreocupadamente entre dos luchadores para propinar un golpe con su bastón a un corpulento guardia, el cual se dobló en dos como una espiga de trigo. A continuación siguió su paseo en busca de una nueva víctima.
—No puedo —respondió finalmente.
—Ya —fue el único comentario del Halcón de Hielo.
—Voy a volver. A mi tierra. —Él la miró y alzó una blanca ceja—. Lo siento —añadió.
—Gnift también va a sentirlo cuando se entere —dijo el Halcón.
—¿Gnift?
Señaló con un gesto al hombre que estaba adiestrando a los guardias.
—Es el instructor de la guardia. Te vio en los sótanos de Gae anoche, cuando defendíamos la bodega. Dice que podrías ser buena.
Ella negó con la cabeza.
—Si me quedo acabaré cayendo. Sólo sería cuestión de tiempo.
—Siempre lo es —declaró el Halcón—. Simple cuestión de tiempo. Pero tienes razón. —Levantó la vista al percibir una sombra que se aproximaba.
—Hola, Jill —saludó Rudy mientras tomaba asiento a su lado en una bala de paja—. Me han dicho que te hirieron. ¿Estás bien?
Ella se encogió de hombros y no pudo reprimir un gesto de dolor.
—Sobreviviré.
En la semipenumbra de la galería, Rudy tenía un aspecto andrajoso. Su cazadora pintada estaba cubierta de barro y costras negruzcas, y su larga cabellera le colgaba sobre los hombros, lacia y sudada. Al parecer había conseguido una navaja de afeitar en algún lado, pues la barba del día anterior había desaparecido. Bien mirado, ella misma no debía de ofrecer un aspecto mucho mejor.
—La asamblea del Consejo ha terminado —comentó el joven mientras recorría con la vista el patio—. Me figuro que Ingold está por alguna parte, y ya va siendo hora de que hablemos con él del viaje de vuelta.
Un pequeño grupo llegó al patio por el gran portón principal: Alwir, Govannin, Janus y el terrateniente con aspecto de John Wayne. Éste, según había averiguado Rudy, era Tomec Tirkenson, Señor de Gettlesand, una región del suroeste. La capa del canciller volaba a sus espaldas como una gran nube roja sobre el gris del patio embarrado, y su melodiosa voz llegó con claridad hasta donde estaban Jill, Rudy y el Halcón.
—… Una mujer creería cualquier cosa, antes de reconocer la muerte de su hijo. No estoy diciendo que sustituyera al príncipe por otro niño, caso de que lo hubieran matado los Seres Oscuros. Sólo digo que podría haberlo hecho con facilidad.
—¿Con qué fin? —preguntó la voz siseante de la obispo.
El rostro de Janus enrojeció intensamente bajo el vendaje. Incluso desde donde estaban, Jill percibió el peligroso brillo de sus ojos de oso.
Alwir se encogió de hombros.
—¿Con qué fin? —repitió despreocupadamente—. No lo sé. Tendrá mucho más prestigio si ha salvado al príncipe que si no lo ha conseguido; en especial ahora, cuando es evidente que su magia no puede nada contra los Seres Oscuros. La gratitud de una reina puede influir mucho a la hora de establecer la posición de un hombre en el futuro gobierno. Y supongo que a un individuo que nació esclavo en Alketch no le disgustaría llegar a ser consejero del reino.
Janus, visiblemente fuera de sí, empezó a decir algo, pero entonces el Halcón de Hielo, que había cruzado con paso tranquilo el patio hasta llegar junto al grupo, puso una mano sobre el brazo del jefe de la guardia y distrajo su atención de lo que podía llegar a ser una situación violenta. Los dos intercambiaron unas palabras mientras Alwir y Govannin escuchaban con distante curiosidad. Jill vio la larga y delgada mano del Halcón de Hielo apuntar en su dirección. Alwir alzó las cejas, exageradamente sorprendido.
—¿Volver? —Preguntó en voz alta—. No es eso lo que yo he oído.
Era evidente de quién estaban hablando. Jill se sintió helada de indignación. Tiró al suelo las mantas que la cubrían, se levantó y atravesó el patio lentamente, soportando a duras penas los violentos latidos de dolor del brazo. Alwir esperó a que se acercara mientras la miraba con ojos pensativos y calculadores.
—¿Qué es lo que has oído? —inquirió ella.
El canciller volvió a alzar las cejas y su fría mirada la recorrió de arriba abajo. Jill parecía especialmente sucia, pálida y despeinada al lado del elegante e inmaculado canciller, el cual la miraba como si sintiera lástima por el tipo de amigos que escogía el mago.
—Que Ingold no puede o no quiere dejaros volver a vuestra tierra. Supongo que os lo habrá dicho.
—¿Por qué no? —preguntó con indignación Rudy, que también se había acercado.
Alwir se encogió de hombros.
—Pregúntaselo. Es decir, si todavía está en Karst. Las apariciones y desapariciones súbitas son su especialidad. No he sabido nada de él desde que abandonó la reunión, y hace ya un buen rato de eso.
—¿Dónde está? —inquirió Jill, con calma. La joven se dio cuenta de que inconscientemente había algo que le hacía desconfiar de aquel hombre, aparte de sus sospechas de que estaba relacionado con la detención de Ingold.
—Pequeña mía, no tengo la menor idea.
—Hasta ahora ha estado en la torre de guardia —gruñó Tirkenson, e hizo un gesto con su manaza para señalar el gran edificio fortificado que destacaba por encima de los tejados del patio—. No he oído decir que haya dejado la ciudad.
Jill giró sobre sus talones y se dirigió al portón sin decir una palabra más.
—¡Jill-shalos! —resonó a su espalda la voz de Alwir. Se detuvo a su pesar, impulsada por el tono de mando del canciller. Se dio cuenta de que respiraba aceleradamente, como si hubiera estado corriendo. El viento hizo flotar la capa roja de Alwir, y los rubíes destellaron en sus muñecas mientras se acercaba—. Sin duda tiene buenas razones para hacer lo que hace —dijo al llegar junto a ella—. A menudo las tiene, pequeña mía. Pero ten cuidado con él. Sus acciones siempre sirven a sus propios fines.
Los ojos de Jill se encontraron por primera vez con los del canciller y tuvo la impresión de que nunca había visto bien su cara. Estudió los rasgos orgullosos y sensuales de su rostro como si quisiera memorizarlos, y observó la curva vagamente despectiva de sus labios, la arrogancia de su mandíbula y el implacable egoísmo que brillaba en sus ojos. Entonces notó que crecía una rabia abrasadora en su interior y sus manos recordaron el tacto del puño de una espada.
—Todos tenemos nuestros propios fines, mi señor Alwir —replicó suavemente. Se dio media vuelta y se alejó con Rudy.
El canciller los miró hasta que desaparecieron tras el portón. Había percibido con toda claridad el odio de Jill, pero estaba acostumbrado a despertar ese sentimiento en sus inferiores. Sacudió la cabeza tristemente y olvidó el asunto por completo.
Ni Jill ni Rudy hablaron mientras se acercaban a la torre de guardia y subían la estrecha escalera de caracol. Ésta desembocaba en una habitación apenas más ancha que un pasillo, situada sobre la puerta que defendía el edificio. Las pequeñas claraboyas dejaban pasar la luz blanca y difuminaban las impresiones de color y forma. En aquel momento la torre servía de almacén a la guardia. Los sacos de harina y grano se apilaban en las paredes como en una barricada, y en un rincón alguien había extendido una manta y una gruesa piel. A los pies del improvisado lecho se encontraban varios objetos: una túnica limpia y plegada, un libro y un par de guantes de lana azul. Ingold estaba sentado en una silla frente a la ventana que miraba al sur, inmóvil como una estatua. La luz blanca de la tarde le confería el aspecto de una fotografía en blanco y negro y resaltaba implacablemente las profundas arrugas que rodeaban sus ojos y cubrían su frente, acentuando con pequeñas sombras las cicatrices de sus manos.
Jill iba a decir algo cuando advirtió que Ingold estaba mirando fijamente una gran gema que había puesto sobre el alféizar de la ventana, como si buscase alguna imagen en el centro del cristal.
Entonces los miró y sonrió.
—Pasad —murmuró.
Jill y Rudy atravesaron la habitación y se sentaron sobre los sacos que había junto al lecho.
—Alwir me ha dicho que no nos vas a enviar de vuelta a casa.
Ingold suspiró, pero no apartó la mirada de los ojos de la joven.
—Me temo que tiene razón.
Jill liberó en una profunda espiración el dolor, el miedo y el pánico que se revolvían en su interior. Dominando a duras penas la emoción, preguntó débilmente:
—¿Nunca?
—No en los próximos meses —dijo el mago.
Ella suspiró profundamente, pero ello no le produjo ningún alivio.
—Muy bien —repuso mientras se levantaba.
La mano de Ingold se cerró sobre su muñeca como un resorte.
—Siéntate —indicó con suavidad. Ella intentó liberarse, pero la presa del anciano era firme—. Por favor. —La joven volvió la vista hacia otro lado, furiosa con él. Entonces lo miró de nuevo y vio en sus ojos algo que nunca hubiera imaginado: que su cólera lo hería. Y eso la conmovió hasta el fondo de su corazón—. Por favor, Jill.
Ella se mantuvo a distancia por un momento. Los dedos de Ingold aferraban su muñeca como si temiera no volverla a ver si la soltaba. «Y quizá tenga razón», pensó Jill. Por un momento la visión que había tenido durante el delirio volvió a su cabeza: imágenes cálidas y brillantes de otra vida, de otro mundo, de sus amigos y de la carrera a la que siempre había querido dedicar su vida, y una figura que podía ser Ingold o un Ser Oscuro interponiéndose entre ella y todas aquellas cosas. Vio que todos sus planes, proyectos e ilusiones se desmoronaban en el aire sin que pudiera evitarlo. La rabia creció en su interior como un fuego silencioso.
—Hablar de meses me parece mucho tiempo para jugar al escondite con los Seres Oscuros, tío —dijo Rudy a su espalda.
—Lo siento —se excusó Ingold, pero sus ojos seguían clavados en Jill.
Con un esfuerzo sobrehumano, la joven dejó escapar toda aquella furia, toda la tensión de su cuerpo. El mago tiró de ella y, con suavidad, la obligó a sentarse en la cama. Jill no se resistió.
—Debería haber hablado con vosotros antes de la reunión del Consejo —dijo Ingold—. Temía que ocurriera esto. Ya te dije una vez que nuestros mundos se encontraban muy próximos, Jill. Tan próximos que alguien podía cruzar en sueños la línea que los separa, como hiciste tú. Tan próximos que yo pude pasar de uno a otro con la facilidad con que se atraviesa una cortina. Llegará un momento en que volverán a separarse, cuando cambie la conjunción actual. Entonces, con Seres Oscuros o sin ellos, podré enviaros de vuelta con suficiente seguridad.
»Percibo el Vacío continua e instintivamente, como percibo los cambios del tiempo. La primera vez que lo crucé, para hablar contigo en tu apartamento, fui consciente de que su trama se debilitaba alrededor del orificio que yo había creado. En aquel momento empecé a temer las consecuencias. Los Seres Oscuros no comprenden el Vacío, pero creo que fue entonces cuando repararon en su existencia. Y desde entonces lo vigilaron. La segunda vez que lo atravesé, al escapar de la batalla final de Gae, sentí que uno de ellos me seguía. La abertura que había creado provocó una serie de fisuras en el Vacío. La mayoría de ellas no eran suficientemente grandes para un ser humano, pero los Seres Oscuros pudieron utilizar al menos una. Por eso intenté alejaros de la cabaña, Jill. Pero, naturalmente, los dos fuisteis demasiado tercos para obedecer.
—¿Terca yo? —exclamó la joven, indignada—. Tú fuiste el terco cuando…
—Eh, si me hubieras dicho la verdad, tío…
—Te dije la verdad, pero no quisiste creerme —respondió el mago a Rudy.
—Sí, bueno… —Sus protestas se diluyeron en el silencio.
—Pensé que mandaros de vuelta ayer podía ser relativamente seguro si los Seres Oscuros permanecían en Gae. Pero ahora es imposible. El hecho de que uno de ellos me siguiera hasta vuestro mundo ha incrementado su conciencia del Vacío. Y ahora saben que existen humanos en el universo que hay al otro lado.
—¿Cómo estás tan seguro? —El contenido del saco crujió levemente cuando Rudy cruzó las piernas y apoyó los codos en las rodillas—. Al que te siguió lo freímos en la cabaña. No pudo informar a los demás de nada.
—No era necesario —dijo Ingold volviéndose hacia Jill—. Tú viste anoche cómo luchan los Seres Oscuros, la rapidez con que sus cuerpos cambian de posición. No sé cómo se comunican entre ellos, pero creo que lo que aprende uno lo saben todos los demás. Si debilitásemos la trama del Vacío y os siguieran a Rudy y a ti, y si, como sospecho, su conocimiento de los hechos es simultáneo y no acumulativo, sólo sería cuestión de tiempo que aprendieran a cruzar el Vacío solos. Como guardián del Vacío, soy responsable de que eso no ocurra. En este momento no puedo poner en peligro a vuestro mundo enviándoos de vuelta.
En el silencio que siguió a sus palabras llegó hasta ellos la potente voz de Janus y el ruido metálico de los cascos de un caballo contra el empedrado. Un perro aullaba en la lejanía. La luz de la habitación se iba debilitando mientras el crepúsculo caía sobre la ciudad en ruinas.
—¿Entonces qué podemos hacer? —preguntó Rudy.
—Esperar —respondió Ingold—. Esperar hasta que pase el invierno y nuestros mundos se hayan separado lo suficiente. O hasta que pueda hablar con Lohiro.
Jill levantó la vista.
—Alguna vez has hablado de él.
El mago asintió.
—Es el Señor del Consejo de Quo, el jefe de todos los magos del mundo. Su conocimiento es diferente del mío, y su poder es mayor. Si hay alguien que pueda ayudarnos, es él.
»Antes de que los Seres Oscuros atacaran Gae, antes de la noche en que te visité, estuve hablando con Lohiro. Él me dijo que el Consejo de los Magos y, de hecho, todos los magos del Occidente, iban a reunirse en Quo. La magia es conocimiento. Reuniendo toda la magia, todo el conocimiento, todo el poder, quizá demos con la forma de vencer a los Seres Oscuros. Entonces me dijo: “Hasta que eso no ocurra rodearé la ciudad de Quo de murallas de aire, y haré de ella una fortaleza que la Oscuridad nunca podrá conquistar. Aquí estaremos a salvo, y desde esta fortaleza, amigo mío, surgirá la luz”.
Al citar aquellas palabras, los ojos de Ingold perdieron algo de su dureza y su voz adoptó la inflexión y el tono de otra persona.
—Desde entonces, hijos míos, no he sabido nada de él. He buscado… —Acarició el cristal que descansaba sobre el alféizar y que relucía débilmente a la luz de la tarde—. A veces creo distinguir las formas de las montañas que dominan la ciudad o el contorno de la torre de Forn entre la niebla. Pero no he tenido noticias de Lohiro ni de ningún otro mago. Se han rodeado de encantamientos, han desaparecido de modo que hay que buscarlos; y creo que sólo un mago puede hacerlo.
—¿Entonces nos dejarás? —preguntó Jill quedamente. Los ojos del anciano chispearon, y su luz se hizo presente de nuevo.
—No de inmediato —repuso—. Pero vamos a irnos de Karst. Mañana al amanecer, Alwir conducirá a lo que queda de nuestro pueblo hasta la torre de Dare, en Renweth, junto al paso de Sarda. Supongo que oísteis algo en el Consejo, la otra noche. Es uno de los castillos que se construyeron durante el Reino Antiguo para resistir a los Seres Oscuros, hace miles de años, cuando éstos atacaron por primera vez a la humanidad. Será un viaje largo y duro, pero en Renweth estaréis a salvo.
»Yo os acompañaré hasta allí. Aunque ya no se me considera miembro del Consejo de Regencia, todavía sigo ligado al juramento que hice a Eldor antes de su muerte. Le prometí que llevaría al príncipe a un lugar seguro, y eso es lo que voy a hacer, lo quiera Alwir o no. Hijos míos, me temo que estáis unidos al hombre peor considerado de esta tierra.
—Alwir puede irse al infierno —dijo Jill secamente.
Ingold sacudió la cabeza.
—También él tiene su utilidad —explicó—. Pero creo que me considera… poco digno de confianza. Durante el viaje hasta Renweth, Tir correrá un peligro constante. No puedo abandonarlo. Pero para mí Renweth será la primera etapa de un viaje mucho más largo.
—Ingold —musitó Rudy tras pensar un momento—, ¿no crees que, si te acompañáramos, desde Quo sería más fácil que nos enviaras a casa? Si es un lugar tan seguro, desde allí los Seres Oscuros no podrán seguirnos.
—En efecto —concedió el mago—, si conseguís llegar a Quo. Personalmente, no me parece un viaje recomendable. En los mejores años del reino, muy poca gente se hubiera atrevido a cruzar la llanura y el desierto en la época invernal. Es un viaje de más de dos mil kilómetros a través de tierras salvajes. Además de los Seres Oscuros, correremos el peligro de encontrarnos con los Jinetes Blancos, tribus bárbaras que han estado hostigando las fronteras del reino desde hace siglos.
—Pero tú vas a ir —insistió Rudy.
Los huesudos y largos dedos del mago jugaban con el cristal que había junto a la ventana.
—Y quizá si viajáis conmigo estéis a salvo. Pero, creedme, las posibilidades de volver a vuestro mundo serán mucho mayores si permanecéis en la torre de Dare.
Jill guardó silencio. Tenía las manos apoyadas en la rodilla y su mirada se perdía en la semipenumbra. Intentó imaginar el castillo oculto entre las montañas, el paso de los días y los meses encerrada allí, sin conocer a nadie, aislada, como siempre se había sentido.
—Pero volverás a buscarnos, ¿verdad?
—Yo os traje a este mundo contra vuestra voluntad —dijo Ingold suavemente. Puso una mano sobre las de Jill y ésta sintió que su calidez y vitalidad inundaban su cuerpo, como ocurría siempre que la tocaba—. Aunque sólo fuera por eso, soy responsable de vosotros. Quizá Lohiro tenga una respuesta mejor que la mía. Incluso es posible que pueda acompañarme de vuelta a Renweth.
—Ya… —musitó Rudy con cierto escepticismo—. ¿Y si no consigues encontrar a los magos? ¿Y si están tan encerrados en sus encantamientos que no puedes comunicarte con ellos? ¿Y si…, y si Lohiro hubiera muerto? —No había querido hacer la última pregunta, ya que Ingold parecía partir siempre de la suposición de que el archimago estaba vivo, pero el anciano frunció las cejas en un gesto pensativo, no de preocupación.
—Es una posibilidad —dijo lentamente—. Ya lo había pensado, desde luego, pero creo… que si Lohiro hubiera muerto lo sabría. Los encantamientos que rodean Quo podrían ocultar su muerte, pero yo lo sabría. Sé que lo sabría.
—¿Cómo? —preguntó Rudy con curiosidad.
—Simplemente me constaría. Porque él es el archimago, y yo soy un mago.
—¿Por eso te ha excluido Alwir del Consejo? —Inquirió Jill mientras recordaba la fría mirada de la obispo y la forma en que Alwir se había referido a Ingold—. ¿Porque eres un mago?
El anciano sonrió y negó con la cabeza.
—No —repuso—. Alwir y yo somos antiguos enemigos. A él nunca le gustó la confianza que Eldor tenía conmigo. Y me temo que nunca me perdonará por haber tenido razón al decir que los Seres Oscuros atacarían Karst. A Alwir, como habréis comprobado, no le gusta nada la idea de retirarse a las antiguas torres de las montañas. Allí podemos defendernos de los Seres Oscuros, pero son lugares muy aislados. Retirarse a las torres significa fragmentar el reino irremisiblemente y renunciar a miles de años de civilización. Y ello resulta inevitable en una sociedad cerrada, donde los transportes y las comunicaciones están limitados a las horas de luz. La cultura se desintegrará, nuestras mentes se cerrarán y la visión del hombre se reducirá a los límites de sus propios campos. Como sabes por tus estudios, Jill, la justicia privada siempre provoca abusos. Si la Iglesia se llega a descentralizar, degenerará, y sus sacerdotes y teólogos se convertirán en escribas santificados y mercaderes de sacramentos para el populacho ignorante. Y temo que también la magia sufrirá las consecuencias, contaminándose cada vez más de trucos y engaños, y perdiendo el caudal de sus enseñanzas. Cualquier cosa que requiera una estructura organizada de conocimientos desaparecerá: las universidades, la medicina, las artes…
»Eldor era un estudioso, y vio todo esto con claridad. Sabía lo que había ocurrido en el pasado gracias a sus propios recuerdos de los tiempos antiguos, de los años de oscuridad, superstición y de miedo a lo desconocido. Alwir y Govannin también lo veían venir, y saben que, en cuanto dejen escapar de sus manos el poder centralizado, jamás volverán a recuperarlo. Por eso quizá sea Quo la única esperanza que nos queda.
Rudy ladeó la cabeza con gesto de curiosidad.
—¿No dijo Alwir algo sobre conseguir aliados para invadir las guaridas de los Seres Oscuros? ¿Crees que sigue pensando en ello?
—Sí —respondió Ingold en voz baja—. Ha enviado mensajeros al sur, al gran imperio de Alketch, pidiendo su ayuda en esta empresa, y no dudo que la conseguirá —admitió.
El tono frío e impersonal de sus palabras sorprendió a Rudy, el cual daba vueltas entre los dedos al cristal luminoso, haciendo incidir en él los últimos rayos de sol de la tarde.
—No parece mala idea —manifestó.
Ingold se encogió de hombros.
—No, si no fuera por dos cosas. La primera es que, a pesar de que nos negamos a reconocerlo, nuestra civilización se ha hundido. Aunque consiguiéramos rechazar a los Seres Oscuros, ¿cómo será el nuevo mundo que encontremos? He visto en el cristal, y por otros medios, que la destrucción provocada por la Oscuridad ha sido mucho más leve en el sur. El imperio de Alketch todavía es muy fuerte y nos pueden ayudar con la invasión que planea Alwir; pero cuando los restos de las fuerzas del reino hayan sufrido la mayoría de las bajas, ellos estarán aquí, dispuestos a apoderarse de una tierra despoblada e indefensa. El canciller habrá cambiado la muerte por la esclavitud…, y existen opiniones diferentes sobre cuál es peor. —Sus ojos azules brillaron bajo las pobladas cejas blancas—. Conozco bien Alketch, ¿sabéis? El imperio del sur codicia estas tierras del norte desde hace mucho tiempo. Conozco Alketch, y conozco a los Seres Oscuros.
»Alwir dice que yo me considero en posesión de la verdad, y tiene razón. Yo soy el único que sabe algo de los Seres Oscuros, ahora que Eldor ha muerto y su hijo es muy pequeño para hablar. Y sé que un intento de invasión de sus guaridas fracasaría irremisiblemente. Yo estuve en una de esas guaridas. He visto las ciudades subterráneas de los Seres Oscuros.
El mago apoyó la espalda contra la pared. Las sombras iban sumiendo la habitación en la penumbra. Su voz era tranquila y distante, y transportó sin dificultad a sus oyentes a otro tiempo y lugar.
—Hace muchos años, yo era el brujo de una aldea perdida de Gettlesand. Era una aldea de buen tamaño, pero no tan grande como para que el Señor de Gettlesand fuese a buscarme allí. Entonces yo tenía que ocultarme, pero eso forma parte de otra historia.
»En aquella región abundan las tribus de dooicos, los cuales prefieren vivir en las llanuras, pero suelen refugiarse en las montañas. Y se sabe que a veces han secuestrado a niños pequeños. Una de las hijas del jefe de esta aldea había desaparecido, y yo seguí durante una noche y un día el rastro de sus secuestradores, que se internaba en las montañas. Fue en una cueva de aquellas montañas donde vi por primera vez un Ser Oscuro. Era de noche. Sin reparar en mi presencia, la criatura se dejó caer desde el techo de la gruta, donde estaba adherida, y devoró a un viejo macho dooico que se había guarecido allí.
»Yo había leído algo sobre los Seres Oscuros en libros antiguos, y sabía cosas por las leyendas y fuentes de conocimiento que me transmitió mi maestro, Rath, como por ejemplo este cristal. Entonces pensé que era un superviviente de aquellos tiempos, y que quizás hubiera todavía grupos aislados de aquellos seres escondidos en las montañas. Y debido a mi natural e irreprimible curiosidad, decidí seguir a aquella criatura a las profundidades, a través de túneles tan inclinados que tenía que agarrarme al techo y las paredes para no caer. Recuerdo que en aquel momento pensé que los Seres Oscuros habían degenerado hasta tal punto que se ocultaban en las profundidades de la tierra para protegerse a sí mismos, y que no eran más que los restos de una fuerza que en los tiempos antiguos había dominado la tierra y cambiado el curso de la historia.
»Seguí a la pequeña criatura, que reptaba por el suelo, y descendimos cada vez más hacia las entrañas de la tierra. ¿Sabéis?, en aquel momento casi me daba lástima pensar en el horrible exilio subterráneo de aquellos escasos supervivientes. Pero entonces el túnel se ensanchó y pude ver en toda su extensión su… ciudad.
La voz del anciano tenía un tono hipnótico, y su mirada se perdía, ausente, en las sombras de la habitación.
—La oscuridad era absoluta, desde luego —siguió diciendo Ingold—. Pero yo puedo ver muy bien en la oscuridad. La inmensa caverna que se abría a mis pies se extendía interminablemente en todas direcciones. Desde la boca del túnel se dominaba la ciudad entera. Las estalactitas y el inmenso techo abovedado estaban cubiertos por completo de negros y bulbosos cuerpos de Seres Oscuros. El roce de sus garras contra la piedra era como el sonido del granizo. Y al nivel del suelo, a mi derecha, se abría un pasaje de la altura de un hombre por el que entraban y salían otras muchas criaturas. Entonces supe que bajo aquella caverna había otra, quizá mayor, y posiblemente otra más. Pensé que aquello no era más que una ciudad perdida en las montañas desiertas, y que con toda probabilidad habría otras más grandes.
Los recuerdos de la horrible visión profundizaron las arrugas que la edad y la experiencia habían labrado en su rostro. Parecía un profeta bíblico, alguien que había visto con claridad absoluta el futuro derrumbamiento de la civilización y, sin embargo, no podía evitarlo. Rudy supo que en aquel momento el mago no los veía a ellos, ni la habitación; sólo percibía aquella inmensa caverna hirviente de Oscuridad. Entonces comprendió con horror que en las profundidades de la tierra aguardaban incalculables ejércitos de Seres Oscuros, y que no se ocultaban, sino que aquél era su hábitat. Y también que no había nada que pudiera evitar que arrasaran el mundo como ya habían hecho en el pasado.
La voz de Rudy rompió el silencio que reinaba en la habitación.
—Dices que estaban en el techo de la caverna —dijo pensativamente—. ¿Entonces qué había en el suelo?
—Los Seres Oscuros tienen sus propios… animales. —Ingold se resistía, de manera evidente, a seguir hablando de ello, pero los ojos del joven lo desafiaron a que siguiera—. Mutados, adaptados a las tinieblas después de incontables generaciones de cautiverio, son sus presas naturales.
—Claro, eso explica la existencia de las Escaleras —repuso Rudy sin dejar de cavilar—. Los Seres Oscuros no necesitan escaleras… No tienen pies. Pero los dooicos sí.
—Éstos no eran dooicos —dijo Ingold—. Eran humanos…, en cierto modo. —El anciano pareció estremecerse al recordarlo—. Pero como comprenderéis, hijos míos, todos los ejércitos del mundo no serían suficientes para llevar a cabo lo que propone Alwir. Con un intento de invasión solamente conseguiríamos debilitar todavía más las escasas fuerzas del reino y dejar demasiados pocos hombres que puedan defenderlo contra el imperio de Alketch… o contra los Seres Oscuros.
»La alternativa, retirarnos a las torres y dejar morir la civilización con la esperanza de que algún día desaparezcan los Seres Oscuros, no es una perspectiva muy halagüeña, pero en este momento no veo otra posibilidad. El mismo Alwir ha tenido que reconocer que no podemos refugiarnos en otro lugar, y no es muy probable que los Seres Oscuros se vuelvan vegetarianos.
»Así pues, como veis, debo encontrar a Lohiro lo antes posible. Si no lo consigo, se desatará una cadena de catástrofes. La magia ha acumulado y desarrollado sus conocimientos en una torre aislada a orillas del océano Occidental, apartada del mundo, enseñando, experimentando, perfectamente equilibrada en el centro del cosmos: el poder por la perfección del poder, la sabiduría por la perfección de la sabiduría. Nada es fortuito, nada es casual. Quizá toda la historia de la magia, desde los tiempos de Forn, sólo sirva a este fin: salvarnos de los Seres Oscuros.
—Si es posible —dijo Rudy suavemente, y le devolvió a Ingold su cristal.
—Si es posible —asintió el mago.
Ya había caído la noche. Una fina lluvia grisácea empapaba los restos de Karst y encharcaba aún más los barrizales que cubrían la ciudad. El viento de las montañas soplaba con fuerza, y Jill notó que la húmeda capa se le enredaba en los tobillos mientras Rudy y ella atravesaban el patio de la guardia.
—Tres meses —murmuró el joven mientras contemplaba a través de la fina lluvia los restos de la ciudad, las ruinas de la civilización que la había erigido—. Joder, si los Seres Oscuros no se nos meriendan, en ese tiempo habremos muerto de frío.
En las montañas retumbó sordamente un trueno lejano. Jill se guareció en la galería donde estaban los catres de campaña mientras Rudy atravesaba el patio hasta la hoguera, junto a la cual se estaba repartiendo un escaso rancho. Los guardias iban y venían como negras formas fantasmales: era la hermandad del acero, y todos lucían en sus sucias capas negras el emblema de la guardia, un cuadrifolio blanco. A través de la lluvia llegaban hasta ella fragmentos de tranquilas conversaciones.
Unas manos firmes se posaron sobre sus hombros desde atrás.
—¿Jill-shalos?
Jill miró las manos, largas y delgadas, y sus dedos callosos y endurecidos por el prolongado uso de las armas. Miró a su espalda y vio una capa negra y las puntas de dos trenzas blancas, y más arriba un rostro delgado con ojos fríos e indiferentes. Entonces otras dos figuras salieron de las sombras y se situaron a sus lados.
Gnift, el maestro de armas, le tomó una mano y la apretó contra su pecho con un suspiro apasionado.
—Oh, perla de mi corazón —dijo volviendo los ojos al cielo. Jill se echó a reír y apartó la mano. Nunca había hablado con el instructor, y sentía un gran respeto por él después de haberlo visto trabajar. Pero su mirada alegre hizo desaparecer su timidez y la tranquilizó. Miró al otro lado y vio a Seya, la cual guardaba silencio, pero sus labios sonreían suavemente.
—¿Qué queréis? —preguntó Jill sin dejar de sonreír, cohibida y a la vez sintiéndose, extrañamente, como en casa. En el poco tiempo que había transcurrido desde que se habían conocido, Seya y el Halcón de Hielo, y ahora también Gnift, la habían aceptado tal y como era. Nunca se había sentido tan bien, ni siquiera entre sus colegas de la Universidad.
La luz de las hogueras brillaba en el reluciente cráneo de Gnift. Su calvicie era similar a una tonsura, y el recio y corto cabello que poblaba sus sienes y nuca crecía casi hasta el cuello. Bajo sus gruesas cejas resplandecían unos vivos ojos castaños.
—A ti —dijo el maestro de armas quedamente, y con una reverencia le ofreció a Jill un paquete que llevaba escondido bajo la capa. Al desenvolverlo, la joven vio una gastada capa negra, una recia casaca y unos pantalones de montar, unas suaves botas de piel y un cinturón con una daga. Todo estaba marcado con el cuadrifolio blanco de la guardia.