CAPÍTULO CINCO

La primera sensación que tuvo Jill, al cruzar la puerta del gran salón y salir a la luz del amanecer y al cortante frío de la mañana, fue de alivio. Sin saber muy bien cómo, había conseguido no sucumbir a los horrores de la noche anterior. Había sobrevivido para ver de nuevo la luz, y no recordaba haber sentido nunca un placer tan intenso por una causa tan banal.

La segunda sensación fue de espanto. El ruido y el hedor de la muchedumbre la golpearon como un muro. La gente discutía a voces, aullaba exigiendo alimentos, peleaba por la posesión de escuálidos y aterrados animales. Muchos recién llegados se agolpaban a la puerta de los edificios buscando desesperadamente un techo bajo el que guarecerse. Otros merodeaban alrededor de las fuentes y reñían por el agua. La luz del día mostró a Jill rostros pálidos y tensos, ojos desconfiados que se movían como los de las ratas. Todos ellos buscaban una tabla de salvación en un mundo que se hundía. La brisa helada de las montañas llevaba consigo el olor de la basura podrida.

«Dios mío. Esto traerá el cólera, plagas… ¿Qué sabrá esta gente de sanidad y enfermedades contagiosas?», pensó la joven, con horror.

Y la tercera sensación que experimentó cuando aún estaba en lo alto de los escalones de la puerta, temblando de frío, fue de un hambre devoradora. Pensó que el jefe de la guardia parecía estar de parte de Ingold, y quizá pudiera conseguirle algo de comer. Bajó la escalinata dando un rodeo alrededor de un hombre de edad mediana, envuelto en una manta, que parecía haberse adueñado del escalón inferior y no tenía ninguna intención de moverse. Media docena de hombres y mujeres vestidos con los uniformes negros de la guardia estaban preparando los carros que iban a partir hacia Gae. Evidentemente se hallaban bajo el mando de un joven alto con dos largas trenzas rubias que le llegaban a la cintura, el cual discutía de manera acalorada con un grupo de civiles andrajosos. El cabecilla de los civiles gesticulaba violentamente, y el guardia señalaba a la multitud que invadía la plaza. Al acercarse Jill, el joven dio la espalda a los indignados ciudadanos y la miró con unos ojos tan claros y fríos como los hielos polares.

—¿Sabes conducir? —le preguntó secamente.

—¿Un caballo? —dijo Jill desconcertada, pensando inconscientemente en un coche.

—Un ganso no, desde luego. Si no sabes, tendrás que aprender, o deberás ir andando.

—Sé montar a caballo —respondió ella, comprendiendo de repente por qué se lo preguntaba—. Y no tengo miedo de los Seres Oscuros.

—Entonces estás loca. —El capitán la miró de arriba abajo, y sus cejas casi blancas se fruncieron al reparar en las extrañas ropas que vestía. Pero no dijo nada. Se volvió hacia una mujer de pelo rizado que vestía un desgastado uniforme negro—. ¡Seya! Consíguele a ésta un carro. —De nuevo se volvió hacia Jill—. Ella te ayudará. ¿Sabes pelear?

—Nunca he usado una espada —respondió.

—Entonces, si nos tienden una emboscada, por favor, quítate de en medio y deja a los que saben. —Dio la espalda a las dos mujeres y se alejó gritando órdenes a unos y a otros, con la concisión y frialdad de un felino. La tal Seya miró a Jill con reservada curiosidad. Llevaba al cinto una espada que le golpeaba suavemente las botas.

—No te dejes impresionar —dijo sin dejar de mirar la figura delgada y ágil del hombre que se alejaba—. Pondría al mismo rey a conducir un carro sin la menor contemplación si hiciera falta. Allí, mira.

Jill miró en la dirección que la mujer señalaba y vio a Janus e Ingold al pie de la escalinata, rodeados por carreteros y guardias. El joven capitán estaba hablando con ellos. Janus parecía preocupado, e Ingold sonreía. El mago subió al carro más cercano, se acomodó en el asiento y tomó las riendas como un experto cochero.

El sol comenzó a iluminar las montañas que se alzaban al este cuando dejaban atrás las últimas casas de Karst, iluminando el paisaje sin disipar la espesa niebla que seguía prendida entre los árboles. Jill montaba sobre la incómoda y estrecha silla-arnés de una yegua gorda, la cual tiraba de uno de los primeros carros de la expedición. Se habían llevado casi todos los vehículos disponibles en la ciudad, pero no había tantos carreteros dispuestos a volver a Gae, de forma que muchos de ellos eran conducidos por guardias. A ambos lados de la caravana, la guardia marchaba formando dos hileras de protección. Había hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, pero también se veían cabelleras grises y calvas incipientes entre ellos. Avanzaban incansablemente, y Jill pudo observar en sus rostros las señales del cansancio. Ellos eran los guerreros que habían resistido en Gae hasta el final.

Al ir aumentando la luz, Jill comenzó a distinguir pequeños campamentos de refugiados entre los bosques y junto a la carretera. También ésta se hallaba atestada de fugitivos de Gae, hombres y mujeres cubiertos de barro que arrastraban grandes fardos o tiraban de pequeños carros. De vez en cuando se veía a alguien montado en un asno o tirando de una vaca escuálida. Casi nadie se detenía ni prestaba atención a la sombría caravana ni a su escolta. Estaban demasiado cansados y asustados para pensar en otra cosa que en encontrar un refugio lo más lejos posible de la ciudad arrasada.

Tras un pronunciado descenso y una curva de la carretera, Jill sintió que el viento cambiaba de dirección y parecía hacerse más fresco. Desde la carretera, al otro lado de una delgada pantalla de árboles de hojas doradas, el terreno descendía suavemente hacia un gran valle. A lo lejos se divisaba la ciudad de Gae.

La visión dejó a la joven sin habla, aunque no era la primera vez que veía la ciudad, la cual se alzaba entre sus altos muros, junto a un caudaloso río, dominando una vasta llanura que el otoño había teñido de tonos dorados. Era como si hubiera vivido allí, como si hubiera recorrido innumerables veces sus apretadas y estrechas callejuelas, y conociera desde la infancia aquel perfil de torreones y almenas. Seis agujas de piedra se recortaban contra el cielo pálido como los dedos de una inmensa mano esquelética.

—Los árboles están secos —dijo a su lado un hombre con voz suave y cansada—. En verano era un jardín.

A su lado caminaba el joven capitán de cabellos pálidos, y sus ojos reflejaban la blancura del cielo.

—Lo sé —repuso ella simplemente.

—Tú eres la extranjera amiga de Ingold —aventuró el capitán.

Ella asintió.

—Sí, pero he estado en Gae.

El hombre no hizo más preguntas, y pareció archivar cuidadosamente la información. Se movía con soltura y elegancia, y, entre las sombras de los árboles, Jill advirtió que era más joven de lo que había supuesto. Debía de tener poco más de veinte años, varios menos que ella. Era su dureza, su coraza de confianza en sí mismo y su autoridad lo que lo hacían parecer mayor. Y también las profundas arrugas que rodeaban sus pálidos ojos.

—Me llaman el Halcón de Hielo.

—Yo me llamo Jill —dijo ella a la vez que agachaba la cabeza para esquivar las ramas bajas de un gran roble. Gae había vuelto a perderse tras la espesura y la niebla. El sonido de las ruedas de los carros se mezclaba con el crujir de las hojas secas bajo las botas de los guardias.

—En la antigua lengua de los wath, jill significa hielo —explicó él con voz ausente—. Jill-shalos, lanza de hielo. Una vez tuve un halcón de caza con ese nombre.

Jill lo miró con curiosidad.

—Entonces tu nombre también será Jill… algo.

Él sacudió la cabeza lentamente.

—En la lengua de mi pueblo, el halcón de los hielos se llama Nyagchilios, peregrino del cielo. ¿Por qué nos has acompañado?

—Porque tú me lo ordenaste —respondió la joven.

El Halcón de Hielo alzó sus cejas casi transparentes, pero no hizo más preguntas. Y Jill no sabía si hubiera podido contestarlas. Sólo sabía que había sentido una atracción especial por aquellos guerreros tranquilos y competentes, y, tras acercarse a ellos, no hubiera sido capaz de permanecer en Karst.

Por fin salieron del bosque y emprendieron el largo descenso por la ladera del valle, atravesando los pastizales de la llanura, que se extendían como un suave manto leonado bajo el débil sol de la mañana. No dejaban de cruzarse con grupos y familias de refugiados con sus escasas pertenencias a la espalda. Los bordes de la carretera estaban sembrados de inútiles restos de la huida: libros, ropa, incluso una jaula de plata con la puerta abierta, en cuyo marco gorjeaba débilmente un pinzón rosa, temeroso de la libertad de los vientos y el cielo. El Halcón de Hielo señaló el monte Trad, un promontorio redondeado que se alzaba en el centro de la llanura y en lo alto del cual se divisaba una gran cruz de piedra. Pero los ojos de Jill pasaron de largo, atraídos por las murallas de Gae. Vio espiras y torres medio derruidas, arcos y almenas, ventanas caladas de una elegancia extraordinaria y, encima de todo, los contrafuertes medio derrumbados que constituían los únicos restos del palacio.

Y entonces Jill supo que en algún lugar de aquella ciudad había una plaza cuya escalinata estaba flanqueada por estatuas de malaquita, y cuyas puertas de bronce yacían reventadas entre los escombros. En algún lugar había una gran cripta abovedada a la que descendían unas escaleras de porfirio rojo, una extraña losa de granito en el suelo de suave basalto y un arco sombrío que se abría a una calle desierta y en ruinas. El frío viento le mordía las manos, mientras sostenía las riendas, y el lento paso de la yegua que montaba y el crujido de las ruedas del carro le parecieron lo único real a lo que podía aferrarse en aquel incierto mundo de sueños. El aire llevó hasta ella la voz grave y rasposa de Ingold, el cual estaba hablando con el jefe de la guardia varios carros más atrás.

Gae olía a muerte. Jill no estaba preparada para recibir aquella impresión, y aquel hedor se aferró a su garganta como la mano de un estrangulador. En su propio mundo había pasado por las suficientes estaciones de autobuses, conciertos de rock y excursiones al desierto como para no impresionarse por el olor de Karst, pero la pestilencia que flotaba como una nube sobre la ciudad en ruinas era el olor de la podredumbre y la muerte.

Las calles estaban vacías y silenciosas, y los ecos de las ruedas de los carros y las botas de los guardias resonaban con fuerza contra los muros desnudos. Todas las casas mostraban signos de haber sido arrasadas por el fuego. Los pisos superiores se hallaban desmoronados y ennegrecidos, y los restos de las estructuras de madera se alzaban como las costillas negras de cadáveres calcinados. Jill observó que algunas puertas y muros habían reventado hacia adentro; en otros lugares se veían montones de escombros en la calle, mezclados con huesos blanquecinos roídos por las ratas. Entre las sombras se adivinaba la población de roedores que celebraba la derrota del hombre. Desde lo alto de los muros, algunos gatos salvajes miraban a la caravana con ojos enloquecidos. La joven sujetó con fuerza las riendas de su montura e intentó no ceder a las náuseas.

—Hace tres días todo estaba aquí —dijo a su lado una suave voz masculina—, y ahora no hay nada. —Ingold se había adelantado con su carro hasta ponerse al lado de Jill.

Una forma confusa saltó desde un montón de basura y desapareció tras un muro. Jill se estremeció. Se sentía sucia.

—¿Hablas de la ciudad?

—En cierto sentido. —Una rama crujió bajo las ruedas. El Halcón de Hielo, que se había adelantado hasta la cabecera de la caravana, se revolvió como una serpiente al oír el chasquido. La muchacha se dio cuenta de que todos ellos sentían que había algo siniestro en aquellas calles desiertas. ¿Qué se sentiría al volver ahora, después de haber conocido la ciudad, de haber crecido y vivido en ella?

Sus ojos recorrieron las líneas quebradas de una elegante columnata que flanqueaba la calle, la sofisticada decoración de motivos geométricos y vegetales, la belleza y el equilibrio de los frisos entrelazados. Recordó los elaborados muebles de ébano y marfil de la habitación de Tir. Todas las riquezas y la belleza de aquella civilización, sus obras más refinadas, habían estado en la ciudad. Tiró de las riendas a un lado para apartar a su montura de los negros restos de una puerta, sobre los cuales yacía el cadáver medio cubierto de moscas de una mujer, con un brazo extendido devorado hasta el hueso y una pulsera de diamantes en la muñeca.

Ni siquiera los que habían sobrevivido podían volverse atrás. Jill se preguntó si los miles de refugiados de Karst lo habían comprendido.

Ingold sí. Podía verlo en su boca apretada, en la línea de dolor que había aparecido entre sus cejas. Y Janus también.

El jefe de la guardia estaba muy pálido; pero aparte de eso, extraño en aquel rostro de irlandés jovial y dicharachero, en sus ojos brillaba un dolor profundo y sereno. Su expresión era la de un hombre que veía y comprendía la tragedia. En cuanto al Halcón de Hielo, hubiera sido difícil decirlo. El enigmático joven se movía entre las ruinas de la civilización con la fría cautela de un animal, inconsciente de todo lo que no fuera su seguridad personal y el cumplimiento de su tarea.

Jill notó que su yegua se revolvía y sacudía la cabeza con los ojos blancos de terror. Bajo sus cascos, prácticamente, dos formas oscuras casi humanas saltaron de su escondite detrás de un muro caído y huyeron corriendo torpemente por la calle. Jill vio durante un instante sus rostros chatos medio ocultos por la maraña de cabellos rojizos, sus cuerpos encorvados y sus brazos grandes como los de un mono. Las vio alejarse como hipnotizada, hasta que oyó la voz tranquila de Ingold.

—No. Déjalos ir.

Entonces reparó en que el Halcón de Hielo había sacado un arco y varias flechas de un carro y se disponía a abatir a las criaturas. Al oír a Ingold se detuvo y alzó una ceja en un gesto de interrogación.

—No son más que dooicos —dijo simplemente.

El rostro del mago carecía de expresión.

—Precisamente.

—Tendremos que quitárnoslos de encima en cuanto carguemos los carros con los víveres. —Parecía que el Halcón estuviera hablando de las ratas.

El anciano hizo chasquear las riendas de su carro.

—Ya nos encargaremos de ellos cuando sea necesario.

La caravana volvió a ponerse en marcha entre las frías sombras de las callejuelas. Al cabo de un momento, el Halcón de Hielo se encogió de hombros y se dirigió con movimientos felinos a su lugar en la formación.

—¿Qué son? —Preguntó Jill al guardia que marchaba a su lado, un joven con el rostro resplandeciente de un Caballero de la Tabla Redonda—. ¿Son… hombres?

El guardia levantó la vista y entrecerró los ojos para protegerse del sol.

—No, no son más que dooicos —dijo con el mismo tono que el Halcón—. ¿En tu tierra no hay?

Jill negó con la cabeza.

—Parecen humanos —siguió diciendo el joven despreocupadamente—, pero son bestias. Viven como animales en las tierras salvajes del oeste, en las llanuras del otro lado de las montañas.

—Vuestra gente los llama hombres de Neanderthal —intervino la suave voz de Ingold a su lado—. Cuando los capturan, los ponen a trabajar en el sur cortando caña, o en las minas de plata de Gettlesand, pero también hay mucha gente que los entrena para labores domésticas. Se dice que son buenos esclavos, pero evidentemente nadie consideró útil llevárselos al huir de Gae.

La sequedad del comentario no le pasó inadvertida al joven guardia.

—No podríamos alimentarlos —protestó—. Ya hay bastante escasez en Karst. —Como disculpándose, confesó a Jill—: A mí nunca me han gustado.

Los almacenes de grano estaban en los sótanos de la Prefectura, una estructura sólida y baja que cerraba un lado de la gran plaza del palacio. Cuando se detuvo el convoy, Jill observó que el edificio no había sufrido muchos daños por el fuego, aunque evidentemente había sido saqueado. Un rastro de pisadas llenas de barro, sacos de grano reventados y trigo tirado por el suelo salía de la puerta entreabierta hasta perderse entre la basura que cubría la plaza. Jill reconoció ésta, aunque la última vez la había visto desde lo alto de una torre, de la que ahora sólo quedaba en pie una ancha escalinata de mármol y un portón de hierro forjado, así como algunos árboles de ramas grises y desnudas carbonizados por el infierno de la última batalla. La monumental sombra del palacio se alzaba a su izquierda, piso tras piso de negras ruinas, y en el centro, medio enterrados entre escombros y cenizas, estaban los restos de lo que había sido el Gran Salón del Trono del Reino.

Así que aquél era el palacio de Gae, pensó mientras lo contemplaba desapasionadamente, despierta y a la luz del día, a lomos de una yegua gorda, con las manos marcadas por las riendas de cuero y los ojos irritados de sueño. Aquello era lo que había ido a ver, el lugar donde Eldor había muerto, el palacio que había visitado en sueños. Allí era donde la humanidad había librado, y perdido, su última batalla organizada contra los Seres Oscuros.

Por el aspecto de aquellas ruinas ennegrecidas era evidente que el lugar había sido saqueado antes de que se enfriaran las cenizas.

Los muros de piedra de la plaza devolvieron el eco de voces indignadas. Saliendo de su silenciosa contemplación, Jill vio que un pequeño grupo de carreteros y guardias discutían ante la escalinata que descendía a las puertas reventadas de la Prefectura. Janus se enfrentaba a un hombre corpulento vestido de civil, que Jill recordó haber visto a las riendas del primer carro.

—Muy bien, pues yo no pienso entrar ahí dentro para sacar la comida. Si, como dices, han saqueado el primer piso de la Prefectura, eso significa que hay que bajar a los sótanos, y eso es la muerte, tan seguro como que los hielos cubren el norte.

—¡Los sótanos están tomados por los Seres Oscuros! —exclamó otro—. Yo dije que conduciría un carro, pero enfrentarse otra vez a los Seres Oscuros es otra cosa.

—¿Y quién creías que iba a bajar en busca de los sacos? —gritó un guardia.

—Cada hombre conoce la medida de su propio valor —repuso Janus, con el rostro encendido de ira y sus castaños ojos entrecerrados—. Los carreteros que se atrevan, pueden ayudarnos a sacar los víveres. No quiero cobardes a mi lado. Halcón, te dejo al mando de la expedición. Escoge a doce guardias y abatid a todo hombre o animal que intente acercarse a los carros cuando empecemos a subir la comida. Id cargándolo todo, y vayámonos de aquí cuanto antes.

Desde la caja del carro que había conducido, Ingold dejó caer un montón de antorchas embreadas al suelo, y finalmente saltó a tierra con un báculo de unos dos metros sobre el que se apoyó cansadamente.

—Aunque parezca lo contrario, Gae no está abandonada. En todo cadáver habitan los gusanos. No olvidéis que corremos tanto peligro en la superficie como bajo tierra —dijo el jefe de la guardia mientras se dirigía antorcha en mano hacia la escalinata. Sin mirarlo, Ingold hizo un leve gesto con los dedos y una llama brotó en la antorcha de Janus. Los guardias y la mitad de los carreteros se acercaron a él para encender las suyas.

Cuando Jill estaba cogiendo una antorcha del montón, Ingold se acercó a ella y le puso una mano sobre el hombro.

—No es necesario que vengas, Jill. Esto no es asunto tuyo.

Ella alzó los ojos y se levantó.

—No tendrás que cuidar de mí —dijo simplemente—. Estaré con los guardias.

El mago miró por encima del hombro al pequeño grupo que ya empezaba a descender a los sótanos y, a continuación, a la larga fila de carretas que había que llenar de víveres antes de primera hora de la tarde.

—Te he traído aquí contra tu voluntad —repuso suavemente—. Soy responsable de ti. No puedo pedirte que pongas en peligro tu vida en un mundo extraño, y menos aún cuando esta noche vas a volver al tuyo. Esto no es ningún sueño, Jill. Aquí morir es morir.

Los vientos helados del norte traspasaban la delgada cazadora de la joven como un cuchillo, y el frío sol la cegaba sin llegar a darle calor alguno. Entonces una voz de mujer, quizá la de Seya, le gritó desde la escalinata:

—¡Jill-shalos! ¿Te quedas o vienes?

—¡Voy! —respondió ella. Ingold la tomó del brazo cuando hizo ademán de alejarse—. Tranquilo. No me meteré debajo de tus faldas.

Él sonrió, y por un momento su rostro cansado pareció rejuvenecer.

—Como quieras. Pero si aprecias tu vida, no te separes de los demás. —Sin mediar más palabras, los dos fueron a reunirse con los guardias.

Todos trabajaban con rapidez en la oscuridad de los sótanos, en silencio, con las espadas envainadas, sin alejarse mucho unos de otros. Siguiendo la cadena humana señalada por débiles luces amarillas, Jill se dio cuenta de que casi no se atrevía a respirar, de que todo su cuerpo estaba tenso y pendiente de cualquier movimiento anómalo en la oscuridad. En los sótanos más profundos, donde estaban almacenados los víveres que no habían sido alcanzados por los saqueadores, la oscuridad bullía de roces de pequeñas patas y diminutos ojos rojos. Los cuerpos gordos y grises de las ratas se escabullían silenciosamente huyendo de la luz de las antorchas. Pero ante el miedo a los Seres Oscuros, nadie les prestó más atención que a una cucaracha corriendo por la pared. Acarrearon sin descanso hasta la superficie sacos de grano, piezas de carne curada y grandes quesos encerados, mientras Ingold iba de un lado para otro como una aparición: en una mano llevaba la espada desenvainada y en la otra el báculo, cuya punta despedía una clara luz blanca que disolvía las sombras a su alrededor.

Fue un trabajo agotador, y a mediodía aún no habían terminado. A Jill le dolían los brazos; sus irritadas manos temblaban con violencia y todos sus nervios zumbaban como la cuerda de un arco cada vez que dejaba caer un saco de grano o fruta seca en lo alto de la escalinata y volvía a descender a la oscuridad. La cabeza le palpitaba de hambre y fatiga. A primera hora de la tarde temblaba incontrolablemente, y la escalinata, las bóvedas de los sótanos y los hombres y mujeres que la rodeaban se desdibujaban ante sus ojos. Se detuvo un instante y se apoyó en uno de los grandes pilares de la puerta, intentando recuperar el aliento. Una figura vestida de negro pasó por su lado y apoyó una mano breve y amistosamente sobre su hombro. Ella la siguió ciegamente de nuevo hacia los sótanos.

Ya estaba avanzada la tarde cuando terminaron, tras una última y extenuante hora en la que acabaron de cargar los carros. Mareada por la debilidad, Jill se preguntó si sería una alucinación la impresión de que miles de ojos los vigilaban desde cada sombra de la plaza, si el hormigueo que sentía en la nuca sería una premonición de un peligro real o sólo el resultado de un agotamiento que no había experimentado hasta entonces. Durante la última hora no había reconocido nada ni a nadie, sólo el dolor que palpitaba en sus brazos a cada movimiento.

Cuando alguien dijo que Ingold no aparecía, no fue capaz de recordar cuándo lo había visto por última vez.

—Estaba con nosotros en el último viaje a los sótanos —dijo Seya al Halcón de Hielo, mientras se secaba el sudor de la frente con la manga.

—¿Pero no después?

La mujer reflexionó un instante.

—No recuerdo haberlo visto —respondió sacudiendo negativamente la cabeza.

Nadie había visto a Ingold después de la última bajada a los sótanos. Entonces intervino el corpulento carretero que había planteado problemas al principio.

—Bueno, Ingold es un mago, y los magos van a lo suyo, eso está claro. Seguro que se reúne con nosotros en las montañas. Tenemos que irnos ya si queremos llegar a Karst de día.

El comentario no mereció respuesta alguna. Los guardias ya estaban recogiendo del suelo sus antorchas y encendiéndolas de nuevo. Jill se unió a ellos sin dudar, aunque sabía que en aquella búsqueda no podrían permanecer juntos.

—¡Jill-shalos! —gritó Janus al verla dirigirse hacia la escalinata.

Pero antes de que pudiera salir en su busca, el carretero lo cogió del brazo y comenzó a exponerle sus motivos para estar de vuelta en Karst antes del anochecer. Jill se adentró silenciosamente en las sombras.

Era diferente bajar a los sótanos sola. La solitaria luz de su antorcha parecía atraer formas escurridizas y distorsionadas que aparecían y desaparecían entre los nervios de la bóveda y tras las columnas. Sus pasos se multiplicaban extrañamente en la oscuridad, como si un ejército de duendes siguiera su rastro. Pequeños pares de ojos rojizos parpadeaban momentáneamente en la impenetrable negrura que la rodeaba. El silencio parecía respirar. El instinto le dijo que no debía gritar, y siguió avanzando en silencio, buscando entre el bosque de columnas el más leve reflejo de la luz blanca del báculo de Ingold o el suave sonido de sus pisadas. Aunque, pensándolo bien, era poco probable que oyera al mago, cuyos movimientos siempre eran tan silenciosos como los de una sombra. Dejó la zona en la que habían estado trabajando y descendió a los niveles más profundos, recorriendo pasillos de oscuras columnas idénticas, extraños árboles de granito en un bosque simétrico. La luz de su antorcha no se reflejaba en el pulido suelo de basalto.

Poco a poco fue tomando consistencia en su interior la certeza de que ya había recorrido aquel camino anteriormente. Cada vez era más agobiante la sensación de estar a merced de un peligro sin nombre, la impresión de que algo que no tenía ojos la vigilaba desde la oscuridad.

Tampoco sabía cómo podría ayudar a Ingold, ya que iba desarmada y no estaba familiarizada con el poder de los Seres Oscuros. Pero sabía que era imprescindible encontrarlo y que estaba exhausto, más allá de los límites de su resistencia. Y también era consciente de que, mago o no mago, en tales circunstancias era muy fácil cometer errores fatales.

Casi había perdido las esperanzas de encontrarlo cuando percibió un leve reflejo de luz blanca contra el oscuro granito de las columnas. Echó a correr hacia la luz y desembocó en un espacio abierto entre el bosque de columnas. Su antorcha iluminó débilmente la escalera de porfirio rojo que ascendía en una amplia curva hasta unas ciclópeas puertas de bronce reventadas. Más allá no se veía más que la oscuridad. Entre los restos de muebles viejos y cajas de madera cubiertas de polvo pudo discernir las formas de esqueletos y huesos, cuya carne habían devorado los Seres Oscuros. Casi a sus pies, las manzanas secas de una caja destrozada a hachazos se mezclaban con los cráneos blanqueados.

La certeza de que conocía muy bien aquel lugar hizo latir con violencia sus sienes. Pero ya no estaba la losa de granito que rompía la uniformidad del suave pavimento de basalto. En su lugar se abría un gran agujero rectangular, oscuro y siniestro: la boca del abismo. Y desde allí descendía una negra y estrecha escalera de incalculable antigüedad, impregnada del horror de milenios, con el aspecto que ella, en sus sueños, siempre había sabido que tenía. La fría humedad que respiraban aquellas piedras le rozó las mejillas como el eco de un caos primigenio, de una maldad que escapara de la comprensión humana.

Y de aquella sima indescriptible, como el resplandor de un faro distante, procedía la suave luz blanca que había estado buscando y que dibujaba los contornos de los arcos del techo y de los redondeados huesos que yacían al borde de los escalones. Con gesto tembloroso, Jill tomó una larga espada del suelo, la cual se hallaba junto a los huesos desmoronados de una mano. Al notar el peso equilibrado del arma se sintió mejor, más firme y menos asustada. Levantó el brazo que sostenía la antorcha y descendió los primeros peldaños.

Mucho más abajo, a unos cincuenta escalones de distancia e iluminado por el suave brillo de su báculo, estaba Ingold, inmóvil como una estatua. Se encontraba cerca del punto en que la escalera giraba y se perdía en las negras entrañas de la tierra. Su rostro tenía una expresión concentrada, como si estuviera escuchando algún sonido que no le llegaba a Jill. Había enfundado la espada y su brazo derecho colgaba inerte a un lado. La joven lo vio avanzar lentamente, con la inseguridad de un sonámbulo, como si se moviera atraído por una melodía encantada. Jill sabía que cuando descendiera dos o tres escalones más lo perdería de vista, y entonces no tendría más remedio que bajar. Ingold dio otro paso y la oscuridad pareció cerrarse sobre él.

—¡Ingold! —gritó con desesperación.

El mago se volvió y la miró con gesto perplejo.

—¿Sí, querida?

Su voz resonó suavemente en las paredes del túnel. Entonces miró a su alrededor, la escalera y los muros, y frunció el entrecejo, como si lo sorprendiera haber llegado tan lejos. Entonces se volvió una vez más hacia las negras profundidades con gesto pensativo, y Jill recordó con un escalofrío haberle oído decir que la curiosidad era la característica principal de un mago, y que ésta podía empujarlo a buscar la solución de un enigma hasta la tumba. Por un momento Jill creyó que Ingold estaba jugando con la idea de llegar al final de aquellas escaleras, de entrar voluntariamente en la trampa para ver en qué consistía.

Pero finalmente el mago dio media vuelta y emprendió el ascenso, y la oscuridad pareció retroceder al acercarse su luz.

—¿Tú no lo oyes? —preguntó al reunirse con ella.

Jill negó con la cabeza, muda y asustada.

—¿Oír qué?

Los azules ojos de Ingold se posaron en los suyos un momento, y volvieron a dirigirse hacia la impenetrable oscuridad del agujero. Tenía el entrecejo levemente fruncido, como si su mente estuviera concentrada en la solución de un acertijo, inconsciente del peligro que corrían. Jill sentía que aquel peligro oculto en las sombras los empujaba hacia la boca del pozo.

—¿No oyes nada? —insistió el mago, con voz pausada.

—No —dijo Jill suavemente—. ¿Qué oyes tú?

Él pareció dudar y sacudió la cabeza.

—Nada —mintió—. Debo de estar más cansado de lo que pensaba. No creía… haber bajado tanto. No era mi intención.

A Jill le preocupó notar en su voz el agotamiento, el que admitiera lo cerca que había estado de quedar atrapado. Volvió a fruncir el entrecejo y miró por última vez el pozo que se abría a sus pies, como desconcertado. Entonces suspiró y pareció abandonar aquellos pensamientos.

—¿Has venido sola? —preguntó.

Ella asintió. Parecía curiosamente frágil, con sus vaqueros desgastados, la antorcha en una mano y una pesada espada en la otra.

—Gracias —dijo Ingold con suavidad, y le puso una mano sobre el hombro—. Probablemente me has salvado la vida. Me siento… como si hubiera estado bajo un encantamiento, como si… —Se interrumpió y sacudió la cabeza para aclararse las ideas—. Vamos —concluyó por fin—. Por aquí saldremos antes. Quédate la espada —añadió al ver que Jill se disponía a dejarla donde la había encontrado—. Puede que la necesites. A su dueño ya no le servirá de nada.

Cuando la caravana llegó a Karst, el aire era mucho más frío y el día dejaba paso al crepúsculo. El viaje había sido lento, ya que los famélicos caballos estaban agotados y la carretera era muy accidentada y se encontraba cubierta de barro. Cuanto más se acercaban a la ciudad, con más frecuencia eran detenidos por hombres y mujeres acampados en los bosques que suplicaban algo de comida. Un poco, sólo pedían un poco.

Janus, que abría la marcha, negaba invariablemente con la cabeza.

—Se repartirán raciones en Karst.

—¡Bah! —Exclamó una mujer con un vestido rojo desgarrado y sucio, escupiendo al suelo—. ¡Karst! ¡No hay quien entre en la ciudad, y los que ya están allí se quedarán con todo!

El jefe de la guardia la miró con ojos inexpresivos.

—¡A un lado! —Espoleó a su caballo y siguió la marcha, dejando atrás a la mujer.

—¡Cerdo! —gritó ella; acto seguido cogió una piedra del camino y se la lanzó. Lo golpeó con fuerza en la espalda, pero Janus no se volvió—. ¡Todos sois unos cerdos!

Al acercarse a Karst no ocurrió lo que Jill esperaba. Iba caminando junto a su yegua, sujetándose a la brida para no tambalearse, y en realidad casi había esperado que los recibieran con vítores.

«Pero el género humano es el género humano, y nadie se alegra de ver el carro de la comida hasta que no se asegura de que va a participar en el festín», pensó lúgubremente. Miró atrás y no vio en la columna de guardias a nadie que pareciera compartir sus sentimientos. «No está mal: arriesgar la vida para traer alimentos a alguien y que te miren como si se los hubieras quitado». Pero imaginó que los guardias habrían aprendido demasiado sobre la naturaleza humana durante aquella crisis como para sorprenderse de nada.

Los guardias marchaban en silencio con un ánimo y una resistencia que Jill envidiaba. Los civiles se movían cansadamente, tirando de los caballos sobrecargados y maldiciendo entre dientes. El sol ya había desaparecido tras las montañas, y hacía frío. Pronto sería de noche. Alguien le había encontrado entre las ruinas del palacio un grueso manto con capucha, que ahora aleteaba extrañamente a ambos lados de su cuerpo. El golpeteo rítmico del arma enfundada contra su muslo parecía confortarla de alguna forma. Se llevaría la espada de vuelta a California, junto con el recuerdo de aquel mundo extraño y terrible.

«¿Pero de dónde sale toda esa gente?», se preguntó al ver a todos los que bajaban por las laderas, en dirección a la carretera, y los cientos de pequeños campamentos que se distinguían entre los bosques que rodeaban Karst. «Virgen santa, ¿creerán que hay una fuerza mágica que protege la ciudad? ¿Realmente creen las palabras de Alwir?». Los refugiados se incorporaban a la caravana, manteniendo el paso de los exhaustos caballos y de los guardias. Algunos desenvainaron sus espadas, pero nadie los atacó. El gentío los seguía en silencio, empujándose entre sí, pero no a los guardias; simplemente se aseguraban de estar en buena posición cuando comenzara el reparto. Jill oyó el murmullo de tensión y descontento que devolvían las paredes cubiertas de musgo. Demasiada gente y muy poca comida.

Entonces la cabeza de la expedición desembocó en una gran plaza cuadrangular. Jill se detuvo como si hubiera recibido una bofetada. Una fría aprensión le golpeó el pecho. La plaza estaba atestada de gente de todas las edades y sexos, sucios y harapientos, y silenciosos como lobos a punto de atacar. En las esquinas ardían cuatro hogueras, como la noche anterior, y su parpadeante luz escarlata se reflejaba en miles de ojos, que le hicieron pensar a Jill en las ratas de los sótanos. La tensión era palpable. Su yegua retrocedió nerviosamente y lanzó un resoplido de miedo.

Janus, que seguía a la cabeza de la expedición, hizo avanzar a su caballo hacia la muchedumbre que se interponía entre los carros y el edificio donde iban a ser almacenados los víveres. La masa humana se movió ligeramente, pero nadie se apartó. El caballo del jefe de la guardia caracoleó y retrechó sin traspasar la muralla humana. Janus desenvainó la espada.

Entonces Jill sintió que su carro crujía levemente, e Ingold, que llevaba un rato dormitando, salió al pescante. A la luz del fuego todos podían verlo, con la cabeza descubierta y la espesa barba blanca, y una mirada fría y dura como un cielo tormentoso. No dijo nada ni hizo movimiento alguno; simplemente se quedó allí, apoyado en su báculo, mirando a la muchedumbre.

Tras un largo y tenso silencio, la multitud comenzó a apartarse de las puertas del almacén y lentamente se abrió un pasillo ante la expedición.

La voz de Janus resonó con fuerza en la plaza.

—¡Comenzad a descargar enseguida! ¡Metedlo todo dentro y triplicad la guardia! —Janus no desmontó. Otros guardias salieron del almacén, junto con soldados del ejército particular de Alwir, vestidos con librea roja, y monjes-guerreros de la Iglesia, también vestidos de rojo, las sangrientas tropas de Dios. Jill se apoyó en el costado de su yegua y sintió un sudor frío en el rostro y el calor del cuerpo del animal a través de la capa y las ropas, cansada y contenta de que todo hubiera pasado. El gentío había vuelto a sus círculos, pero nadie perdía de vista la hilera de hombres armados que descargaban los preciados alimentos, y los murmullos no cesaban.

Jill oyó gritar a alguien.

—¡Mi señor Ingold!

Al volverse, vio que un hombre le hacía señas al mago desde la puerta del Consejo. El anciano miró al gentío, como sopesando las posibilidades de que surgieran problemas, pero nadie parecía estar pendiente de él. Todos los ojos estaban fijos en los víveres. Ingold saltó al suelo con agilidad y los que estaban a su alrededor retrocedieron, dejándole paso. El mago no tuvo que abrirse camino hasta la escalinata del Consejo.

Si Jill no hubiera estado mirándolo, siguiéndolo con los ojos, no hubiera reparado en lo que ocurrió a continuación. Un hombre con capa roja lo esperaba allí con un rollo de pergamino en la mano. Cuando Ingold llegó junto a él, el individuo le dio el documento y desenvainó la espada.

Jill vio que el mago leía el pergamino y alzaba la vista. Incluso desde lejos pudo percibir la furia y la indignación que tensaban cada músculo de su cuerpo, la ira que emanaba de él. Una docena de hombres uniformados de rojo salió silenciosamente de entre las sombras y lo rodeó. Todos ellos llevaban las espadas en la mano.

Por un instante la joven creyó que Ingold iba a luchar. «Oh, Dios, va a ser una carnicería», pensó, y una rabia fría y extraña inundó sus venas. Varios de los soldados vestidos de rojo pensaban lo mismo, pues no se atrevían a acercarse. Jill recordó que, además de mago, Ingold tenía fama de ser una de las mejores espadas del reino. Pero entonces el anciano alzó las manos mostrando que estaban vacías, y los hombres cayeron sobre él. Uno de ellos le arrebató el báculo y otro la espada, y el grupo se perdió en las sombras del Consejo.

Atónita, Jill se volvió hacia Janus para comprobar si había sido testigo de la escena, pero el jefe de la guardia se encontraba de espaldas, pendiente de las reacciones de la muchedumbre. Los guardias seguían acarreando sacos de grano, piezas de carne y grandes quesos al almacén. Nadie se había percatado de lo ocurrido.

«Lo tenían bien preparado. Y contaban con que no se resistiría para evitar una masacre», pensó de repente.

La furia se apoderó de su cuerpo e hizo desaparecer el miedo por completo. Volvió a mirar hacia la escalinata del Consejo, teñida por un claroscuro de sombras y luz rojiza. Estaba desierta, como si nada hubiera sucedido, como si el mago simplemente se hubiera desvanecido.