CAPÍTULO SIETE

«¡Maldito Alwir!». Rudy se apoyó en la pilastra que enmarcaba el vestíbulo y cerró los ojos. Pero no consiguió dejar de ver el salvaje resplandor de las antorchas, ni de oír los gritos de terror que le atravesaban el cerebro como afiladas sierras. Se sentía mareado por la fatiga. «Todas las ilusiones de que Karst era un lugar seguro y se convertiría en la nueva capital del reino se han volatilizado como humo. E Ingold, que había tenido razón desde el principio, está encerrado en algún lugar desconocido». Volvió a abrir los ojos y la cegadora luz del vestíbulo penetró de nuevo en su cabeza dolorosamente. Parecía la antesala del Juicio Final. El salón estaba abarrotado de refugiados procedentes de los bosques y de gente de la ciudad que se había ido replegando a medida que caían las líneas defensivas de las afueras. La multitud lloraba, rezaba y gritaba a voz en cuello, como un rebaño aterrado sobre el que caen los lobos. El estruendo le recordó los momentos finales de un concierto de rock, tan ensordecedores que no se podía diferenciar ningún sonido. Los rostros iluminados por las antorchas parecían boquear sin sentido como peces agonizantes. La atmósfera de la habitación era irrespirable, saturada de humo y terror. Con sorprendente frialdad, Rudy pensó si no se hallaría inmerso en uno de los sueños de Jill, pero tenía demasiada hambre para estar durmiendo. Se preguntó si el fin del mundo sería así.

Alwir se erguía en medio de la sala como el mismo diablo en el centro de un caos de fuego. Tenía un corte sangriento en una mejilla y el rostro brillante de sudor. Una de sus manos descansaba en el pomo de la espada, y con la otra hacía gestos a Janus y a la obispo Govannin, la cual había desenvainado su arma y se había echado el manto a la espalda, dispuesta a luchar. Bajo las marcas de la batalla, su rostro enjuto estaba sereno. Rudy pensó con amargura que en aquel lugar todo el mundo parecía capaz de empuñar un arma menos él. Alwir gritó algo y la obispo negó con la cabeza sombríamente. El canciller abarcó todo el salón con un gesto rabioso, y el joven tuvo el presentimiento de que sabía cuál era el problema.

La mansión era indefendible.

Resultaba evidente. Se habían visto obligados a retroceder hasta allí al caer las defensas de la plaza y ahogarse las fogatas bajo el espeso manto de Oscuridad. Sin darse cuenta, Rudy se encontró entre una fila de hombres empuñando una larga espada que alguien le había puesto en las manos, dando la espalda a las hogueras barridas por el viento y a los gritos de horror del gentío desarmado. Entonces la Oscuridad comenzó a acercarse, y los negros cuerpos nebulosos se vieron con mayor claridad. Al mirar atrás, Rudy notó que la luz de las hogueras y las antorchas se debilitaba por momentos. Entonces se vio atrapado en la ciega estampida de la muchedumbre, que buscaba la proximidad de los muros como si allí pudiera encontrar protección contra el horror que se aproximaba. Hasta el momento había tenido suerte. La plaza y las calles circundantes estaban sembradas de cadáveres.

Y lo más irónico, pensó el joven, era que aquel lugar en el que todos luchaban por refugiarse resultaba tan indefendible como una jaula de pájaros.

La mansión era un palacio de verano. No hacía falta haber estudiado arquitectura para comprenderlo. El edificio había sido concebido para dejar entrar la luz y la brisa. Por todos lados había columnatas, ventanales y galerías que se abrían a amplias habitaciones. La gran escalinata doble que ascendía al piso superior estaba rematada por una larga galería que comunicaba prácticamente toda la casa. Aquello ofrecía tantas posibilidades de protección como un mantel de encaje ante un huracán. De no haber estado medio muerto de agotamiento y expuesto a una muerte horrible, Rudy se hubiera echado a reír.

Janus pareció ofrecer otro plan. Alwir negó con la cabeza.

«De salir a la calle, ni hablar», pensó Rudy. La Oscuridad parecía presionar el edificio como una masa sólida. La débil luz del fuego ya no conseguía atravesar las ventanas. Más allá sólo había tinieblas. Los gritos de horror comenzaban a disminuir de volumen, y el gentío se apretaba contra las paredes, impotente. Alwir señalaba el suelo de modo insistente, posiblemente sugiriendo que se hicieran fuertes en los sótanos de la mansión.

La obispo preguntó algo que hizo brillar de ira los ojos del canciller. Pero antes de que éste pudiera responder, una tremenda explosión retumbó en algún lugar bajo la mansión, haciendo temblar sus cimientos. Entre el clamor de los refugiados, pudo oírse la potente voz de Janus.

—¡A la galería este! —exclamó.

Una mujer lanzó un grito prolongado y sostenido. A pocos pies de Rudy, una joven de su edad apretaba contra sí a un niño de pecho. Un hombre grueso con un rastrillo de jardín por única arma miraba a su alrededor con ojos desorbitados, como si esperase ver materializarse a los Seres Oscuros ante sus ojos en cualquier momento. La muchedumbre se apretó más contra las paredes.

Las voces alcanzaron un clímax de terror salvaje sobre el que resonó la profunda voz de Alwir.

—¡Todos conmigo! ¡Podemos defender los sótanos!

—¡No, bajo tierra no! —aullaron algunos.

Rudy se tambaleó por los empujones y lanzó una maldición. Había estado a punto de cortarse con la maldita espada que tenía en las manos. Personalmente le daba igual dónde decidieran esconderse, siempre que el lugar tuviera buenas paredes y una sola puerta. El gentío se abalanzaba detrás de Alwir hacia la puerta que se abría en el extremo más lejano del salón. La gente cogía las antorchas de las paredes, y su temblorosa luz roja convirtió el salón en un torbellino de sombras móviles.

Alguien tropezó con Rudy, alguien que luchaba contra la corriente humana intentando avanzar en dirección contraria. El joven aferró un brazo conocido.

—¿Adónde diablos vas?

Los cabellos de Minalde caían sueltos y desordenados sobre su sucio y desgarrado camisón.

—¡Tir está arriba! —Dijo ella con fiera desesperación—. Creí que lo había cogido Medda. —La presión de la masa humana los empujaba uno contra el otro. Alde estaba muy pálida y las antorchas se reflejaban en sus ojos.

—¡Bueno, pero no puedes subir ahora! —La muchacha se debatió con rabia intentando soltarse—. Mira, Alde, si la puerta está cerrada y hay alguna luz en la habitación, pasarán de largo, no le ocurrirá nada. Aquí abajo tienen a un millón de personas que devorar.

—Ellos saben quién es —susurró ella con desesperación—. Es a él a quien buscan. —Entonces se soltó con un tirón repentino y corrió hacia las escaleras escurriéndose como una anguila entre la marea humana.

—¡Estás loca, vas a morir! —gritó Rudy mientras se lanzaba tras ella. Su mayor tamaño le dificultaba el avance, y la multitud lo arrastraba inexorablemente. Vio a Alde detenerse un instante al pie de las escaleras y arrebatarle una antorcha a alguien. Por fin el joven llegó al mismo lugar y, tras coger otra antorcha, se lanzó escaleras arriba, hacia la negrura. La alcanzó al llegar al piso superior y la tomó con fuerza por el brazo.

—¡Déjame!

—¡Ni hablar! —gritó él—. Ahora escucha…

Con un sollozo de desesperación, Alde blandió la antorcha ante su rostro. Rudy retrocedió instintivamente y estuvo a punto de caer por las escaleras. Cuando recuperó el equilibrio, la muchacha se alejaba entre el revuelo de su camisón blanco por la galería batida por el viento, enarbolando la antorcha como un estandarte. Rudy corrió de nuevo tras ella.

A pesar de la proximidad de los Seres Oscuros, Minalde dejó abierta la puerta de la habitación del pequeño para que pasara Rudy, el cual entró tambaleándose y la cerró con fuerza, jadeando de agotamiento, terror y rabia.

—¡Estás loca! —le gritó—. Podíamos haber muerto los dos. Ni siquiera sabías si Tir estaba vivo…

Pero Alde no lo escuchaba. Se había inclinado sobre la cuna dorada y había tomado al niño en sus brazos. Altir estaba despierto pero inmóvil, como Rudy lo había visto en la pequeña cabaña del desierto californiano, con los ojos azules muy abiertos a causa del miedo, consciente del peligro. La muchacha se apartó los cabellos de la frente y acarició con los dedos la suave mejilla del príncipe. Rudy observó que le temblaban las manos.

—Toma —dijo él bruscamente mientras cogía un chal del respaldo de una silla y se lo ofreció—. Átate el niño al pecho con esto. Vas a necesitar las manos libres para las antorchas. —Ella obedeció silenciosamente, sin mirarlo a los ojos—. Había pensado que tenías más sentido común.

Alde tomó su antorcha del candelero de la pared donde la había dejado y se volvió hacia el joven con ojos desafiantes. Rudy pensó que, sin duda, la chica tenía coraje.

—Y ahora será mejor que me digas cómo podemos llegar a los sótanos de los que hablaban.

—Bajando la escalinata, al otro lado de la sala hay un arco, y a la derecha unas escaleras —explicó ella en voz baja—. Se trata de la bodega principal, donde almacenan el vino. Es la única lo bastante grande.

Rudy volvió a coger su antorcha y echó una rápida ojeada a la pequeña habitación octogonal, decorada con colgaduras doradas y apliques de ébano tallado. Entonces miró de nuevo a la muchacha y vio que su rostro estaba tan blanco como el camisón.

—Bueno, en fin, si no salimos de ésta… —comenzó a protestar, pero se interrumpió—. Sigo creyendo que estás chiflada. —Le dio su antorcha y se acercó a la puerta empuñando la espada con las dos manos, como había visto hacer a Ingold. Alde aguardaba en silencio.

—¿Preparada?

—Sí —musitó.

—Pues allá vamos, cariño —susurró él, y dio un paso adelante. Con un rápido movimiento abrió la puerta y asestó un golpe. El Ser Oscuro que cayó en el umbral como un enorme globo de tinta los salpicó a los tres de un líquido negro y hediondo. La segunda criatura, que seguía de cerca a la primera, se retiró casi instantáneamente dejándose llevar por el viento. No se veían más formas en el oscuro corredor, sólo se advertía una vaga sensación de movimiento en el extremo opuesto. Rudy cogió a Alde del brazo y echó a correr.

Nuevas formas, monstruosamente distorsionadas, los siguieron por el corredor en la penumbra. Las antorchas iluminaban levemente los arcos que se abrían a su izquierda, pero más allá la oscuridad era impenetrable. Rudy sentía la proximidad de los Seres Oscuros; imaginó que espiaban sus movimientos con una inteligencia extraña y horrible, esperando el momento adecuado para atacar. Desde lo alto de la escalinata contemplaron el caos que reinaba en el gran salón. Una antorcha tirada en el suelo iluminaba débilmente la alfombra, donde podía verse basura, ropas desgarradas, zapatos perdidos y muebles rotos. Alrededor del arco más lejano y apenas visible en la sombra, un gran montón de huesos y cadáveres ensangrentados mostraban lo que había sucedido momentos después de que Alde y él hubieran corrido escaleras arriba. Al otro lado del arco, sobre los cadáveres, parecía flotar una espesa oscuridad.

Rudy sintió un nudo en la garganta. Tal y como estaban, totalmente expuestos en lo alto de la escalinata, no hubiera bajado hasta el salón por nada del mundo. Notó que Alde daba un respingo y miró en la dirección que la muchacha le señalaba. Cuatro o cinco criaturas semejantes a monstruosos caracoles colgaban de la alta bóveda que cubría la sala, y sus largas colas se mecían suavemente al viento. La débil luz de la antorcha se reflejaba en sus brillantes caparazones y permitía distinguir garras y púas, y el ácido que goteaba de sus horrendas bocas entreabiertas. Entonces se descolgaron una a una y quedaron flotando en el aire; cambiaron repentinamente de forma y tamaño y se fundieron con las sombras. Rudy se preguntó adónde habrían ido.

—¡Hay otra manera de bajar a los sótanos! —Susurró Alde—. Es por el otro lado. ¡Vamos!

Volvieron a desandar el camino por el corredor. El joven sintió cómo aquel viento maligno removía sus largos cabellos. ¿Cuántas de aquellas criaturas serían necesarias para sofocar la luz de un fuego? ¿Una docena, media, quizá cuatro? La camiseta y la cazadora estaban empapadas de sudor y se le pegaban al cuerpo. Le dolían las manos de tanto apretar el puño de la espada. Las sombras que los rodeaban parecieron moverse, cerrarse sobre ellos. La luz de la antorcha se reflejaba en los grandes ojos vigilantes de Tir. Por una puerta salieron a un pasillo impregnado del hedor de los Seres Oscuros. Parecía que algo los seguía a cierta distancia y sin dejarse ver. Alde respiraba entrecortadamente, y los pasos resonaban con extraña fuerza en el suelo. Tras una pequeña y oscura puerta, una estrecha escalera de caracol, húmeda y peligrosamente resbaladiza, descendía interminablemente hacia las profundidades. El resplandor ámbar de las antorchas iluminaba la pared de piedra.

Finalmente llegaron al fondo. Allí se percibía con fuerza el olor húmedo y acre del subsuelo.

—¿Dónde demonios estamos? —Susurró Rudy—. ¿Esto son las mazmorras? —La humedad brillaba como el fósforo en las toscas paredes de piedra y en las losas del suelo, que aparecían cubiertas de moho.

Alde asintió y señaló hacia el fondo del pasillo.

—Por allí.

Rudy sostuvo su antorcha de modo que la llama no tocara el bajo techo.

—¿De verdad que esto son mazmorras?

—Sí —dijo la muchacha suavemente—. Bueno, se usaban en los tiempos antiguos, claro. Las grandes Casas del reino tenían sus propios ejércitos y dictaban sus leyes. Sin embargo, los Altos Reyes, los reyes de Gae, acabaron con todo eso. Ahora cualquier hombre condenado por un noble puede apelar a la justicia del rey. Aunque eso sólo ocurre en los asuntos civiles. La Iglesia sigue aplicando su propia justicia en las cuestiones religiosas. —Alde se detuvo un momento ante una bifurcación. Aquellos subterráneos eran un laberinto de pasillos fríos y lúgubres. Rudy se preguntó cómo podía estar tan tranquila—. Creo que es por aquí —añadió ella.

Siguieron el angosto pasadizo a la luz de las antorchas, que iluminaban esporádicamente puertas de roble reforzadas con bandas de hierro, unas veces al nivel del pasillo, otras al final de varios escalones resbaladizos. La mayoría de las puertas se hallaban cerradas con llave; otras estaban selladas con plomo. Rudy se estremeció al ver que algunas habían sido tapiadas, con una finalidad que no le costó mucho trabajo imaginar. De repente recordó que estaba en otro universo, en un mundo completamente diferente al suyo, con su organización social, su justicia y sus formas de castigar a los que se rebelaban contra el sistema.

Alde tropezó y se agarró al brazo de Rudy para no caer al suelo. Al detenerse para ayudarla a recobrar el equilibrio, el joven sintió un movimiento en el aire, algo que respiraba cerca de su rostro.

No vio nada en el pasillo. Las paredes enmarcaban un rectángulo de oscuridad impenetrable. El viento agitaba la llama de las antorchas y Rudy fue consciente, de súbito, de la negrura que le cerraba el paso por la espalda. Quizá fuera sólo la tensión acumulada en las últimas cuarenta y ocho horas, pero creyó percibir un movimiento delante de ellos.

—Aquí no se nos ha perdido nada, Alde —murmuró—. A ver si puedes encontrar alguna puerta que no esté cerrada.

Rudy no apartó los ojos de las sombras ni un instante. Por el movimiento de la antorcha de Alde, supo que estaba inspeccionando las puertas que había a su espalda. La luz de su propia antorcha parecía debilitarse ante las tinieblas que se cerraban a su alrededor. Entonces oyó la suave voz de la muchacha.

—Ésta sólo está cerrada con un cerrojo.

Rudy retrocedió de espaldas hasta llegar junto a ella.

La puerta se encontraba al final de tres escalones desgastados y húmedos, y parecía extraordinariamente sólida. Rudy le dio su antorcha a Alde y descendió los siniestros escalones. Tuvo que usar la espada para cortar los cordones de un grueso sello de plomo que bloqueaba el cerrojo de hierro. El metal estaba completamente oxidado, y protestó quejumbrosamente mientras el joven lo abría. Los goznes chirriaron horriblemente cuando empujó la puerta con todo su peso.

Por lo que permitía ver la débil luz de las antorchas, la celda estaba vacía. Era poco más que un agujero excavado en la piedra, y en la pared del fondo se distinguía un nicho oscuro y vacío. En el suelo había un pequeño montón de paja y unos cuantos huesos. El aire despedía un extraño olor a rancio, pero Rudy entró cautelosamente, intentando taladrar la penumbra con los ojos.

Sin embargo, a pesar de estar en guardia, el ataque fue demasiado rápido para que pudiera reaccionar. En una fracción de segundo sintió que algo le aferraba el cuello y una fuerza diabólica lo lanzó contra la pared cortándole la respiración. Se golpeó la cabeza con fuerza, y su grito de aviso se ahogó bajo la aplastante presión de un poderoso brazo. Sintió que algo le arrebataba la espada sin dificultad, y un momento después notó el frío contacto de la afilada hoja en su garganta. En la oscuridad que se cerró sobre él oyó una voz susurrante.

—No hagas ningún ruido.

Aquella voz era inconfundible.

—¿Ingold? —consiguió balbucir.

El brazo que le sujetaba el cuello aflojó la presión. No podía ver nada, pero el tacto de la túnica de lana que rozó su mano le resultaba familiar. Tragó saliva con dificultad e intentó respirar pausadamente.

—¿Qué haces aquí, tío?

El mago dejó escapar una breve risa.

—Yo diría que es evidente. Estoy intentando fugarme, como diríais vosotros —respondió con voz ronca e incisiva—. ¿Está Jill contigo?

—¿Jill? —Rudy no podía recordar cuándo la había visto por última vez—. No, yo…, joder, Ingold… —murmuró, sintiéndose de repente solo y perdido.

La luz de las antorchas se aproximó al oscuro arco de la puerta y las sombras se movieron sobre las toscas paredes de piedra. Minalde se detuvo en seco ante la puerta, y sus ojos se agrandaron por la sorpresa que le produjo ver al anciano. Entonces bajó la vista, y su rostro enrojeció violentamente hasta las raíces de los cabellos. Pareció a punto de volver a huir por el corredor, pero era evidente que no podía. Estaba tan confusa que Rudy temió que se le fueran a caer las antorchas de las manos, con lo cual quedarían sumidos en la oscuridad más absoluta.

Rudy todavía estaba recobrándose de la sorpresa que le produjo la reacción de Alde cuando el mago se acercó a ella y le cogió de la mano una de las antorchas.

—Pequeña mía —dijo con suavidad—, un caballero nunca recuerda lo que una dama le dice bajo el efecto de la ira… o de cualquier otra pasión. Considéralo olvidado.

El comentario sólo consiguió que ella se ruborizara con más intensidad. Intentó apartarse de él, pero Ingold la tomó del brazo con dulzura y separó con los dedos la cortina de cabellos negros que medio ocultaba al niño que llevaba atado al pecho. Entonces acarició levemente la cabecita del pequeño y volvió a mirar a la muchacha a los ojos.

—Así que al final han venido —dijo por fin.

Ella asintió, e Ingold apretó los labios bajo su poblada barba. Como si de repente recordara el peligro, Alde hizo ademán de cerrar la puerta.

—¡No! —exclamó el anciano, con rapidez.

Ella miró a Rudy, como preguntándole si debía obedecer.

—Si cierras esa puerta desaparecerá —explicó Ingold—, y podríamos quedar aquí encerrados para siempre. —Señaló el pequeño nicho excavado en la pared, desde donde los miraban los ojos vacíos de un cráneo humano—. Esta celda está sujeta a encantamientos que ni siquiera yo puedo vencer.

—Pero los Seres Oscuros están ahí fuera, Ingold —murmuró Rudy—. Debe de haber cientos de muertos en la casa, y miles en la plaza, en los bosques… Están por todos lados, como fantasmas. No hay esperanza, nunca podremos…

—Siempre hay esperanza —dijo el mago con voz serena—. El sello que cerraba esta puerta no me hubiera permitido salir jamás, y sin embargo sabía que vendría alguien a quien induciría a abrirla. Y eso es lo que ha ocurrido.

—Sí, pero no ha sido más que… —Rudy pareció dudar—. Una coincidencia…

Los ojos de Ingold brillaron un instante con malicia.

—No me digas que todavía crees en las coincidencias, Rudy —musitó mientras le devolvía la espada—. Ahí fuera encontrarás un sello de plomo atado al cerrojo. Cógelo y deposítalo de momento en el nicho. Cuando salga os dejaré encerrados. Posiblemente éste sea el único lugar en todo Karst donde podréis estar a salvo hasta que vuelva o envíe a alguien a buscaros. Sé que es una medida drástica —explicó al ver la mirada de miedo de la muchacha—, pero al menos sé que los Seres Oscuros no os encontrarán aquí. ¿De acuerdo?

Rudy miró a Alde y a continuación el cráneo que parecía observarlos desde el nicho.

—¿Quieres decir… que cuando nos cierres ya no podremos salir?

—Efectivamente. La puerta es invisible desde el interior.

El aspecto de la puerta abierta era perfectamente normal. Al joven le preocupaban más las tinieblas que se extendían al otro lado. La débil luz de las antorchas revelaba un recio armazón de hierro y unos sólidos goznes. El aire que soplaba en el pasillo hizo temblar los cordones que sujetaban el sello. Rudy observó que, aunque Ingold estaba muy cerca de la puerta y tenía una mano libre, no estaba dispuesto a tocarlo.

—Rápido —dijo el mago—. No nos queda mucho tiempo.

—Rudy —murmuró Alde tímidamente, con los ojos muy abiertos a la luz de las antorchas—. Yo estaré bien aquí…, al menos tan bien como en cualquier otro sitio esta noche. Preferiría que te fueras con Ingold. Si sucediera… algo, me sentiría más tranquila al pensar que son dos, y no una, las personas que saben dónde estamos.

Rudy se estremeció al comprender el significado de sus palabras.

—¿No te da miedo quedarte aquí sola?

—No más del que ya tengo.

—Entonces coge el sello y vámonos —indicó Ingold.

Rudy se acercó de mala gana a la puerta. El sello seguía colgando del cerrojo abierto. Era una placa redonda de plomo que en vez de reflejar la luz parecía absorberla. En cada uno de sus lados tenía grabada una letra del alfabeto de Darwath; cuando intentó tocarlo, se sintió repelido por una aversión incomprensible. Había algo profundamente aterrador en aquel objeto.

—¿No podemos dejarlo aquí sencillamente?

—Yo no puedo atravesarlo —confesó el mago.

El horror y la maldad irracional que encerraba aquel pequeño trozo de plomo eran tales que Rudy no dudó de sus palabras. Entonces lo cogió con delicadeza de los cordones negros y lo llevó cuidadosamente con el brazo extendido hasta el nicho. Observó que Alde había retrocedido al pasar por delante de ella, como si el sello irradiara una fuerza maligna.

La muchacha encajó la antorcha en un soporte de hierro de la pared y se volvió hacia él mientras acunaba al pequeño con los dos brazos.

—Enviaremos a alguien a buscarte —le prometió Rudy—. No te preocupes.

Ella asintió con la cabeza y evitó la mirada de Ingold. Lo último que vio Rudy fue su menuda figura blanca sobre la que caía el manto de sus cabellos negros, y el niño en sus brazos. Desde el pasillo, la puerta los enmarcaba como si formasen una imagen de culto de una iglesia. Entonces cerró la puerta y volvió a correr el pesado cerrojo.

—¿Qué era eso? —preguntó sintiendo una profunda repulsión al pensar de nuevo en el siniestro objeto.

—Es la Runa de la Cadena —dijo Ingold en voz baja mientras se asomaba al oscuro corredor—. Su poder domina la celda, de modo que nadie puede encontrar la puerta ni abrirla. Incluso aunque yo la hubiera descubierto, jamás hubiera sido capaz de atravesarla. Posiblemente me hubieran tenido aquí hasta que me condenaran oficialmente…, o quizá me hubieran dejado morir de hambre.

—Pero… ¿cómo iba a hacer eso nadie? —preguntó Rudy horrorizado.

El anciano se encogió de hombros.

—¿Quién hubiera podido impedirlo? Normalmente los magos se ayudan entre sí, pero el archimago ha desaparecido, y la ciudad de Quo está encerrada en sí misma. En este momento estoy solo. —Al ver el horror reflejado en el rostro de Rudy, Ingold sonrió, y sus ojos se iluminaron ligeramente—. Pero como ves, he salido, con magia o sin ella. Me alegro de que Alde y el príncipe estuvieran contigo. Creo que has hecho lo más sensato. Aquí por lo menos estarán a salvo de los Seres Oscuros.

Ingold levantó la antorcha y el resplandor enfermizo apenas pudo disipar las sombras del corredor.

—Por aquí —decidió, indicando la dirección en que Rudy y Alde avanzaban cuando se habían encontrado con él.

—Oye —dijo Rudy en voz baja mientras proseguían en silencio por el húmedo y angosto pasillo. El mago volvió la cabeza a medias—. ¿Qué es lo que ocurre entre vosotros dos?

El anciano se encogió de hombros.

—La última vez que nos vimos, esta jovencita me amenazó con matarme. La razón no tiene importancia. Supongo que sólo refleja los sentimientos y los temores de la mayoría. No vale la pena…

Entonces un profundo golpe hizo temblar todo el subterráneo como el mazazo de un puño monstruoso. Ingold se detuvo un instante entrecerrando los ojos en un gesto de profunda concentración, y volvió a emprender el camino por el corredor. A la vuelta de una curva del pasillo, Rudy vio al mago levantar con las dos manos la antorcha, que se alargó lentamente hasta convertirse en una vara de dos metros, y en cuya punta surgió una luz blanca de intensidad cegadora que emitía una sutil vibración cristalina e iluminaba con fuerza las antiguas y húmedas paredes. Empuñando la vara como una lámpara y a la vez como un arma, el mago siguió avanzando con pasos silenciosos y rápidos, seguido por el suave revuelo de su vieja capa. Rudy corría tras él, y las tinieblas caían sobre ellos como una pesada cortina.

En algún sitio cercano retumbó un segundo golpe que hizo temblar el suelo bajo sus pies como el pistón de una máquina gigantesca. Agotado por el hambre y la fatiga, el joven se preguntó con sorprendente frialdad si esta vez le habría llegado la hora. Continuamente surgían bifurcaciones en aquel sombrío laberinto. El húmedo y acre olor a moho y a piedra descompuesta era sofocante. En algún lugar, los restos de la multitud que se había refugiado en la mansión de Alwir —posiblemente un puñado de guardias y soldados, el hombre gordo del rastrillo y la mujer que abrazaba a su pequeño, y las otras caras que había visto en el torbellino de confusión de la gran sala— estarían aguardando en silencio el momento en que el poder de la Oscuridad derribara las pesadas puertas de hierro de la bodega, la única defensa que seguía en pie.

¡El poder de la Oscuridad! Rudy podía sentirlo como el aire que le rozaba la cara. Entonces la tercera explosión sacudió los cimientos de la casa. Por los estrechos corredores comenzó a soplar un fuerte viento, como el que anuncia una galerna, el cual se introdujo en los faldones de la capa de Ingold y entre los largos cabellos de Rudy. La luz del báculo del anciano había crecido hasta asemejarse al potente resplandor del sol de mediodía, despojando a la penumbra de sus secretos. Bajo su blanca luz doblaron una esquina del pasillo y vieron que éste se ensanchaba. A través de las pesadas sombras que flotaban en al aire como humo, vieron las grandes puertas de hierro de la bodega principal.

Aunque Rudy no podía distinguir formas concretas en la oscuridad, sintió con fuerza la maldad que latía en el aire con el leve movimiento de miles de suaves alas. Su poder parecía solidificarse como un muro. Por debajo de las puertas podía verse el débil resplandor de las antorchas. No se oía ningún sonido al otro lado. Los que habían conseguido llegar hasta el último refugio de aquella bodega esperaban a los Seres Oscuros en silencio.

El muchacho percibió el cambio que se operó en aquellos seres, el repentino impulso de su terrible poder y el trueno que volvió a golpear las puertas, las cuales se derrumbaron hacia dentro con un ruido ensordecedor. La débil luz de las antorchas iluminó los rostros de los supervivientes, mientras las oscuras formas se materializaban lentamente en la negrura.

Pero Ingold se adentró en aquella oscuridad con aplomo, mientras la luz blanca de su báculo crecía como una estrella ardiente. Rudy lo seguía pegado a sus talones, y durante un breve y terrible instante pareció que la oscuridad se cerraba sobre ellos cubriendo y ahogando la luz.

Rudy no supo si el agotamiento le había hecho ver visiones, o había sido la magia de los Seres Oscuros. No había cerrado los ojos ni apartado la mirada, pero durante un momento la oscuridad los había cubierto. Sin embargo, un instante después todo era luz, una luz blanca y cálida que envolvía la figura del anciano mientras avanzaban con paso firme por el desierto corredor. Al cruzar el umbral de la bodega, la luz iluminó rostros pálidos y ojos desorbitados por el espanto, y se reflejó en las armas desenvainadas de la fila de guardias y soldados que se alzaba entre las puertas destrozadas y el grupo de supervivientes. Entonces la luz se desvaneció lentamente, y el báculo volvió a convertirse en una simple antorcha.

Rudy era consciente de que los Seres Oscuros se habían ido. No sabía por qué, pero podía sentirlo claramente. Se habían retirado de los subterráneos, de la mansión que se alzaba sobre sus cabezas, de la ciudad. Siguió a Ingold y sus pisadas resonaron en el desierto corredor. Era imposible saber si los Seres Oscuros habían huido del poder de Ingold o simplemente se habían retirado, saciados de sangre. Y en realidad, tampoco importaba. Lo único importante era que se habían ido. Estaban a salvo. Habían sobrevivido una noche más.

Al darse cuenta de ello, el cansancio se hizo sentir en cada uno de sus músculos, como si de repente hubiera perdido todas las fuerzas. Se tambaleó y apoyó una mano en el muro para no caer al suelo. Ingold se detuvo en el umbral mientras tres figuras se destacaban del grupo de supervivientes. Eran Alwir, Janus y la obispo Govannin.

Sin decir una palabra, el jefe de la guardia se acercó al anciano, clavó una rodilla en el suelo y le besó la mano cubierta de cicatrices. El canciller y la obispo intercambiaron una mirada de recelo ante la muestra de respeto de Janus.

—Creíamos que te habías ido —resonó la voz profunda y musical del canciller.

Ingold puso la mano sobre la cabeza inclinada del jefe de la guardia y lo hizo levantarse. Entonces miró a Alwir fijamente.

—Juré que llevaría a Tir a un lugar seguro —respondió con calma—, y eso es lo que pienso hacer. Y no, no me había ido. Simplemente estaba preso.

—¿Preso? —Las pobladas cejas de Janus se unieron y sus ojos brillaron amenazadoramente—. ¿Por orden de quién?

—No lo sé. La orden no estaba firmada, simplemente llevaba el sello del rey. Cualquiera que tenga acceso a él podría haberlo hecho. —La luz de la antorcha hizo brillar sus ojos, enrojecidos e hinchados por el cansancio—. La celda estaba sellada con la Runa de la Cadena.

—El uso de esos objetos es ilegal —intervino Govannin, con los delgados brazos cruzados sobre el pecho y una fría mirada de reptil—. Y hubiera sido absurdo dar una orden así en estas circunstancias.

Alwir negó con la cabeza.

—Te aseguro que no he sido yo quien ha dictado esa orden —replicó desconcertado—. En cuanto a la Runa… Oí decir que había una entre los tesoros del palacio de Gae, pero siempre creí que no eran más que habladurías. En cualquier caso, celebro que hayas podido escapar a tiempo de venir en nuestra ayuda. Evidentemente tu arresto ha sido un error por parte de alguien.

La mirada de Ingold pasó del canciller a la obispo.

—Evidentemente —fue todo lo que dijo.

Ya avanzada la mañana, Rudy volvió a descender a la celda, ahora vacía y con la puerta abierta, con la intención de coger aquel sello maligno y tirarlo a algún pozo oculto; pero aunque buscó detenidamente entre los huesos cubiertos de polvo del nicho, no pudo encontrarlo. Estaba claro que alguien se le había adelantado.