Una civilización agonizante. Una tierra atrapada por el miedo. Un mundo que se hunde en el caos ante un enemigo contra el que no se puede luchar. Y por si fuera poco —pensó Rudy mientras vagaba por las callejuelas empedradas de Karst a la fría luz de la tarde— toda esta gente escondiendo la cabeza bajo tierra mientras se acerca el desastre.
«Si no estuviera hasta arriba de refugiados, Karst sería una bonita ciudad —reconoció para sí—. Bueno, si las casas tuvieran agua corriente y un poco de calefacción, y las calles estuvieran mejor pavimentadas». La callejuela por la que caminaba estaba relativamente desierta y tranquila, y se alejaba de la plaza hasta perderse entre los bosques. Rudy había conseguido dormir algo en una habitación sofocante e infestada de moscas del tercer piso del Consejo, y había pasado el resto de la mañana y las primeras horas de la tarde vagabundeando por Karst, intentando conseguir algo de comida y agua y charlando con refugiados, guardias y soldados de la obispo. Finalmente había llegado a la conclusión de que si Alwir no ponía en práctica sus planes con rapidez, pronto habría muchas muertes que lamentar.
Simplemente eran demasiados. Jill e Ingold tenían razón, dijera lo que dijese Alwir. Rudy había escuchado lo que se había dicho la noche anterior alrededor de la mesa del Consejo, y durante el día había visto lo que estaba pasando en Karst. Había visitado los campamentos del bosque, llenos de basura y desorden, y carentes de ley. Había sido testigo de siete peleas: tres por acusaciones de robo de comida, dos por agua y otras dos sin motivo aparente. Había oído a predicadores lunáticos y oradores de tres al cuarto proponer diferentes soluciones al problema, desde el suicidio colectivo a la intervención divina. Y, por último, había visto lapidar a un pobre viejo porque decían que tenía tratos con los Seres Oscuros. Como si fuera posible acercarse a ellos lo suficiente como para tener tratos. Pero sobre todo Rudy había sentido la tensión que vibraba en la ciudad y lo cerca que estaban de caer en el caos más absoluto. Había visto a los escasos guardias que quedaban intentar poner orden entre demasiada gente. Aunque era nuevo para él sentir simpatía por las fuerzas del orden, descubrió que así era. No le hubiera gustado nada tener que hacer de policía en aquella casa de locos.
El humo de las fogatas impregnaba el aire haciéndolo casi irrespirable, tanto en la ciudad como en el bosque. Mientras se dirigía de nuevo a la plaza, las sombras empezaron a trepar por los muros de la callejuela, y un distante clamor de voces se oía como un murmullo incomprensible. A pesar del hambre, la muchedumbre, la amenaza de plagas y el miedo a los Seres Oscuros, Rudy se sentía en paz con el mundo y consigo mismo.
Entonces oyó voces detrás de una ventana. Eran una mujer y una muchacha.
—No dejes que se meta cosas en la boca —decía la mujer.
—No, señora —respondió la voz suave y tranquila de la joven.
—Y no lo dejes solo, por si se hace daño. No lo pierdas de vista, mi pequeña.
Rudy reconoció en el enrejado de hierro forjado de la ventana las tres estrellas negras, que según le habían dicho eran el emblema de la Casa de Bes, a la que pertenecía el canciller Alwir. Rudy se detuvo ante la puerta. Si aquélla era la residencia de Alwir, posiblemente las dos mujeres estarían hablando de Tir.
A través de la puerta enrejada se veía el jardín, teñido de oro por el otoño, y más allá el muro de roca de la terraza de una espléndida mansión. Rudy tenía razón. Bajo el arco que daba entrada a la casa vio a dos mujeres de pie junto a una enorme piel de oso. La más obesa, vestida de rojo, estaba acabando de extender la piel en el suelo entre jadeos y resoplidos, mientras que la más joven, de blanco, esperaba con el niño apoyado en la cadera, en una postura típica de las mujeres de cualquier civilización.
—No dejes que coja frío —insistió la matrona.
—No, Medda.
—Y no te enfríes tú tampoco. —La voz de la mujer era autoritaria y tajante. Sin decir nada más se incorporó y entró en la casa bamboleándose.
Rudy saltó sin dificultad la verja y se dirigió hacia la mansión por un silencioso y ondulante sendero. Sobre su cabeza, las escasas hojas amarillentas de los árboles temblaban ligeramente por la brisa. El jardín estaba inmaculado, aunque ya era otoño. Rudy se preguntó quién lo limpiaría y cuidaría todos los días en las condiciones que estaba viviendo la ciudad.
La muchacha se había sentado en el borde de la piel de oso y estaba jugando con el príncipe. Cuando Rudy saltó la balaustrada y se sentó junto a ellos, ella levantó la cabeza y lo miró sorprendida, pero sin miedo.
—Hola —saludó con cierta timidez.
Rudy le dedicó su sonrisa más encantadora.
—¿Qué tal? —dijo—. Me alegro de que lo hayas sacado a tomar el aire. Pensé que tendría que pedir permiso a todos los guardias de la casa para ver cómo está.
La muchacha pareció relajarse y le devolvió la sonrisa.
—Pronto tendré que llevarlo adentro —repuso como disculpándose—, y posiblemente éste será uno de los últimos días de calor del año. —Hablaba en voz baja y con timidez. Rudy pensó que debía de tener entre dieciocho y veinte años. Su cabellera negra estaba recogida en dos trenzas que le llegaban a la cintura.
—¿Calor? —Como casi todos los californianos, el joven era muy sensible a las temperaturas—. Yo estoy helado desde que me desperté. ¿A qué llamáis vosotros frío?
Ella alzó las cejas, sin comprender. Sus ojos eran de un azul oscuro y luminoso, como un lago de montaña en una tarde de verano.
—¡Oh! —Exclamó con una sonrisa—. Tú eres uno de los compañeros de Ingold, los que lo ayudaron a rescatar a Tir.
El pequeño avanzaba trabajosamente por la piel de oso hacia Rudy, el cual permanecía sentado al otro extremo con las piernas cruzadas. Finalmente extendió los brazos y puso al niño sobre su regazo.
—Bueno… —dijo Rudy, algo avergonzado por la admiración y gratitud que mostraban los ojos de la muchacha—. Podría decirse que me metí en esto por casualidad. No podía hacer otra cosa que acompañar a Ingold o morir. Supongo… que no tenía elección.
—Pero tú decidiste quedarte con Ingold en un primer momento, ¿no?
—Bueno, sí… —reconoció él—. Pero, créeme, si hubiera sabido de qué iba todo esto, te aseguro que aún no habría parado de correr.
La chica se echó a reír.
—Así que eres un héroe a la fuerza —bromeó afectuosamente.
—No lo sabes tú bien, cariño. —Rudy apartó del cuello las manitas del niño y sacó del bolsillo las llaves de su moto; el pequeño las recibió con inmensa satisfacción y se las llevó a la boca inmediatamente—. ¿Sabes?, lo que más me asombra de todo esto es que el niño está como una rosa. Después de todo lo que ha pasado desde que Ingold lo rescató de Gae hasta que llegamos aquí, debería de estar medio muerto. ¡Y míralo! Los críos son tan pequeños que parece que van a romperse en cualquier momento, como los gatitos o las flores.
—Pero son duros. —La muchacha sonrió—. La raza humana hubiera perecido hace mucho tiempo si los niños fueran tan frágiles como parece. A menudo son mucho más resistentes que sus padres. —Los finos dedos de la joven jugaban ausentemente con los rizos negros del príncipe.
Rudy recordó lo que había oído la noche anterior y a lo largo del día sobre la reina.
—¿Cómo está su madre? —preguntó—. He oído decir que se encuentra… enferma. ¿Se pondrá bien?
La muchacha pareció dudar. ¿Qué le ocurría? Su expresión fue casi de dolor, y alteró levemente las delicadas líneas de sus mejillas.
—Dicen que la reina se recuperará —respondió lentamente—, pero no lo sé. No creo que vuelva a ser nunca la misma de antes. —La joven cambió de posición y se apartó de la cara una de las gruesas trenzas. Rudy guardó silencio. No se atrevió a preguntarle cómo y en qué circunstancias había escapado ella de Gae—. ¿Y tu amiga? —añadió, haciendo un esfuerzo por apartar su mente de algo que, resultaba evidente, le hacía daño—. La otra compañera de Ingold.
—¿Jill? —Preguntó Rudy—. Creo que se fue con los guardias a Gae esta mañana. Eso es lo que me han dicho. Yo no me acercaría a menos de cien kilómetros de ese lugar ni por todo el oro del mundo.
—Pues sólo estás a diez —replicó la muchacha suavemente.
Rudy se estremeció.
—Pues te diré una cosa. Voy a estar mucho más lejos antes de que anochezca. Por comida o por lo que sea, hay que estar loco para volver allí.
—No lo sé —dijo la joven mientras jugaba con el extremo de la trenza—. Dicen que los guardias están locos, que hay que estar loco para ser uno de ellos. Y yo lo creo. Yo tampoco volvería por nada del mundo, pero los guardias son una raza especial. Son los mejores y los más valientes soldados de todo occidente. Su vida es la lucha y el entrenamiento, nada más. Y es que para ellos no hay otra cosa en la vida. Yo no puedo entenderlo. Pero supongo que nadie lo entiende. Sólo ellos mismos.
«Y los hinchas de fútbol —pensó Rudy—. Y los fanáticos de las artes marciales». Recordó a algunos de los cinturones negros de karate que conocía en California.
—Que Dios ayude a quien se ponga por delante de esos tipos —murmuró en voz alta—. Ingold también se fue con ellos.
—Oh —dijo la muchacha débilmente.
—¿Lo conoces?
—No, en realidad no. Bueno…, he hablado con él, sí. —Frunció el entrecejo ligeramente—. Siempre me ha dado un poco de miedo. Dicen que es astuto y peligroso, y más aún porque parece inofensivo. Además…, bueno, hay quien cree que los magos son seres diabólicos.
—¿Ingold, diabólico? —Rudy estaba asombrado y algo indignado. Jamás había conocido a un anciano más inofensivo.
—No sé… —La chica pareció pensar en cómo explicarse mientras retorcía la punta de la trenza entre los dedos. Tir, que había perdido las llaves, tiraba con ambas manitas del suave cordón negro que las sujetaba—. La Iglesia nos enseña que el diablo es el Señor de la Ilusión, el Príncipe de los Espejos. Y la ilusión es el arma de los magos. Ellos venden su alma al diablo a cambio del Poder cuando van a su escuela de Quo. El Consejo de los Magos no reconoce ninguna autoridad. Nadie sabe lo que hacen.
«Eso explica que la obispo mirase con tan mala cara a Ingold anoche —pensó Rudy—. Sin duda tiene madera de inquisidora».
—Aunque, desde luego —prosiguió la muchacha—, era amigo y consejero de… del rey…
Hubo algo en su voz, una leve inflexión, que hizo preguntarse a Rudy qué relación habría mantenido la joven doncella con el rey. No obstante, no podía culpar a Eldor.
—Pero Ingold siempre tiene… sus planes —siguió diciendo ella—. Si salvó a Tir fue por los recuerdos que guarda de los reyes de Darwath, por los conocimientos que pueda poseer y que algún día podrán ser usados contra los Seres Oscuros. No lo hizo porque fuera un niño indefenso en peligro. —Tenía los ojos bajos y miraba fijamente al pequeño, que jugueteaba sobre la piel de oso. En su voz se percibía un cierto temblor.
«Realmente quiere al crío —pensó Rudy de repente—. Maldita sea, si las reinas no cuidan de sus hijos, que no se lamenten luego de lo que pueda pasar». Era obvio que aquella muchacha no veía al pequeño como príncipe, o como futuro rey de Darwath, sino como una criatura a la que amaba. Y eso la hizo cambiar ante los ojos de Rudy.
—¿De verdad crees lo que me dices? —preguntó él suavemente. Ella no respondió, ni lo miró—. Bien pensado, es su trabajo. Si él es el único mago que está a mano, a él le toca hacer ese tipo de cosas. Pero creo que te equivocas.
Ella no dijo nada, y el silencio en que estaba sumido el jardín cayó también sobre ellos. El sol todavía brillaba débilmente, a través de una película de nubes lechosas, sobre las cumbres del oeste. La sombra azulada de la mansión se fue extendiendo lentamente sobre la piel de oso y las tres figuras sentadas. Mientras miraba las austeras formas pardas y ocres del jardín, Rudy sintió que la paz de aquel lugar inundaba su espíritu con una belleza arcaica y abrumadora, con un silencio de piedras antiguas y sol, como un recuerdo lejano de algo que nunca hubiera sucedido, tan distante como los reflejos de los árboles en el agua y, a la vez, tan nítido y transparente como el cristal. Cada una de las pálidas piedras de la terraza, cada brizna de hierba, contenían y conservaban la luz mágica del atardecer otoñal como el eco final de una melodía. Pensó que aquél era un mundo que no había conocido hasta el día anterior, y que nunca volvería a ver, pero tenía la sensación de haber estado esperando aquel instante desde el día de su nacimiento.
—¡Alde! —gritó desde la casa una voz brusca y estridente, y la muchacha se volvió de súbito, como una niña a la que hubieran sorprendido con la mano en la caja de las galletas. La gorda matrona vestida de rojo estaba en el umbral de la puerta, con los puños sobre las caderas y el rostro congestionado. Rudy se levantó de un salto mientras la mujer gritaba—: ¡Sentada en el suelo! ¡Vas a coger una pulmonía, y Su Alteza también! —Se acercó a ellos resoplando y contoneándose pesadamente como una gallina clueca—. ¡Llévalo adentro! Ya está refrescando demasiado.
Pero por más que se pavoneara fingiendo no ver a Rudy, él supo que el verdadero problema era que Alde no debía perder el tiempo con un extraño en lugar de vigilar al pequeño. La muchacha alzó las cejas en un gesto de disculpa, y Rudy se agachó galantemente para recoger la piel de oso. Pesaba una tonelada.
—¿Qué piensa que voy a hacer, secuestrar a Tir? —le preguntó en un susurro mientras la vieja aya entraba en la casa con el niño en brazos.
Alde sonrió con dulzura.
—Lo quiere mucho —explicó innecesariamente. Se inclinó para recoger el manojo de llaves de Rudy, que había caído al suelo de entre los pliegues de la piel. Le quitó el polvo con un pliegue de su falda y se lo metió en el bolsillo de la cazadora.
—¿Siempre está gruñendo así? —inquirió él—. Por un momento pensé que te iba a dar un azote.
La sonrisa de Alde se ensanchó, y de improviso agachó la cabeza. Se estaba riendo.
—Medda piensa en Tir como si fuera su hijo. Nadie cuida de él como ella, ni siquiera su propia madre.
Rudy no pudo reprimir una sonrisa.
—Mi tía Felice es igual, y supongo que no se puede hacer nada.
—Bueno, desde luego, no pueden cambiar su forma de ser —dijo la muchacha—. Trae, dame la piel. A Medda le va a dar algo si no entro ya.
Durante un instante los dos permanecieron con los brazos entrelazados entre la voluminosa piel.
—¿Entonces te llamas Alde? —preguntó Rudy por fin.
Ella asintió.
—En realidad mi nombre es Minalde —explicó ella—. Alguien me dijo el tuyo. Te llamas…
—¡Alde! —El grito de Medda resonó en la terraza.
—Cuídate —susurró Rudy—. Y cuida también de mi pequeño amigo.
—Tú también —dijo ella bajando la vista con timidez. Entonces dio media vuelta y entró en la casa arrastrando las grandes garras de la piel de oso.
El cielo iba adoptando un tono plomizo. El sol había desaparecido detrás de las montañas hacía rato, y el crepúsculo caía sobre la ciudad. A pesar de la paz que había experimentado y de la belleza del lugar, Rudy no tenía la menor intención de pasar otra noche en aquel mundo. Además, estaba muerto de hambre, y allí no se comía demasiado bien. Descendió tranquilamente por los senderos del jardín hasta el portón enrejado y salió a la calle. Casi había oscurecido del todo, y, mientras las sombras ascendían lentamente por las laderas de las montañas, el joven se puso a buscar al mago.
—¡Rudy! —Se giró y vio a Jill saliendo de las sombras y dirigiéndose con pasos rápidos y firmes hacia él, seguida de un hombre que lucía unas grandes trenzas blancas de vikingo y vestía el ya familiar uniforme de la guardia. Observó que Jill llevaba una capa y una gran espada sobre los Levis. Su aspecto le hizo sonreír. No se parecía en nada a la mojigata universitaria que había conocido el día anterior.
—¿Dónde está Ingold? —preguntó Rudy cuando llegaron junto a él.
La respuesta de la joven fue breve.
—Detenido.
—¿Detenido? —Por un momento no fue capaz de reaccionar—. ¿Quieres decir que lo han arrestado?
—Yo lo vi —dijo ella secamente.
Desde más cerca, Rudy notó que parecía exhausta. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y estaba muy pálida. Pero había una dureza en su mirada que le hizo pensar a Rudy en que no sería muy prudente llevarle la contraria en aquel momento.
—Un grupo de soldados lo prendió delante del Consejo mientras los guardias estaban descargando los víveres —explicó Jill.
—¿Y él no se resistió? —preguntó el joven sin comprender nada.
El alto guardia negó con la cabeza.
—Ingold sabía muy bien que tenía que acompañarlos o luchar. Y eso hubiera desencadenado una revuelta.
Rudy imaginó sin dificultad la situación. La guardia estaba de parte de Ingold, y hubiera acudido en su ayuda. El gentío de la plaza se habría abalanzado sobre los víveres, y toda la violencia contenida a lo largo del día se habría desencadenado en un instante. Ya había presenciado varias peleas a pequeña escala en el bar Shamrock de Fontana, y sabía de qué iba la cosa. Pero lo que no tenía ninguna importancia en California un viernes por la noche, en Karst hubiera supuesto en aquellos momentos una matanza sin sentido, desatada por el hambre y la frustración.
—Saben bien con quién tratan —dijo amargamente—. ¿Sabéis quién ha sido?
—Por la descripción de Jill, tropas de la Iglesia —respondió el Halcón de Hielo—. Los Monjes Rojos. Son los hombres de la obispo, pero podrían haber actuado por orden de otra persona.
—¿Quién? —Preguntó Rudy mirando alternativamente al Halcón de Hielo y a Jill en la penumbra del callejón—. ¿De Alwir? ¿Quizá porque no pudo con él anoche en el Consejo?
—Alwir siempre ha desconfiado de la influencia de Ingold sobre el rey —repuso el capitán, pensativo.
—Sus soldados también visten de rojo —añadió Jill.
El Halcón de Hielo se encogió de hombros.
—Y a la obispo nunca le ha gustado que hubiera un enviado de Satán tan cerca del trono.
—¿Un qué? —inquirió la joven, indignada, y Rudy le informó brevemente sobre la visión que la Iglesia daba de los magos. El comentario de Jill no fue nada femenino.
—La obispo defiende su fe con todos los medios que tiene a su alcance —dijo el Halcón con su suave y neutra voz, tan incolora como sus ojos—. O quizá la reina haya ordenado su arresto. Ella tampoco ha confiado nunca en Ingold.
—Ya, pero ahora la reina está en una celda acolchada —replicó Rudy sin consideración—. En cualquier caso, sea quien sea el culpable, tenemos que encontrar a Ingold si no queremos pasar aquí otra noche.
—O los próximos cincuenta años, si quien sea decide encerrarlo en una mazmorra perdida y olvidarse de él —añadió Jill con tono preocupado.
—Sí —concedió Rudy—. Aunque, personalmente, no me gustaría tener que ser yo quien quitara de en medio a ese viejo zorro.
—Mirad —intervino el Halcón de Hielo—, Karst no es tan grande. Sólo puede estar encerrado en las mazmorras del Consejo, en los sótanos de la mansión de Alwir o en el palacio de verano de la obispo. Si nos dividimos podemos encontrarlo en poco rato. Entonces podréis hacer… lo que queráis.
La leve inflexión de la suave voz del capitán provocó un cosquilleo en la nuca de Rudy, como la premonición de un desastre. Pero aquellos ojos fríos e inescrutables lo desafiaban a que encontrara el significado de sus palabras. Alde había dicho que todos los guardias estaban locos, lo bastante locos como para liberar al mago en las mismas narices de los poderes de la ciudad. Indudablemente, eran aliados de Ingold, y ahora también de Jill. Rudy se preguntó si era sensato meterse en aquel nuevo lío.
Por otra parte, se dio cuenta de que no tenía elección. Era liberar al mago o pasar una o Dios sabía cuántas noches más en aquel mundo. Según avanzaba la oscuridad, el joven se iba poniendo más nervioso.
—De acuerdo —dijo con todo el entusiasmo que podía manifestar dadas las circunstancias—. Nos veremos en la puerta del Consejo dentro de una hora.
Se separaron en silencio y Rudy corrió de nuevo hacia el portón de la mansión de Alwir, pensando en cuál sería la mejor forma de conseguir la colaboración de Alde, o incluso de Medda, para registrar los sótanos de la casa.
Jill y el Halcón de Hielo partieron en dirección contraria, ocultándose instintivamente entre las sombras de los muros y enfilando hacia las rojizas luces de la plaza. Ya era completamente de noche, y Jill se estremeció. Se sentía como atrapada en aquella estrecha calle, consciente de la limitación de los muros y de su vulnerabilidad ante lo que pudiera venir de arriba. El manto y la espada se le enredaban en los pies, y tuvo que darse prisa para seguir el paso del joven capitán.
Ya veían con claridad la plaza y el gentío arracimado alrededor de las hogueras, cuando el Halcón de Hielo se detuvo en seco y alzó la cabeza como una fiera que olfateara el aire.
—¿Lo oyes? —Su voz era un susurro en la oscuridad, y su rostro y sus pálidos cabellos reflejaban débilmente la luz de las hogueras. Jill también se quedó inmóvil, intentando oír algo en la quietud de la noche. El viento traía el olor de los pinos, y con él un sonido lejano pero inconfundible. Eran gritos desgarradores lo que llegaba desde los bosques que rodeaban la ciudad.
¡Los Seres Oscuros habían llegado a Karst!
No se libró ninguna batalla en la ciudad. Todo fueron acciones de defensa en sus alrededores: las compañías de guardias, soldados de la Iglesia y tropas particulares de los nobles resistieron en torno a la resplandeciente plaza central, a la vez que hacían incursiones para rescatar a pequeños grupos de aterrados supervivientes de la primera acometida.
Sin darse cuenta, Jill se encontró avanzando junto al Halcón de Hielo con la espada desenvainada. Y de repente recordó la primera noche de guerra en Gae, que había vivido en sueños, y le sorprendió pensar que había sentido miedo. Entonces sabía por lo menos dónde estaba el peligro; en Gae había antorchas, muros y gente. Pero ahora la pesadilla planeaba silenciosamente sobre los bosques. Aparecía de súbito, mataba y desaparecía con una especie de maligno deleite. Esta vez no había aviso, sólo un manto de oscuridad que caía sobre las antorchas de repente, como una suave boca abierta, como un paracaídas chorreante de ácido, dotado de garras que buscaban carne para desgarrar y devorar. Por todas partes se veían los restos de las víctimas, montones de huesos sangrientos esparcidos entre lo que quedaba de una fogata, el cuerpo momificado de un hombre ante el cual su esposa gritaba horrorizada.
Jill, fría por naturaleza, dejó de sentir náuseas después de ver a las primeras víctimas, y se sintió invadida por una cólera fría y lúcida, como un gato que mata sin miedo ni remordimientos.
En aquellos primeros y caóticos minutos, la joven y el Halcón de Hielo volvieron a toda carrera al patio de la guardia. Allí se encontraron con una gran confusión de compañías que formaban y hombres que recogían armas. La profunda voz de Janus se elevaba sobre el holocausto de sonidos pidiendo voluntarios. Al advertir que Jill llevaba una espada al cinto, alguien la introdujo en una compañía formada. Salieron a las afueras de la ciudad, armados y con antorchas, y en una inferioridad numérica abrumadora. La muchacha se abrió paso hasta la cabeza de la formación y gritó al Halcón de Hielo que no sabía manejar una espada.
—¡Entonces no deberías llevarla! —respondió él con frialdad.
Seya, la mujer a la que había conocido aquella mañana junto a los carros, le puso una mano en el hombro.
—Apunta al centro del cuerpo —le dijo apresuradamente—. Corta en línea recta, de arriba abajo o de lado a lado. Ten cuidado con las muñecas. Sujeta el puño con las dos manos, así. Si no, te romperás los pulgares. Tienes que acercarte lo suficiente para que el golpe sea mortal. Pero si son más altos que tú, que lo serán, escabúllete así. ¿De acuerdo? Lo demás ya lo irás aprendiendo. Mantente en el centro del grupo y no te arriesgues… demasiado.
«Bien, todo muy sencillo», pensó Jill sombríamente. Pero cuando empezaron a materializarse aquellas masas negras y silenciosas entre los árboles, le sorprendió ver lo rápido que podía poner en práctica las instrucciones recibidas. Y entonces aprendió el principio básico de cualquier arte marcial: que la supervivencia o la muerte es el resultado definitivo de cualquier sistema, lección o técnica.
En cierto sentido era fácil, ya que aquellos cuerpos nebulosos ofrecían muy poca resistencia al metal. La precisión y la velocidad eran más importantes que la fuerza, pues, a pesar de su volumen, los Seres Oscuros se movían muy rápido. Pero Seya había olvidado advertirle que aquellas criaturas hedían a sangre putrefacta, o que al ser heridos sus cuerpos reventaban salpicando todo de sangre humana mezclada con un líquido negruzco. Jill aprendió todo esto en pleno pandemónium de fuego, gritos y muerte. Y también descubrió que el miedo era menor al atacar que al defenderse, y que, por muy poco que se haya comido y dormido en cuarenta y ocho horas, uno siempre tenía fuerzas para luchar por su vida. Combatió hombro con hombro junto a los guardias de Gae y los voluntarios vestidos de andrajos. Corría junto a los guerreros que se movían por el bosque como una jauría de lobos reuniendo a los grupos de aterrorizados supervivientes y llevándolos a Karst. El espíritu de la batalla se había apoderado de ella por completo, barriendo el cansancio y el miedo.
Una docena de guerreros dirigidos por el Halcón de Hielo rodeó a un grupo de unos cincuenta refugiados, y dieron antorchas a los que todavía podían sostenerlas. Muchos todavía se aferraban a sus escasas posesiones, y había al menos veinte mujeres con niños en los brazos. Por tercera vez en la noche, emprendieron el camino hacia Karst. El bosque y el cielo se confundían, y el viento sacudía las ramas de los árboles. Era una escena dantesca iluminada por el resplandor rojizo de las antorchas.
Alguien gritó a su espalda. Jill levantó los ojos y vio a un Ser Oscuro materializarse en el aire con un repentino y suave aleteo, a la vez que hacía restallar su mortífera cola espinosa. La joven dio un paso adelante y se situó bajo la forma negra, lanzando a la vez un rápido mandoble. Era vagamente consciente de la presencia de Seya a su derecha y de alguien más a su izquierda. Entonces cayó sobre ella la oscuridad y siguió lanzando golpes ciegamente. A su espalda, los fugitivos se apretaban como un rebaño de ovejas asustadas entre chillidos de niños y gritos de horror. Una lluvia de fragmentos desgarrados de negro protoplasma cayó sobre Jill y a su alrededor. Vio al hombre que estaba a su izquierda caer extrañamente de rodillas, seco y blanco como una momia, mientras se alzaba de su cuerpo un Ser Oscuro como una horrenda burbuja gigante que se perdió entre los árboles. Las oleadas de intensa oscuridad se sucedían sin interrupción.
—¡Éste será el último viaje, hermanos! —Exclamó de repente la dura voz del Halcón de Hielo—. ¡Cada vez vienen más! ¡Hay que defender la ciudad!
Se produjo una pausa momentánea mientras los Seres Oscuros se reunían formando sobre el bosque una sólida capa negra semejante a una inmensa nube tormentosa.
—¿Defender esa ciudad? —gritó un guardia amargamente—. ¿Esa colección de gallineros sin paredes?
—Es la única ciudad que tenemos. ¡Adelante, corred!
Y todos echaron a correr en aquella negra pesadilla de oscuridad y formas sinuosas y fugaces, hacia el supuesto refugio de Karst. Y los Seres Oscuros volaron tras ellos.