¡Era la maldita bomba de la gasolina! Rudy Solis identificó sin dificultad la tos y los tirones del motor del viejo Chevrolet e instintivamente miró por el retrovisor la franja oscura y recta de la carretera, aunque sabía que no venía ningún vehículo a menos de cien metros. De todo el sur de California, aquel cacharro tenía que escoger precisamente la franja de desierto y colinas que se extiende entre Barstow y San Bernardino, un domingo en plena noche, para echar el último suspiro.
Rudy se preguntó si podría volver a la fiesta.
«Va a haber más que palabras como no lo consiga», pensó mientras miraba por encima del hombro las diez cajas de cerveza amontonadas en el mugriento asiento trasero, junto con periódicos viejos y grasientas prendas de vestir inidentificables. El motor falló, volvió a toser como disculpándose y siguió adelante. Rudy maldijo al propietario del coche, un cantante de rock en cuya fiesta había estado bebiendo y tomando el sol todo el fin de semana, y también a los que lo habían convencido de que fuera a buscar más cerveza a Barstow, a más de treinta kilómetros de la casa. Los maldijo impersonalmente, y se maldijo también a sí mismo por haberse dejado liar.
«Les está bien empleado. La próxima vez que quieran mandar a alguien a comprar cervezas, que le dejen un coche decente».
Pero el hecho era que casi todo el mundo había llegado a la fiesta de Tarot en moto, como Rudy. Y Tarot, que antes de ascender al estrellato se llamaba James Carrow, y al que todavía llamaban Jim fuera del escenario, no hubiera dejado su flamante Eldorado a nadie ni por una tonelada de cervezas.
«Muy bien, pues que se jodan». Rudy se apartó con un gesto de la cabeza los largos cabellos de la cara y miró de nuevo a través del espejo retrovisor la negrura de la noche del desierto. En aquel momento, todo el mundo debía de estar tan borracho en aquel refugio de montaña de cien mil dólares que nadie se iba a dar cuenta de que hubiera diez cajas de cerveza más o menos. Y en el peor de los casos, siempre podría encontrar algún lugar en las colinas donde pasar la noche. Hasta la mañana siguiente no podría hacer autostop para buscar un teléfono. Diez kilómetros más adelante había una vía de servicio que conocía bien, al final de la cual todavía se mantenía en pie una choza en medio de un viejo naranjal abandonado. Con la cerveza que llevaba encima, no quería ni pensar en abrir el motor en plena noche, ni tampoco le apetecía dormir junto a la carretera. Rudy dio un sorbo a la botella de vino medio vacía que llevaba en el asiento de al lado y siguió conduciendo.
Rudy se había movido entre coches y motos desde la adolescencia, pero tuvo que emplear toda su habilidad para hacer llegar el maldito Chevrolet hasta la vía de servicio. Los tirones del motor no lo ayudaron en nada a esquivar zanjas y agujeros en el camino. Estuvo a punto de salir y comprobar si era alguna bujía lo que fallaba, pero no tenía nada parecido a una linterna, y las posibilidades de volver a arrancar el coche después de haberlo parado eran mínimas. Los faros iban iluminando detalles que recordaba de sus excursiones en moto: un roble retorcido como un monje amenazador que maldijera a las parejas que aparcaban en los alrededores; una roca con forma de búfalo dormido que se recortaba contra el cielo cuajado de estrellas… Su afición a la caza con arco y flechas era la causa por la que se hallaba tan familiarizado con los parajes desiertos del sur de California. Se trataba de un conocimiento natural, como el que tenía de los motores de cuatro tiempos o del suelo de su pequeño apartamento. El desierto le resultaba tan familiar como su propia casa.
A veces más. Quizá la caza fuera la razón, o quizás era sólo una excusa. A veces simplemente disfrutaba de la soledad, era un placer completamente diferente del que experimentaba en las fiestas salvajes y las juergas con sus amigos, las salidas en moto con los chicos del taller o los fines de semana en grupo por el desierto. Rudy, nunca demasiado analítico consigo mismo, sólo sabía que necesitaba la soledad, percibir la sensación de la tierra desierta y emplear la habilidad y la destreza. Quizá por eso no había entrado en ninguna banda de motoristas. Tenía buenas relaciones con ellos, pero nunca había pasado de ahí. O tal vez fuera por simple cobardía.
No obstante, y al margen de sus razones, todos lo aceptaban como era; y aunque no formara parte de ninguna banda, en calidad de pintor y decorador de vehículos del taller de Wild David, pertenecía a aquel mundo. Probablemente por eso lo habían invitado a la fiesta de Tarot, aunque en realidad todo el sur de California había sido invitado. La fama local de Tarot incluía una historia apócrifa según la cual había sido miembro de los Ángeles del Infierno. Pero pensándolo detenidamente mientras se internaba en las colinas con el escacharrado automóvil, Rudy no pudo imaginarse que ninguna banda admitiera a un tipo tan pusilánime como Jim Carrow.
Las ruedas delanteras del coche derraparon súbitamente y quedaron encajadas en una zanja de medio metro de anchura. El radiador se golpeó con fuerza contra la roca. Rudy intentó arrancar dos veces, y no obtuvo más que un desganado ronroneo como respuesta. Abrió la puerta y salió con cuidado al exterior. Las piedras mojadas del camino estaban resbaladizas, y los excesos del fin de semana no lo ayudaban en absoluto a mantener el equilibrio. Comprendió enseguida que no serviría de nada empujar, ya que el morro del coche se había clavado en la tierra. Quizá, decidió mientras se arrodillaba, fuera posible dar marcha atrás si conseguía arrancar el motor de nuevo, pero no le apetecía nada intentarlo a la una y media de la madrugada.
Se levantó otra vez. Estaba de muy mal humor.
La luz de las estrellas dejaba ver la forma y los contornos de las colinas, el estrecho valle que se abría a su derecha y una mancha negra que Rudy identificó como un huerto de limoneros secos. La cabaña estaría por allí, entre las densas sombras de la colina, a unos cien metros.
«Adelante. Y da gracias a que tienes donde meterte», pensó.
Le sorprendió lo silencioso de la noche. Había muy poco silencio en el mundo; incluso lejos de la gente, siempre se oían ruidos: de tráfico, de aviones, de aire acondicionado. El motor emitía un leve tic-tac al enfriarse; de vez en cuando la hierba seca suspiraba por efecto del viento. Los ojos de Rudy se adaptaron con rapidez al difuso resplandor de la Vía Láctea, y pronto distinguieron el contorno del tejado de la cabaña y las formas de los matorrales y los árboles retorcidos. Sus pasos resonaron con fuerza en aquel mundo de tinieblas.
Moviéndose con cuidado, aunque no muy firmemente, cogió dos cajas de seis cervezas y la botella de vino que tenía en el asiento delantero. Empezaba a dolerle la cabeza. «Justo lo que necesitaba. Una bomba de gasolina jodida y una buena resaca. Y los de la fiesta pensando que me he largado a México con el dinero de la cerveza».
Emprendió el camino hacia aquella especie de choza, que se recortaba como una forma solitaria contra las negras colinas. Las altas hierbas que habían crecido alrededor de sus paredes ocultaban los restos fosilizados de viejos aperos de labranza y botellas rotas, y el tejado de pizarra se curvaba peligrosamente por el peso de las hojas secas acumuladas encima. Ascendió entre crujidos los escalones de la entrada y dejó su improvisado equipaje en el porche. El suave fresco de la noche lo hizo estremecerse mientras se quitaba la vieja cazadora vaquera, se envolvía una mano con ella y rompía uno de los cristales de la ventana que había junto a la puerta para poder entrar.
Curiosamente, la luz eléctrica funcionaba. Echó un vistazo a la pequeña cocina y comprobó que había agua fría, aunque no caliente. «Bueno, no se puede pedir todo». En el armario que había bajo el fregadero descubrió tres botes de carne con judías que tenían por lo menos cuatro años, y un hornillo de queroseno, junto con media botella de combustible.
«No está mal —reflexionó—. Si al menos tuviera algo con qué cocinar…». El resto de la exploración reveló un minúsculo cuarto de baño y un dormitorio al final de un pasillo, donde había una cama cuyo colchón hubiera sido rechazado en cualquier cárcel del país.
«Nada del otro mundo», pensó. Volvió a la cocina y salió de nuevo al porche. Se puso la cazadora, que ostentaba en la espalda un agresivo cráneo envuelto en llamas con dos rosas en los ojos, y se sentó, apoyando la espalda sobre una de las columnas de madera, para dar debida cuenta del resto del vino y mirar las estrellas en paz. Mientras la calma que respiraban las colinas inundaba su corazón, decidió que, al fin y al cabo, se estaba muy bien allí, en aquel lugar solitario, tan superior a cualquier fiesta salvaje de cualquier ídolo del rock californiano.
Al rato volvió a entrar en la casa para dormir un poco.
Se despertó poco después preguntándose qué le habría hecho al tipo que le estaba golpeando la cabeza frenéticamente con un martillo. Se dio media vuelta en la cama, decisión de la que se arrepintió, y se preguntó si estaría a punto de morir.
La luz de la luna iluminaba levemente la habitación. Se quedó un rato contemplando las sombras cuajadas de telarañas de las vigas del techo mientras volvían a su dolorida cabeza recuerdos del día anterior y del presente: la fiesta de Tarot; el hecho de que ya era lunes y se suponía que tenía que ir a trabajar al taller, a pintar esplendorosas puestas de sol en las furgonetas; la escapada de la noche anterior a Barstow; y aquel maldito Chevrolet. «Quizá no sea más que un chicle», se dijo, mientras su mente evolucionaba de manera trabajosa por el laberinto del dolor de cabeza y la ingestión desenfrenada de vino. Si era eso, podría ponerse en camino en pocas horas. Si se trataba de la bomba, tenía para rato.
Rudy salió de la casa y bajó los escalones del porche parpadeando bajo la suave luz del alba. Pero no podía dejar de maldecir al dueño del automóvil. No había nada parecido a una herramienta en el maletero ni en todo el vehículo.
Vio un pequeño cobertizo detrás de la cabaña, y pasó diez penosos minutos buscando alguna herramienta entre los escombros llenos de arañas. El resultado no fue muy satisfactorio: un destornillador oxidado con el mango comido por los perros, un par de sierras melladas y unas tenazas tan oxidadas que no resultaban de ninguna utilidad.
El resplandor del sol estaba aclarando las colinas cuando volvió a salir al aire libre, limpiándose las manos en los vaqueros. A su alrededor los colores claros y mágicos de la mañana emergían bajo los tonos grises de la aurora. La casa, hasta entonces una masa anónima de sombra, se tiñó de cálidos tonos sepia. Desde la puerta del cobertizo, Rudy pensó que era el resplandor de la mañana lo que le estaba haciendo ver cosas raras.
Pero al momento comprobó que no era así. Se hizo visera con la mano para protegerse del brillo del sol y vio que, en efecto, una luz difusa y plateada flotaba en el aire con una fuerza cegadora, a cinco o seis metros de él. Tuvo la momentánea impresión de que el espacio y la realidad se desdoblaban, de que las tres dimensiones de este mundo estaban simplemente pintadas sobre una cortina, y de que el aire, la tierra, la cabaña y las colinas se abrían ante sus ojos mostrando una luz más potente, una oscuridad más profunda y un torbellino de colores indescriptibles. Entonces surgió de la extraña abertura una figura oscura y encapuchada, envuelta en una capa marrón; en una mano empuñaba una gran espada, mientras que en el otro brazo sostenía un bulto envuelto en terciopelo negro. La hoja de la espada era muy brillante, como si reflejara aquella poderosa luz, y parecía humear.
Cegado por la intensidad del resplandor, Rudy apartó la cara, confuso y desconcertado. Cuando volvió a mirar, la visión había desaparecido. Sólo tenía delante a un anciano envuelto en una capa marrón, un anciano que tenía una espada en una mano y un bebé llorando en la otra.
Rudy parpadeó varias veces con fuerza.
—¿Pero qué demonios tomaría yo anoche? —Se preguntó en voz alta, y añadió para el anciano—: ¿Y tú quién eres?
El viejo enfundó la espada con un movimiento suave y diestro; eso le hizo pensar a Rudy que, fuera quien fuese, debía de ser muy rápido con aquella afilada arma, la cual, además de real, parecía considerablemente pesada.
—Me llaman Ingold Inglorion —repuso el anciano con voz profunda y áspera—. Y éste es el príncipe Altir Endorion, el último de la Casa de Dare.
—¿Cómo?
El mago se quitó la capucha y dejó al descubierto un rostro indescriptible, con unos brillantes ojos azules bajo las pobladas cejas y expresión de tranquila serenidad. Rudy nunca había visto un rostro como aquél, amable, encantador y claramente acostumbrado al mando. Era el semblante de un santo, de un brujo o de un chiflado.
Rudy se frotó los ojos.
—¿Pero cómo has llegado hasta aquí?
—A través del Vacío que separa tu universo del mío —explicó Ingold pacientemente—. Has tenido que verlo.
«Es un chiflado».
Con curiosidad, Rudy dio una vuelta a su alrededor manteniendo las distancias. Aquel tipo estaba armado, después de todo, y por la forma en que manejaba la espada, sabía utilizarla. Parecía un vagabundo simpático, si no fuera por el atuendo al estilo de san Francisco de Asís que llevaba; pero los años de relación con la hermandad de la carretera le habían enseñado que hay que desconfiar de cualquiera que vaya armado, por muy inofensivo que parezca.
El viejo le devolvió la mirada, aunque parecía estar divirtiéndose más que otra cosa. Con una mano fuerte y nudosa acariciaba, ausente, al niño que sostenía en sus brazos. Rudy imaginó que podía haber salido de detrás de la casa cuando la luz del sol lo había cegado, dando la impresión de que surgía de un aura luminosa; pero aquella explicación no le aclaraba de dónde habían salido, ni qué hacía aquel tipo con un niño de pecho.
—Oye, ¿eres real? —preguntó tras un momento de silencio. El anciano sonrió, y sus barbas se movieron levemente con la sonrisa.
—¿Y tú, lo eres?
—Quiero decir, ¿eres una especie de brujo o algo así?
—No en este universo. —Ingold escrutó con la mirada al joven y volvió a sonreír—. Es una larga historia —dijo simplemente. Entonces echó a andar hacia la casa como si la conociera de siempre, con Rudy pisándole los talones—. ¿Sería posible que me quedara aquí hasta que llegue mi contacto en este mundo? No debería de tardar.
«¿Pero qué demonios…?».
—Sí, claro, adelante —suspiró Rudy—. Yo estoy aquí porque el coche me ha jugado una mala pasada. Bueno, en realidad no es mi coche… En fin, tengo que ver si es la bomba de la gasolina e intentar ponerlo en marcha otra vez. —Al advertir la mirada de desconcierto de Ingold, recordó que se suponía que aquel tipo pertenecía a otro universo, y que si allí usaban espadas, no era probable que supieran mucho de motores de combustión interna—. ¿Sabes lo que es un coche?
—Me suena el concepto. Aunque no existen en nuestro mundo, claro.
—Claro.
Ingold subió las escaleras y entró en la casa. Llegó hasta el dormitorio sin asomo de duda y dejó al niño sobre la estrecha cama. La criatura comenzó a pugnar por deshacerse de las mantas, al parecer con la única intención de tirarse al suelo de cemento.
—¿Pero quién eres realmente? —insistió el joven desde el umbral de la habitación.
—Ya te lo he dicho, me llamo Ingold. Y tú, ya basta… —Extendió un brazo para evitar que el príncipe Tir rodara por el borde del colchón, y volvió la cabeza hacia Rudy—. Pero todavía no sé cuál es tu nombre —añadió.
—Eh…, Rudy Solis. ¿De dónde has sacado al crío?
—Estoy protegiéndolo de nuestros enemigos —declaró el mago sin darle mayor importancia.
«Fantástico: primero la bomba de gasolina y ahora esto», pensó el joven.
El niño, que se había despojado completamente de sus envolturas, debía de tener unos seis meses. Su cabello era suave y negro, tenía las mejillas sonrosadas y unos ojos de un azul tan profundo como la primera luz de la mañana. Ingold lo puso de nuevo en el centro de la cama, pero el pequeño volvió a avanzar de inmediato hacia el borde. El anciano se quitó la oscura capa, que olía a humo, y la extendió en el suelo como una alfombra. Rudy vio que el hombre vestía una túnica de lana blanca, remendada y con manchas, y un viejo cinturón de cuero del que pendía una larga espada y un cuchillo enfundados en cuero viejo. Desde luego, el disfraz parecía de lo más auténtico.
Ingold tomó al niño en brazos y lo puso en el suelo, sobre la capa.
—Ahí —dijo—. A ver si ahora te quedas quieto donde debes y te duermes como una persona sensata.
El príncipe Altir Endorion dio una respuesta concluyente pero ininteligible.
—Bien —repuso Ingold, y se volvió hacia la puerta.
—¿De quién es el niño? —preguntó Rudy cruzándose de brazos y mirando al viejo.
Por primera vez aquella mirada contenida pareció vacilar, y el dolor, o el intento de ocultarlo, afloró a su rostro. Pero su voz se mantuvo firme.
—Es hijo de un amigo mío —respondió en voz baja—, un amigo que ha muerto. —Se produjo un breve silencio, durante el cual el anciano se remangó la túnica mostrando unos antebrazos fuertes y fibrosos. Cuando volvió a mirar a Rudy, la expresión de buen humor había vuelto a sus ojos—. Aunque no espero que me creas.
—En fin, ya que lo dices, la verdad es que no.
—Bien —murmuró Ingold con una sonrisa, mientras pasaba por delante de Rudy y se dirigía a la cocina—. Así es mejor. Cierra la puerta cuando salgas, por favor.
—Por ejemplo —dijo el joven mientras lo seguía por el pasillo—, si eres de otro universo, ¿cómo es que hablas inglés perfectamente?
—Oh, no estoy hablando inglés. —Ingold vio una de las cajas de cerveza, cogió una para él y ofreció otra a Rudy—. Así que se llama inglés. Tú oyes mis palabras en ese idioma en tu mente, eso es todo. Si vinieras a mi mundo, también podrías entender nuestra lengua con el mismo encantamiento.
«¿Ah, sí? —pensó Rudy cínicamente—. Seguro que has aprendido a abrir latas de cerveza con el mismo método».
—Desgraciadamente, no tengo forma de demostrártelo —siguió diciendo Ingold plácidamente, mientras se sentaba en el borde de la sucia mesa de formica. La luz anaranjada de la mañana se reflejó como fuego en el puño de su espada—. Los diferentes universos obedecen a leyes físicas diferentes, y el tuyo, a pesar de estar en conjunción con el mío, se halla muy lejos del corazón y la fuente del Poder. Aquí las leyes físicas son muy pesadas, demasiado rígidas e irreversibles, y no entran en juego… otros factores. —Miró por la ventana y pareció calcular la inclinación de la tierra, el ángulo del sol, la hora del día. Estaba absorto realizando una valoración de datos que no tenían nada que ver con Rudy, y evidentemente no estaba representando ningún papel. Al joven lo inquietó pensar que se lo tomaba todo con demasiada tranquilidad. Ya había visto actuar a farsantes en otras ocasiones. Viviendo en el sur de California, era casi inevitable. Pero, jóvenes o viejos, todos aquellos supuestos Hermanos de Atlantis tenían el mismo aire de mascarada, por muy en serio que se lo tomasen. Siempre estaban actuando.
Sin embargo, aquel viejo chiflado no parecía estar pendiente de Rudy en absoluto; lo trataba como a alguien con quien tuviera que pasar un rato.
«O bien es lo que pretende ser, o ya está completamente pasado de rosca», pensó Rudy.
Pero el recuerdo de la abertura de luz y los colores indescriptibles que había visto se impuso sobre la desconfianza.
«Cuidado, tío. A este viejo no le funcionan todos los cilindros. Como no tengas cuidado, va a acabar convenciéndote», se dijo.
—¿Pero en tu mundo eres mago? —le preguntó finalmente. El uniforme no podía ser de otra cosa.
Ingold volvió a mirar a Rudy y pareció dudar un momento. Luego asintió.
—Sí —dijo lentamente.
Rudy se apoyó en la cocina y dio un sorbo a su cerveza.
—¿Y eres bueno?
El anciano se encogió de hombros y pareció relajarse, como si lo tranquilizara la incredulidad del joven.
—Eso dicen.
—Pero no puedes hacer magia aquí —concluyó Rudy por anticipado. Los magos de pacotilla nunca actuaban ante un auditorio incrédulo.
Pero los magos de pacotilla tampoco sonreían un instante y adoptaban de nuevo un aire de seriedad, como si temieran que no los tomaran en serio.
—No, no puedo.
Rudy simplemente no podía creerlo. Pero hubo algo en la actitud tranquila del anciano que lo impulsó a insistir.
—¿Y cómo se puede ser mago sin magia?
Se acabó la cerveza, arrugó la lata con una mano y la tiró a un rincón de la cocina.
—En realidad son cosas diferentes.
Rudy guardó silencio durante un momento. La voz del extraño hizo resonar algo en su interior, como las notas distantes de una vieja melodía.
—Sí, pero… —comenzó a decir; luego se detuvo—. ¿Qué es la magia?
—¿Qué no lo es?
Se hizo el silencio de nuevo. Rudy tuvo que luchar contra la repentina e ilógica certeza de que aquel hombre entendía la magia. Entonces sacudió la cabeza, como si quisiera quitarse de la mente todas aquellas fantasías.
—No te entiendo.
—Creo que sí —dijo Ingold con suavidad.
«Realmente salió de aquella luz. Dentro de un momento estarás tan loco como él».
—Lo único que sé es que estás más loco que una cabra… —La confusión dio un tono de dureza a la voz del joven.
—¿De verdad? —Ingold alzó las cejas en un gesto interrogante y burlón—. ¿Y qué es para ti un loco?
—Un loco es alguien que no diferencia la realidad de la imaginación.
—Ah —exclamó Ingold—. ¿Quieres decir que estoy loco si no quiero creer algo que he visto con mis propios ojos, sólo porque lo considero imposible?
—¡Yo no vi nada! —dijo el chico bruscamente.
—Sabes que sí —insistió el mago con paciencia—. Vamos, Rudy, crees en miles de cosas que nunca has visto con tus ojos.
—¡No es verdad!
—Crees en el gobernante de tu país.
—Sí, pero lo he visto. En la televisión.
—¿Y no has visto en la televisión materializarse a gente en medio de una lluvia de estrellas? —preguntó Ingold.
—Maldita sea, no es lo mismo. Sabes tan bien como yo…
—No, Rudy. Si tú no quieres reconocer lo que han visto tus ojos, es problema tuyo, no mío. Yo soy lo que soy.
—¡Es imposible!
Lentamente, imitando el gesto inconsciente de Rudy, Ingold aplastó la lata de cerveza vacía, que desapareció casi por completo en su gran puño.
—De verdad, eres uno de los jóvenes con más prejuicios que he conocido —declaró—. Para ser artista, tienes muy poca perspectiva.
Rudy contuvo el aliento un instante antes de responder.
—¿Cómo has sabido que soy artista?
Aquellos risueños ojos azules lo estaban desafiando.
—Una corazonada —dijo el anciano. Rudy supo instintivamente que aquélla no era la explicación—. Lo eres, ¿no?
—Humm, bueno…, pinto cosas con aerógrafo en las carrocerías de las furgonetas y en los depósitos de las motos. Sí, supongo que se le puede llamar arte.
De nuevo se hizo el silencio, y el mago se miró las manos llenas de cicatrices, que tenía apoyadas sobre la mesa. Finalmente levantó la vista y sonrió.
—¿Y es indigno de ti tener amigos que viven en una realidad… diferente, por decirlo de alguna manera?
Rudy se acordó de algunos de los clientes del taller de Wild David. Sí, también podía decirse que vivían en una realidad diferente. Se echó a reír.
—Si fuera así, no tendría más que un par de amigos. De acuerdo, tú ganas.
El anciano pareció sorprendido y algo preocupado.
—¿Quieres decir que me crees?
—No, pero si a ti no te molesta, a mí tampoco.
«Si es un lunático, lo disimula muy bien», pensó Rudy más tarde. Brujería, el mítico reino de Darwath, la Ciudad Oculta de Quo, en el océano Occidental, donde se guardaba el saber de cien generaciones de magos en los oscuros laberintos de la torre de Forn… No parecía faltar nada. E Ingold daba la impresión de estar tan familiarizado con todo ello como el joven con sus motos y sus talleres. Durante toda la larga y cálida mañana, Rudy estuvo peleando con el motor del viejo Chevrolet, e Ingold le echaba una mano cuando era necesario o se apartaba cuando no lo era. Todo el tiempo estuvieron hablando de magia, del Vacío, de motores y de pintura. El mago no se contradijo ni una sola vez.
No sólo estaba completamente familiarizado con su fantástico mundo, sino que Rudy notó que tenía las carencias de conocimiento lógicas en un hombre que desconociera este universo. Parecía totalmente fascinado por el mundo del chico, las maravillas de la radio y la televisión, las complejidades de la sociedad contemporánea y los misterios del motor de combustión interna. Poseía la insaciable curiosidad que, como él mismo había dicho, era una de las marcas que identifican a un mago: la pasión por el conocimiento, sea del tipo que sea, que hace a uno olvidar las consideraciones más elementales de comodidad o seguridad física.
«Si no fuera por el crío —pensó Rudy mirando de reojo al anciano, que estaba sentado en la hierba examinando con curiosidad una espiga— me daría igual. Mierda, a mí qué me importa que se crea todas sus historias… Pero no sé qué está haciendo en este lugar perdido en el desierto con un niño tan pequeño».
De nuevo volvió a su mente con claridad la alucinación que había sufrido en la madrugada, el resplandor ardiente que flotaba en el aire, la absoluta realidad de la visión. Había algo en ella que lo preocupaba, y que no sabía definir.
Entonces el tornillo oxidado en el que estaba trabajando cedió, y otros asuntos reclamaron su atención. Diez minutos más tarde salió arrastrándose de debajo del coche, cubierto de grasa, sudando y de muy mal humor. Ingold dejó a un lado la espiga y alzó las cejas con gesto interrogante.
Rudy tiró al suelo con violencia la llave que tenía en la mano.
—¡Maldita bomba! —murmuró entre dientes, mientras se dejaba caer en la hierba junto al mago.
—¿Entonces es la bomba, y no una conexión? —preguntó el anciano, al que Rudy había explicado por encima el problema.
—Sí —contestó éste malhumorado, y comenzó a expresar con bastante dureza su opinión sobre el coche y su propietario—. Me imagino que tendré que ir andando hasta la autopista y allí hacer autostop —concluyó.
—Bueno —dijo Ingold tranquilamente—, mi contacto en este mundo está a punto de llegar. Supongo que puedes volver a la civilización con ella.
Rudy, que se estaba limpiando la grasa de las manos con un trapo mugriento que había sacado del asiento trasero del vehículo, se detuvo en seco.
—¿Tu qué?
—Mi contacto en este mundo. —Al advertir la sorpresa del joven, Ingold se explicó—. Tendré que pasar esta noche aquí y, aunque en ocasiones he padecido hambre, no veo motivo para volver a hacerlo si no es estrictamente necesario.
—Entonces sólo estás de paso, ¿no es eso? —preguntó Rudy. ¿Sería cierto, o simplemente era una muestra más de su peculiar imaginación?
—Algo así —dijo Ingold lentamente.
—Pero si eres un mago en tu mundo, ¿cómo puedes pasar hambre? —insistió Rudy, más por curiosidad que por otra cosa—. ¿No puedes hacer aparecer toda la comida que quieras?
—Las cosas no funcionan así —repuso el anciano simplemente—. Crear la ilusión de comida es relativamente fácil. Puedo hacer que un puñado de hierba como éste parezca un trozo de pan, con todo su sabor, forma y olor, y convencerte de que estás comiendo pan. Pero si lo comes no te alimentará más que la hierba que es en realidad, y, con semejante dieta, pronto te morirías de hambre. Por otra parte, transformar literalmente la naturaleza de la hierba y convertirla en pan alteraría la realidad misma, pondría en peligro la esencia del universo.
—Ya; demasiados problemas por un trozo de pan, ¿no?
—Bueno, es algo más que eso. Sería potencialmente peligroso. Cualquier alteración de la esencia del universo, por muy insignificante que sea, es peligrosa. Por eso se practica muy poco la transfiguración. La mayoría de los magos expertos saben cómo convertirse en un animal, con la mente y el corazón de un animal, pero muy pocos se atreverían a hacerlo. Un archimago podría conseguirlo con gran peligro de su vida. No obstante… —Alzó la cabeza de repente, y se oyó el motor de un coche en la lejanía—. Mi amiga —explicó Ingold. Se levantó y se sacudió cuidadosamente las briznas de hierba seca que llevaba pegadas a la ropa. Rudy también se puso en pie y contempló el viejo Volkswagen rojo que se arrastraba penosamente por la carretera de la colina.
—Esto no me lo pierdo.
Envuelto en una nube de polvo, el escarabajo se acercó lentamente, evitando con cuidado cada bache y cada zanja del camino. Finalmente se detuvo a unos cuantos metros de los dos hombres, se abrió una puerta y salió una chica.
Miró a Rudy de arriba abajo con ojos llenos de desconfianza. Entonces Ingold se acercó a ella con las manos extendidas en gesto de bienvenida.
—Jill, te presento a Rudy Solis —dijo—. Cree que estoy loco. Rudy, Jill Patterson, mi contacto en este mundo.
Los dos jóvenes cruzaron una mirada hostil.
La muchacha pensó que hubiera sido preferible encontrarse con la policía de tráfico. Aquel tipo, sin duda, pertenecía a una banda de motoristas: vaqueros grasientos, una sucia camiseta blanca, botas viejas… Los cabellos que no recogía su larga coleta, oscuros y con un cierto brillo rojizo, caían a ambos lados de su rostro casi hasta los hombros. Desde debajo de las espesas cejas negras, sus ojos azul oscuro dedicaron a Jill una mirada arrogante y despreciativa. La joven observó que tenía una pequeña cicatriz en la nariz, y en el antebrazo izquierdo llevaba un tatuaje de una bandera envuelta en llamas, en el centro de la cual podía leerse RUDY. «Menudo ejemplar», pensó ella.
«Alta y desgarbada, pero no está mal —decidió Rudy tras examinarla con detenimiento—. Seguro que le va la marcha. Se le ve en la cara». La chica llevaba unos vaqueros viejos y una camisa de cuadros azules; nada de maquillaje. Sus manos eran suaves (se mordía las uñas) y sus ojos eran de un frío azul pálido. «¿De dónde la habrá sacado Ingold?».
—Rudy ha tenido problemas con el coche —prosiguió el mago—. ¿Te importaría llevarlo contigo cuando te vayas? Por favor. —Jill lanzó a Rudy una mirada de desconfianza y luego volvió a mirar al anciano. Éste le puso con suavidad una mano sobre el hombro—. No pasa nada. No tiene por qué creerme, Jill.
La joven suspiró y pareció relajarse ligeramente.
—De acuerdo —asintió con lentitud.
Rudy había observado la escena con una mezcla de curiosidad y mal humor.
—No te preocupes, no necesito que me hagas ningún favor.
Aquellos ojos pálidos se enfriaron aún más, pero la mano de Ingold apretó levemente el hombro de la muchacha.
—No, está bien —dijo ella con voz más natural.
Rudy también pareció relajarse.
—Gracias. Mmm… ¿Puedo echaros una mano con todo eso? —se ofreció al ver que Jill empezaba a sacar del coche cajas de comida y mantas. Se adaptó al paso de ella mientras se dirigían a la cabaña, y al ver que Ingold se adelantaba, le preguntó—: Oye, ¿quién es realmente?
La joven volvió a mirarlo con aquellos ojos pálidos de solterona. Eran los ojos de una vieja en el rostro de una chica de su misma edad.
—¿Qué te ha contado?
—Que es una especie de mago de otro universo.
—Eso es lo que dice. —Cuando Jill se sentía avergonzada solía reaccionar con sequedad.
Rudy no se dio por aludido.
—¿Dónde lo conociste?
Ella suspiró.
—Es una larga historia —dijo, empleando inconscientemente la coletilla de Ingold—. Y no importa, de verdad.
—A mí me importa —manifestó Rudy mientras levantaba la vista. Ingold entraba en aquel momento en la cabaña—. Mira, me gusta ese viejo, en serio. Incluso aunque esté chiflado. Pero me preocupa que al niño pueda pasarle algo.
Se detuvieron al pie de los escalones del porche y Jill miró cuidadosamente por primera vez el rostro de aquel joven. Era sensual y bronceado, y no parecía el rostro de un gamberro, ni tampoco el de un idiota.
—¿Crees que él dejaría que le pasara algo a Tir? —preguntó ella.
Rudy recordó la primera visión que había tenido del anciano con el niño en brazos, el cariñoso cuidado con que lo manejaba y el tono de protección de su voz.
—No —respondió lentamente—. No. ¿Pero qué hacen en este lugar? ¿Y qué va a pasar cuando vuelva a la civilización con esa pinta?
Su voz denotaba genuina preocupación, lo que conmovió sorprendentemente a Jill. «Además, si yo no hubiera tenido los sueños, probablemente tampoco lo creería», pensó.
—No pasará nada —dijo en tono tranquilizador.
—¿Sabes tú lo que está ocurriendo?
Ella asintió. Rudy le dirigió una mirada interrogante. Tenía la sensación de que se le escapaba algo. En cierto modo, aquella chica era realmente el contacto de Ingold con la realidad, y a pesar de la evidente destreza y competencia del viejo, estaba claro que la necesitaba. Sin embargo… La visión del anciano emergiendo de la bruma luminosa volvió a su mente con asombrosa claridad mientras subía los escalones. Jill lo seguía de cerca. De repente Rudy se volvió hacia ella.
—¿Tú le crees?
Antes de que la joven pudiera responder, la puerta de la cabaña volvió a abrirse e Ingold salió al porche con un rubicundo y medio dormido bebé en brazos.
—Te presento al príncipe Altir Endorion —dijo a Jill.
Los dos jóvenes se acercaron a él, y la pregunta de Rudy quedó en el aire. En general, a Jill no le gustaban los niños, pero, como suele ocurrir, su debilidad eran los más pequeños e indefensos. Acarició la mejilla de Tir con extraño cuidado, como si pudiera romperse.
—Es precioso —murmuró.
—Y está muy mojado —añadió el anciano mientras volvía a entrar en la casa.
Al final fue Rudy el que le cambió los pañales al pequeño, ya que era el único con experiencia en la materia, mientras Jill calentaba una lata de estofado de carne y preparaba café en la cocina de queroseno. Rudy observó que la muchacha había traído entre otras cosas una lata de queroseno. Pero recordó que cuando él había llegado, la cocina estaba guardada en un armario, y no parecía que nadie hubiera entrado allí en muchos años. ¿Cómo podía haberlo sabido Ingold?
Jill le ofreció una taza de plástico llena de café humeante, y permaneció un momento viendo cómo jugueteaba con el pequeño.
—¿Sabes? Creo que eres el primer hombre que he visto que se ofrece voluntariamente a hacer este tipo de labores.
—Qué remedio… —dijo Rudy con una sonrisa—. Con seis hermanos pequeños, uno se acaba acostumbrando a todo.
—Supongo. —Jill le dio la vuelta a una de las viejas sillas, se sentó cautelosamente y apoyó los codos en el respaldo—. Yo sólo tengo una hermana, y es dos años menor que yo, así que nunca tuve que hacer nada por el estilo.
El joven volvió a mirarla.
—¿Es como tú? —preguntó.
Ella lo miró con gesto de autoconmiseración.
—No. Ella es muy guapa. Tiene veintidós años y se está divorciando por segunda vez.
—Ya. Mi tercera hermana es así —repuso Rudy pensativamente mientras rebuscaba en los bolsillos de su cazadora las llaves de su moto, que Tir recibió con grandes muestras de regocijo—. Tiene diecisiete años y creo que ha recorrido bastantes más kilómetros que yo. —Vio la incredulidad en los ojos de Jill, y siguió su mirada hasta el dibujo que decoraba la cazadora: cráneos, rosas, fuego y demás—. Ah, es por eso… —dijo algo avergonzado—. Bueno, Picasso tuvo su época azul y yo tuve mi época heavy-metal.
—Oh —musitó la chica, que seguía sin creer una palabra—. ¿Perteneces a alguna banda?
Rudy volvió el rostro hacia ella. Tenía el entrecejo fruncido.
—¿A qué demonios crees que me dedico? ¿A ir arrasando pueblos con los Ángeles del Infierno?
Aquello era exactamente lo que pensaba Jill.
—No, quiero decir… —se interrumpió, confusa—. ¿Entonces eso lo has pintado tú?
—Sí —admitió y extendió la cazadora para que ella pudiera ver con detalle el elaborado dibujo—. Ahora lo haría mejor. Utilizaría otro estilo, y suprimiría las llamas. Le dan un aire demasiado fuerte —reconoció—. Pero es buena publicidad.
—¿Quieres decir que te ganas la vida pintando?
—Sí. De momento, supongo. Trabajo en el taller de Wild David, en Berdoo, y te aseguro que pintar carrocerías es mucho más agradable que el trabajo de mecánico.
Jill contempló la cazadora un momento más, con la barbilla apoyada en las manos, sobre el respaldo de la silla. Aunque era violento y extraño, el dibujo estaba bien ejecutado, con destreza y sensibilidad.
—¿Entonces no eres uno de esos motoristas?
—Tengo una moto —dijo Rudy—. Me gustan las motos y trabajo con ellas, pero no pertenezco a ninguna banda. No tengo ganas de meterme en problemas, y esos chicos van pisando muy fuerte. No me interesa ese rollo.
Ingold volvió a entrar. Había estado examinando la instalación eléctrica y los alrededores de la casa, como si buscara algo entre los silenciosos y polvorientos naranjos. Jill sirvió la carne estofada y se pusieron a comer. Rudy escuchaba la conversación que se desarrollaba entre la chica y el mago, y volvió a preguntarse hasta qué punto ella creía al anciano, y si todo aquello no sería una broma de dos buenos y viejos amigos.
Resultaba imposible saberlo. Era evidente que ella apreciaba mucho al anciano. Había bajado por completo la guardia, y así, relajada y animada, casi la encontraba guapa. Pero el peso de la conversación lo llevaba Ingold, y ella lo seguía. Rudy pensó que debía de estar tan loca como él.
—No llego a comprender lo de los recuerdos —dijo Jill mientras soplaba el café para enfriarlo—. Tú y Eldor estuvisteis comentándolo, pero no lo entiendo.
—En realidad nadie lo entiende —repuso el mago—. Es un fenómeno extraño, más que la magia. Que yo sepa, en toda la historia del reino, sólo se ha producido en tres familias nobles y dos plebeyas. No sabemos cómo ni por qué ocurre. De repente un niño recuerda hechos que le sucedieron a su abuelo, o a su bisabuelo. Parece producirse sólo en los varones, y de forma esporádica. No sabemos por qué algunos hijos tienen unos recuerdos e ignoran otros que sus hermanos poseen.
—Podría ser un gen de doble recesión —musitó Jill pensativamente.
—¿Un qué?
—Una cadena genética… Bueno, supongo que en tu mundo no sabéis nada de genética.
—¿Algo así como la cría de caballos? —preguntó Ingold con una sonrisa.
Ella asintió.
—Algo parecido. Algún día te lo explicaré.
—¿Quieres decir —intervino Rudy a su pesar, sin dejar de mecer al niño en su regazo— que este renacuajo recuerda cosas que le pasaron a su abuelo?
—Eso espero —dijo el anciano—. Pero no es más que una suposición. No sabemos con seguridad si recordará algo o, si lo recuerda, qué será. Su padre recuerda…, recordaba… —Su voz pareció temblar levemente al corregir el tiempo verbal—. Recordaba cosas que habían ocurrido en tiempos de su antepasado Dare de Renweth. Y Dare de Renweth era rey cuando se alzaron los Seres Oscuros por primera vez.
—¿Los qué? —preguntó Rudy.
—Los Seres Oscuros. —El contacto de los poderosos ojos azules de Ingold produjo en el joven la incómoda sensación de que le estaban leyendo el pensamiento—. Ellos son el enemigo del que huimos. —Sus ojos volvieron a Jill, cuyo rostro aparecía ahora perfilado por la luz anaranjada del atardecer—. Pero desgraciadamente creo que los Seres Oscuros lo saben. Saben muchas cosas… Su poder es diferente del mío, posee una naturaleza distinta y procede de otra fuente. Creo que concentraron sus ataques en el palacio de Gae porque sabían que Eldor y Tir significaban un peligro para ellos; eran conscientes de que los recuerdos del rey y del príncipe podían ser la clave para su derrota final. Ahora han… eliminado a Eldor. Tir es la única esperanza.
Jill ladeó la cabeza levemente y miró al pequeño de mejillas sonrosadas, que manipulaba con gesto de concentración las llaves de una moto en el regazo de Rudy. Entonces miró al mago, cuyo rostro se recortaba contra la ventana, más allá de la cual se distinguían las colinas, solitarias y doradas.
—¿Podrían haberte seguido hasta aquí? —preguntó la muchacha suavemente.
Ingold le dirigió una mirada rápida. Sus ojos azules se encontraron con los de ella y se desviaron de inmediato.
—Oh, no lo creo —dijo lentamente—. No tienen conocimiento de la existencia del Vacío, ni tampoco de cómo cruzarlo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —insistió ella—. Dijiste que no comprendes sus poderes o su conocimiento. No tienes ningún poder en este mundo. Si ellos cruzaran el Vacío, ¿tendrían poder aquí?
Él sacudió la cabeza negativamente.
—Dudo incluso que pudieran existir en este mundo. Aquí las leyes materiales son muy diferentes. Y eso es lo que hace posible la magia: la flexibilidad de las leyes físicas…
La conversación derivó hacia la teoría de la magia y sus conexiones con las artes marciales. Rudy escuchaba sin poder salir de su asombro. Si Ingold se había aprendido bien su papel, Jill no se quedaba corta.
Al cabo de un rato, el anciano se hizo cargo de Tir para darle de comer, y Jill salió sin decir nada al porche para disfrutar del silencio y de los últimos rayos de sol del día. Se sentó en el borde de la plataforma, con los pies colgando, y apoyó los codos en el travesaño más bajo de la barandilla. El color de las colinas cambió del oro viejo al cristal. El aire luminoso del atardecer fue sustituido por la fría sombra de los montes. El viento agitaba suavemente la hierba parda de los campos circundantes. La luz anaranjada tiñó cada piedra y cada árbol de un color indescriptible, confiriendo una nueva belleza incluso al Chevrolet azul y al Volkswagen rojo, medio ocultos por la vegetación.
Jill oyó que se abría y se cerraba la puerta a sus espaldas, y al momento percibió el olor de la lana impregnada de humo. Ingold se sentó a su lado. Otra vez llevaba el manto oscuro encima de la túnica blanca. Pasaron varios minutos en silencio, contemplando el atardecer en compañía, y la muchacha se sintió muy a gusto.
—Gracias por venir, Jill —dijo Ingold finalmente—. Tu ayuda no tiene precio.
—No es nada —repuso ella negando con la cabeza.
—¿Te importa llevar a Rudy a la vuelta? —Jill advirtió por el tono de voz que Ingold había notado su rechazo y que le preocupaba.
—No, no me importa. —Se volvió hacia él y apoyó la mejilla sobre las manos—. Es un buen tipo. Si yo no te conociera, posiblemente tampoco habría creído ni una palabra. —A la suave luz del atardecer Jill notó que, aunque el mago tenía los cabellos blancos, sus cejas conservaban el brillo rojizo que en otros tiempos debía de haber tenido también su pelo—. Lo que voy a hacer es dejarlo en la gasolinera más cercana y volver. No me gusta la idea de dejarte aquí solo.
—No pasará nada —dijo el anciano amablemente.
—No me importa —respondió ella.
Él la miró de reojo.
—Si algo sucediera, no podrías ayudarme.
—Aquí tu magia no servirá de nada —replicó la joven con suavidad—. Y estás entre la espada y la pared. No os dejaré solos.
Ingold apoyó los codos en la barandilla y puso el mentón sobre sus manos nudosas. Parecía absorto en el juego del viento con la vegetación.
—Aprecio tu lealtad —dijo por fin—, aunque te equivoques. Pero no será necesario que te quedes. He decidido arriesgarme a volver esta noche, antes de que la oscuridad sea absoluta.
Jill estaba desconcertada. La noticia le producía alivio y a la vez preocupación.
—¿No le pasará nada a Tir?
—Puedo crear a nuestro alrededor una coraza protectora que lo protegerá de lo peor del choque. —El sol ya rozaba las colinas; la brisa del atardecer anunciaba el frío de la noche—. Cuando volvamos a nuestro mundo todavía quedarán un par de horas de luz. Parece haber una falta de sincronización temporal entre nuestros mundos. Podremos ponernos a cubierto antes de que caiga la noche.
—¿No es demasiado arriesgado?
—Quizás. —Ingold giró la cabeza levemente y miró a Jill a los ojos. Parecía cansado, y la sombra de los travesaños del porche no conseguía ocultar las profundas arrugas de preocupación que rodeaban sus ojos. Con aire ausente, sus dedos jugaban con las astillas de la madera, como si no estuviera hablando del peligro al que se iba a enfrentar—. Pero prefiero correr ese riesgo antes que poner en peligro a tu mundo. Quizá los Seres Oscuros sean capaces de cruzar el Vacío.
El mago suspiró y se levantó, como si ya hubiera olvidado el asunto por completo. Extendió una mano grande y de movimientos rudos, pero suave y delicada como la de un joyero, y ayudó a Jill a ponerse en pie. La última luz del día los rodeaba y recortaba sus sombras contra las ventanas de la casa.
—Puedo arriesgar mi propia vida, Jill —dijo él finalmente—. Pero mientras me sea posible, no pondré en peligro las vidas de otros, especialmente de los que me son fieles, como tú. No te preocupes. No nos pasará nada.