—¿Hacia dónde vas? —Jill hizo maniobrar con cuidado el Volkswagen sorteando las piedras y baches, y salió al sendero de tierra. El camino, las colinas y las manchas oscuras de los naranjos se iban tiñendo del gris del anochecer. Por el retrovisor, la muchacha vio brillar la espada que Ingold sostenía en alto como saludo. El mago estaba de pie en la puerta de la cabaña, envuelto en su capa, y Jill sintió que se le encogía el corazón. Rudy, que masticaba una brizna de hierba y tenía su moreno brazo apoyado en la ventanilla abierta, tampoco parecía nada tranquilo.
—A San Bernardino —dijo Rudy; también estaba mirando la forma oscura del mago, que se distinguía entre las sombras de la casa.
—Te puedo llevar allí —repuso Jill mientras daba un golpe de volante para evitar una zanja llena de arena arrastrada por las lluvias—. Yo voy a Los Angeles, así que, como puedes ver, no tengo que desviarme.
—Gracias —dijo Rudy—. De noche es bastante difícil que algún coche te pare.
La joven sonrió involuntariamente.
—Será por la cazadora.
Él se echó a reír.
—¿Eres de Los Angeles?
—No. Sólo voy a la Universidad. Estoy preparando el doctorado en historia medieval. —Por el rabillo del ojo detectó la expresión de sorpresa de Rudy, reacción habitual entre los hombres, como ya había observado—. Pero nací en San Marino.
—Ah —exclamó él al reconocer el nombre del barrio—. Una niña bien.
—En realidad no. Bueno, o quizá sí… Mi padre es médico.
—¿Especialista? —preguntó Rudy medio en broma.
—Psiquiatra infantil.
—¡Guau!
—Me han desheredado —añadió Jill encogiéndose de hombros—, así que no importa. —Su voz sonaba incómoda, como si estuviera disculpándose. Encendió los faros y su luz iluminó el polvo blancuzco del camino. Con el reflejo, Rudy vio que el rostro de la mujer volvía a mostrar aquella máscara hermética e inaccesible.
—¿Y por qué demonios te han desheredado? —A pesar de que aquello no iba con él, estaba indignado—. Joder, mi madre le habría perdonado un asesinato a cualquiera de mis hermanas si hubieran acabado el bachillerato.
Jill dejó escapar una risa amarga.
—Lo que no soporta la mía es que me dedique a la historia medieval —explicó—. ¿Qué joven y próspero dentista o ginecólogo va a querer casarse con una investigadora de historia medieval? No me lo dice, pero es lo que piensa.
Los dos guardaron silencio durante un rato.
Las formas oscuras de las colinas parecían cernerse sobre el pequeño escarabajo, y las estrellas iban asomándose en el firmamento, pequeñas y brillantes. Bajo el resplandor de la Vía Láctea, Rudy identificó detalles que recordaba de sus viajes en solitario por las montañas: árboles, rocas y las formas redondeadas del terreno. Los ojos verdes de algún animal relampaguearon un instante en la penumbra y desaparecieron. Una pequeña forma oscura y peluda atravesó el camino como una exhalación.
—¿Entonces te echaron de casa porque querías hacer tu doctorado?
Jill se encogió de hombros.
—En realidad no me echaron. Simplemente dejé de ir a verlos. No los echo de menos —añadió con franqueza.
—¿De verdad? Yo no podría resistirlo. —Rudy se apoyó contra la puerta del coche, con un codo en la ventanilla, y sintió el aire fresco de la noche en el brazo y el cuello—. No sé si me entiendes… La casa de mi madre es como una parada de autobús, con montones de niños por todos lados, gatos, tías, montañas de platos sucios y los novios de mis hermanas siempre de charla en el patio. Pero es un sitio adónde ir, ¿sabes? Un sitio donde siempre seré bien recibido, aunque tenga que gritar para que me escuchen. Me volvería loco si tuviera que vivir allí, pero siempre me gusta volver.
Jill sonrió ante la imagen, y la comparó mentalmente con la frígida corrección que imperaba en la casa de sus padres.
—¿Y dejaste la familia sólo para poder estudiar? —Rudy parecía no comprender.
—No había allí nada que me retuviera —dijo Jill—. Y yo quería dedicarme a la investigación. No son capaces de comprender que eso es lo único que quiero hacer.
De nuevo se hizo el silencio. Delante de ellos se extendía, brillantemente iluminado, el gran puente de cemento del primer cruce de la autopista, como una fortaleza resplandeciente de llamas rojas y ámbar. El Volkswagen comenzó a quejarse al emprender la subida del puente; Rudy se arrellanó en su asiento y observó aquel rostro severo pero delicado, la generosidad escondida bajo la tensión de sus labios, el sentimentalismo que ocultaban celosamente aquellos ojos duros e inteligentes.
—Es gracioso —murmuró Rudy por fin.
—¿Que alguien desee tanto estudiar? —La voz de Jill tenía cierto tono sarcástico, pero Rudy hizo caso omiso.
—Que se pueda desear tanto alguna cosa —explicó con suavidad—. Yo nunca he querido ser o hacer nada en especial. Bueno, no tanto como para abandonar todo lo demás. Suena muy fuerte.
—Lo es —dijo Jill, y volvió a concentrarse en la carretera.
—¿Fue en la Universidad donde conociste a Ingold?
Ella negó con la cabeza. Aunque el mago no parecía haberse molestado porque Rudy lo considerase un loco, no quería hablar de él con Rudy. Pero éste insistió.
—¿Puedes explicarme de qué va esta historia? ¿Está tan chalado como parece?
—No —negó Jill evasivamente. Intentó dar con una explicación razonable para que Rudy dejara de preguntar. Empezaba a sentirse incómoda, y no le apetecía responder preguntas. A pesar de las luces que brillaban ocasionalmente en la autopista, era más consciente que nunca del peso y la profundidad de la noche, de la oscuridad que presionaba desde todas las direcciones. Estuvo a punto de pedirle a su compañero de viaje que subiera la ventanilla. No le gustaba que el aire de la noche entrara en el coche.
Los carteles que anunciaban la autopista pasaban junto a ellos, iluminados con colores primitivos y estridentes; de vez en cuando, otro vehículo avanzaba como una flecha en dirección contraria. Jill recordó el largo camino a casa, la carretera que había visto en sueños la noche anterior, cuando había sabido que debía acudir a la cita. Entonces empezó a pensar en el capítulo de la tesis en el que estaba trabajando. Tendría que acabarlo aquella misma noche si no quería retrasarse en la entrega. Pero aunque su mente saltaba incontroladamente de una cosa a otra, volvía una y otra vez a la silenciosa y aislada cabaña, al saludo de una espada alzada en el aire…
—Le crees.
La joven se volvió hacia Rudy y sus ojos se encontraron.
—Tú le crees —repitió suavemente, no como una acusación, sino como una afirmación.
—Sí —admitió Jill—. Le creo.
Rudy apartó la vista y se volvió hacia la ventanilla.
—Fantástico.
—Sé que parece una locura… —comenzó a decir ella.
Él volvió a mirarla.
—No cuando él lo dice —reconoció Rudy—. Es el tipo más creíble que he visto en mi vida.
—No lo has visto cruzar el Vacío —dijo Jill simplemente—. Yo sí.
Rudy se quedó callado. No se animaba a decir: «Yo también», porque sabía que no había sido nada más que una alucinación provocada por el brillo de la luz del sol y los efectos de una resaca mortal. Sin embargo, la imagen volvió a su mente con inquietante claridad: la resplandeciente grieta de luz, el aire que se abría… «Pero no lo he visto. Todo estaba en mi cabeza», protestó para sí.
Y como un eco llegó la voz de Ingold hasta sus oídos: «Sabes que lo viste».
«Sé que lo vi. Y si no era más que una alucinación, ¿cómo supo él lo que había visto?», reflexionó.
Rudy lanzó un suspiro.
—No sé qué demonios pensar.
—Piensa lo que quieras —dijo Jill—. No importa. Él y Tir van a regresar a su mundo esta noche. Y no creo que volvamos a verlos.
—¡Esto parece un cuento de hadas! —Insistió el chico—. ¿Qué pinta en el desierto un mago con un pequeño príncipe, que además está sólo de paso hacia otro mundo?
Jill se encogió de hombros y siguió mirando a la carretera. Rudy, molesto, continuó hablando.
—Y, además, si iba a volver esta noche a ese otro mundo donde tiene poderes mágicos, ¿por qué tenía que quedarse con mis cerillas? Allí no las necesitará.
—No, no las necesitará —concedió ella pacientemente. Entonces, el significado de lo que acababa de oír tomó forma en su mente y se volvió hacia Rudy con rapidez—. ¿Se quedó con tus cerillas?
—Me las pidió antes de que nos fuéramos. ¿Para qué puede necesitar cerillas?
Jill sintió que se le helaba la sangre en las venas.
—Oh, Dios mío —susurró.
«Puedo arriesgar mi propia vida, pero mientras me sea posible, no pondré en peligro las vidas de otros…».
Como si se abriera una ventana dejando entrar la luz en su cerebro, la joven supo que Ingold le había mentido, y también por qué lo había hecho.
Dio un golpe de volante y frenó en el arcén de la autopista. En el tiempo que tardó en detenerse, sus sospechas se convirtieron en certeza. Sólo había una razón por la que un mago que en su propio mundo podía hacer fuego a voluntad necesitase cerillas.
Ingold no había hablado de volver aquella misma noche hasta que ella se había ofrecido a quedarse, hasta que había sugerido la posibilidad de que los Seres Oscuros lo siguieran a través del Vacío. Ya se había negado a abandonar Gae mientras los que lo necesitaban tuviesen la mínima esperanza. Y esta vez también correría el riesgo solo, en aquella cabaña abandonada, antes que poner en peligro a nadie.
—Bájate —dijo simplemente—. Voy a volver.
—¿Pero qué demonios…? —Rudy la miraba como si se hubiera vuelto loca.
—Ha mentido —repuso Jill con voz repentinamente temblorosa—. No va a cruzar el Vacío esta noche. Quería alejarnos de allí… antes de que lleguen los Seres Oscuros.
—¿Qué?
—Me da igual lo que pienses —prosiguió con rapidez—. Voy a volver. Él temía desde el principio que lo siguieran a través del Vacío…
—Espera un minuto —comenzó a decir Rudy alarmado.
—No. Puedes hacer autostop desde aquí. No pienso dejarlo solo.
El rostro de Jill se había vuelto pálido, y sus ojos brillaban con una intensidad casi aterradora. «Locos. Los dos están locos de atar. ¿Por qué tenía que sucederme esto a mí?», pensó Rudy.
—Iré contigo —decidió finalmente. Era una afirmación, no un ofrecimiento.
Ella lo miró con desconfianza.
—No es que te crea —siguió diciendo Rudy, mientras sus dedos tamborileaban de impaciencia sobre la tapicería—. Pero considero que vosotros dos necesitáis a una persona cuerda para que cuide de ese niño. Y ahora da la vuelta de una vez.
Sin apenas mirar atrás, Jill cruzó la franja de tierra que separaba las dos vías, apretó el acelerador y se alejó en la noche, de vuelta a la cabaña.
—Allí —dijo Rudy media hora después, mientras el coche frenaba derrapando sobre la gravilla de la cuneta, al pie del naranjal. Delante de ellos se veía la cabaña. Todas las ventanas dejaban escapar una suave luz anaranjada. Jill salió del coche antes de que la nube de polvo se hubiera asentado, y se dirigió corriendo a la cabaña. Rudy la siguió más lentamente, esquivando con cuidado los arbustos y preguntándose cómo diablos iba a salir de aquella situación y qué iba a decirle a su jefe al día siguiente. «Mira, Dave, no pude venir el lunes porque estuve ayudando a un mago de otro mundo a defender a un principito en una choza entre Barstow y San Bernardino». Eso olvidando las explicaciones que tendría que dar a los invitados de la fiesta de Tarot.
Contempló un momento el paisaje oscuro que lo rodeaba, distorsionado por la luz de las estrellas, y se estremeció ligeramente al notar la inmensa desolación. El viento frío y cortante agitaba su larga cabellera y llevaba hasta él un olor que no era el de la hierba reseca ni el de la tierra recalentada por el sol. Era algo que no había olido nunca. Apretó el paso para alcanzar a Jill, que acababa de subir los escalones del porche taconeando furiosamente.
—¡Ingold! —gritó—. ¡Ingold, déjame pasar!
Rudy pasó por delante de ella e introdujo la mano por el hueco del cristal que había roto al llegar la noche anterior. Abrió la puerta, y ambos entraron en la casa. Ingold se acercaba a grandes zancadas por el pasillo, con la espada desenvainada y evidentemente rabioso.
—¡Largo de aquí! —ordenó secamente.
—Ni hablar —dijo Jill.
—No puedes prestarme ninguna ayuda…
—No pienso dejarte solo.
Los ojos de Rudy saltaban de uno a otro: la muchacha, con sus vaqueros y la camisa de cuadros, y aquellos ojos pálidos y salvajes; el anciano, envuelto en su amplia capa, con la espada desenvainada en la mano. «Como auténticas cabras. ¿En qué lío me he metido?», pensó. Entonces se dirigió a la habitación.
El pequeño Tir estaba envuelto en sus mantas de terciopelo. El miedo agrandaba sus brillantes ojos azules. Lo único que había en la habitación además de la cama era una gran pila de astillas, como si alguien hubiera destrozado a hachazos el mobiliario de la cabaña y lo hubiera amontonado allí. A su lado estaba la lata de queroseno. Sonaron pasos a su espalda, y se oyó la voz de Ingold, tensa como un cable de acero.
—¿No comprendes?
—Comprendo —admitió la muchacha con calma—. Por eso he vuelto.
—Rudy —dijo Ingold, y el tono de su voz era el de alguien acostumbrado a mandar—. Quiero que te lleves a Jill, la metas en el coche y la saques de aquí. Ahora. De inmediato.
El chico se volvió bruscamente.
—Sí, voy a sacarla de aquí —respondió frunciendo el entrecejo—. Pero también voy a llevarme al niño. No sé lo que pensáis hacer, pero no voy a dejar que metáis en ello a un mocoso de seis meses.
—No seas loco —le espetó Ingold.
—¡Mira quién habla!
Entonces, cuando Rudy se volvía para coger al pequeño, se apagaron las luces.
Con un rápido movimiento, el mago se volvió y cerró la puerta. La espada resplandecía en su mano como un fuego fatuo. La poca luz que se filtraba a través de la única ventana de la habitación hizo brillar el sudor en su rostro.
Rudy volvió a dejar al niño sobre la cama.
—Maldito fusible —murmuró mientras se dirigía con rapidez a la puerta.
—¡Rudy, no! —gritó Jill.
Ingold agarró del brazo a la joven para detenerla.
—¿Crees que es un fusible? —preguntó a Rudy con voz engañosamente suave.
—Eso, o un cortocircuito —respondió él. Los miró por encima del hombro mientras salía al pasillo, y distinguió sus contornos en la casi total oscuridad. El leve brillo de la luz de las estrellas creaba un halo alrededor de los cabellos blancos de Ingold y dibujaba las líneas del rostro de Jill. La hoja de la espada relucía con una pálida luz blanca.
El pasillo estaba negro, espesa y completamente negro, y Rudy avanzó tanteando las paredes mientras se repetía que su nerviosismo se debía a que estaba atrapado en una casa en plena noche, con una investigadora demente y un viejo encantador y totalmente irresponsable armado con una espada, una caja de cerillas y una lata y media de queroseno. Tras la oscuridad del pasillo, la cocina parecía casi luminosa. Se podía distinguir las formas de los muebles, el fregadero, el brillo pálido de la ventana que se abría junto a la puerta, uno de cuyos cristales había roto él la noche anterior.
Entonces vio lo que estaba entrando por el hueco del cristal roto.
Nunca supo cómo había conseguido volver a la habitación, aunque después descubrió contusiones provocadas por los golpes que se había dado contra las paredes durante la huida. Sólo recordaba que se hallaba de pie en el centro de la pequeña cocina, mirando fijamente la horrenda forma que entraba por la ventana, y al instante siguiente se dejaba caer contra la puerta cerrada de la habitación, sollozando.
—¡Está ahí fuera! ¡Está ahí fuera!
Ingold se inclinó sobre él en la penumbra, y la débil luz de su espada le iluminó el rostro surcado de arrugas.
—¿Qué esperabas, Rudy? ¿Humanos?
Las paredes de la habitación se iluminaron con una luz temblorosa. Jill había encendido un fuego sobre el suelo de cemento y estaba tosiendo. Sobre el viejo colchón, Tir miraba a la oscuridad con los ojos abiertos de par en par por el terror, gimiendo como un cachorrillo asustado que no se atreve a ladrar. Otro niño hubiera roto a llorar; pero los recuerdos atávicos que guardaba aquel pequeño en su cabeza le advertían que gritar significaba la muerte.
Rudy se levantó lentamente, sin dejar de temblar por la impresión.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró—. Quizá podamos salir por detrás y llegar al coche…
—¿Crees que arrancaría? —Los ojos del mago no se despegaban de la puerta. Mientras hablaba, Rudy observó que sostenía el largo puño de la espada con las dos manos, dispuesto a atacar—. De todas formas, dudo que pudiéramos llegar al coche. Y la casa tiene una ventaja: les impide crecer.
Rudy tragó saliva y se estremeció al ver de nuevo mentalmente aquella cosa pequeña y horrorosa, y a la vez cargada de un terror indescriptible.
—¿Quieres decir que pueden cambiar de tamaño?
—Oh, sí. —Sin soltar la espada, Ingold caminó con pasos silenciosos hasta la puerta—. Los Seres Oscuros no son materiales, o por lo menos no lo que nosotros entendemos por materiales. Pero no son totalmente invisibles, y no siempre tienen el mismo tamaño. Los he visto pasar de tener el tamaño de tus dos manos a ser mayores que esta casa en cuestión de segundos.
Rudy se secó en los vaqueros la humedad de las palmas de las manos, atenazado por el horror y totalmente desorientado.
—Pero…, si no son materiales —balbuceó—, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos luchar?
—Hay formas. —La luz del fuego jugó con los pliegues de su capa. Ingold tenía una mano sobre el pomo de la puerta, mientras que con la otra sostenía la espada. Su cabeza estaba inclinada, intentando escuchar. Al cabo de un momento volvió a hablar, y su voz no era más que un susurro—. Jill, quiero que cojas a Tir y te pongas entre la cama y la pared. Rudy, ¿cuánto fuego nos queda?
—No mucho. Esa madera estaba seca como la paja. Arde muy rápido.
El mago retrocedió de nuevo, aunque sus ojos no se apartaron de la puerta ni una sola vez. La pequeña habitación estaba llena de humo, y el fuego comenzaba a apagarse, sin poder apenas contener el cerco de sombras. Sin mirar atrás, extendió la mano.
—Dame el queroseno, Rudy.
Éste obedeció sin hablar.
Rápidamente, Ingold envainó la espada con un gesto simple y fluido, cogió la lata, la destapó y roció con su contenido la puerta de madera seca. El sofocante olor del combustible se mezcló con el humo. Jill, con la espalda contra la pared de cemento, apretaba al pequeño envuelto en sus mantas sin dejar de toser. La luz del fuego había pasado del amarillo a un naranja pálido, y la sombra parda del mago, que se movía con gran rapidez, bailaba contra las paredes. Ingold se acercó a Jill y vertió sobre el colchón el resto del queroseno. Entonces dejó con suavidad la lata vacía en el suelo, se volvió hacia la puerta y desenvainó la espada con un diestro movimiento. En total, el arma había estado enfundada unos treinta segundos.
Volvió al centro de la habitación, a pocos centímetros de los restos del fuego, que se habían desmoronado en un montón informe de cenizas. Al aumentar la oscuridad, la luz pálida que parecía emanar de la espada brilló con más fuerza, la suficiente para iluminar el rostro de Ingold.
—No temáis —dijo suavemente.
Jill no supo si era un sortilegio o la simple fuerza de su personalidad, pero sintió que la aprensión disminuía y que el miedo cedía el paso a una extraña calma. Rudy salió de su inmovilidad, tomó el último trozo de madera y lo encendió con los restos del fuego.
La oscuridad pareció apoderarse de la habitación. Pero aún más pesado que la oscuridad era el silencio, un silencio que respiraba. En medio de aquella calma, Jill oyó los sonidos casi imperceptibles procedentes del pasillo, una especie de chirrido como de tinieblas rozando contra tinieblas. También podía oír el corazón del niño latir con violencia contra su pecho; un viento helado comenzó a filtrarse entre las rendijas de la puerta, rozando su rostro sudoroso como si se tratara de plumas de hielo. Podía olerlo claramente: era el hedor ácido y acre de la Oscuridad.
La voz ronca de Ingold sonó con calma entre las sombras.
—Rudy —dijo—, coge la antorcha y permanece junto a la puerta. No tengas miedo, y cuando entre la criatura quiero que cierres la puerta tras ella y enciendas el queroseno. ¿Lo harás?
Como vacío, incapaz de sentir nada más, el joven suspiró.
—Sí, claro.
Pasó con cuidado por delante del mago con la pequeña antorcha en la mano. Al situarse junto a la puerta pudo percibir al otro lado la presencia latente y terrorífica de la cosa, que golpeó levemente la puerta, como probando su dureza, muy por encima de la cabeza de Rudy. Aquella criatura iba a pasar por delante de él a muy poca distancia, si es que no decidía atacarlo directamente. Pero si pasaba de largo, nada podría impedir que él aprovechara el momento para escapar por la puerta e intentar llegar al coche.
Si es que arrancaba. Y si el monstruo, después de merendarse a Ingold y Jill, no se lanzaba en su busca. ¡No! Había que acabar de una vez con el Ser Oscuro, el Enemigo, la cosa que había cruzado el Vacío, el obsceno intruso que había invadido la cálida y suave noche californiana…
Mientras intentaba desesperadamente recomponer los jirones de su entendimiento, Rudy permaneció inmóvil en la oscuridad junto a la puerta, antorcha en mano, esperando.
El último resplandor de la fogata se estaba desvaneciendo, y las únicas luces de la habitación procedían de la antorcha de Rudy y de la desafiante espada que Ingold sostenía frente a sí. Se oyó un leve roce de ropas cuando el mago corrigió su posición. El viento helado que se filtraba entre las rendijas pareció desvanecerse.
En el mismo instante en que la puerta se abría violentamente, Ingold saltó hacia adelante y la espada describió un arco de fuego para caer sobre la amenazadora forma oscura. Rudy vio por un momento el inmenso bulto negro y la enorme y repulsiva boca rodeada de húmedos tentáculos, cuyas babas humeantes salpicaban el suelo. Como si acabara de liberarse de un encantamiento, Tir lanzó un grito de terror agudo y penetrante, que atravesó el cerebro de Rudy como una aguja. La espada silbó dejando a su paso una estela de fuego.
La criatura retrocedió con increíble agilidad para lo que sería de esperar de su forma blanda y bulbosa, y su cola de serpiente rozó por un instante el hombro de Rudy como un látigo oscuro. Aquella cosa llenaba la habitación como una nube, y la oscuridad se cernía sobre ellos y parecía respirar y palpitar como si todo aquel cuerpo hinchado y repugnante fuera un sólo órgano. La larga cola del monstruo lanzó un latigazo a la garganta de Ingold, pero el mago se agachó y retrocedió, y se irguió de nuevo, en guardia, con movimientos propios de un hombre mucho más joven. Envuelto en su manto, apenas resultaba visible en la oscuridad. Rudy contemplaba hipnotizado el rápido movimiento luminoso de la espada y la inmensa mano de sombra que intentaba aplastar al mago.
—¡El fuego! ¡El fuego! —gritó Jill, pero sus palabras no parecían tener sentido. Fue el calor de la antorcha, que casi le quemó la mano, lo que hizo reaccionar a Rudy. Cerró la puerta de una patada y le aplicó la llama moribunda de la antorcha. La puerta estalló en llamas y chamuscó sus cabellos antes de que pudiera saltar hacia atrás.
El Ser Oscuro se hizo visible a la luz púrpura del incendio. Se retorció y silbó de dolor, se contrajo al mínimo de su tamaño y salió disparado hacia el techo. Pero las lenguas de fuego ya ascendían por las paredes y lamían las vigas resecas del techo. La lluvia de pavesas quemaba el rostro y las manos de Rudy, el cual se lanzó hacia la cama y se refugió junto a Jill. Las brasas caían también sobre el húmedo y retorcido cuerpo de la criatura.
La habitación era un horno ardiente y cegador. La poderosa luz rojiza iluminaba a la criatura, que intentaba encontrar una vía de escape inútilmente. Acorralada por el fuego, se revolvió como un gato furioso y cayó sobre Ingold. Su cola, terminada en púas espinosas, azotaba las manos y el rostro del anciano mientras sus garras aferraban su cuerpo. La espada abría heridas humeantes en la piel resbaladiza del Ser Oscuro, que había vuelto a crecer y se movía con excesiva rapidez en un espacio demasiado pequeño para permitir a Ingold asestarle un golpe mortal. Apretados contra la pared, sofocados por el calor y la lluvia de brasas ardientes, Jill y Rudy veían cómo el Ser Oscuro iba acorralando al mago hacia el rincón en el que ellos se refugiaban. Ingold iba retrocediendo paso a paso. La muchacha hubiera podido tocarle el hombro con sólo extender el brazo. Ahora, además de las brasas ardientes, caían sobre ellos las salpicaduras de ácido líquido y humeante que despedía el cuerpo sudoroso de la criatura al moverse.
Entonces el Ser Oscuro hizo una finta con las garras y la cola, eludiendo el golpe de la espada por milímetros, y se abalanzó sobre el mago con un siseo. En la misma fracción de segundo Ingold saltó por encima de la pequeña cama y cayó junto a Jill y Rudy. Al instante, por casualidad o por designio, el colchón saturado de queroseno se incendió formando un muro de fuego que chamuscó el borde del manto de Ingold y envolvió al Ser Oscuro en una rugiente ola escarlata. Por un momento Jill sólo fue consciente del salvaje grito de terror del niño que tenía en brazos, de los aullidos agónicos del ser infernal que ardía ante sus ojos y del calor del holocausto que lo devoraba. Entonces el muro de fuego descendió y apareció la forma negra, deforme y contraída, que se retorcía con los últimos estertores por encima de sus cabezas. Jill dejó escapar un grito mientras el ardiente viento y la oscuridad caían sobre ella.
Entonces todo se desvaneció en una repentina y cegadora cascada de luz, color y frío.