Sólo había viento y oscuridad. Jill se estiró y comprobó que todo su cuerpo no era más que una masa dolorida y helada hasta los huesos. Al intentar moverse, el estómago se le pegó a la garganta. Se sentía como si hubiera estado nadando hasta agotarse en agua fría y tras una comida pesada. Estaba exhausta, débil y mareada. Notó el tacto del cálido terciopelo en los brazos, y también el olor a tierra y a hierba, que se mezclaba con el de sus ropas y cabellos ahumados.
A su alrededor no había más sonido que el del viento.
Se sentó con dificultad. El niño, que seguía en sus brazos, estaba callado. A la débil luz de las estrellas pudo distinguir las pendientes rocosas e inhóspitas que la rodeaban por todas partes, azotadas incesantemente por el viento helado del norte. A su lado yacía Ingold, boca abajo, casi invisible en la oscuridad de no ser por el débil reflejo de la luz en su espada. Algo más lejos estaba sentado Rudy, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos.
—¿Estás bien? —preguntó Jill.
—¿Bien? Todavía estoy intentando averiguar si estoy vivo —dijo él con voz débil, y levantó la cabeza. Estaba muy pálido y tenía los ojos hundidos—. ¿Entonces tú también…?
Ella asintió. El joven volvió a cogerse la cabeza con las manos.
—Joder, tenía la esperanza de que todo hubiera sido una alucinación. ¿Estamos… en el mundo de Ingold?
«Todavía no se atreve a decirlo en voz alta», pensó Jill.
Miró a su alrededor y contempló el paisaje fantasmal y plomizo.
—Desde luego no estamos en California.
Rudy se levantó penosamente y se dejó caer de nuevo junto a ella.
—¿El niño está bien?
—No lo sé. No puedo despertarlo. Pero respira… —La muchacha puso los dedos sobre la mejilla pálida del pequeño, acercó los labios a su boca y sintió en ellos el aliento fino y débil del niño—. Ingold dijo que cruzar el Vacío dos veces en tan poco tiempo podía hacerle mucho daño.
—A juzgar por cómo me siento yo ahora mismo, no creo que pudiera volver a cruzarlo otra vez. Veamos. —Tomó al niño en sus brazos, lo apretó contra su pecho y comprobó que estaba muy frío.
—Habría que despertar a Ingold. ¿Es que no hay luna en este sitio?
—Debería —dijo Jill—. Mira, las constelaciones son las mismas. Ahí está la Osa Mayor. Y allí Orión.
—Qué extraño —repuso Rudy mientras se apartaba los cabellos de la cara. Contempló por un momento el paisaje desierto. Tras las laderas de los montes que se alzaban en primer plano podía verse, al norte, una gran cadena montañosa, un negro muro de roca coronado por la nieve. Al sur, los montes también les cerraban el paso, aunque entre ellos se abría un valle, al fondo del cual se distinguía el lejano reflejo de un río—. Dondequiera que estemos, será mejor buscar refugio lo antes posible. Como aparezca otra de esas cosas, lo tenemos claro. ¡Eh! —Llamó a Ingold, cuya mano voló instantáneamente al puño de la espada—. Tranquilo, tío. Somos nosotros.
—Estoy bien —dijo el mago en voz baja.
«Está mintiendo», pensó Jill. Le tocó el hombro y vio que tenía la capa salpicada de grandes manchas de babas requemadas; al tocarlas, éstas se desprendían en forma de cenizas negruzcas. Ella misma tenía la manga de la camisa y el dorso de la mano cubiertos de la misma sustancia. El Ser Oscuro había estado a punto de acabar con ellos al morir.
Ingold se tendió boca arriba y se frotó los ojos.
—¿Está bien el príncipe?
—No lo sé. Está muy frío —respondió Jill, preocupada.
El mago suspiró, se sentó en el suelo y tomó al niño de brazos de Rudy. Escuchó el aliento de Tir y acarició su carita suavemente con la mano endurecida y cubierta de cicatrices. Entonces cerró los ojos y pareció meditar durante un rato. Sólo el lastimero gemido del viento rompía el silencio, pero la noche parecía plagada de peligros ocultos. Jill y Rudy eran más conscientes que nunca de la oscuridad que los rodeaba, mucho más espesa que en cualquier lugar del sur de California, donde siempre había una luz procedente de algún lugar compitiendo con la luna y las estrellas. Aquí las estrellas parecían mayores, más intensas, como grandes ojos que vigilaran desde el vacío de la noche. La oscuridad cubría la tierra, y el único contacto que Jill y Rudy habían tenido con el Ser Oscuro había sido suficiente para hacerles comprender lo indefensos que estaban y hacerles sentir el miedo ancestral a encontrarse en plena noche en campo abierto.
Por fin Tir dejó escapar un gemido y rompió a llorar débilmente. Ingold lo acunó contra su pecho y le murmuró palabras ininteligibles al oído hasta que se tranquilizó. Entonces lo sostuvo en alto un momento y lo miró fijamente, tras lo cual volvió a abrazarlo y le acarició los suaves cabellos negros. Por un instante Jill no vio al mago que había salvado al príncipe heredero del reino, sino sólo a un viejo que consolaba al hijo de su amigo muerto.
Finalmente Ingold levantó la vista.
—Vamos. Debemos ponernos en marcha de inmediato.
Rudy se levantó penosamente y ayudó a Jill y después a Ingold a ponerse en pie.
—Hombre, precisamente eso quería preguntarte —dijo Rudy mientras el mago le daba el niño a Jill, limpiaba la espada en su capa y volvía a enfundarla—. ¿Adónde vamos?
—Creo —respondió el mago lentamente— que lo mejor será ir a Karst, la antigua capital de verano del reino. Está a unos quince kilómetros de aquí, al otro lado de esos montes. Los supervivientes de Gae se han refugiado allí, y en Karst encontraremos cobijo y alimentos, y también noticias, aunque sé que no es gran cosa.
—Pues no está mal el paseo para estas horas de la noche —protestó Rudy de mal humor.
—Bueno, puedes quedarte aquí si lo deseas —sugirió el mago con suavidad.
—Oh, muchas gracias.
La luna asomó entre las colinas mientras emprendían el camino, iluminando débilmente el terreno con su luz plateada. El oscuro manto de Ingold susurraba como un fantasma al acariciar la hierba.
—Eh…, Ingold… —dijo Rudy cuando comenzaron a descender por la ladera del monte—. Siento haber dicho que estabas chiflado.
El anciano lo miró con un brillo malicioso en los ojos.
—Acepto tus disculpas, Rudy —repuso gravemente—. Sólo me alegro de haber podido convencerte…
—Eh… —comenzó a decir el joven, pero el mago se echó a reír quedamente.
—Admito que no era una historia muy creíble. La próxima vez lo haré mejor.
Rudy descendía con cuidado siguiendo sus pasos mientras se sacudía los restos de cenizas negras de las mangas de la cazadora.
—Espero que esto no sea muy habitual —dijo—. Eres demasiado duro con los amigos.
Estuvieron caminando sin descanso hasta antes del amanecer. Aunque la noche era profundamente silenciosa y fría, no se veía ni oía nada peor. Los Seres Oscuros no debían de rondar por allí.
A los pocos kilómetros, dejaron las suaves pendientes de las colinas y emprendieron el ascenso de una pronunciada cuesta boscosa, que parecía internarse en el corazón de las montañas. Bajo sus pies crujía la alfombra de hojas secas extendida por el otoño, y en algún lugar no muy distante se oía el susurro de una corriente de agua. Ingold sólo rompió su silencio una vez.
—Estoy evitando la carretera principal de la llanura. Llegaremos a Karst por detrás. Sería más fácil ir por la carretera, pero estará llena de refugiados, y por ello correríamos más peligro de encontrarnos de nuevo con los Seres Oscuros. Personalmente no tengo ningunas ganas de volver a desenvainar la espada esta noche.
Jill, cansada de caminar por terreno tan accidentado y con un niño de seis kilos dormido en sus brazos, se preguntaba cómo había conseguido Ingold llegar hasta allí, sin dormir, tras la batalla del palacio de Gae y el combate contra el Ser Oscuro en la cabaña. ¿Tendrían todos los magos las mismas fuerzas inagotables, o era sólo Ingold? Bajo la sombra de la caperuza se distinguía su rostro, pálido y cansado. Tenía arañazos enrojecidos allí donde la cola espinosa de la criatura lo había golpeado, y los hombros de su capa estaban llenos de quemaduras causadas por la lluvia de brasas. Y, sin embargo, se movía entre las masas oscuras del bosque con seguridad y rapidez, como un saludable caballero que se hubiera dirigido a dar un paseo por el parque.
Salieron de la espesura del bosque a un área de vegetación baja más despejada, y la música del agua sonó de repente con fuerza muy cerca de ellos. La luna iluminaba un fantasmal paisaje, negro y gris, con manchas claras de arena y piedras blanqueadas por el río. Ante sus ojos, río arriba, se alzaba el negro muro de la ladera de la montaña. A lo lejos se divisaba un punto de luz anaranjada, un distante brillo de fuego en la noche.
—Allí —dijo Ingold mientras señalaba la luz—. Aquello es Karst. Allí encontraremos lo que queda del gobierno de Darwath.
Cuando llegaron, Karst hizo pensar a Jill en los típicos centros de turismo invernal. Era una ciudad hermosa, de una elegancia rústica y casas grandes y espaciosas entre las que crecían grandes árboles. Al pasar junto a las oscuras mansiones, cerradas y envueltas en las sombras, la muchacha vio variantes arquitectónicas desconocidas para ella, pero que le resultaban vagamente familiares: arcadas de pilares delgados y pulidos, capiteles con extraños adornos vegetales y molduras talladas en la piedra con elaborados motivos geométricos. Según se fueron aproximando al centro de la ciudad, vieron rebaños de ovejas y vacas encerrados en corrales junto a algunos edificios, mirando con ojos muy abiertos y vacíos a la oscuridad. Tomaron una calle empedrada y medio cubierta de musgo, por cuyo centro descendía un canalillo con agua. Por un momento los altos muros los envolvieron en las sombras, y entonces salieron a un espacio iluminado tan brillante como el día.
La plaza de la ciudad estaba desierta. En ella ardían grandes hogueras cuyas llamas se elevaban cuatro y cinco metros hacia las frías y distantes estrellas, y su luz rojiza se reflejaba en las negras aguas de la gran fuente central, coronada por oscuras estatuas. Entre las sombras temblorosas que rodeaban la plaza, Jill pudo distinguir los muros y torretas de varias grandes mansiones, las altas espiras de lo que debía de ser una iglesia y el enorme bulto cuadrado de lo que indudablemente era el Consejo de la ciudad, un edificio de tres pisos de piedra y madera. Hacia allí se dirigió Ingold sin dudar.
El doble portón del edificio del Consejo tenía tres metros de altura y el ancho suficiente para permitir la entrada de una carreta de bueyes. En una de sus esquinas se abría una pequeña puerta del tamaño de un hombre. Ingold intentó abrirla, pero estaba cerrada por dentro. Jill no pudo ver lo que hacía, ya que el mago se encontraba de espaldas a ella, pero al cabo de un momento la puerta se abrió y accedieron a un gran salón lleno de luz y bullicio.
Toda la planta baja del edificio era una inmensa plaza atestada de gente. El caos de voces y gritos resultaba ensordecedor, y el olor a orina y sudor, a ropa sucia y pescado frito era insoportable. Una neblina azul de humo de leña ocultaba el alto techo y limitaba la visión a unos pocos metros. Debían de ser las cinco de la mañana, pero todo el mundo estaba discutiendo y vociferando. Los niños corrían y jugaban entre los pilares de las arcadas y los bultos de equipajes. Por todos lados se arracimaban grupos de hombres que discutían y gesticulaban con voces siseantes y afiladas. Las madres llamaban a sus niños; los viejos se apretaban contra las escasas pertenencias de sus familias. Algunos habían llevado consigo gallinas, patos y gansos, y el hedor de las aves y los excrementos se mezclaba con el resto del caos sensitivo. Jill vio a una niña de unos diez años con un burdo vestido de campesina, sentada sobre un montón de fardos con un escuálido gato pardo en el regazo; en otro lugar, una mujer de cabellos rubios y revueltos, vestida de satén amarillo, rezaba de rodillas meciéndose levemente. La luz anaranjada teñía toda la escena, convirtiéndola en una visión de la antesala del infierno.
Jill sintió en los ojos el escozor provocado por el enrarecido ambiente, mientras seguía a Ingold a duras penas entre la muchedumbre y el caos de cacerolas, sartenes, fardos y lechos improvisados, hacia la gran escalera que comunicaba la sala con el piso superior, a cuyos pies podía verse una mesa.
Alguien reconoció a Ingold y gritó su nombre, que empezó a resonar como en un eco por toda la sala hasta convertirse en un murmullo de admiración, incredulidad y miedo. La gente se apartaba al paso del mago. Con gesto temeroso, alguien cogió a un niño dormido y algunos se aferraron a sus escasas pertenencias con desconfianza. Como por arte de magia, se abrió ante él un pasillo flanqueado por formas oscuras de ojos brillantes, hasta la mesa que había al pie de la escalinata y el pequeño grupo de personas reunidas a su alrededor.
Se había hecho el silencio, roto únicamente por el suave cacareo de algunas gallinas y el llanto de algún niño. Miles de ojos expectantes estaban clavados en el grupo: el viejo mago envuelto en su oscura capa, los dos extranjeros vestidos con extrañas ropas de suave tela azul y el bulto envuelto en terciopelo negro que la mujer llevaba en los brazos. Jill nunca había sentido tanta vergüenza en toda su vida.
—¡Ingold! —exclamó un hombretón, al que Jill recordaba perfectamente haber visto en sus sueños, mientras salía a su encuentro a grandes zancadas. Al llegar al anciano extendió los brazos y le dio un abrazo de oso capaz de romper varias costillas a cualquiera—. ¡Amigo mío, te dábamos por muerto!
—Sabes que darme por muerto es poco inteligente, Janus —respondió Ingold mientras recobraba el aliento—. Especialmente si…
Pero los ojos del hombretón ya se habían fijado en Rudy, Jill y el bulto que ésta llevaba en brazos, donde se veía claramente el emblema real bordado en oro. Su expresión pasó de la alegría y el alivio a una especie de reverente admiración. Soltó al mago lentamente, como si se hubiera olvidado de él.
—Has conseguido salvarlo —susurró—. Después de todo lo has conseguido.
Ingold asintió. Janus miró una y otra vez al niño y al anciano, como si esperase que en cualquier momento fueran a desvanecerse. Volvió a alzarse entre la multitud una oleada de murmullos que llegó hasta el último rincón de la gran sala. Pero alrededor de la mesa seguía reinando el silencio.
—Éstos son Jill y Rudy. Sin su valiosa ayuda, posiblemente no hubiera podido salvar al príncipe. Son extranjeros de una tierra lejana y no saben nada del reino ni de nuestras costumbres, pero los dos son leales y valientes.
Rudy hundió la cabeza entre los hombros, avergonzado por la descripción. Por su parte, Jill, que inconscientemente había evitado pensar nada positivo sobre sí misma en los últimos quince años, se sonrojó intensamente.
—Jill, Rudy —prosiguió Ingold sin inmutarse—, os presento a Janus de Weg, jefe de la guardia de Gae. —Entonces hizo un gesto hacia la mesa—. Bektis, mago titular de la Casa de Dare; Govannin Narmenlion, obispo de Gae.
Sorprendida de que no fuera Ingold quien ostentase el título de mago de la corte, Jill miró a Bektis, un hombre frío y arrogante, cubierto por una capa de terciopelo gris con los signos del zodiaco bordados. La cabeza afeitada del obispo, que le confería un aspecto de escriba egipcio, y las voluminosas vestiduras escarlata que cubrían su cuerpo pequeño y enjuto impidieron a Jill notar de inmediato que se trataba de una mujer; pero no había ninguna duda de que era una alta autoridad eclesiástica. Aquel rostro duro y ascético mostraba la inflexibilidad y el autoritarismo necesarios para el ejercicio de su cargo.
Mientras se hacían las presentaciones adecuadas y la obispo ofrecía su oscuro anillo de amatista para que se lo besaran, Jill oyó a su espalda el grave murmullo de la voz de Janus, que hablaba con Ingold.
—… La lucha llegó al gran salón —estaba diciendo—. Alwir ha establecido aquí campos de refugiados…, envió patrullas a la ciudad…, caravanas de alimentos… Trajo hasta aquí a los supervivientes.
—¿Entonces mi señor Alwir ha tomado el mando? —preguntó Ingold bruscamente.
Janus asintió.
—Es el canciller del reino, y el hermano de la reina.
—¿Y Eldor?
El jefe de la guardia suspiró y sacudió la cabeza lentamente.
—Ingold, aquello fue un matadero. Llegamos a Gae justo antes del amanecer. Las cenizas todavía estaban calientes… y algunas partes del palacio aún seguían en llamas. Todo ardió hasta los cimientos.
—Lo sé —dijo el anciano, con calma.
—Lo siento. Olvidaba que tú estuviste allí. Aquel lugar era un horno. No había más que cadáveres y huesos por todos lados. Hacía demasiado calor para poder buscar nada, pero encontramos esto junto a la puerta de la pequeña sala que se abría tras el trono. Un esqueleto medio enterrado entre los escombros la empuñaba. —Señaló algo que había sobre la mesa.
La obispo tomó una gran espada de mandoble y se la ofreció a Ingold por el mango. Aunque estaba totalmente ennegrecida por el fuego, Jill reconoció de inmediato los rubíes incrustados en la guarda. En uno de sus sueños había visto relucir aquellas piedras con el movimiento de la respiración de su dueño. El mago suspiró e inclinó la cabeza.
—Lo siento —volvió a decir Janus. El dolor y el cansancio marcaban su rostro duro y cuadrado bajo la espesa barba rojiza. Había perdido no sólo a su rey, sino también a un buen amigo. Jill recordó una habitación débilmente iluminada. Un hombre alto vestido de negro decía: «… te lo pediré como amigo…». Jill sentía como suyo el dolor del anciano.
—¿Y la reina? —El tono de voz de Ingold daba a entender que sabía la respuesta.
—Oh —comenzó a decir Janus mientras levantaba la cabeza—. Estuvieron a punto de apresarla.
—¿Apresarla? —repitió él con gesto de asombro—. Entonces yo tenía razón.
Janus asintió.
—Hemos descubierto que pueden arrastrar pesos. Sus colas son como cables. El Halcón de Hielo y una docena de los muchachos quedaron atrapados en la bodega principal. Habían estado vigilando la Escalera desde que se rompió la losa…
—Sí, sí —dijo Ingold con impaciencia—. Pensé que habían muerto en el primer ataque. Los daba por caídos. —A su rostro asomó la leve sombra de una sonrisa—. Aunque sé que no se debe dar por muerto al Halcón de Hielo así como así.
—Bien, pues el incendio del gran salón se había extendido a todo el palacio. Los que estaban atrapados comenzaron a quemar todo lo que podía arder para conseguir más luz. Los Seres Oscuros volvieron a retirarse a los subterráneos como una terrible avalancha de oscuridad, arrastrando a unos cincuenta prisioneros, casi todo mujeres y algunos esclavos dooicos, que gritaban como animales. El Halcón de Hielo y los muchachos no quisieron incendiar las bodegas, y se entabló una lucha encarnizada. Al final la mitad de los prisioneros quedaron arriba y los Seres Oscuros huyeron por la Escalera. Cinco mujeres y algunos dooicos murieron, creemos que de terror…
—¿Y la reina?
Janus cambiaba su peso de un pie a otro con gesto de preocupación.
—Está… muy trastornada.
El mago lo miró un momento con los ojos entrecerrados, sopesando el tono de su voz y lo evasivo de su postura.
—¿Ha hablado?
Bektis, el mago de la corte, intervino con voz grave.
—Temo que los Seres Oscuros hayan devorado su mente, como han hecho otras veces con sus víctimas. Se debate en una especie de locura inconsciente, y con todas mis artes no he podido hacerla volver a este mundo.
—¿Ha hablado? —repitió Ingold sin dejar de mirar a Janus y a Bektis. Parecía buscar una respuesta, pero Jill no comprendía nada.
—Llamó a su hermano —respondió el jefe de la guardia, quedamente—. Alwir llegó con sus hombres y la mayor parte el ejército poco después del amanecer.
Ingold asintió, al parecer satisfecho.
—¿Y esto? —dijo señalando con un gesto al silencioso mar de refugiados que atestaban el salón. Janus sacudió la cabeza cansadamente.
—Durante todo el día han ido llegando a la montaña —explicó—. Se formó una larga caravana cuando salimos del palacio, y no han parado de llegar desde entonces. Tres cuartas partes de ellos carecen por completo de alimentos. En realidad no huyen de Gae sólo por los Seres Oscuros. A pesar de la presencia del ejército, en Gae reina el caos más absoluto. La locura se ha apoderado de la ciudad, incluso durante el día. Ya no hay ninguna ley. Cuando nosotros abandonamos el palacio, la muchedumbre ya estaba saqueándolo. Todas las granjas de la región están abandonadas. Las cosechas se pudren en los campos mientras los refugiados se mueren de hambre en los caminos. Karst es una ciudad pequeña, y ya ha empezado a haber disputas por la comida, el agua y el espacio. Quizás aquí estemos a salvo de los Seres Oscuros, pero muy pronto estaremos luchando entre nosotros.
—¿Y qué os hace pensar —preguntó Ingold suavemente— que aquí estáis a salvo de los Seres Oscuros?
Janus, desconcertado, hizo ademán de protestar, pero finalmente guardó silencio. La obispo miró de soslayo al anciano, como un gato, y ronroneó con suavidad.
—¿Y tú qué sabes, mi señor Ingold, de los Seres Oscuros?
—Lo mismo que sabemos los demás —dijo una nueva voz. Su timbre era tan profundo y autoritario que todos los ojos se volvieron hacia el hombre que se erguía como un rey sombrío, iluminado por el resplandor de las antorchas. Su sombra lo precedió como una masa de agua negra mientras descendía las escaleras. Como una segunda sombra, las alas de su capa de terciopelo negro se agitaban a ambos lados. Su pálido rostro era frío y hermoso, y sus rasgos denotaban reflexión y sabiduría, como si hubieran sido esculpidos por la mano de un maestro. La espesa mata de cabellos negros que enmarcaban su rostro oscurecía la cadena de oro y zafiros que brillaban sobre sus hombros y pecho, como un anillo de fríos ojos azules—. Como todos hemos visto, las advertencias de desastre siempre traen consigo ciertos beneficios y prestigio.
—Sólo traen beneficios a quienes las oyen, mi señor Alwir —replicó Ingold con voz calmada, y en su gesto incluyó a todas las sombras ahumadas de la gran sala, la muchedumbre harapienta que ya estaba empezando de nuevo a discutir, a perseguir a sus niños, a pelear por el espacio y el agua—. Y a veces ni siquiera eso.
—Como le ocurrió a mi señor Eldor. —El canciller Alwir pareció dominar por un momento con su altura y elegancia a la figura encorvada y andrajosa del mago. Su rostro, por naturaleza sensual, se había convertido en una fría máscara inmóvil, pero Jill percibió en la posición de su cuerpo grande y poderoso la tensión y la hostilidad que enfrentaban a ambos hombres, posiblemente desde hacía mucho tiempo. Alwir estaba enfadado, Ingold permanecía en guardia—. De hecho, su aviso fue el primero —siguió diciendo el canciller—, los recuerdos de la Casa de Dare ocultos en la memoria de su familia. Pero ello no lo ha salvado. Supusimos que habías cogido al príncipe y habías huido de la batalla al no encontrar tu espada entre los restos del salón del trono, aunque al final hubo guerreros que ocultaron las armas de los vencidos para que no se pudiera contabilizar las víctimas. ¿Entonces pudiste adoptar la forma de los Seres Oscuros y pasar inadvertido?
—No —respondió Ingold simplemente, pero un murmullo de inquietud brotó alrededor de la mesa. A pesar de que la conversación se estaba desarrollando en voz baja, había unas doscientas personas pendientes de su evolución. Jill, olvidada por todos, seguía con el niño dormido en brazos y la espalda apoyada contra la gran pilastra de piedra de la barandilla, y observó con atención la forma en que la gente miraba al anciano. Había miedo, respeto y desconfianza en sus ojos. Lo consideraban un extraño, un mago aventurero que no reconocía a reyes ni leyes. Evidentemente, muchos pensaban que era capaz de adoptar la forma de los Seres Oscuros.
—Pero de alguna manera lo conseguiste —siguió diciendo Alwir—, y por eso te damos las gracias. ¿Permanecerás con nosotros en Karts?
—¿Por qué abandonasteis Gae?
Las oscuras y finas cejas del canciller se arquearon levemente, en un gesto de sorpresa, ante la pregunta.
—Mi querido Ingold, si hubieras estado allí…
—Estaba allí —replicó él quedamente—. En Gae había agua, alimentos y edificios en los que dar cobijo a toda esta gente. Al menos allí no hubieran surgido estos problemas.
—Es verdad que Karst es mucho más pequeño —admitió Alwir mirando a su alrededor—, pero aquí mis hombres y la guardia de la ciudad, mandada por Janus, pueden controlar a la gente mucho mejor que en el laberinto arrasado en que se ha convertido la ciudad más bella del occidente. La Oscuridad se ha apoderado de los valles fluviales —siguió diciendo—, como los pantanos que aparecieron en el sur; pero al igual que los pantanos, no ha pasado de las tierras bajas. Quizá sea posible establecer un pacto, como hace el ciervo de la montaña con el león de la llanura. Para evitar al león, lo mejor es dejar su territorio de caza.
—Para evitar al cazador —respondió Ingold con el mismo tono pausado—, el ciervo huye de las ciudades del hombre, pero el hombre va a cazarlo al bosque. Los Seres Oscuros nunca han atacado las tierras altas porque no podían obtener ningún beneficio de ello. Cuando se hayan hecho fuertes allí y no queden ciudades que atacar, las buscarán dondequiera que estén.
Los zafiros brillaban con fuerza a la luz de la antorcha, y los ojos azules del canciller parecían tan fríos como ellos.
—Hace dos días había un rey en Gae y ahora no lo hay. Créeme, Ingold Inglorion, una ciudad entera no puede ir y venir con tanta facilidad como tú. Y evidentemente no podíamos permanecer en Gae…
—¿Por qué no? —le espetó el mago.
La ira asomó a la voz del canciller.
—¡Aquello era el caos! Nosotros…
—Eso no será nada —dijo Ingold lentamente— en comparación con el caos que verás aquí cuando llegue la Oscuridad.
En el silencio que siguió, Jill observó a la muchedumbre que se arracimaba alrededor de la mesa en la que estaban reunidas las máximas autoridades del reino de Gae: hombres y mujeres, con niños y sin ellos, sentados o acurrucados sobre sus mantas, rodeando al alto y elegante canciller y al pobremente vestido peregrino, cuya única posesión parecía ser la mortífera espada que colgaba de su cinto. Aunque en el salón habían vuelto a surgir las conversaciones y los gritos, alrededor de los dos hombres seguía reinando el silencio. El duelo seguía su curso ante los atentos testigos.
Alwir pareció reparar en ellos de repente, pues su voz se relajó visiblemente y adoptó un tono casi jocoso.
—Creo que te adelantas demasiado a los acontecimientos, mi señor mago. De todas las ciudades de esta parte del reino, Karst es la única en la que nunca han aparecido los Seres Oscuros, ni hay rastro de sus guaridas. Como ya he dicho, esta situación es temporal; hace falta tiempo para alojar a la gente y reorganizar el reino. Los que se han refugiado aquí no tienen nada que temer. Haremos de Karst la nueva capital, lejos del peligro de los Seres Oscuros; y aquí reuniremos un ejército formado por todos los aliados de la humanidad. Ya hemos enviado mensajeros a Quo, pidiendo ayuda y consejo al archimago Lohiro, y también al sur, al imperio de Alketch.
—¿Que habéis hecho qué? —Ahora le tocaba al anciano dar rienda suelta a su indignación. Jill no lo había visto nunca tan furioso.
—Mi querido Ingold —dijo Alwir con tono paternalista—, supongo que no esperabas que nos cruzáramos de brazos. Con la ayuda de los ejércitos del imperio de Alketch podemos llevar la lucha a las guaridas de los Seres Oscuros. Con ellos y la ayuda del Consejo de los Magos, podremos atacarlos en su propio territorio y barrerlos definitivamente de este mundo.
—¡Eso es absurdo!
Alwir encajó los pulgares en su cinturón enjoyado, visiblemente satisfecho por haber logrado que el anciano perdiera su flema habitual.
—¿Y qué propones tú, mi señor mago? —preguntó untuosamente—. ¿Que volvamos a Gae y esperemos a ser devorados por los Seres Oscuros?
Ingold había recobrado la calma, pero Jill pudo ver desde las escaleras que las palabras de Alwir lo preocupaban profundamente. Cuando volvió a hablar, su voz era tan serena como siempre.
—Propongo que vayamos a Renweth.
—¿Renweth? —El canciller echó la cabeza hacia atrás, como si no supiera si estallar en carcajadas o en improperios—. ¿Renweth? ¿Ese agujero inhóspito? Está en el fin del mundo, al borde del infierno. También podríamos cavar nuestras tumbas y enterrarnos en ellas. ¡Renweth! ¡No puedes estar hablando en serio!
La fría mirada de reptil de la obispo se fijó con curiosidad en Ingold.
—El monasterio que había en Renweth quedó abandonado hace veinte años, durante el Gran Invierno. Dudo que haya siquiera una aldea allí. —Su voz era un susurro seco y afilado—. ¿No te parece un lugar muy aislado para ser la capital del reino?
—¡Aislado! —Exclamó Alwir—. Eso es como decir que en el infierno hace mal tiempo. ¡Es un agujero perdido en el corazón de las montañas!
—A mí no me preocupa el reino —dijo Ingold con voz tranquila, pero sus ojos brillaban a la luz de las antorchas—. Ya no hay reino, sólo personas en peligro. Te engañas al pensar que el orden político puede mantenerse cuando nadie piensa en nada más que en encontrar refugio. —El canciller no respondió, pero Jill vio cómo la ira encendía sus mejillas. Ingold prosiguió impertérrito—: En el valle de Renweth está la antigua torre de Dare. Desde allí siempre se podrá repeler a los Seres Oscuros.
—Supongo que eso sería posible —admitió Alwir de mala gana— si la torre sigue en pie. Aunque también podríamos estar a salvo de ellos si viviéramos como los dooicos, escondidos en cuevas y comiendo gusanos y raíces. Por otra parte, no podrías alojar a toda la población del reino en la torre de Dare, a pesar de toda tu magia.
—Hay otras fortalezas —intervino la obispo, y Alwir le dirigió una mirada furibunda. Ella le hizo caso omiso y cruzó los dedos largos y huesudos; luego apoyó sobre ellos la barbilla, con gesto pensativo—. Hay un castillo en Gettlesand que se sigue usando para repeler las incursiones de los Jinetes Blancos. Y hay otros en el norte…
—… que sólo han usado los pastores desde hace tres mil años —la interrumpió el canciller fuera de sí—. Quizás a la Iglesia no le importe mucho el desmembramiento de la humanidad, mi señora; vuestra organización fue creada para mantener el orden en lugares apartados. Y los tuyos, mi señor mago, vagabundos y amigos de los pájaros, tampoco sufrirán. Pero hay un largo camino hasta Renweth. —Volvió la cabeza hacia todos aquellos ojos que lo miraban a través del aire azulado y enrarecido por el humo: la muchacha del gato, el anciano sentado sobre la jaula de gallinas, la mujer sentada en el suelo rodeada de niños dormidos—. ¿Cuánta gente sobreviviría a un viaje de dos semanas por las montañas hasta el valle de Renweth? Aquí estamos a salvo, mucho más a salvo que en campo abierto.
Se alzó entre el gentío un murmullo de asentimiento e inquietud. Ya habían huido una vez de sus confortables casas, de una ciudad de la que se había apoderado el desorden durante el día y el horror durante la noche, cargando con lo que habían conseguido salvar a través de los fangosos caminos que subían a las montañas. Asustados y confusos, no tenían ninguna intención de ir más lejos, y ni uno de ellos se hubiera atrevido a pasar una noche en campo abierto.
—Mi señor Ingold —prosiguió Alwir en voz más baja—, tuviste mucho poder a la sombra de Eldor, un poder basado en la confianza que él te profesaba desde que en su infancia estuvo bajo tu tutela. La forma en que usabas tu poder era asunto tuyo y de él, pues teníais secretos que ni siquiera la familia real conocía. Pero Eldor ha muerto, y la reina está delirando. Alguien tiene que asumir el mando, o el reino se desmoronará solo, como un caballo enloquecido que salta por un acantilado. Tu magia no puede tocar a los Seres Oscuros. Ya no tienes poder en este reino.
Sus miradas se encontraron como dos espadas inmóviles.
La tensión que existía entre ellos se materializó en un silencio sólo perturbado por su respiración.
—El rey Eldor ha muerto —dijo Ingold sin apartar la mirada de los ojos de su interlocutor—, pero le juré llevar a su hijo a un refugio seguro, y Karst no lo es.
Alwir sonrió. Fue un leve cambio en sus labios que no afectó al resto de su semblante.
—Pues tendrá que serlo, ¿no crees, mi señor mago? Ahora yo soy el regente, y el heredero está bajo mi custodia. —Entonces se movieron sus ojos, y su voz se suavizó perceptiblemente, como la de un actor que cambia de papel. Su sonrisa parecía ahora genuina y despectiva—. Vamos, mi señor mago —añadió amablemente—, debes comprender que hay circunstancias en que no vale la pena conservar la vida, y creo que has mencionado una de ellas. Y ahora… —Alzó una mano para acallar las protestas de Ingold—. Estoy seguro de que saldremos de ésta con consecuencias menos drásticas que la destrucción total de la civilización. Admito que aquí tenemos problemas, y que mañana llegarán nuevos refugiados de Gae. Vamos a enviar una expedición de guardias a los almacenes subterráneos de la Prefectura de Gae en cuanto amanezca. Por lo que respecta a nuestros intentos de comunicarnos con Lohiro, el archimago de Gae, me temo que tus colegas parecen haberse esfumado, y los poderes de Bektis no han logrado dar con ellos.
—La ciudad de Quo está protegida por un sortilegio —dijo Bektis secamente, mirando a Ingold con hostilidad—. Ninguno de mis encantamientos ha podido traspasar esa barrera.
—No me sorprende —repuso el anciano inocentemente.
La mirada oscura y fría de la obispo se posó brevemente sobre ambos.
—El diablo cuida de los suyos.
Ingold inclinó la cabeza hacia ella cortésmente.
—Al igual que el Buen Dios, mi señora. Pero los magos no pertenecemos a ninguno de los dos mundos, y debemos protegernos con todas nuestras artes. Quo es la fortaleza en la que se guarda el saber mágico, y siempre ha sido celosamente protegida de la invasión y la destrucción. Dudo de que cualquier mago, por mucha que sea su habilidad, pueda traspasar ahora mismo las defensas de la ciudad.
—¿Y es eso lo que te propones hacer? —preguntó Alwir con genuina curiosidad en su bien modulada voz. Había ganado la batalla, o al menos aquel duelo particular, y podía permitirse abandonar por un momento su pose habitual.
—Eso es lo que me propongo intentar. Como ya te he dicho, tan pronto como el príncipe esté en un lugar seguro. Pero primero, mi señor Alwir, mis dos jóvenes amigos y yo necesitamos descansar. Ellos han venido de muy lejos, y emprenderán el viaje de regreso antes de que anochezca. Y, si me lo permites, también me gustaría ver a la reina.
Todo el salón pareció despertar. Alguien había abierto la pequeña puerta de madera, y una oleada repentina de aire frío y limpio barrió el humo de la sala haciendo toser secamente a la obispo. Al otro lado de la puerta, la penumbra se había teñido de gris pálido.
Como si se hubiera introducido por la abertura un viento invisible que agitara a la multitud como hojas secas, sucesivas oleadas de movimiento recorrieron el salón. Algunos se tumbaban en el suelo para dormir, otros se levantaban y comenzaban a moverse, y el murmullo de las conversaciones subía y bajaba como las olas del mar. Los hombres y mujeres que hasta entonces se habían mantenido a cierta distancia del círculo formado por los grandes del reino se fueron aproximando lentamente, y Jill pudo oír a su espalda los susurros de los curiosos que contemplaban al niño que tenía en brazos.
—Entonces ése es el pequeño príncipe… Su Majestad… Es el niño más precioso que se pueda imaginar… Que Dios lo proteja… Dicen que el viejo Ingold se lo arrebató a los Seres Oscuros… Es un siervo de Satán, como todos los magos… Pero ha salvado al pequeño príncipe, que ahora estaría muerto, tan seguro como que los hielos cubren el norte… Ahora es el rey… El único hijo de Eldor…
Jill estiró la espalda, dolorida por la caminata de toda la noche y el peso de la criatura dormida. La gente no se acercaba mucho a ella, ya que también era una extranjera, y por ello poco digna de confianza. Jill percibía con fuerza el olor a sudor y a polvo de los caminos. Al moverse, el pequeño Tir despertó, se apoderó de un mechón de sus cabellos y comenzó a jugar con él.
Rudy, que llevaba un rato sentado en los escalones de granito, dormitando, levantó la vista, se puso en pie y le ofreció los brazos.
—Déjamelo. Yo lo sostendré un rato. El pobre renacuajo debe de estar muerto de hambre.
Jill hizo ademán de entregárselo, pero se detuvo en mitad del movimiento al ver que Alwir se volvía hacia ellos. La gente que la rodeaba retrocedió.
—Yo me haré cargo del niño —dijo dirigiéndose a Rudy y Jill como si fueran esclavos—. Se lo encomendaré a su nodriza.
—Deja que la reina lo vea primero —repuso Ingold, que había aparecido como por arte de magia a su lado—. Creo que eso la ayudará más que ninguna medicina.
El canciller asintió con gesto ausente.
—Quizá tengas razón. Vamos. —Se dio media vuelta y empezó a ascender las escaleras, mientras el pequeño Tir comenzaba a debatirse en sus brazos y a llorar débilmente. Ingold hizo ademán de seguirlo, pero Janus lo tomó del brazo.
—Ingold, ¿puedo pedirte un favor? —Hablaba en voz muy baja para que no pudiesen oírlo los que lo rodeaban. Govannin estaba hablando con dos monjes de cabeza afeitada vestidos de escarlata, y Bektis ascendía las escaleras detrás de Alwir con las manos enfundadas en las mangas forradas de piel de su túnica y una mirada de piadosa desesperación en el rostro enjuto. Normalmente, pensó Jill, el jefe de la guardia debía de ser un gigante jovial y ruidoso, como un policía irlandés, pero la tensión y las preocupaciones pesaban sobre él y envejecían sus facciones—. Saldremos hacia Gae dentro de media hora. El Halcón de Hielo ya está reuniendo a las tropas. Llevaremos a todos los guardias que no son necesarios aquí y a algunos soldados privados de Alwir. Los bosques están infestados de bandidos y refugiados, gente que mataría por un poco de comida. Y en Gae será mucho peor. La ley ha desaparecido, por mucho que Alwir hable de mantener el orden en el reino. Tú lo sabes tan bien como yo, y posiblemente él también.
Ingold asintió y se cruzó de brazos para protegerse del frío que entraba del exterior por la puerta abierta. Con el viento llegó hasta ellos un creciente murmullo de voces, y también el traqueteo de las ruedas de los carros contra el empedrado y los crujidos de los arneses de cuero.
—Sé que es pedir demasiado —siguió diciendo Janus—, después de todo lo que has hecho ya. Diga lo que diga Alwir, te has comportado como un héroe. ¿Pero querrás acompañarnos a Gae? En los almacenes subterráneos quizá necesitemos tu ayuda para sacar los alimentos sin sufrir bajas. Tu magia no afecta a los Seres Oscuros, pero puedes invocar la luz y eres la mejor espada de occidente. Por otra parte, necesitamos a todos los buenos guerreros que se puedan reunir. Le pedí a Bektis que nos acompañara como mago, pero rehusó. —El jefe de la guardia se echó a reír suavemente—. Dice que los gobernantes del reino no pueden prescindir de los servicios del mago de la corte.
Ingold dejó escapar una leve risa de desprecio, pero no dijo nada. En el exterior se oían las voces de los guardias y los ruidos de los nuevos refugiados que entraban a la gran sala. En los rincones empezaba a escucharse el entrechocar de las cacerolas, voces indignadas y llantos infantiles.
El mago suspiró profundamente, pero asintió.
—De acuerdo. Dormiré un rato en uno de los carros durante el viaje. Pero primero debo ver a la reina. Reúne todos los carros y soldados que puedas. —Se volvió hacia las escaleras, y al moverse sus cabellos blancos reflejaron la luz dorada de las antorchas. Jill dio un paso hacia él, sin atreverse a llamarlo, y el mago se detuvo como si la hubiera oído hablar. Entonces volvió junto a ella—. Regresaré antes de que caiga la noche —dijo tranquilamente—. Durante el día estaréis a salvo, pero no salgáis solos. Como dice Janus, ni siquiera la ciudad es ya segura. Yo estaré de vuelta antes del anochecer para llevaros de regreso a través del Vacío.
—¿No te parece un poco pronto? —preguntó Rudy con gesto preocupado—. Tú dijiste que era peligroso cruzarlo dos veces en poco tiempo, y han transcurrido… —hizo el cálculo con los dedos—… quince o dieciséis horas.
—Sé que es un riesgo —reconoció Ingold—, pero los dos sois jóvenes y fuertes, y no sufriréis daños graves. Y además no hay alternativa. Durante el día estaréis seguros en Karst. Quizás Alwir tenga razón, y los Seres Oscuros no lleguen hasta aquí. Pero no estoy seguro de lo que ocurrirá cuando vuelva a caer la noche. Nuestros mundos se encuentran muy cerca en este momento. Los Seres Oscuros ya han conseguido seguirme una vez, y les sería fácil volver a hacerlo. Ya os dije que soy el único que comprende el Vacío, y por ello soy responsable de que la Oscuridad no contamine otros mundos, y desde luego no uno tan poblado e indefenso como el vuestro. Si pasáis aquí otra noche, quizá quedéis atrapados en este mundo —añadió secamente—, porque si los Seres Oscuros están cerca, no me arriesgaré a abrir el Vacío para vosotros.
—Entonces no crees a Alwir —dijo Rudy cruzando los brazos y apoyándose en la pilastra de granito de la escalinata.
—No. Es sólo cuestión de tiempo que ataquen Karst, y quiero que estéis muy lejos de aquí cuando eso suceda.
—Eh, tienes razón, tío. Cuando vuelvas a la ciudad, estaré aquí mismo esperándote.
Ingold sonrió.
—Eres un hombre sabio —repuso—. Vosotros dos sois los únicos que podéis abandonar este mundo. Y, creedme, con lo que va a ocurrir, vuestra posición es envidiable. —Sin decir nada más, se dio media vuelta y comenzó a ascender la escalinata con pasos ágiles, como si no llevara dos noches sin dormir, hasta desaparecer entre las sombras del piso superior.